Marta Rebón
En ‘Kairós’, Jenny Erpenbeck enlaza magistralmente un romance agonizante con el fin de la Alemania comunista
En el berlinés Museo de Pérgamo, ante el altar homónimo, un escritor melómano de la RDA llamado Hans, bien conectado en el ecosistema cultural, cincuentón y casado, le muestra a Katharina, joven estudiante de tipografía, la lucha entre dioses y gigantes en los frisos. La diferencia de edad entre ambos es notoria: cuando Hans vio su propio nombre impreso por primera vez en la portada de un libro, Katharina llegaba al mundo. Él dio sus primeros pasos bajo la sombra de Hitler, mientras que ella es una joven pionera.
«Hans le abre los ojos por primera vez ante aquello que ve», desliza el narrador, cuya peculiaridad es colarse en un lugar intermedio que bascula entre el punto de vista de él y el de ella: «Nunca más será como hoy», piensa Hans. «Así será ahora siempre», piensa Katharina. Hans la apremia a fijarse bien: «Mira la cercanía de los luchadores, mira cuánto se parecen el amor y el odio. Y observa las fracturas, lo que falta, las historias destruidas, las lagunas, también ellas son parte de una historia que se desarrolla más allá de lo que está representado en el friso».
Son amantes. Se conocieron por casualidad en el autobús mientras arreciaba la lluvia. Al parecer, Kairós, «el dios del instante feliz», decidió mover los hilos aquel 11 de julio de 1986, en el ocaso de un país dividido. Del autobús a un café, de un café a una cena, de una cena a la cama. Jenny Erpenbeck (Berlín Oriental,1967) traza una relación adúltera asimétrica que se va degradando en abusiva y violenta para Katharina en un país en el que «la muerte no es el final, sino el principio de todo», piensa ella al echar la vista atrás y recordar, por ejemplo, la visita con su padre al campo de concentración de Bergen-Belsen. Hans, de otra generación, se refugió en el Este, como una forma de romper con el pasado de sus padres. «La continuidad da pie a la destrucción», repite citando a Brecht, su autor predilecto.
El tiempo se acelera al igual que el fin de la utopía socialista, hasta convertirse en escombros que desvelarán secretos dolorosos. El muro divisorio, pues, se derrumbará, así como la relación entre ambos. Densa en alegorías, Kairós es una novela que piensa al mismo ritmo que sus personajes. Erpenbeck entrelaza magistralmente las pequeñas vidas anónimas con los grandes relatos. Esa es la función del narrador, que nunca pierde de vista la escenografía general, como ese personaje secundario que, pertrechado con un telescopio en el balcón para fisgar el firmamento, «se agachaba en el suelo para oír llorar a la vecina. Las estrellas y una mujer desesperada, ambas igual de cercanas para aquel que quería comprender».