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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

Sílvia Poch /Teatre Lliure

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La guerra en cirílico

La guerra y la tiranía son un polvo radiactivo que por décadas lo contamina todo: el aire que se respira, la lengua que se habla o se traduce, el suelo que se pisa. Quizás no te interese la guerra, pero tú sí a ella, dijo un experto en la materia. Antes un escritor británico lo había formulado así: “No tengo las armas nucleares en mi punto de mira; lamentablemente, ellas a mí sí”. Gracias a que no cancelaron a Dostoyevski, acudí al Teatre Lliure a ver la adaptación de Crim i càstig. Sobre el escenario, al inicio de la función, se cuenta el sueño de Raskólnikov sobre el impacto de la violencia gratuita en la mente de un niño cuando presencia la tortura consentida de un caballo, un recuerdo infantil del novelista que lo perseguiría hasta Los hermanos Karamázov. Es esta la normalidad bélica.

La lengua rusa, pervertida en los medios putinistas, es otra víctima de la actual guerra. Con las palabras se puede ensalzar la dolorosa memoria de un pueblo, como Ajmátova en sus versos, o hacer propaganda obscena, como ayer el canal Russia Today para informar de que se está “limpiando de nacionalistas Mariúpol”, donde miles siguen atrapados sin comida ni agua, con imágenes a vista aséptica de dron de edificios de viviendas destruidos.

Después del Euromaidán –y, ya antes, con la primavera árabe – en el Kremlin caló la idea de que se había alterado la composición clásica de la guerra: 20% propaganda, 80% violencia. Ya no iba solo de “guerra y paz”, sino también de “guerra en la paz”. Manifestaciones democráticas, acciones de opositores o iniciativas de oenegés pro derechos humanos pasaron a denominarse agresiones de “agentes extranjeros”. Las mutaciones de la lengua son como el canario centinela en la mina de carbón. Como tantos otros, el escritor Maxim Ósipov decidió abandonar su país cuando se prohibió el uso de la palabra guerra. Quizás las mejores obras rusas se escriban ahora en Tel Aviv, Ereván o Estambul.

En estos días se nos pide que diferenciemos entre rusos y Putin, entre cultura rusa y el Kremlin. El ejercicio requiere algo de esa habilidad que desplegamos al separar, con ayuda de la cáscara, una yema de la clara. El espíritu de los tiempos esculpe nuestros pensamientos y se ríe de nuestros sueños, dijo el polaco Adam Zagajewski, el mismo que se preguntó en un poema de 1985 qué habría sido de Rusia si Mandelstam hubiera redactado sus leyes, o si Stalin hubiera sido el personaje secundario de una epopeya georgiana olvidada. Es inaceptable la fobia a una nacionalidad, como lo es cancelar una cultura, si tal cosa es posible. Aprovechemos, sí, para mirarla mejor.

En Montjuïc resonaron de modo especial las palabras de Raskólnikov (Pol López) sobre individuos “extraordinarios” que se arrogan el derecho de cometer crímenes en pos de una idea, sea cual sea el coste de vidas, entendidas como meros “obstáculos” para su aplicación. Cobraron mayor significado los sueños febriles del protagonista que, al final, en una distópica pesadilla, ve una pandemia llegada de Oriente que polariza la sociedad y la aboca a su destrucción. Extasiados con el genio artístico ruso –justo ejemplo de resistencia, sacrificio y hondura– obviamos la pátina de su nacionalismo expansivo, y normalizamos incluso que se asimilaran como suyos frutos de creadores de naciones vecinas. Tras la muerte de Stalin, el filósofo exiliado Gueorgui Fedótov subrayó en un famoso artículo que la mentalidad imperial no obedece a los intereses de un Estado, sino al ansia de poder y al placer de dominar. Señaló el menosprecio por la lengua e historia de Ucrania, cuyo despertar asombró a la intelligentsia rusa; “en primer lugar, porque la amábamos y estábamos acostumbrados a considerar todo aquello como propio”. Reconocía además que se descuidaron los siglos que moldearon su nacionalidad y cultura de un modo distinto a la Gran Rusia: “Los ucranianos absorbieron muchos elementos de la cultura y tradición política polacas. Era más bien Moscovia, con su despotismo oriental, lo que les resultaba ajeno”.

Seguiremos leyendo con atención a los escritores rusófonos. Valoraremos más a los que supieron describirnos cicatrices y derivas: Grossman, Aleksiévich, Vladímov, Ulítskaia, Chukóvskaia… Y escuchemos y traduzcamos a las voces ucranianas, también aquí desoídas. Son las humanidades, desprestigiadas en los sistemas educativos, las que ayudarán a entender cómo se llegó a esta destrucción, a devolver la vida sobre los escombros, a levantar diques contra los embates totalitarios.

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18 de abril de 2022
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Hamlet en Kyiv

“Palabras, palabras, palabras”, responde el príncipe de Dinamarca cuando le preguntan qué está leyendo. Parece que Shakespeare les hizo un valioso regalo a los detractores, competidores y enemigos de la Unión Europea, tanto de fuera como de dentro. Sienten que el bardo­ inglés creó para ellos la fórmula literaria que encarna la duda paralizante de Occidente. “Palabras, palabras, palabras…”. Oídas en reuniones, cumbres y declaraciones, leídas en informes, directivas y comunicados.

En las democracias, los autoritarismos ven lo mismo que en Hamlet: debilidad, ensimismamiento, indeterminación. Por eso desde Moscú se veía factible un paseo de tanques triunfal hasta Kyiv, como un remake de la primavera de Praga. Las orugas de los carros armados avanzarían por la alfombra de “palabras, palabras, palabras”, amparadas en la permisividad que hasta ahora se han encontrado en otros escenarios donde también se ha vertido sangre. Y no será porque las alarmas, a veces de manual, no se hubieran encendido antes y no precisamente ayer.

El simulacro ruso de democracia se convirtió en un ejemplo del que otros tomaban nota, mientras hoy tratan de distanciarse con el silencio, la ambigüedad o el esperpento, como Matteo Salvini, al que llamaron buffone a la cara en la frontera polaca junto a Ucrania. Hemos presen­ciado a distancia cómo se reescribe el pasado, se asfixia la oposición política, se controla la libertad de expresión, se señalan a oenegés como agentes extranjeros, se destruye la prensa independiente, se modifica la Constitución para adaptarla a una presidencia casi vitalicia, se hace de la Ad­ministración una estructura de poder vertical, se toleran los asesinatos selectivos –ya sea con plomo, polonio o novichok –, a la vez que se asienta el terror a disentir y la apatía. Putin ha creado un país gogoliano de almas muertas, la fórmula perfecta para­ la estabilidad, aunque ajena a lo huma­no.

Los Hamlets reunidos en Bruselas o en Oslo –debieron de pensar en el Kremlin– son buenos para conceder premios, eso sí. Que si ahora el Sájarov a Navalni o a la oposición bielorrusa, que también nos tendió la mano en busca de ayuda, que si ahora un Nobel de la Paz al periodista Dimitri Murátov, el mismo que ahora no puede utilizar en Nóvaya Gazeta la palabra guerra para nombrar la guerra.

Mientras, a este lado, se ponen en el mismo saco a su medio, con reporteros asesinados por hacer su trabajo, con los canales Potemkin oficiales. En el 2013, preguntaron a Margarita Simonián, redactora jefe de RT, por qué necesitaba Rusia su propia cadena internacional de noticias. Su respuesta: “Por la misma razón que nuestro país necesita un Ministerio de Defensa”. La comparación es elocuente. El cese de sus emisiones no soluciona nada, pero es un reconocimiento a los periodistas rusos que ahora se enfrentan a quince años de cárcel por cuestionar su Gobierno. Pienso también en Anna Politkóvskaya.

Pero volvamos a Hamlet. Personajes como él nos ayudan a pensar(nos). Tan ricos y complejos son que cada época, cada sociedad y cada lector ven a través de ellos el mundo, su pasado y su futuro. En tiempos soviéticos chirriaba un héroe reflexivo que escudriñara todo cuanto le rodeaba para discernir entre verdad y falsedad. La revolución comunista era una energía colectiva, no individual. Los conflictos personales, un anatema. Se dice, además, que a Stalin no le gustaba la obra por los posibles paralelismos que se podían­ establecer entre Elsinor y el Kremlin. ¿Acaso le verían­ a él como un usurpador de Lenin? En cambio, otros aprecian en los defectos hamletianos virtudes que acercan al personaje con la esencia –imperfecta, mejorable, contradictoria– de la democracia, considerada como un camino abierto donde uno se permite convivir con lo inesperado, como la elección de un popular comediante como presidente.

Cada día en democracia genera nuevas posibilidades, algo­ que un gobernante auto­ritario nunca permitirá, ni dentro de sus dominios ni en las naciones que cree hermanas. Lo dijo claramente Vasili Grossman: “La relación entre personas de nacionalidades diversas enriquece la convivencia, la hace más colorida, pero la condición­ necesaria para ese enriquecimiento, la primera, es la libertad”.

Frente al autoritarismo­ la resistencia más po­derosa es ser. La valentía de Hamlet es diferente a su manera. Consiste en recordar que siempre hay una disyuntiva, ser o no ser, y que se puede elegir. De hecho, a riesgo de su vida, acabó por deponer al rey asesino. Es lo que Zelenski recordó ante el Parlamento británico. Lo demás es silencio.

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1 de abril de 2022
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Derrumbe y diáspora del país de los búnkeres

 

Retrato personal de la transición albanesa, desde el régimen tiránico de Enver Hoxha a una democracia constitucional, las memorias de esta profesora de la London School of Economics son también un cuestionamiento de las certidumbres ideológicas que conforman las relaciones sociales y familiares, y de la idea de ‘libertad’ en el socialismo y el capitalismo.

“Búnker”, “pirámide”, “éxodo”. En 2002, parecía que el pasado reciente de Albania podía resumirse con esas tres palabras. Recuerdo la exposición que entonces organizó el CCCB de Barcelona, “Tiran(í)a”, muy cerca de la universidad donde estudiaba filología eslava. El pequeño país del sudeste europeo, tras décadas de aislamiento forzado y opresivo, se había convertido en una ficha más de dominó que caía ante la naturaleza irreversible de los acontecimientos que recorrían el continente, y que el antropólogo Alekséi Yurchak resumió a la perfección en el título de su ensayo de 2013: Everything was forever, until it was no more (Princeton UP).

Durante décadas, la dictadura de Enver Hoxha, una prolongación de la de Stalin, impuso la vieja doctrina autoritaria de erradicar al enemigo en todos los frentes, tanto en las filas del partido único como en cualquier vislumbre de disidencia interior. Y su rasgo autóctono era la peculiaridad de la bunkerización del país con el fin de defenderse frente al ilusorio enemigo exterior. Entre 1975 y 1990 se construyeron 200.000 estructuras defensivas que emergían de la tierra como jorobas de cemento y, aun así, fueron menos de la mitad de las proyectadas. En la exposición, al pie de las imágenes, como si se trataran de versos de un poema surrealista, podía verse una pequeña muestra de yuxtaposiciones inverosímiles: búnker entre lápidas, búnker con pastoreo de ovejas, búnker en primera línea de playa, búnker reconvertido en restaurante… En Life is War: Surviving Dictatorship in Communist Albania (Shannon Woodcock, HamnmerOn Press, 2016) leemos que en 1990 había unos 40.000 prisioneros en campos de trabajos forzados y otros 26.000 en prisiones comunes, además de cientos de miles de ciudadanos deportados y vigilados en aldeas a lo largo y ancho de Albania.

Con el nombre de “pirámide” se aludía al edificio megalómano levantado en memoria del dictador. En 1985, cuando este murió, en la principal plaza de Tirana se erigió una escultura en su honor, que el pueblo derribó el 20 de febrero de 1991. Al enterarse, su viuda, una de las figuras más influyentes del país, le dijo a una vieja camarada: “Hoy ha muerto Enver”. La pirámide sigue en pie como un recordatorio arquitectónico de la peor versión de lo humano –junto a la Casa del Pueblo en Bucarest, el Valle de los Caídos en San Lorenzo del Escorial, el Campo Zeppelín en Núremberg o la Lubianka en Moscú (véase Guaridas del lobo, de Xosé M. Núñez Seixas, Routledge, 2021)–, sobre cuya simbología ancestral reflexionó Ismail Kadaré en su novela de 1992: “[La pirámide] es, ante todo, poder. Es la represión, el encarcelamiento, el dinero, mientras se promueve el embrutecimiento de la multitud, el estrechamiento de las mentes, el agotamiento de las voluntades, el hartazgo y la pérdida. (…) Cuanto más alta sea, más insignificantes parecerán los súbditos a su sombra. Y cuanto más pequeños sean los súbditos, más alto será el lugar reservado para Su Majestad”.

Y la lógica de la pirámide se replicó luego en la estructura económica que desembocaría en la quiebra social que se inició a finales de 1996 y que derivó en caos y, a continuación, en las imágenes del éxodo en cualquier tipo de embarcación que hubiera al alcance, excepto los submarinos. Seis años después de la caída de la dictadura, el mundo se preguntaba qué había pasado. Los albaneses también. La gran mayoría no solo perdió sus ahorros, también el sueño de una transición rápida y exitosa. En la plaza Skanderberg de Tirana quedaban los vestigios de tres religiones: la vieja mezquita Et’hem Bei, la escultura ecuestre de Skanderberg (“el escudo del cristianismo”) y el pedestal vacío de la de Hoxha. En albanés, Dios y Occidente solo se diferencian en una letra, “perëndi” i “perëndim”, respectivamente. Y a Él se encomendó Albania, FMI y terapia de shock mediante.

Derrumbe y diáspora

En 2002, Lea Ypi (Tirana, 1979) se licenció en Filosofía y Letras en Roma. En la actualidad es profesora de teoría política de la London School of Economics, especializada en teoría política normativa, pensamiento político de la Ilustración (Kant), teoría marxista y nacionalismo en la historia intelectual de los Balcanes. Cuando se produjo el fin de la dictadura en su país natal tenía 11 años, y la rebelión de 1997 coincidió con su mayoría de edad, cuando se unió a la diáspora, al igual que una parte de su familia: “Era como si hubiéramos vuelto a 1990. El mismo caos, la misma sensación de incertidumbre, el mismo derrumbe del Estado, el mismo desastre económico. Con una diferencia: en 1990 teníamos esperanza. En 1997 la habíamos perdido. El futuro parecía sombrío”, se lee en su libro Free: Coming of Age at the End of History. Las dos fechas marcan ambas partes de esta memoir, que intenta transmitir la mirada de una niña, primero, y luego la de una adolescente ante el devenir de unos acontecimientos históricos que la llevaron, de un día para otro, a desechar todo cuanto los adultos le habían enseñado. Esto es: toda una visión de mundo, unos valores, una forma de relacionarse con la realidad que, por su edad, ella había aceptado como naturales, si bien en momentos dados también asistimos a su percepción crítica de los pequeños detalles, a las dudas que le van surgiendo, sobre todo ante la conducta de los mayores.

Este planteamiento deja en un inteligente fuera de campo la descripción del régimen de terror de Hoxha –una lectura complementaria perfecta es Barro más dulce que la miel: Voces de la Albania comunista (La Caja Books, 2020), de la polaca Margo Rejmer– para centrarse en el núcleo familiar, en la microhistoria: solo así, cuando se produce la quiebra definitiva del sistema y caen las máscaras, el descubrimiento de la verdad por parte de la adolescente es más impactante, pues ocurre en el ámbito más próximo, en el seno familiar. Al fin y al cabo, confiesa la autora, cuando por fin se puede hablar en casa sin tapujos, los adultos pueden rescatar sus antiguas creencias o la verdad sepultada en su interior, pero ¿de qué armas dispone una adolescente adoctrinada a su pesar?: “Mis padres declararon que nunca habían apoyado al Partido que siempre vi que elegían, que nunca habían creído en su autoridad. Se habían aprendido los eslóganes sin más y los habían recitado como todo el mundo, igual que yo cuando todas las mañanas juraba mi lealtad en la escuela. Pero entre nosotros había una diferencia. Yo creía. No conocía nada más. Ahora no me quedaba nada, salvo los pequeños y misteriosos fragmentos del pasado, como las solitarias notas de una ópera olvidada”.

Además, está la presión que una generación sufriente deposita en la siguiente: “Se me instó a sentirme agradecida, a mostrar mi gratitud por la dicha de la libertad, que había llegado demasiado tarde para que la disfrutaran mis padres, y, por tanto, se me exigía ejercerla con la mayor responsabilidad”.

La libertad a la que se refiere el título como ideal abstracto que se concreta de muy distintas maneras –ya sea adoctrinada, impuesta, teorizada, soñada, restringida, etcétera– es el tema que transita el libro de principio a fin, tanto de puertas afuera del domicilio familiar como la que la autora persigue en la adolescencia con su cuestionamiento de toda forma de autoridad. Los demás miembros de la familia, que entrarán en política con la llegada de la democracia, también son vistos bajo ese prisma: el padre acaba entendiendo que “la coacción no tiene por qué adoptar siempre una forma directa”, y la madre, “que pensaba que la gente era mala por naturaleza (…) vivió toda su vida en un Estado socialista convencida de que solo se puede luchar contra los demás, nunca junto a ellos”.

Podría dar más detalles de la familia de Ypi, de sus orígenes, pero sería restarle efectividad al as que la autora se guarda en la manga hasta la mitad del libro, cuando permite que los lectores descubran que todo lo que ha visto hasta entonces era parte de una gran representación teatral en la que cada individuo es prisionero de su “biografía”. Cualquier mancha en ella suponía la exclusión social, por lo que los que tenían una buena biografía (biografi të mirë) a ojos del Partido, apenas se mezclaban con los que la tenían mala (biografi të keq). Solo cuando se abren las luces de sala –en el capítulo 10, “El final de la historia”, que aquí presenta un doble sentido– encajarán todas las piezas del relato familiar, cuando el lenguaje cifrado que esconde la (dolorosa) verdad explica los comportamientos del padre, la madre, la abuela, los tíos y las historias de los que ya no están. Así, lo particular siempre ilumina lo general y viceversa.

Es obvio: la autora tiene una formación intelectual que le permite ir un poco más allá de unas memorias al uso, sobre todo para plantear contradicciones, algunas bien conocidas en las transiciones desde una dictadura hasta una forma de Estado constitucional multipartido: “Ejecutar a los líderes, encarcelar a los espías o castigar a los antiguos miembros del Partido habría alimentado aún más los conflictos, agudizando el deseo de venganza, derramando más sangre. Parecía más sensato borrar la responsabilidad por completo, fingir que todos habían sido inocentes todo el tiempo. Los únicos culpables que era legítimo nombrar eran los que ya habían muerto, los que ya no podían explicar nada ni se los podía absolver. Todos los demás se convirtieron en víctimas. Todos los supervivientes eran ganadores. Sin culpables, solo quedaba por culpar a las ideas. […] Esta revolución, la de terciopelo, fue una revolución de personas contra conceptos”. O la doble moral de los países que primero auparon el cambio y luego cerraron sus fronteras: “En el pasado a uno lo habrían arrestado por querer irse. Ahora que nadie nos impedía emigrar, ya no éramos bienvenidos en el otro lado. Lo único que había cambiado era el color de los uniformes de la policía. Nos arriesgamos a que nos detengan no en nombre de nuestro propio gobierno, sino en el de otros Estados, esos mismos gobiernos que antes nos exhortaban a liberarnos. Occidente llevaba décadas criticando al Este por sus fronteras cerradas, financiando campañas para exigir la libertad de circulación, condenando la inmoralidad de los Estados empeñados en restringir el derecho de salida”.

Marxismo en Londres

Este espíritu de incorrección de alguien que ha dejado atrás un país desolado por una dictadura y acaba dando clases de marxismo –como herramienta de análisis, con la mirada puesta en la teoría moral kantiana–, y además en uno de los epicentros del capitalismo, Londres, culmina con una provocación en el epílogo, cuando apunta al conformismo de las democracias liberales respecto a la libertad, y recuerda que el socialismo “es sobre todo una teoría de la libertad humana, de cómo pensar en el progreso de la historia, de cómo adaptarnos a las circunstancias, pero también de intentar elevarnos sobre ellas. (…) Una sociedad que proclama que las personas deben desarrollar su potencial, pero que no cambia las estructuras que impiden que todos prosperen también es opresiva”. Seguramente habrá quienes encuentren estas palabras un despropósito, pero es interesante que precisamente se ponga el foco en términos como “libertad” o “socialismo”, cuando la primera se ha utilizado en fecha reciente de forma torticera, y la segunda –con sus variantes– se ha convertido en un insulto político al estilo trumpista.

Sería un error, en mi opinión, pensar que la autora confronta democracia con dictadura para concluir que ambas son imperfectas en el mismo grado. No, lo que hace es situar a cada una, por separado, frente a un espejo. La democracia liberal no deja de ser un proyecto en construcción, sobre todo cuando las libertades se ejercen si uno se las puede permitir, mientras que dormirse en los laureles por la mera razón de vivir en una dictadura no es una postura inteligente. Además, le afea a la izquierda occidental su complejo de superioridad moral respecto a las antiguas repúblicas de la órbita socialista.

Es de agradecer que una investigadora que procede del ámbito académico opte por romper un círculo vicioso, ese en el que la teoría política dialoga solo con hechos consumados sin ambición de ponerse a la vanguardia. Sí, suena a activismo. Al fin y al cabo, a la luz de la lectura de este título, se constata que la vida personal es un potente motor: “Cuando ves que un sistema cambia una vez, empiezas a creer que puede volver a cambiar. La lucha contra el cinismo y la apatía política se convierte en lo que algunos llaman un deber moral; para mí es más bien una deuda que siento que tengo con toda la gente del pasado que lo sacrificó todo porque no era apática, no era cínica, no creía que las cosas se ponen en su sitio si se las deja seguir su curso. Si no hago nada, sus esfuerzos habrán sido inútiles, sus vidas habrán carecido de sentido”. Personalmente, me interesa el paralelismo que Lea Ypi expone en Global Justice and Avant-Garde Political Agency (Oxford, 2012), cuando compara la actitud de los artistas políticamente comprometidos —el ejemplo es la creación y mensaje de Guernica— con los teóricos activos políticamente: “Ambos intentan interpretar el mundo que los rodea y tratan de cambiarlo; ambos se basan tanto en hechos observados como en aportaciones creativas independientes para ofrecer una lectura crítica de los acontecimientos históricos; y ambos se ven limitados por normas particulares (en un caso, de armonía y estilo; en el otro, de razonamiento argumentativo) al desarrollar su lectura crítica del mundo”. Toda una declaración de principios contra las torres de marfil académicas. La neutralidad, después de las tragedias que han marcado el siglo XX, es una mala compañera en las ciencias sociales.

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23 de marzo de 2022
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Evgueni Vodolazkin, un viaje mítico a los orígenes del alma rusa

 

Surgida como respuesta al cinismo post-soviético, la polémica 'Laurus' es a un tiempo relato de amor, 'bildungsroman' y tratado de filosofía medieval sobre el tiempo

Al este de la cuenca del Dniéper se puede trazar una línea que une los motivos y dilemas presentes en la cultura medieval, que allí duró casi siete siglos, con su literatura contemporánea, pasando por Leskov y Dostoievski. Este largo periodo, que arranca con la conversión de Kiev al cristianismo ortodoxo y va hasta la modernización emprendida por el zar Pedro el Grande, dejó un gran poso en el imaginario colectivo, cuyo aroma a incienso ni siquiera perdió después del rodillo soviético. Porque la Edad Media (eso que en Occidente entendemos por un periodo intermedio entre la cultura de la Antigua Roma y el Renacimiento), para Rusia marcó el inicio.

De ahí que la exploración del misterio del alma, la tensión entre la razón y la fe, entre la eternidad y lo efímero, o el significado del sufrimiento sobrevenido, tengan un papel tan destacado en sus letras, pero no solo: la filmografía de Tarkovski, por ejemplo, arranca con Andréi Rubliov, el relato de un iconista medieval. Evgueni Vodolazkin (Kiev, 1964), filólogo, experto en textos medievales y autor del superventas y laureado -nunca mejor dicho- Laurus (2013), afirma que lo principal para él no es la historia en sí, sino "la historia del alma", lo mismo que afirmó Svetlana Aleksiévich en su discurso de aceptación del Nobel. Vodolazkin, de hecho, subtituló esta obra que reseñamos como "novela ahistórica".

EL PODER DE LA PALABRA

Dividida en cuatro partes -Libros del conocimiento, de la renuncia, del camino y de la tranquilidad-, Laurus cuenta la evolución vital de Arsénij en la Rus del siglo XV azotada por la peste, "años en que había más casas que personas". La omnipresente muerte lo convierte a corta edad en huérfano y pasa al cuidado de Xristofor, el abuelo, un curandero de los tiempos en que la frontera entre chamanismo y medicina "era relativa" y, más que creer en pócimas, se creía en el poder sagrado de la palabra: "la voz rusa vrach, 'médico', viene de vráti 'hablar, conjurar'".

Muerto Xristofor, Arsénij, que tiene el don de predecir si un enfermo va a sobrevivir o no, toma su relevo. Una refugiada de la epidemia, Ustina, llama a su puerta un día y surge el amor, tan intenso como fugaz. Ella no sobrevivirá al parto del hijo de ambos, y el dolor y la culpa empujan a Arsénij a un viaje de redención, que lo llevará por Europa hasta Jerusalén, y luego de vuelta al punto de origen. Se trata, pues, del periplo de transformación del protagonista -de sanador a "loco por Cristo" (yuródivi), peregrino, monje y, finalmente, ermitaño- que se reflejará en sus sucesivos cambios de nombre, hasta llegar al Laurus del título, en su búsqueda del sentido de unidad de la experiencia humana. Novela de amor, bildungsroman, hagiografía y tratado de filosofía medieval sobre el tiempo, Laurus surgió como respuesta al cinismo postsoviético.

Pero ¿por qué ahistórica? O, mejor dicho, ¿cómo consigue Vodolazkin transmitir la textura de eternidad, o la sensación del protagonista de estar "separado del tiempo"? Mediante el lenguaje, de una manera que recuerda la idea subyacente en La historia de tu vida de Ted Chiang (titulada La llegada en la versión cinematográfica de Denis Villeneuve), en que el peculiar idioma de los heptópodos alienígenas altera la manera en que se percibe el tiempo.

EL FUTURO DESDE EL PASADO

Vodolazkin mezcla orgánicamente el eslavo litúrgico y de la época -volcado aquí con el castellano de La Celestina- con jerga soviética y ruso moderno en la descripción de un universo en el que el presente aparece preñado de visiones proféticas y augurios -al pasar por Oswiecim, lo que será un día Auschwitz, vaticinan el horror futuro, "la tragedia se siente ya ahora"-, y así, por ejemplo, al derretirse la nieve en abril, emergen anacrónicamente botellas de plástico, o la ciudad natal de Arsénij se llama por su nombre moderno, Belozersk, y no por el de entonces, Beloózero.

Este virtuosismo queda perfectamente trabado con el encofrado de su construcción, cuyo diseño culmina al final. La estructura de la vida no es circular, viene a decirnos, sino en espiral, como la del ADN: "la experimentación de algo nuevo, pero no desde cero. Con el recuerdo de lo vivido antes".

Laurus, tercer título traducido al español de este autor después de El aviador y Brisbane (Rubiños 2018 y 2021), es un pequeño milagro literario que, además, nos recuerda que vivimos limitados en la linealidad de las cronologías de las redes sociales y las fotografías que se suceden, al hacer scroll, como un sucedáneo de eternidad.

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9 de marzo de 2022

Sergei Ilnitsky / Efe

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‘Goodbye, Lenin!’

 

Nikolái Gógol fue un académico frustrado. No obtuvo una plaza como profesor de historia mundial en la Universidad de Kíev ni completó su “historia de nuestra única y pobre Ucrania”. Tenía claro que buena parte de las cuestiones históricas se explican a partir de la geografía. Espacio de frontera, Ucrania constituye un lugar privilegiado para entender el mundo, pues es en los espacios de fricción donde los distintos relatos, mitos nacionales incluidos, se miran a los ojos. En esa misma época, Adam Mickiewicz impartía en el Collège de France, París, un curso sobre eslavos y redundaba en la idea de Ucrania como “pays de frontières”: una región donde colisionaban Asia y Europa. También recurría al léxico bélico: Ucrania como “campo de batalla” y “punto de encuentro de ejércitos de todo el mundo”.

Las fronteras son trazos sobre lo que antes era un ­folio­ en blanco. Una cordillera, un río o una costa no significan el principio ni el final de nada. Como invenciones humanas, son susceptibles de debate. Los límites, a menudo artificiales y arbitrarios, llevan la marca de la violencia y el colonialismo. Szymborska, con su fina ironía, se burlaba de las fronteras nacionales que cruzaban impunemente las nubes, los granos de arena, las sepias, la niebla, el polen de las estepas, y concluía: “Solo lo que es humano sabe ser verdaderamente extranjero”. El problema surge cuando las fronteras se afianzan en el espacio mental.

Identidad y frontera han sido un binomio prevalente en la mentalidad rusa. Lo fue en la época de Gógol y Mickiewicz cuando el poeta y diplomático Fiódor Tiútchev se preguntaba en Geografía rusa cuáles eran los confines de Rusia, y apuntó, no sin optimismo, que “del Nilo al Nevá, del Elba a China, del Volga al Éufrates, del Ganges al Danubio”. Esta formulación recuerda una anécdota reciente, de hace unos años: en una entrega de premios televisada, Putin preguntó a un alumno galardonado en un concurso de geografía dónde acababa Rusia. “En el estrecho de Bering, la frontera con Estados Unidos”, respondió el niño. “La frontera de Rusia no termina en ninguna parte”, corrigió Putin entre las risas del auditorio. Era el 2016, y Rusia se había anexionado Crimea y negaba que estuviera moviendo hilos en las regiones fronterizas de Donbass.

La cosa empeora cuando a identidad y frontera se les añade otro ingrediente: resentimiento. ¿Es nuevo para Moscú? Pues no. Cuando Dostoyevski hizo su primer viaje por Europa, “tierra de las sagradas maravillas”, no se quitó de encima la sensación de que le despreciaban por ser ruso. Ante el nuevo puente de Colonia creyó que el cobrador de la entrada le miraba con soberbia: “Sus ojos casi decían: ya ves qué puente el nuestro, miserable ruso”, aunque, acto seguido, reconocía que “el alemán no dijo nada de eso, y hasta es posible que ni aun lo pensara, pero da igual: yo estaba tan seguro de que era eso lo que quería decir que acabé por enfurecerme”. No hay peor ultraje hacia sí mismo que el que uno construye, pues es el más difícil de eliminar.

Algo de todo esto rimaba en el reciente discurso de casi una hora de Putin a la nación. En su peculiar clase de historia, se confirmaba el principio de mecánica cuántica aplicada a las humanidades: cuando un gobernante observa la historia esta se modifica sin remedio. La momia de Lenin debió de revolverse en su mausoleo al verse señalada por haber cometido tamaño error con Ucrania. También que existe el llamado “síndrome de Weimar ruso” sobre las humillaciones pasadas que han de ser reparadas. Para Putin todo empezó en 1991, no con el Euromaidán, pues Occidente ve a Rusia como un enemigo mientras que la ingrata Ucrania es su caballo de Troya. Ninguna mención de su apoyo a la dictadura de Bielorrusia, la prensa amordazada, la disidencia proscrita, la reescritura de la memoria, la intromisión en elecciones ajenas, los envenenamientos. Putin no responde ante nadie. Eso sí: verbalizó su idea de enmendar algunos supuestos errores. Cuando algo se previsualiza, es más fácil que ocurra. Escribió Ismail Kadaré: “No existe adversidad o catástrofe, rebelión o crimen, que no proyecte su sombra en los sueños antes de materializarse en el mundo”. La geografía de los sueños no se rige por la fidelidad histórica y siempre es mejor echarles la culpa de todo a los muertos.

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25 de febrero de 2022
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El capote ucraniano de Gógol

 

Hace tres décadas una narrativa hegemónica se disgregó en 15 relatos independientes. Ucrania, una de las 15 repúblicas que conformaban la Unión Soviética, emergió entonces como un país de nuevo cuño después de varios siglos bajo la influencia de la fuerza centrífuga rusa, que lo absorbía todo, desde la receta del borsch al talento literario. Por la teoría interesada de las zonas de influencia o de patrimonio compartido, la inercia persiste: Rusia, aun después de separarse del jardín de los cerezos que creía suyo (la obra de Chéjov homónima se desarrolla en los alrededores de Járkov), insiste en reclamar sus frutos. Al mirarse en Ucrania, se ve reflejada a sí misma, o lo que considera una prolongación suya.

En un polémico artículo sobre la unidad histórica de unos y otros, Putin puso como ejemplo a Gógol, "un patriota ruso" -el mismo calificativo que empleó el editorial del Pravda en el centenario de su muerte (1952)- que coloreó sus obras "escritas en ruso" con "refranes y motivos populares de la Rusia Menor". En la misma frase, el inquilino del Kremlin recalcó tres veces la adscripción del escritor.

El ejemplo de Nikolái Gógol (o Mykola Hohol, en ucraniano) es paradigmático. Del capote de un emigrante de la margen izquierda del Dniéper llegado a San Petersburgo en busca de empleo surgió toda la narrativa rusa, después de que un poeta de ascendencia africana como Pushkin hiciera lo propio con la lírica. En cualquier caso, si quería labrarse una carrera literaria debía hacerlo en ruso y ser legitimado en la capital del imperio.

Y he aquí otra vuelta de tuerca: después de irrumpir con relatos inspirados en el folclore ucraniano o los cosacos zaporogos, cuando volvió la mirada a San Petersburgo o las provincias rusas Gógol no dejó títere con cabeza. Su crítica es implacable, tanto en sus cuentos como en El inspector o Las almas muertas. Eso sí, con un derroche de humor, inteligencia y fantasía que obnubiló al personal, incluido el propio zar. Solo un genio podía mostrar a cara descubierta el despotismo fractal que aquejaba a los rusos: de arriba abajo se reproducía el mismo patrón de corruptelas, desidia, servilismo.

Se le afeó que no perfilara un solo personaje ruso positivo, mientras que los ucranianos desprendían candor y autenticidad. No ajeno a esas suspicacias, cuando una amiga le preguntó si su alma era rusa o ucraniana, vino a contestar que no lo sabía, que un ucraniano no era menos que un ruso y viceversa, y si no eran lo mismo -porque sus raíces son disímiles-, en todo caso se complementaban.

Aun así, cuando Gógol emprendió la segunda parte de su gran novela, que sería en teoría más optimista respecto al porvenir del carácter nacional ruso, murió (literalmente) en el intento.

La historia de las letras ucranianas es la de un doloroso «a pesar de». Al margen del idioma en el que se haya expresado, ha sido rehén de sus fronteras físicas imprecisas y de las políticas cambiantes, del menosprecio o prohibición del ucraniano como lengua literaria, de los imperios y mancomunidades, de la asimilación cultural ruso-soviética, de la represión, del asesinato por hambruna, las purgas y los desplazamientos forzados. El nazismo dio la puntilla al metatexto políglota y multicultural ucraniano -tan fértil como su históricamente codiciada tierra negra, el chernozem-, inherente a ciudades de alma cosmopolita como Odesa o Lviv.

Y así, porque se expresaron en una lengua distinta al ucraniano, porque sus vidas los llevaron a cambiar de nacionalidad por una u otra razón, no imaginamos que un pedazo de Ucrania se lee en el polaco de Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski, Stanislaw Lem, Bruno Schulz o Zanna Sloniowska (pronto en Alianza), el hebreo del Nobel Shmuel Yosef Agnón, el portugués brasileño de Clarice Lispector, el francés de Irène Némirovsky, el inglés de Conrad o el alemán de Joseph Roth.

Y además de que no disponemos apenas de traducciones de quienes sí lo hicieron en ucraniano -Tarás Shevchenko, Iván Frankó, Lesya Ukrainka o Pavlo Tychyna-, tenemos por eminentemente rusos a ucranianos de origen que dignificaron el páramo literario soviético a cambio de un elevado coste personal: de Anna Ajmátova y Yuri Olesha a Mijaíl Bulgákov, pasando por Ilf y Petrov o Isaak Bábel, que se sentía el elegido de las "soleadas estepas perfiladas por el mar" para despejar "la misteriosa y densa niebla de Petersburgo".

 

La voz de los masacrados

Y en el centro, el profundo humanismo de Vasili Grossman, que habló por los que yacían masacrados bajo la tierra rusa, ucraniana o polaca, ya fuera por el Holodomor, la guerra, el Holocausto o el gulag. Grossman era de Berdýchiv, "la capital de los judíos" de Ucrania, sobre la que escribió su primer relato. La buena acogida que tuvo en las redacciones de las revistas literarias marcó su futuro como escritor y lo apartó de su carrera de ingeniero, que lo había llevado al Donbás, al este de Ucrania: "En fin, parece que me he encontrado con eso que llaman reconocimiento".

Siete años después, su madre reposaba en una de las fosas comunes de su ciudad natal. "Cuando muera, tú seguirás viviendo en el libro que te he dedicado, cuyo destino está unido al tuyo". Se refería a Vida y destino. En ella, la madre del protagonista -trasunto de la suya- se lleva al gueto de Berdýchiv, además de cartas y fotografías, libros de Chéjov y Pushkin.

Un último dato: como Las almas muertas de Gógol para la literatura rusa, una de las obras fundacionales de la ucraniana fue otra parodia: la Eneida, de Iván Kotliarevski (1789-1838), que cambió los troyanos de Virgilio por cosacos. Para definirse, para construir su propio relato, Ucrania no solo ha mirado hacia el Este.

 

NOTA BENE: En español la presencia de la literatura ucraniana contemporánea es escasa. Pocos autores tienen más de un título traducido, como Andréi Kurkov (rusófono) o Yuri Andrujóvich (ucraniófono). Este último califica la situación de triángulo amoroso tóxico: "Los ucranianos estamos enamorados de Europa, Europa está enamorada de Rusia, mientras que Rusia nos odia tanto a nosotros como a Europa, pero con nosotros y con Europa se comporta de manera diferente".

Si bien la guerra ha impactado en el contenido de las obras, en la vida de los autores de zonas de conflicto y en el mercado editorial -se ha complicado la importación de títulos de editoriales rusas y hay mayor demanda de libros en ucraniano-, uno de los fenómenos de mayor alcance desde la independencia es la proliferación de autoras en prosa, pues hasta entonces habían estado relegadas a la poesía.

Procedentes sobre todo del periodismo, mujeres de distintas generaciones han explorado temáticas inéditas o se han apropiado de otras ya existentes abordadas por hombres -violencia de género, nuevas sexualidades o crítica social- desde la literatura confesional, la prosa filosófica o la novela histórica. Destacan los nombres de Sofia Andrujóvych, Irena Karpa, Natalka Sniadanko, Maria Matios, Oksana Zabuzhko, Lyuko Dashvar, Lina Kostenko, Tania Maliarchuk o Larysa Denysenko.

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18 de febrero de 2022

Efe

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Sobre mares, poetas, imperios

En el inicio de El jinete de bronce, poema fundacional del mito de San Petersburgo, aparece ya mencionado el Viejo Continente. Pushkin, padre de la literatura rusa moderna, tomó una imagen de un poeta italiano para sintetizar el motivo que impulsó la creación de “la ciudad más premeditada del mundo”: abrir una ventana a Europa. Un balcón “a orilla de los mares” por el que asomarse a Occidente. Casi dos siglos después, la metáfora de abertura de una ventana, que sugería una mirada curiosa hacia fuera, ha dado paso a otra imagen más prosaica: la de un gaseoducto, el Nord Stream 2.

A mediados del siglo pasado, desde la historiografía se apuntó la necesidad de mantener una perspectiva de longue durée. Se proponía dar un paso atrás y ganar en profundidad: centrarse demasiado en lo concreto –“las crestas espumosas que las mareas de la historia llevan sobre sus lomos”– agudiza una suerte de miopía que desenfoca el conjunto. Como cuando, en una sala de museo, nos acercamos a un cuadro de grandes dimensiones para fijarnos solo en la pincelada. En la larga duración, el historiador debería captar estructuras profundas y realidades estables (“los arrecifes de coral de la historia”), como los marcos geográficos o ciertos fenómenos ideológicos. Y esto los grandes poetas, como barómetros del clima que se respira (así los calificó el polaco Zbigniew Herbert), lo captan de manera instintiva.

Durante la ocupación de Ucrania del 2014, de boca de los partidarios de una nueva tutela de Moscú se oyó repetir otro poema de Pushkin, A los calumniadores de Rusia (1831), que tiene el amargo sabor de los versos patrióticos. Compuesto con motivo del levantamiento en Varsovia contra el dominio del zar, el poeta exigía a Europa no inmiscuirse en disputas domésticas: “Incomprensible y ajena es para vosotros esta enemistad de familia”. Una disputa cuya resolución estaba determinada de antemano, no por la guerra ni por la diplomacia, sino porque Rusia, juez y parte, debía ser el centro del mundo eslavo, su único interlocutor. Desde entonces en la política exterior rusa se esgrimiría esta idea de paneslavismo centralizado. Pushkin lanzó, además, una pregunta que resuena hoy en Berlín, Kíev, Moscú, París o Washington: “¿Se unirán los riachuelos eslavos en el mar ruso? ¿O se secará? Ese es el dilema”.

El bardo ruso, en cualquier caso, no pretendía convencer a Occidente –“Nos odiáis­, de todos modos”–, sino recordar a sus compatriotas que se podía ignorar el argumentario de Europa y seguir un destino propio, forjado sobre una identidad eslava compartida. Estas ideas las reformularía en 1869 Nikolái Danilevski en su ensayo Rusia y Europa. Dostoievski auguró que sería un título de referencia, y en 1991 se convirtió en un superventas gracias a un sentimiento que estaba arraigando: Rusia no podía reducirse a un mero afluente del mar del capitalismo. Tres décadas después, con la ventana tapiada, además de la amenaza bélica otro temor recorre Europa. Lo ha formulado, entre otros, el ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, y es que el Kremlin opte por asomarse solo a Asia. Basta con ver la buena sintonía entre Xi Jinping y Putin en la reciente visita del segundo a Pekín. ¿Se enfrentan dos ideas de democracia? ¿Una que solo ostenta el nombre (y que ya ha penetrado también en Bruselas: Hungría, por ejemplo) y otra que juega con cierta desventaja, pues es participativa, reposa sobre los derechos fundamentales y cree en la independencia (aunque imperfecta) de los tres poderes?

Otro poeta, Joseph Brods­ky escribió un poema despectivo sobre la independencia de Ucrania, aunque luego se autocensuró y no llegó a publicarlo. Brodsky –cuyo apellido, por cierto, deriva de un topónimo de la región ucraniana de Lviv– no lloraba el desmembramiento de la Unión Soviética, desde luego, sino el de un espacio cultural construido a lo largo de dos siglos de tradición literaria imperial, en el que Ucrania había tenido poca entidad propia, más bien era una prolongación: “El amor se acabó, si es que alguna vez lo hubo entre nosotros”. En 1992, durante un acto organizado por una universidad americana, cuando le presentaron a Oksana Zabuzhko como “poeta ucraniana», Brodsky preguntó con ironía: “¿Dónde está Ucrania?”. Zabuzhko señaló su silla, situada entre la de Brodsky y la de Czesław Miłosz, y respondió: “¿No lo ve? Ahí sigue, como siempre, entre Polonia y Rusia”. Hay marcos mentales que fluyen a través de los siglos, hasta el punto de parecer eternos. Es vital conocerlos para entender algo de ese enrevesado mundo de las zonas de influencia. También para cambiarlos.

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11 de febrero de 2022
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Maxim Ósipov: nada que envidiar a Chéjov

 

De entre todas las profesiones con las que se puede compaginar la de escritor, la de médico, en cualquiera de sus especialidades, está aureolada de un prestigio particular. Alguien que se enfrenta a lo más íntimo de la vida sin máscaras, que acompaña a un paciente al irse para siempre o al recuperarse de una convalecencia goza de un mirador desde donde se ve toda la condición humana, como explicó W. Carlos Williams en Los relatos de médicos (Fulgencio Pimentel). Para crear personajes de carne y hueso, hay que insuflarles vida, componer su historial, explorar sus heridas. Cuando se escribe con profundidad, se dice que se empuña, en lugar de la pluma, un bisturí, o que se tiene un ojo clínico. Escribir un relato y diagnosticar a un paciente requieren un esfuerzo de imaginación y empatía. Pensemos en Lobo Antunes, Bulgákov, Céline, El Saadawi, Stanisław Lem o Baroja. Y en la cumbre: Chéjov. Incluyan ahora en la lista a Maxim Ósipov (Moscú, 1963), si no lo hicieron ya con El grito del ave doméstica (Club Editor).

Se habla y se escribe mucho de Rusia, pero tal vez el árbol «Putin» no nos esté dejando ver el bosque, y así los rusos de a pie —como en tiempos zaristas o en la Guerra fría— continúan siendo entes abstractos y misteriosos. Para remediarlo, tenemos a Ósipov, cardiólogo en un hospital de Tarusa, a un centenar de kilómetros de la capital: la distancia mínima a la que podían acercarse, en un pasado no tan remoto, ex convictos del Gulag y otros «indeseables». Allí empieza eso que moscovitas y petersburgueses llaman glush o glubinka (lugares perdidos, remotos, desiertos), y para el autor es un punto de observación privilegiado tanto del leviatán estatal como de los destinos de gente anónima. Los diez relatos reunidos en Piedra, papel, tijeras —firmados entre 2009 y 2017 y con una complejidad estructural más próxima a la novela—, son una radiografía contemporánea del mayor país del mundo. Y suscitan la actitud con la que uno espera unos resultados médicos en una consulta; esto es, la crudeza que arrojan los síntomas, pero también un hilo de esperanza. Mal asunto sería recurrir a un médico pesimista. Ósipov se encuentra en un punto medio entre la exposición de la verdad sin paliativos de Flaubert y el arte como consuelo de George Sand.

La honestidad literaria de Ósipov pasa por escribir de lo que conoce bien. En sus relatos hay música, enfermedades, artes escénicas, absurdidad, violencia, burocracia, nostalgia, racismo, mezquindad humana alternada con bondad ciega, y el arte y su razón de ser. Parecería que no hay cabida para el análisis político, pero sí lo hay, y mucho, tanto si trata el Alzheimer de una anciana («Buena gente») como las relaciones de poder entre clases sociales («Un hombre del Renacimiento») o los trapicheos provinciales (en el cuento que da título al conjunto, «Piedra, papel, tijera», ese juego infantil en el que nadie sale ganador a la larga). Parte del interés del autor es que pertenece a una generación a caballo entre dos mundos —el soviético y analógico contra el neoliberal y digital— y es capaz de ser crítico con ambos. Aunque, como escritor (según Chéjov), su tarea no sea resolver problemas —eso se reserva para la práctica médica—, sino plantearlos de la manera correcta.

Los relatos de Ósipov no son un festival de alegría, es cierto, y en eso recuerdan a la filmografía de su coetáneo Andréi Zviáguintsev. Suerte, menos mal, del humor que los atraviesa —heredero de Gógol y Dovlátov—, del diálogo perspicaz con la tradición literaria —Dostoievski, Lérmontov, Platónov, Pushkin— y de ciertos toques poéticos. Como, por ejemplo, el significado de unos guijarros de playa en «Cape Cod», en que se cose un arco temporal intergeneracional con la guerra y la emigración de fondo. Tanto en el microcosmos eminentemente ruso («Cual ola de mar», «El Complejo», «Fantasía») como en las veces que hace cruzar fronteras a sus personajes («El amigo polaco», «En el Spree», «Sventa»), Ósipov nos regala retratos de compatriotas de ficción tan reales y universales, tan atrapados en sus circunstancias y fragilidades, que llegamos a sentir sus destinos. Por algo así Dovlátov afirmaba que el mayor disgusto de su vida había sido la muerte de Anna Karénina.

 

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21 de enero de 2022

Maxim Shemetov / Reuters

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‘No man’s land’

Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Los traductores, sobre todo, entenderán a qué me refiero, pues saben que hasta el pasaje más prosaico se convierte en un desfiladero difícil de atravesar cuando tratan de verterlo a su lengua. Todo vocablo es un depósito de memoria, y con cada uso que se hace de ellos se suman nuevas posibilidades. Tiras del hilo de uno, y la complejidad te enreda en su madeja. Como en el río de Heráclito, no puedes bañarte dos veces en la misma palabra, pues el tiempo renueva su esencia sin cesar. Y mientras decides cuál es la mejor opción para darle vida en tu idioma, te hallas por unos instantes en un no-lugar, ni en esa lengua ni en la tuya, en una especie de silencio bilingüe. Como quien hace cola en el control de pasaportes de un aeropuerto: aún no has llegado del todo a destino.

Hace poco traduje una breve novela rusa de 1958 en que aparecía una expresión en inglés, “no man’s land” (tierra de nadie). Su autora, Nina Berbérova, relata la separación de dos amantes en París, cuando Alemania invade Polonia y Francia declara la guerra: ella, una joven emigrada rusa; él, un sueco que decide replegarse a su país neutral. En el aeropuerto de Le Bourget todo son promesas, pero pasarán siete años antes de que vuelvan a encontrarse… y hasta aquí puedo leer. Berbérova había sobrevivido a guerras, la civil rusa y dos mundiales. Algo sabía, pues, del arte de perder, inherente a todo exilio. Salvas la vida, sí, pero, como escribió Hannah Arendt en Nosotros, los refugiados, pierdes la cotidianidad familiar (hogar), la confianza de ser útil (ocu­pación), la sencilla expresión de los sentimientos­ (idioma), la vida privada (seres queridos). Hasta que leí a Ber­bérova, no man’s land me remitía a espacios abandonados de ciudades, pe­riferias desangeladas, lugares en transformación imprecisos y residuales donde se nota el peso del pasado. Sitios vistos con esa mezcla de extrañeza y ansiedad que describió en los noventa Ignasi­ de Solà-Morales –quien prefería el término francés terrain vague –, pues el mundo entonces había empezado a acelerarse y a causarnos la sensación de ser “extranjeros en nuestra patria, extraños en nuestra ciudad”. En cambio, Berbérova denomina no man’s land a ese espacio íntimo, irrenunciable, “desconocido para los demás y que nos pertenece sin reservas, donde prevalecen la libertad y el misterio”; es decir, donde se gesta todo lo que nos hace únicos y, por eso, supone un peligro para totalitarismos y autocracias que se afanan en liquidarlo. Para la protagonista, ni siquiera re­tomar una relación con su amado es razón suficiente para sacrificar su “tierra de nadie” , sin la cual dejaría de ser quien es.

Con todo, si hacemos una rápida búsqueda en internet de “no man’s land”, en la pantalla aparecerán imágenes de territorios devastados entre trincheras de los bandos enemigos de la Primera Guerra Mundial, donde la vida ya no crecía y cruzarlas significaba una muerte segura. Escribe Paul Fussell, en su ya clásico La Gran Guerra y la memoria moderna, que esa imagen de dos partes en trincheras enfrentadas hasta la destrucción ilustra “la costumbre moderna del enfrentamiento”: el nosotros, a un lado, y el enemigo –una entidad colectiva–, enfrente. Añade: “Uno de los legados de la guerra es esa costumbre de distinguir, simplificar y oponer de forma sencilla. Si la verdad es la principal víctima, la otra es la ambigüedad”. Más de un siglo después, la polarización ideológica, exacerbada con la verbosidad de las redes, ha arrinconado el diálogo y la pluralidad en una tierra de nadie.

Desde entonces no ha dejado de aumentar el potencial destructor, y países enteros son susceptibles de convertirse en “tierra de nadie”. Leo en The Guardian un titular que recurre a la misma expresión, no man’s land, para describir la situación de los inmigrantes atrapados en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. El interés mediático que ha despertado tal vez haga olvidar la de Croacia y Bosnia, o que este año se han registrado más muertes que en el anterior en el Mediterráneo, según la Organización In­ternacional para las Migraciones. Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Con solo tres tenemos una fotografía panorámica de la exis­tencia.

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13 de enero de 2022
Ilustración de Diego Mir
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Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida

El ‘kintsugi’ es una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Frente a las adversidades y errores, hay que saber recuperarse y sobrellevar las cicatrices.

En una época dominada por el consumismo y la obsolescencia programada, lo más probable es que si una mañana te levantas con el pie cambiado y, en un tropiezo, se te cae la taza del desayuno, te resignes a recoger sus pedazos y los tires a la basura sin más. Algo impensable en Japón. Hace cinco siglos, surgió en el lejano Oriente el kintsugi, una apreciada técnica artesanal con el fin de reparar un cuenco de cerámica roto. Su propietario, el sogún Ashikaga Yoshimasa, muy apegado a ese objeto indispensable para la ceremonia del té, lo mandó a arreglar a China, donde se limitaron a asegurarlo con unas burdas grapas. No contento con el resultado, el señor feudal recurrió a los artesanos de su país, que dieron finalmente con una solución atractiva y duradera. Mediante el encaje y la unión de los fragmentos con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles transformaron su esencia estética, evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad de la identidad y el valor de la imperfección. Así que, en lugar de disimular las líneas de rotura, las piezas tratadas con este método exhiben las heridas de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo tanto, ganan en belleza y hondura. Se da el caso de que algunos objetos tratados con el método tradicional del kintsugi —también conocido como “carpintería de oro”— han llegado a ser más preciados que antes de romperse. Así que esta técnica es una potente metáfora de la importancia de la resistencia y del amor propio frente a las adversidades.

La filosofía vinculada al kintsugi se puede extrapolar a nuestra vida actual, colmada de ansias de perfección. A lo largo del tiempo conocemos fracasos, desengaños y pérdidas. Con todo, aspiramos a esconder nuestra naturaleza frágil, esa que nos hace más humanos y auténticos, bajo la máscara de la infalibilidad y éxito. Se ocultan los defectos, aunque desde que nacemos nos recorre una grieta. Adam Soboczynski apunta en El arte de no decir la verdad (Anagrama) que hemos aprendido a camuflar “con gran esfuerzo, y manteniendo la compostura, incluso la más terrible de las conmociones que nos golpean”.

Somos vulnerables no solo física, sino también psíquicamente. Cuando las adversidades nos superan, nos sentimos rotos. A veces, es el azar el que nos lleva al punto de ruptura; otras, somos nosotros mismos, con nuestras elevadas expectativas no cumplidas y la avidez de novedad, los que nos metemos en el hoyo. Como animales dotados de creatividad, tenemos una poderosa herramienta en la capacidad de concebir alternativas a la realidad. Pero cuando soplan malos vientos, ¿qué más nos ayuda a resistir la embestida? La respuesta es, según la escritora Joan Didion, el verdadero amor propio. La gente con esta cualidad “es dura, tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se llamaba carácter”. Y el logro de una vida plena pasa, además, por librarse de las expectativas ajenas y dejar atrás la compulsión de agradar.

No hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia. En el kintsugi, el proceso de secado es un factor determinante. La resina tarda semanas, a veces meses, en endurecerse. Es lo que garantiza su cohesión y durabilidad. Entre los cultivadores de la paciencia, Kafka ocupa un lugar privilegiado. Para él, la capacidad de saber sufrir y de tolerar infortunios era la clave para afrontar cualquier situación. Un día, mientras paseaba con un amigo, le dio este consejo: “Hay que dejarse llevar por todo, entregarse a todo, pero al mismo tiempo conservar la calma y tener paciencia. Solo hay una forma de superación que empieza con superarse a sí mismo”. La receta para vivir del autor de El proceso es sencilla, pero no por ello menos difícil: “Tenemos que absorberlo todo pacientemente en nuestro interior y crecer”.

Saber valorar lo que se rompe en nosotros nos aporta una serenidad objetiva. Apreciémonos como somos: rotos y nuevos, únicos, irreemplazables, en permanente cambio. ¡Feliz Año Nuevo!

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30 de diciembre de 2021
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