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Amor y tanques

Por 13 de mayo de 2022 Sin comentarios

Ferran Mateo

Marta Rebón

Se puede hacer una declaración de amor subido a un tanque? La cosa va más o menos así: albergas un vivo afecto respecto a una nación –o eso crees– y tú, su espontáneo liberador, la quieres proteger de lo que percibes como malas influencias. La llevas a una cultura (la tuya) que tienes por más evolucionada, le enseñas una nueva lengua (también la tuya) por considerarla mejor armada para la especulación filosófica, la literatura o el razonamiento político. Por si fuera poco, le administras la economía, nombras a sus dirigentes, le diseñas sus ciudades, etcétera. Pero, bien mirado, ¿por qué llamarlo amor cuando es colonialismo?

Lo de los tanques y los misterios de la ars amatoria no es una ocurrencia mía. Milan Kundera describió el encuentro que tuvo con unos carros blindados el tercer día de la ocupación de Checoslovaquia, en 1968, mientras se dirigía en coche de Praga a la Bohemia meridional. En un control, un oficial le dijo en ruso algo así como que no se preocupara, que todo era fruto de un malentendido y pronto se arreglaría: “Tenéis que entender que amamos a los checos. ¡Os queremos!”. Kundera, en plena primavera, lo entendió según el paradigma del “amor no correspondido”: “¿Por qué estos checos (¡a los que tanto queremos!) se niegan a vivir con nosotros? ¡Qué pena que nos veamos obligados a utilizar tanques para enseñarles lo que significa amar!”. Hay anécdotas que resisten al paso del tiempo.

En menos de dos meses Europa occidental ha hecho un curso acelerado de teoría poscolonial. En Cultura e imperialismo (Anagrama) uno de los padres de los estudios poscoloniales más influyentes, Edward Said, limitaba su análisis a los casos británico y francés de ultramar, conocidos de primera mano, y dejaba otros sin analizar, como Rusia, que “se movió absorbiendo no importa qué tierras o pueblos que estuviesen al lado de sus fronteras”; es decir, por vecindad. Fue sobre ese blízhnee zarubezhé (extranjero cercano) sobre el que Rusia proyectó sus ensoñaciones de exotismo (el Cáucaso) o el encanto folklórico expresado en bailes y canciones (Ucrania). Apuntaba Said que el pensamiento colonial también se sirve de la literatura para la construcción cultural del individuo colonizado, así como para consolidar una relación asimétrica que recuerda la de Robinson Crusoe y su “fiel” Viernes, aceptado siempre que no cuestione la debida subordinación. Por eso, Oksana Zabuzhko, una de las principales escritoras e intelectuales ucranianas, propone, en un artículo reciente titulado “¿No hay culpables en el mundo? Leer literatura rusa después de la masacre de Bucha”, que volvamos a leer las letras de ese país con una mirada sensible a los estereotipos negativos hacia (y no solo) los ucranianos.

Descolonizar la mente es algo similar a ver de nuevo un antiguo cuadro conocido después de una restauración que permita ver los colores originales, ocultos bajo la capa del tiempo y la polución. Además, detalles que antes pasaron desapercibidos cobran sentido. Personalmente, he hecho algo parecido al leer la nueva traducción de La vida de Chéjov, publicada en Salamandra, que escribió en la Francia ocupada Irène Némirovsky. Fue deportada a Auschwitz antes de ver las galeradas. En momentos de angustia intentamos resguardarnos en aquello más preciado, o que una vez nos curó, y Némirovsky lo hizo volviendo a Chéjov. Con los ojos de una ucraniana valoramos ahora esos veranos, los más felices del autor, en una dacha en Sumi (Járkiv), después de publicar el relato sobre la estepa ucraniana que lo consagraría. Nos permite también asomarnos a la concepción de El tío Vania, cuya inspiración proviene de la gente de Sumi, al igual que también hizo florecer en Ucrania su imaginado jardín de los cerezos de su última pieza teatral. La autora de Suite francesa también nos recuerda que, cuando Chéjov se retiró a Crimea por motivos de salud, no se compró una casa en la europeizada Yalta, como los demás rusos, sino en la más apartada aldea tártara de Autka e instó a su amigo y editor Alekséi Suvorin a publicar en su periódico un artículo sobre los estragos de la rusificación forzada de los tártaros de Crimea.

Kundera también explicó que, a raíz de la “declaración de amor” del militar ruso, le cogió manía a Dostoyevski, porque como escritor elevaba los sentimientos al rango de verdad y se regodeaba en una sentimentalidad agresiva. ¿Fue el reflejo antirruso de un checo traumatizado por la ocupación de su país? “No –se respondió Kundera–, pues nunca dejé de amar a Chéjov”.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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