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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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All I Want is U(2)

Los conciertos de U2 en la Argentina fueron una fiesta. Participar de la experiencia me recordó la mejor parte del hecho artístico; porque había artistas encima del escenario haciendo lo suyo, pero rodeados de un público que, lejos de asistir pasivamente, participaba del hecho de manera infatigable. La gente produjo música a la par de U2, y entregó una energía (creo que sería apropiado llamarla devocional) que sin dudas inspiró la actuación del grupo.

Hoy en día U2 es un grupo tan popular, y de una persistencia tan inhabitual en la retina de la percepción pública, que resulta fácil usarlo como blanco. El hecho de que se los vea además como políticamente correctos es un bonus para la mentalidad de ciertos críticos, que sacan patente de iconoclastas cuando la emprenden contra algo que aparece, al menos en teoría, como inmerecedor de crítica. Personalmente encontré este show del Vértigo Tour un tanto sobrecargado de mensajes políticos, pero si dijese que estoy en contra de que Bono & Co. aprovechen su lugar para crear o avivar conciencias estaría pecando por hipocresía. Soy de los que piensan que un artista que goza de estima pública no sólo puede, sino que debería hacer lo que esté a su alcance para ayudar a que este mundo se convierta en un sitio más humano. Lo cual significa, por ende, que descreo de los artistas que se escudan en la pureza de su arte para encerrarse en una torre, intocados por la mugre de la vida cotidiana. Mi respeto más profundo está con los artistas que además de su obra ponen su cuerpo. Soy consciente de que por más que intente preservarme, la vida me va a llenar la cara de golpes: ¿por qué pretenderme representante de una pureza que jamás podría llegar a obtener, ni siquiera buscándolo?

Lo que quiero, aquí, es recordar las canciones. Cualquiera que haya lidiado alguna vez con la poesía sabrá cuán difícil es comunicar algo inolvidable en tan sólo cuatro estrofas. Aquellos que trabajamos con las formas del relato que requieren un desarrollo más extenso en el tiempo (una novela, un largometraje), envidiamos el efecto emocional que una buena canción pop logra en tan sólo tres minutos; o yo lo envidio, cuanto menos. Por eso, cuando me enfrento a artistas como U2, que de manera tan consistente han ido entregándome pequeñas epifanías emocionales a lo largo de tantos años, no puedo menos que estarles agradecido. Sólo Dios sabe cuán difícil es escribir una gran canción de amor. Yo siento que mi vida sería más pobre sin canciones tan conmovedoras, y a la vez producidas por una conciencia romántica tan desgarrada, como One, With or Without You y All I Want Is You. Y daría todo lo que tengo, hasta el límite de considerar la posibilidad de un pacto fáustico, por crear alguna vez algo que produzca una emoción tan genuina, tan honda y tan bella como la que estas canciones me han inspirado tantas veces.

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3 de marzo de 2006
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Una pequeña duda existencial

¿Por qué hacemos lo que hacemos? Quiero decir, aun aquellos de nosotros que tenemos una vocación definida, que nos dedicamos a lo nuestro por pasión, con consciencia de que jamás elegiríamos hacer otra cosa (y de que probablemente tampoco podríamos hacer otra cosa, por pura inutilidad para el resto de los menesteres de este mundo): ¿por qué lo hacemos? Incluso en el caso de que nuestra vocación sea cierta y nuestro corazón puro, los motivos por los cuales hacemos lo que hacemos nunca son unívocos. Lo hacemos por amor, pero también porque nos gusta la atención que concitamos al hacerlo. Lo hacemos porque tenemos talento para ello, pero también porque nos seduce la idea de una cierta fama. Lo hacemos por compulsión, porque no podemos evitarlo, pero también por dinero.

Es posible que la pregunta sea retórica, que no exista respuesta. Pero al menos hay algo que podemos respondernos. Sólo nos consta que nuestra pasión es verdadera cuando hemos mordido el polvo de la derrota más abyecta, cuando no hemos obtenido ninguna de las prebendas que viene con el cargo: ni atención, ni fama, ni dinero, y aun así nos levantamos y volvemos a intentarlo. ¿O no pintó Van Gogh hasta que su mano perdió la capacidad de moverse y su cuerpo se desbarató por entero?

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2 de marzo de 2006
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Sobre diferencias y barreras

Me pidieron que escribiese sobre el músico argentino Luis Alberto Spinetta para una revista de Buenos Aires, y con la visión vuelta panorámica a causa (entre otras cosas) de este blog, me pregunté por las idiosincracias que distinguen a nuestras culturas hispanoparlantes. El rock argentino tiene fama de pionero en Latinoamérica y en España, pero no todos sus ídolos tienen el mismo eco más allá de nuestras fronteras. Calamaro es más conocido en España que Charly García y que Spinetta; Soda Stéreo, y por añadidura Gustavo Ceratti, son más populares que sus antecesores en el grueso de América Latina. He intentado que mis amigos españoles oyesen la música de Los Redonditos de Ricota, pero nunca logré que le viesen la gracia. El mismo recorrido puede hacerse en otros sentidos. En términos generales, el rock español jamás conmovió de este lado del Atlántico; los intérpretes pop siguen sonando en las radios, pero sin movilizar multitudes. Aquí la mayor parte de la gente no oyó hablar nunca de Mecano. Y los que conocen a Los Rodríguez los consideran una banda argentina, reclamando como propio al tándem Calamaro-Ariel Rot. Lo mismo ocurrió durante décadas con el rock producido en otros rincones del continente (con la excepción de Brasil, que es un continente en sí mismo). Bandas como El Tri y Los Jaivas eran fenómenos aislados, paladar de minorías. Por fortuna esto ha cambiado. Personalmente, hace ya largo rato que prefiero la música de algunos mexicanos antes que lo que pasa hoy por rock en la Argentina. ¡Larga vida a Café Tacuba y Natalia y La Forquetina! Lo mismo ocurre, sin dudas, en otras ramas de la expresión artística. Almodóvar sigue siendo un placer que trasciende fronteras, pero es un fenómeno que empieza y termina con él, puesto que el resto del cine español carece de difusión en la Argentina. (Álex de la Iglesia tiene su merecido culto, pero la única de Amenábar que funcionó aquí fue Los otros.) Es una pena, porque las películas de Isabel Coixet, por mencionar tan sólo un ejemplo, merecen llegar a un público latinoamericano infinitamente más amplio. Y con la literatura, ni hablar. Más allá de los figurones consagrados (hablo de personajes de la talla de Saramago y de García Márquez), casi nadie repite fuera de casa el éxito que consigue en su tierra. En la Argentina Javier Marías, Manuel Vicent y Javier Cercas son un placer de iniciados. Por supuesto, aquí entra a tallar un aspecto de la cuestión que deja de lado las idiosincracias culturales (que al fin de cuentas son disfrutables, por aquello del viva la diferencia) y se monta específicamente en la política de las editoriales y de las distribuidoras de cine. Fenómenos como los de Alejandro Iñárritu (Amores perros, 21 gramos) y Walter Salles (Estación central, Diarios de motocicleta) son excepciones a la regla que dificulta la circulación de las obras (cinematográficas en este caso, pero también literarias y musicales) en el vasto territorio de la América y de la Europa hispanoparlantes. Ninguno de nosotros puede escapar a esta batalla: ¡tenemos que luchar contra gigantes, colosos que no son precisamente molinos de viento, para lograr que nuestras obras lleguen a su público más natural! Volviendo al amigo Spinetta, es fácil entender por qué su obra no se volvió masiva en Hispanolandia. Se trata de un artista complejo, de poética oscura, música cortante y voz personalísima; quiero decir, no es David Bustamante. Pero aquellos que sientan debilidad por los creadores a los que les gusta arrojar el guante a su público (desafiar antes que complacer), encontrarán en su obra un universo de una singularidad pocas veces vista en la música popular de los últimos treinta años. Tanto como solista como parte de las bandas Almendra, Pescado Rabioso o Jade, Spinetta creó algunas de las páginas más bellas del rock en español. Pudiendo elegir entre tantas, me quedo hoy con una simple zamba que Spinetta escribió a los quince años, Barro tal vez: Si no canto lo que siento / me voy a morir por dentro / he de gritarle a los vientos hasta reventar / aunque sólo quede tiempo en mi lugar. Ya lo estoy queriendo / ya me estoy volviendo canción / barro, tal vez.

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1 de marzo de 2006
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Aguante

En la Argentina de los últimos años se usa mucho una expresión que me resulta muy simpática, y que como tantas del lenguaje popular tiene su origen en el argot de los delincuentes. Un aguantadero es un sitio donde esconderse después de cometer un delito, mientras pasa el ardor de la pesquisa y de la persecución. Hacer el aguante es, pues, poner el hombro para que otro se haga firme. Por eso, cuando en estos lares se quiere expresar nuestro apoyo a alguien, lo que se dice es aguante. Aguante Diego. Aguante Calamaro. Aguanten los Stones. Todo lo que hoy quiero decir es: aguante Roncagliolo. Felicitaciones por el premio. Y aguante El Boomeran(g), ya que estamos. Es lindo sentir que de alguna manera el Alfaguara queda en casa.

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28 de febrero de 2006
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Contra las cuerdas

Esa extraña mezcla de deporte y espectáculo llamada catch parece estar por todas partes en la Argentina de hoy. Han vuelto los programas de combate estilo libre a los canales de más rating, como el dominguero 100% lucha. En una de las ficciones más vistas de este verano, Sos mi vida, la protagonista está ligada a una troupe de catch. La comedia más promocionada de la temporada que comienza, Gladiadores de Pompeya, también tiene por héroe a uno de estos luchadores, interpretado por el actor Gabriel Goity. Y en todas estas ficciones, las características de estos personajes son similares: se trata de hombres fuertes, de ropajes coloridos y alias rimbombantes, que buscan en el ring la gloria que la vida les niega apenas bajan del cuadrilátero. Por supuesto, la tradición del catch en la Argentina no es tan enfebrecida como la de México ni la de los Estados Unidos. Y además la mezcla de sus componentes es clara y definida: digamos que se trata de un 99 % de espectáculo y un 1% de deporte. De cualquier manera, su atractivo fundamental deriva sin dudas de la nostalgia. Aquí el catch despierta el recuerdo de un popularísimo programa de TV, Titanes en el Ring, que entretuvo y apasionó a millones de argentinitos durante los 60 y los 70. En aquel entonces, todos jugábamos a ser uno de los luchadores “buenos” (El Caballero Rojo, o el Ancho Rubén Peucelle) y nos trenzábamos en los recreos contra aquellos compañeros que tenían presencia de espíritu para asumir el rol de los “malos”: Ararat, Martín Karadagián, La Momia… Por cierto, La Momia fue uno de los visitantes más frecuentes de mis pesadillas de aquel entonces. Con el tiempo mis pesadillas cambiarían, claro. Pero los personajes que empezaron a asustarme desde 1976 ya nunca se fueron; nunca tuvieron la decencia de desaparecer cuando encendía la luz, un límite que La Momia sí entendía. Hubo mil y un intentos de relanzar el catch en la televisión desde entonces hasta ahora, pero nunca cuajaron. Alguien podrá alegar que Titanes en el Ring es irrepetible como fenómeno desde la muerte de su creador, el también luchador Martín Karadagián. En todo caso, lo irrepetible es aquel tiempo que para tantos argentinos simboliza la inocencia. Un tiempo en que todavía la Argentina era aquel país pujante de las leyendas que fuimos los primeros en creernos. Un tiempo en que era posible luchar sin lastimarse de verdad, porque todos intuíamos que los golpes que volaban sobre aquel ring eran puro juego. Después llegó la dictadura, en 1976, y nos partió la vida en dos. Entonces entendimos que ya no podíamos luchar sin sentir dolor. No me extraña que a treinta años exactos del golpe de Estado la TV resucite el catch dentro de sus ficciones. A todos aquellos que ya dejamos de ser argentinitos nos resulta fácil identificarnos con estos personajes. Sabemos que son un tanto patéticos, pero simpatizamos con su lucha quijotesca para conservar la dignidad aun cuando la vida (y por qué no la Historia) los ha puesto contra las cuerdas.

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27 de febrero de 2006
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La vida es la mejor novela

Resulta natural suponer que la mayor parte de la gente decodifica la vida de acuerdo a la órbita de su saber. Que el biólogo debe verla como un proceso orgánico, y el físico como una sucesión de efectos que suceden a sus causas. Que aquel afecto a los motores y las máquinas privilegiará los aspectos mecánicos del fenómeno, y aquel devoto de los juegos será parcial a las consecuencias del azar –imaginando, siempre, que podrá anticiparse a su lógica. Debería resultar igualmente predecible que un escritor tienda a interpretarla como una manifestación, quizás la más excelsa, del arte que practica. Yo estoy convencido de que mi vida evoluciona de acuerdo a las reglas de los relatos de ficción. Creo con toda certeza que podría escribir mi vida desde el comienzo, e incluso desde antes del comienzo (ah, los pecados heredados de nuestros mayores), y que el relato resultante sería una novela con todas las de la ley. No se preocupen, que no pienso afligirlos con una obra semejante; lo que quiero decir es que cuando considero las circunstancias de mi origen, las experiencias de mi infancia, las rebeldías de mi adolescencia y mis errores de adulto encuentro la misma progresión que es común a los buenos personajes de ficción. Al revisar mi pasado, encuentro los signos que preanuncian la caída. Y aun en la penumbra del fondo en que caí, distingo (la luz es tenue, pero me alcanza para ver) el hilo de Ariadna que alienta mi esperanza de salir del laberinto.

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Ayer encontré un texto de los Recuerdos de Máximo Gorki en el que refiere uno de sus encuentros con León Tolstoi. Gorki cuenta que Tolstoi le permitió leer su diario privado. Allí Gorki dio con una frase que llamó su atención: “Dios es mi deseo”, había escrito el autor de Anna Karenina. Cuando Gorki le pidió explicación, todo lo que Tolstoi comentó fue que se trataba de un pensamiento inacabado, y después cambió de tema. No me pregunten qué tiene que ver esta anécdota con lo que dije al principio respecto de la vida entendida como novela. Tan sólo sé que son nociones vinculadas, aunque todavía no pueda entender cómo. Ningún personaje de ficción comprende de inmediato los signos que recibe, pero siempre reconoce que se trata de un signo, que llevará dentro el tiempo que sea necesario hasta que pueda decodificar su acertijo. Porque si hay algo que está claro en la conciencia del escritor es que nada ocurre porque sí; un escritor nunca cree del todo en la idea del azar, aunque diga lo contrario; cree, más bien (¡aunque no se atreva a confesarlo!) en la noción del destino.

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24 de febrero de 2006
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Plan de evasión

Hace un par de días, respondiendo al texto donde comparaba la vida de la gente común y corriente con la de aquellos que nos la pasamos escribiendo ficciones (y por ende vivimos la vida imaginando vidas ajenas), alguien que responde al alias de lanavajaenelojo hizo notar con tino que “la inmensa mayoría vive también las vidas ajenas más que la suya propia: ve televisión, ve cine, juega a videojuegos, lee libros, lee revistas del corazón, escucha los cotilleos sobre otras personas, chatea en internet, lee cosas en la red…” El tema de la desnaturalización de la vida contemporánea es uno que me obsesiona. Vivimos en una sociedad que nos soborna para que renunciemos a la posibilidad de una existencia intensa. Está claro que aquellos que se benefician con el statu quo no nos quieren en la calle, poniendo el cuerpo en reclamo por nuestros derechos o por algún otro derecho conculcado; prefieren, en todo caso, que nos sumemos a cadenas de pedidos humanitarios por la red: no hay nada más fácil que apretar la tecla que dice delete. Esta es una cuestión tan delicada como urgente. El morbo que despierta en la mayor parte de nosotros la contemplación del dolor ajeno por TV es resultado, en buena medida, de la necesidad de sentir algo parecido al dolor sin sufrir ninguna de sus consecuencias. Con tal de preservarnos de cualquier tipo de desgarro, preferimos renunciar a la intensidad de los sentimientos verdaderos. Estaba dándole vueltas al asunto cuando me topé con un texto de Samuel Johnson que me hizo dudar respecto de la modernidad del problema. Comentando el monólogo del Duque en la comedia shakespiriana Measure for Measure, Johnson se detiene en los versos que dicen: “No tienes ni juventud ni vejez; / pero, como si estuvieses en una siesta después de comer, / sueñas con ambas”. Lo primero que me sorprendió fue la lectura que Johnson hacía de estos versos. El crítico comenta la tan humana característica que nos hace desperdiciar la juventud trazando planes, y languidecer cuando viejos recordando nuestros primeros años. “Nuestra vida,” dice Johnson, “que nunca hemos ocupado plenamente en el momento presente”. Creo que el viejo Samuel tiene razón, querida navaja. Por más que entendamos que estos tiempos nos facilitan la evasión, debemos aceptar que la incapacidad para habitar el hoy, para vivir con intensidad el momento presente, es un rasgo inseparable de lo humano desde el principio de los tiempos. Somos criaturas dadas a la ensoñación. Parafraseando a Erich Heller, podríamos decir: “¿Cuál es el pecado del hombre? Su capacidad de soñar. ¿Y cuál es la salvación del hombre? Su capacidad de soñar”. Lo segundo que me sorprendió, cuando Johnson me forzó a revisar la obra de Shakespeare, fue descubrir que a pesar de los cuatro siglos que los separan, el Duque y navaja se estaban formulando la misma pregunta. “What’s yet in this / That bears the name of life?” pregunta el Duque en el monólogo al que Johnson alude. Y navaja, reconociéndose hijo de esta sociedad de la información que nos inmoviliza todo el tiempo delante de una pantalla, se lo cuestiona también: “¿Qué es la vida?”. Nadie imaginará que yo tengo la respuesta. Pero mientras hago planes para los tiempos que vendrán, me tranquiliza saber que seguimos formulándonos la pregunta.

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23 de febrero de 2006
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¿Vivimos una nueva Edad Media?

Finalmente junté paciencia para encarar el trámite de renovación de mi pasaporte. Por cierto, acudí preparado para combatir la larga espera. Me llevé A sangre fría, y El canon occidental, y la libretita en que anoto palabras e ideas para el título de mi nueva novela. Mientras esperaba que atendiesen a las trescientas cincuenta personas que me precedían (el trámite insumió cuatro horas, sin contar las semanas que ahora debo esperar hasta que me entreguen el documento), leí el capítulo del Canon que Harold Bloom dedica a Geoffrey Chaucer. Bloom cita allí un fragmento de la biografía que Donald R. Howard dedicó al autor de Los cuentos de Canterbury. El párrafo, que Howard consagra a una descripción de la época en que Chaucer vivió (lo que solemos llamar la Alta Edad Media), me impresionó porque los hechos que describe como propios de aquel distante pasado me suenan cotidianos hoy, en los primeros años del Siglo XXI: “La propiedad y la herencia eran preocupaciones permanentes… embargos a mano armada, secuestros, pleitos infundados, eran maneras bastante corrientes de obtener bienes. El inglés de la época de Chaucer no era el estereotipado personaje flemático de la época moderna… en aquella época se parecía más a sus antepasados normandos, de sangre caliente y de carácter desbocado… Lloraban abiertamente en público, daban libre curso a la cólera, proferían abundantes e imaginativos juramentos, se embarcaban en operísticas enemistades hereditarias e interminables batallas legales. La tasa de mortalidad era elevada… encontramos más temeridad y terror, más resignación y desesperación, y se jugaba más con la fortuna. También había más violencia, o una violencia de tipo más vengativo y ostentoso”. Hace tiempo que arrastro esta extraña sensación de que vivimos una nueva Edad Media. Y la descripción de Howard, en días en los que no paro de leer sobre la gripe aviar (¿la nueva peste?), el conflicto palestino-israelí (“¿operísticas enemistades hereditarias?”), la persecución de los ladrones que vaciaron las cajas de seguridad del banco Río (“¿embargos a mano armada?”), el juicio político al intendente de Buenos Aires a causa del incendio de la disco Cromagnon (“¿interminables batallas legales?”), el desastre en que Bush convirtió a Irak (“¿violencia del tipo más vengativo y ostentoso?”) y el lamentable enfrentamiento entre Argentina y Uruguay por culpa de las papeleras (“¿pleitos infundados?”), siento que la intuición está cada vez más cerca de hacerse carne. Aceptémoslo, estamos muy lejos de existir en una edad aristocrática o iluminada. Los rostros que veo a diario en los informativos, hablen en el idioma en que hablen, se parecen a los antepasados normandos de los que hablaba Howard: gente desaforada, que grita o insulta en vez de dialogar, que se desgarra las vestiduras delante de las cámaras y que no necesita gran convencimiento para apelar a la violencia a la primera de cambio. En fin. Es el tiempo que nos tocó. Optimista a ultranza, me distraigo enseguida del bárbaro panorama para decirme que al menos esto significa que en algún momento saldrá a luz un nuevo Chaucer, y aún mejor: ¡un nuevo Shakespeare! Siempre y cuando el equivalente contemporáneo de la peste negra, o de la Inquisición, o de Atila, no nos borren antes del mapa.

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22 de febrero de 2006
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Título se busca

No hay nada más difícil que encontrar un buen título. Hay gente que parece concebirlos con la mayor naturalidad, sin mayor esfuerzo que el que requiere respirar: Carson McCullers, por ejemplo. ¿La balada del café triste? ¿El corazón es un cazador solitario? ¡Uno no puede fallar nunca con semejantes títulos! Existen autores que no parecen preocuparse demasiado por ellos, como Dickens, que al igual que Shakespeare solía recurrir al expediente de los nombres propios: David Copperfield, Martin Chuzzlewitt, Oliver Twist… Pero aún así, de tanto en tanto encontraba esos títulos que se nos han pegado como una segunda piel: Grandes esperanzas, Tiempos difíciles, Casa desolada. ¿Cuáles son sus títulos favoritos? Yo sé, por lo pronto, que leería cualquier cosa llamada El club de la pelea, o Música para camaleones, o En busca del tiempo perdido, o La fortaleza de la soledad, o El señor de los anillos, o Los siete pilares de la sabiduría, o El americano impasible, o Cosecha roja, o El corazón de las tinieblas, o El amor en los tiempos del cólera, o El largo adiós. Quiero decir que por lo menos recogería el libro y husmearía sus primeras páginas, presa del anzuelo lanzado en la portada. Ah, la magia de un buen título… Si supiese la fórmula la aplicaría, pero no la sé. Tengo algunas conjeturas, por cierto. Que conviene que suene como un latigazo, en la medida de lo posible: como Operación masacre, o Crash, o Plata quemada. Que ayuda cuando hace buen uso de una palabra resonante, como verdugo en La canción del verdugo, o escarlata en Un estudio en escarlata, u oscuro en Un oscuro día de justicia. Supongo que el misterio siempre juega a favor, como en La mano izquierda de la oscuridad o El cazador en el centeno, que nada revelan sobre sus respectivas historias pero seducen locamente. Y la opción más difícil es la que apunta a plasmar una idea completa, como en el caso ya citado de El corazón es un cazador solitario, o la variante más reciente de J. T. LeRoy, The Heart Is Deceitful Above All Things, o el aún inédito de A. M. Homes, Este libro te salvará la vida. Hay gente que inventa títulos maravillosos en otras disciplinas artísticas. En una época, el cineasta Eliseo Subiela parecía destinado a no fallar. ¿Hombre mirando al sudeste? ¿Últimas imágenes del naufragio? ¿El lado oscuro del corazón? ¿No te mueras sin decirme adónde vas? Envidiable… Por cierto, el tiempo parece haberle hecho mella en su nueva película: Lifting del corazón ya no suena con el mismo atractivo. Pero el que más me gusta es Morrissey. Ya me asombraba desde su época con la banda The Smiths: Por favor, por favor, por favor, déjame conseguir lo que quiero; ¿Qué tan pronto es ahora?; El bocón ataca de nuevo; El chico con la espina en el costado; Ladrones del mundo, uníos; Novia en coma (oportunamente apropiado por el escritor Douglas Coupland). Y ya en su época solista: Todos los días son como el domingo, Los maestros tienen miedo de los alumnos, Lector encuentra autor, Vos sos el ideal para mí, gordito, El último de los famosos playboys internacionales, Odiamos cuando nuestros amigos se vuelven exitosos, La dura verdad del ojo de la cámara… El hombre es una máquina de producir títulos inolvidables, que para colmo representan textos que también están a la altura. Si me disculpan, vuelvo a lo mío. A sufrir, para ser más preciso, mientras busco título para mi nueva novela.

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21 de febrero de 2006
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El valor de un simple libro

Venía preguntándome por qué escriben los escritores, qué clase de fiebre nos impulsa a abrir ventanas en nuestra existencia para imaginar existencias ajenas, cuando me topé con el comentario que alguien colgó ayer de mi página del blog. La firmante eligió el apelativo de necia. Y lo que escribió allí, a cuento de mi texto sobre la película Capote, era una historia tan breve como emocionante. Según necia, ella descubrió a Capote seis meses atrás, cuando su amigo Luis compró un ejemplar de A sangre fría. Luis leía lentamente, lo suficiente para que su amiga le ganase de mano y llegase primero al punto final. Al poco tiempo Luis fue al cine y perdió el libro; su amiga asegura que se lo robaron. Una semana después, escribe necia con sencillez escalofriante, Luis “se fue de viaje y murió”. Desde entonces, cuenta, cada vez que oye hablar de Capote se le ocurre pensar que su amigo nunca pudo leer el final. Lo que me preguntaba antes de leer esta historia era simple: ¿qué es lo que decide a un hombre o a una mujer a pasarse la vida imaginando vidas que no son la suya? La inmensa mayoría de la gente vive su vida viviéndola: estudia, trabaja, traba relaciones, se interroga, sufre, ve televisión, goza, envejece, muere. Los escritores vivimos la vida mientras vivimos las vidas de otros. Debe haber algo compulsivo en esta necesidad de parir historias, de multiplicar la vida propia, porque es obvio que, al menos en Hispanoamérica, nadie decide hacerlo porque piense ganarse así la vida. Y sin embargo uno se lanza, roba horas al sueño, al trabajo y a los afectos para escribir cuentos y novelas que quizás no le interesen a nadie. ¿Por qué? ¿Y por qué ahora, cuando los libros parecen condenados a convertirse en objetos de culto? En alguna época el ego debe haber jugado una razón de peso, la vanagloria de ver el nombre propio impreso en una portada. Pero más allá de doradas excepciones, la gente ya no otorga a los autores el prestigio automático que en alguna época distinguió al gremio. El valor del libro como instrumento está depreciado hoy, porque existen medios más vistosos para la difusión de la cultura y la creación de entretenimiento. En mi caso particular, escribir ficción es mi forma de conocer. Lo digo en un sentido literal: como no soy dado a la autobiografía ni al realismo ramplón, invento historias que me fuerzan a aprender cosas que de otra forma no habría aprendido. Si no hubiese sido por mis novelas, seguramente no habría encontrado excusa para dedicar tiempo a estudios tan eclécticos: en estos últimos años leí sobre los números primos, sobre Shakespeare y a Shakespeare y sobre biología; me aprendí los Evangelios Apócrifos y la teoría musical que había ignorado en mis años escolares; me especialicé en el pensamiento de los gnósticos y en el folklore irlandés. Pero a la vez estos conocimientos son funcionales a un impulso primal, que es el del autoconocimiento. Escribir ficción es en esencia mi forma de pensar el mundo, y de pensarme. Cada vez que termino un libro sé algo nuevo sobre los celtas, o sobre la primera esposa de Perón, o sobre los precursores del cine argentino, pero ante todo sé algo más sobre mí. Si yo fuese un grillo, recurriría a mis antenas para relacionarme con mi mundo. Pero como no lo soy, utilizo lo más parecido a un par de antenas que encontré: la creación de ficciones. Cuando leí la historia que necia contó se me ocurrió algo más. Las razones que acabo de citar como fuente de mi escritura son puramente privadas e individuales. Pero nadie escribe tan sólo para uno. Uno escribe para relacionarse, para producir emociones en otros, para generar una respuesta; como el chillido del murciélago, que grita para que su radar le certifique que hay algo o alguien allí afuera. Y de manera muy especial: en un mundo tan difícil y tan cruel como el que nos tocó en suerte, uno escribe en la esperanza de crear algo bello que oponer a tanta fealdad. Uno escribe con el deseo de generar “una de esas cosas por las que vale la pena vivir”, como listaba el personaje de Woody Allen en Manhattan: ¡qué no daría uno con tal de figurar al lado de Groucho Marx, la Sinfonía Júpiter de Mozart y La educación sentimental! Me encendió el alma la forma que necia eligió para lamentar la pérdida de su amigo. Podría haber penado porque era joven, o porque no llegó a cumplir sus sueños. Pero no, necia eligió lamentar su muerte usando la figura de un libro, y al hacerlo confirió a un libro el valor de aquellas cosas por las que es genial vivir. Un libro es algo tan valioso, que lo habilita a uno para decir: “Qué lástima que no llegó a terminarlo”. Necia lo pone de una forma que yo no puedo mejorar: “En las personas un simple libro puede significar tanto”. Por eso escribimos, pues.

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20 de febrero de 2006
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