Marcelo Figueras
Finalmente junté paciencia para encarar el trámite de renovación de mi pasaporte. Por cierto, acudí preparado para combatir la larga espera. Me llevé A sangre fría, y El canon occidental, y la libretita en que anoto palabras e ideas para el título de mi nueva novela. Mientras esperaba que atendiesen a las trescientas cincuenta personas que me precedían (el trámite insumió cuatro horas, sin contar las semanas que ahora debo esperar hasta que me entreguen el documento), leí el capítulo del Canon que Harold Bloom dedica a Geoffrey Chaucer. Bloom cita allí un fragmento de la biografía que Donald R. Howard dedicó al autor de Los cuentos de Canterbury. El párrafo, que Howard consagra a una descripción de la época en que Chaucer vivió (lo que solemos llamar la Alta Edad Media), me impresionó porque los hechos que describe como propios de aquel distante pasado me suenan cotidianos hoy, en los primeros años del Siglo XXI:
“La propiedad y la herencia eran preocupaciones permanentes… embargos a mano armada, secuestros, pleitos infundados, eran maneras bastante corrientes de obtener bienes. El inglés de la época de Chaucer no era el estereotipado personaje flemático de la época moderna… en aquella época se parecía más a sus antepasados normandos, de sangre caliente y de carácter desbocado… Lloraban abiertamente en público, daban libre curso a la cólera, proferían abundantes e imaginativos juramentos, se embarcaban en operísticas enemistades hereditarias e interminables batallas legales. La tasa de mortalidad era elevada… encontramos más temeridad y terror, más resignación y desesperación, y se jugaba más con la fortuna. También había más violencia, o una violencia de tipo más vengativo y ostentoso”.
Hace tiempo que arrastro esta extraña sensación de que vivimos una nueva Edad Media. Y la descripción de Howard, en días en los que no paro de leer sobre la gripe aviar (¿la nueva peste?), el conflicto palestino-israelí (“¿operísticas enemistades hereditarias?”), la persecución de los ladrones que vaciaron las cajas de seguridad del banco Río (“¿embargos a mano armada?”), el juicio político al intendente de Buenos Aires a causa del incendio de la disco Cromagnon (“¿interminables batallas legales?”), el desastre en que Bush convirtió a Irak (“¿violencia del tipo más vengativo y ostentoso?”) y el lamentable enfrentamiento entre Argentina y Uruguay por culpa de las papeleras (“¿pleitos infundados?”), siento que la intuición está cada vez más cerca de hacerse carne. Aceptémoslo, estamos muy lejos de existir en una edad aristocrática o iluminada. Los rostros que veo a diario en los informativos, hablen en el idioma en que hablen, se parecen a los antepasados normandos de los que hablaba Howard: gente desaforada, que grita o insulta en vez de dialogar, que se desgarra las vestiduras delante de las cámaras y que no necesita gran convencimiento para apelar a la violencia a la primera de cambio.
En fin. Es el tiempo que nos tocó. Optimista a ultranza, me distraigo enseguida del bárbaro panorama para decirme que al menos esto significa que en algún momento saldrá a luz un nuevo Chaucer, y aún mejor: ¡un nuevo Shakespeare!
Siempre y cuando el equivalente contemporáneo de la peste negra, o de la Inquisición, o de Atila, no nos borren antes del mapa.