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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Pequeño Manifiesto de Odio al Hoy

Siempre detesté a Shirley McLaine. No me pregunten por qué: admito que la mujer actúa bien y que en su época dorada cantaba y bailaba con decoro, pero aún así la aborrezco desde que tengo uso de memoria. Me parecía una mujer amarga y resentida, lo que aquí solemos denominar un mal bicho; un juicio por completo infundado, lo asumo, pero no por ello menos real en el interior de mi cabeza. Lo sorprendente fue que hace algunos años me asignaron la responsabilidad de entrevistarla, y cuando me senté delante suyo no pasé de la segunda pregunta. Lo que ocurrió fue instantáneo, una reacción química en estado puro: nos detestamos tanto de manera recíproca (les juro que esto era evidente en ella, también), que me levanté y me fui. Nunca he hecho nada menos profesional en mi vida, y eso que he entrevistado a alguna gente memorable durante mi carrera periodística: Paul McCartney, Martin Scorsese, Julia Roberts, Madonna, Mick Jagger, Liza Minnelli, Sean Connery, Daniel Day Lewis, Arthur Miller… De ahí el asombro que siento cada vez que admito que existe algo que comparto con McLaine, aun cuando se trata del rasgo más insólito –quizás el único insólito- de su personalidad: la creencia en vidas pasadas.

No se asusten, no lo digo del todo en serio. Ella sí defiende esta creencia a capa y espada, ha llegado a editar varios libros al respecto que por supuesto no he leído: sostiene que todos hemos sido otros en siglos pretéritos, otras gentes, otras vidas. Por lo general yo me río de la superchería, y muy especialmente de la tendencia de esta gente a sostener que han sido personalidades célebres en tiempos remotos; nadie reivindica haber sido un campesino ruso o un esclavo etíope, por lo general afirman haber sido Cleopatra o Cromwell o Arquímedes. Pero a veces me descubro pensando que ciertas características mías (no me hagan decir cuáles) habrían sido más útiles en otros tiempos. Y en días como hoy me convenzo de que debo haber vivido en otros tiempos con mayor felicidad, porque detesto al mundo contemporáneo.

  Me encantaría haber vivido en tiempos más simples. Hacerme cargo de mi parcela de terreno, procurándole a mi familia el techo y el alimento, aun sabiendo que es posible que deba defenderla con las armas. Cambiaría todas las presuntas ventajas del mundo contemporáneo (en materia de medicamentos y de tecnología, por ejemplo) por la posibilidad de controlar mi vida un poco más de cerca, a pesar de que esto signifique vivir menos. El tiempo que la tecnología nos regala se pierde en millones de pequeños actos que, engarzados, suponen tan sólo un nuevo tipo de esclavitud. Vas a pagar una cuenta y te dicen que el billete es falso. Pagás con tarjeta y te dicen que la banda se desmagnetizó. Cargás el servicio a tu cuenta bancaria para que te lo debiten y descubrís que te debitan cosas que no esperabas. Querés renunciar a un servicio (de internet, o un gimnasio) y te encontrás con un montón de pegas sobre las que nadie te había informado cuando te inscribiste. ¿Qué la tecnología te ahorra tiempo? No me hagan reír…

El ordenador permite corregir de manera menos engorrosa que el papel, es verdad. Pero arrancar una página del cuaderno o de la Remington Rand no era tan grave; de hecho, la infinita mayoría de las obras fundamentales de la literatura y del teatro no han sido escritas con ordenadores. Lo cual me lleva a otro de los motivos por los que odio al mundo de hoy: vivo en un tiempo que da por sentado que las mejores novelas y los mejores dramas ya han sido escritos. No creo que Cervantes haya padecido este prejuicio. Ni Melville. Ni Dickens. Todos los grandes artistas tenían predecesores a los que querían superar, pero no se topaban a diario con gente que les decía que ni se molestasen. Buena parte de los escritores de hoy asumen el rol de comentadores, se contentan con trabajar en textos que funcionarían como un pie de página a los grandes de verdad. ¿Qué demonios pasó con la ambición creadora?

Ni siquiera puedo contentarme diciendo que la gente es más sofisticada. ¿Qué clase de sofisticación tiene una opinión pública que se traga con anzuelo y todo eso de que el terrorismo, con el islamismo como ideología, es el cuco de este tiempo? Es verdad que parte del planeta está en manos de regímenes más piadosos que las monarquías de antaño, o que las simples dictaduras. Pero tampoco podemos dar por sentado que se trata de conquistas inamovibles: estamos a tan sólo una conflagración nuclear, o una sequía, o una peste de distancia de regresar a los métodos de la Edad de Piedra.

En medio de este panorama, me queda el consuelo de saber que hay algo que me permitiría entenderme con Shirley McLaine. (¡A pesar de que hayamos sido enemigos acérrimos en otras vidas!) Es así: las posibilidades de sembrar concordia aparecen en las circunstancias más inesperadas.

Ya se los dije. Hoy tengo uno de esos días.

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5 de mayo de 2006
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La Academia de los Menospreciados

Volví a ver Manhattan el otro día y me quedé enganchado con la Academia de los Sobrevaluados que inventan los personajes de Diane Keaton y Michael Murphy para burlarse de aquellos consagrados de la cultura a quienes consideran indignos de semejantes laureles: gente como Mahler y Van Gogh, por ejemplo. Woody Allen utiliza esta Academia ficticia para burlarse a su vez de los snobs interpretados por Keaton y Murphy. (Es gracioso cuando se mofa de la forma en que ella dice Van Gogh: “¡Van Goj…!”)  Quizás debido a mi alma de defensor de pobres y minusválidos, me quedé pensando a quién incluiría en una Academia de los Menospreciados, que agruparía a aquellos artistas que nunca han gozado de las mieles del éxito o recibido una atención acorde a sus méritos.

Habría que definir los términos de la membresía. En primer lugar deberían figurar aquellos artistas que a pesar de contar con un mínimo reconocimiento crítico y de público, se ven obligados a encarar cada nuevo trabajo como si fuese el último porque nunca saben si volverán a darles una oportunidad. Gente como Lloyd Cole, que siempre ha volado debajo del radar de la percepción masiva y que quizás encuentre problemas para financiar cada nuevo disco. Hace un tiempo atrás hubiese incluido aquí a David Cronenberg, pero el canadiense parece haber resucitado crítica y comercialmente con A History of Violence. (Que no me gustó, dicho sea de paso, a pesar de tanta alharaca.) También pienso en Richard Price, que ha escrito novelas magníficas como Clockers pero nunca termina de consagrarse públicamente. (Quizás no lo tomen del todo en serio porque tiene la osadía de escribir guiones de cine, además: qué caradura.)

Pero también sería justo incluir a aquellos que han obtenido éxito popular a pesar de que la crítica los maltrata contínuamente: Jim Carrey, por ejemplo. Yo entiendo que ha hecho películas olvidables, pero si al tipo lo han convocado Michel Gondry, Frank Darabont y ahora Tim Burton debe ser porque algo tiene, ¿no les parece? O gente como Daniel Handler, el autor de los libros de Lemony Snicket. (Dicho sea de paso, la película sobre el primero de los libros, en la que actuaba Jim Carrey, debió tener y no tuvo el éxito que hoy tienen tantas porquerías animadas que no son de Pixar: era buena de verdad.) Ahora que Handler publicó Adverbs, su primer libro para adultos desde el éxito de Lemony Snicket, la crítica le frunció la jeta como si dijese: “Mejor que siga dedicándose a los libros infantiles”. ¡Si Handler ya era un gran escritor gracias a los libros infantiles!

Y también debería contar con un ala honorífica, que reúna a aquellos que quizás conocieron la fama y el prestigio en vida, pero que hoy han sido casi olvidados dado que la moda privilegia en este tiempo a otra clase de artistas. Pienso que habría que reinvindicar a Emilio Salgari, por ejemplo. Y a Hugo Pratt. ¡Y al soberbio David Lean, el director de Lawrence de Arabia y de El puente sobre el río Kwai!  (Un cineasta que de seguir vivo debería dedicarse a otra cosa, porque ya no se pueden hacer películas épicas con complejidad psicológica y política; hoy los grandes presupuestos demandan personajes pavotes y unidimensionales).

Tal como ven, sería una Academia multitudinaria.

Y ustedes, ¿a quién incluirían?

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4 de mayo de 2006
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El chico con la espina en el costado

Estaba en una disquería del aeropuerto de Atlanta, USA, buscando el CD nuevo de Morrissey y no lo encontraba por ningún lado. Cuando ya me había dado por vencido, mi ojo captó una imagen que terminó reclamando mi atención: Ringleader of the Tormentors, con su imagen de Morrissey vestido de gala y tocando el violín y su gráfica que imita las colecciones del género, había sido ubicado en la batea… de música clásica.

El error del empleado no dejaba de tener su ironía. Es indiscutible que Morrissey se ha convertido en una suerte de clásico moderno. Su disco anterior, You’re the Quarry, con el que rompió un silencio de varios años, fue el más vendido de su carrera –aún más vendido que los discos de The Smiths, la legendaria banda que lo puso en la mira del mundo. La prensa saludó Quarry como un regreso de Morrissey a su mejor forma, y ahora alaba Ringleader como una obra todavía superior. No lo es, por cierto, del mismo modo en que Quarry distaba de ser inolvidable. Son obras correctas, agradables, que se oyen sin mayores sobresaltos y exhiben tan sólo ocasionales destellos del Morrissey a quien venero. Los disfrutes de Ringleader son más anecdóticos que reales: el hecho de que reproduzca la experiencia de Morrissey en Italia (lo cual redunda en canciones pop que hablan de Visconti, Pasolini y Accattone, cosa que no deja de tener su gracia), la asunción clara e inequívoca de su sexualidad (“Hay barriles de pólvora entre mis piernas”, canta en Dear God Please Help Me) y la presencia de Ennio Morricone en lo que nunca va más allá del guiño cultural, puesto que la orquestación que agrega a Dear God dista de ser memorable. Ringleader no es mejor que el peor disco de The Smiths, y tampoco es mejor que muchas de sus obras solistas como Viva Hate, Bona Drag, My Early Burglary Years o Your Arsenal.

Los reconocimientos de la prensa y del gran público suelen venir con delay. A menudo los periodistas y la gente se ponen en sincronía justo en el momento en que el artista empieza a perder su gracia, cuando ha consolidado un estilo y se vuelve conservador. Entonces llegan los éxitos de venta y los premios, consagrando obras que distan de ser las mejores de su trayectoria; lo hemos visto miles de veces y lo seguiremos viendo. En Ringleader of the Tormentors no hay una sola canción que llegue a la altura de The Boy With the Thorn in His Side, Panic o Shoplifters of the World, Unite, por mencionar las de su época Smith. (Atesoro el hecho de haber presenciado la presentación en vivo de The Queen is Dead como uno de los grandes recuerdos de mi vida.) Tampoco existe ninguna que pueda competir con Everyday is Like Sunday, The Last of the Famous International Playboys o Reader Meets Author, si vamos al caso de su obra solista. (Me encanta Reader Meets Author, esto es El lector se encuentra con el autor, porque golpea tan cerca de casa: “No sabés nada de sus vidas / Ellos viven en lugares en los que ni siquiera te animarías a conducir… / Los libros no los salvan, los libros no son cuchillos Stanley / Y si estallase hoy una pelea aquí / Serías el primero en irte, porque sos de esa clase de gente… / Oh, cualquier excusa para seguir escribiendo mentiras”.)

A pesar de que hoy se aplauda a un Morrissey que no es su mejor embajador, aquellos que lo consideramos el coro griego de nuestras vidas disfrutamos de su éxito. Nos gusta saber que está bien, gozando de buena salud y en la mira de todos, porque nos consta que en cualquier momento –en el próximo álbum, o en el que le seguirá- volverá a ser fiel a su naturaleza como el escorpión del cuento, le sacará la lengua al mundo y escupirá una de sus frases tradicionales, mezcla de poesía, honestidad brutal y negro humor. ¿Cuánto puede tardar en volver a repudiar a “esos tontos vacíos / que trataron de cambiarte, y te reclamaron / como parte de su mundo común y corriente / en el que se sienten tan afortunados / con sus vidas ya trazadas delante suyo”?

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3 de mayo de 2006
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Al maestro con cariño

Nadie sabe por qué la cabeza y el corazón funcionan como funcionan. A esta altura de la semana, resulta evidente que el tema de la paternidad y de los maestros me está rondando como una obsesión: empecé con Tomás Eloy Martínez, seguí con la vida concebida como obra, me metí con Wenders… Anoche, cuando vi por TV que el Senado argentino había homenajeado a Roberto Fontanarrosa con una mención de honor, comprendí en simultáneo que quería hablar del querido Negro y que su irrupción cuadraba perfectamente con mi obsesión. Sigo sin entender los porqués de la recurrencia, pero no puedo más que rendirme a sus voces.

Siento la más profunda de las admiraciones por Roberto Fontanarrosa. Sigo su obra como humorista gráfico desde hace décadas: yo creo que el Negro es un genio cómico, y lo digo convencido de no exagerar. Si hubiese nacido en los Estados Unidos, su popularidad sería tan grande como la obtenida por el Schulz de Peanuts o el Bill Watterson de Calvin & Hobbes. Pero Fontanarrosa es argentino, o para ser más preciso, rosarino. Gracias a Dios, porque si no lo fuese nuestra vida sudaca sería infinitamente más pobre. ¿Qué clase de vida sería una vida sin Inodoro Pereyra?

La primer tira de Inodoro apareció en la revista cordobesa Hortensia. En aquel entonces el gaucho Inodoro era bastante más apuesto: tenía un cierto aire de figura romántica que dista del físico enclenque que hoy luce, y su nariz era casi inexistente –una nariz que ahora es su rasgo más saliente, por así decir. (Imagino que debido a la conexión con Les Luthiers, otros genios con quienes supo colaborar, se me ocurre que el Inodoro inicial se parecía a Daniel Rabinovich con vincha y peluca.) Pero ya en ese arranque tenía clara su vocación. Tal como ocurre en Martín Fierro, nuestra épica gauchesca por antonomasia, Inodoro se enfrenta a unos soldados y recibe a último momento la ayuda de un uniformado que se cambia de bando, inspirado por su coraje. Después de vencer a la partida, el soldado lo invita a huir rumbo a las tolderías (como también ocurre en Martín Fierro), dando pie a esta respuesta de Inodoro: “¿Sabe lo que pasa? Que esto ya me parece que lo leí en otra parte y yo quiero ser original”.

Desde entonces Inodoro y Fontanarrosa fueron fieles a ese deseo. El Negro dijo durante el homenaje del Senado que su única intención es la de hacer reír, pero cuando yo leo Inodoro, Boogie el Aceitoso o cualquiera de sus chistes publicados por Clarín (admito no conocer la obra literaria de Fontanarrosa, porque me encanta saber que me queda tanto Fontanarrosa por descubrir), me río, sí, pero me ocurre algo más: la inspiración que un lector sólo siente en presencia del verdadero talento creador. Ahora que sé que está enfermo, deseo con toda mi alma que la vida sea gentil con aquel que derramó tanta luz entre nosotros (me tienta pensar que debe sentirse “mal pero acostumbráu”, como suele decir Inodoro), para pedirle que nos depare Fontanarrosa para rato.

Cuando decidí que iba a escribir este texto busqué en mi biblioteca la compilación Veinte años con Inodoro Pereyra, y descubrí –no lo recordaba- que mi ejemplar estaba autografiado por el Negro. Escueto como los grandes de verdad, sólo puso Para Marcelo, fontanarrosa (Marcelo con mayúscula, su apellido con minúscula) y después el broche de oro: un dibujito de Mendieta, el perro que acompaña a Inodoro en las malas y en las malas. (Porque las buenas no llegan nunca.)   

Ese libro es un tesoro para mí.

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28 de abril de 2006
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En el nombre del padre

¿Somos en alguna medida hijos de los artistas que admiramos? Siempre creí que sí, en la medida en que nuestro espíritu se templa en el calor que prodigan, y también dado que asumo que la paternidad es algo mucho más complejo –y por ende ambicioso- que la simple capacidad de concebir en la carne. Tenemos muchos padres a quienes les debemos distintas cosas, todas ellas imprescindibles para definirnos como lo que hoy somos. Además de hijos de nuestros padres carnales, somos hijos de nuestros maestros, de nuestros verdugos y de los artistas que concibieron el paisaje que habita nuestro espíritu.

Pensé en esto por culpa de una revista para la que escribo ocasionalmente en Buenos Aires, y que me obligó a ver la nueva película de Wim Wenders, Don’t Come Knocking. Me resistí a hacerlo pero me acorralaron. Yo no había visto ninguna película de Wenders desde Las alas del deseo, como la llamaron en la Argentina traduciendo la versión en inglés, o El cielo sobre Berlín, como se llamó originalmente. Imagino que no había vuelto a frecuentar su cine en parte porque me había saturado (yo era wenderófilo desde la primera hora, ¡estudié alemán durante cinco años por su culpa!), y en parte porque intuí que después de esa película le iba a resultar difícil encontrar una historia tan conmovedora. El cielo sobre Berlín se consagró como una summa de sus obsesiones, y el tiempo la convirtió en una suerte de non plus ultra: nunca más pudo aproximarse a los niveles de excelencia de entonces.

Don’t Come Knocking es más que mala: el adjetivo más preciso sería abisal. Los puntos en común con París, Texas (las características de la historia, el guión de Sam Shepard, la música de T-Bone Burnett emulando a Ry Cooder) no hacen más que traer a la mente aquella frase según la cual lo que se vive primero como tragedia retorna como farsa. El mismo Wenders trató de atajarse, diciendo que además de ser una historia familiar y una road movie (dos constantes de su cine, advertirán), Don’t Come Knocking era una farsa. Lo triste es que Wenders hablaba de un género, y que su definición terminó pendiendo sobre el resultado como una profecía autocumplida. (Dicho sea de paso, ¿no les parece, como a mí, que Sam Shepard es el peor actor del mundo?)

Más allá de la película, lo que me intrigó fue mi respuesta emocional. No se trataba de la simple frustración que se sufre ante un film olvidable, sino de algo más profundo: la decepción que experimentamos al comprender que nuestro padre no era el ser invulnerable y glorioso a quien idolatrábamos. Aquellos que son adultos conocen bien el proceso. El ídolo se desmorona, uno pone distancia y con el tiempo reevalúa su experiencia, sopesándolo todo. No puedo decir que Wenders me haya engañado, en tanto los padres de su ficción siempre fueron un fracaso. El Travis de París, Texas regresa de su exilio autoimpuesto tan sólo para rehacer el vínculo entre su pequeño hijo y su ex mujer, y al fin vuelve a irse. El Howard Spence de Don’t Come Knocking descubre que tiene dos hijos de madres distintas que ni siquiera se conocen entre sí, irrumpe en sus vidas y vuelve a desaparecer, dejándolos en su mutua compañía. Son seres patéticos y egoístas hasta la exasperación, y conscientes de ello concluyen que el mejor bien que pueden hacer es desaparecer: regresan a su existencia solipsista.

Entonces volví a ver El cielo sobre Berlín y recordé que nunca es justo juzgar a un padre por lo que hace o deja de hacer en su ocaso, o por el momento más bajo de sus vidas. (La crítica que Michiko Kakutani publicó ayer destrozando Everyman, la nueva novela de Philip Roth, pecó de esta crueldad innecesaria.) Cuando existió amor, y cuando un padre dejó una marca positiva en nuestra existencia, uno debe juzgarlo de acuerdo a las alturas que alcanzó aunque más no fuese ocasionalmente; y modelarse de acuerdo a esa imagen sin dejar de estarle agradecido. Porque la rueda gira y con el tiempo nosotros mismos nos convertimos en padres: carnales, artísticos, espirituales, y desde entonces no nos asiste otra esperanza que la de obtener la benevolencia de los que nos sucederán.

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27 de abril de 2006
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La vida también es una obra

Un comentario de MaryNewYork (presumo que existirán también una BettyNewYork y una Peggy y una Julie, inexorablemente rubias y gardelianas) recordaba el triste desempeño de Pablo Neruda como padre, a quien calificaba como “infame decepción” en la materia. A partir de mi texto de ayer sobre Tomás Eloy Martínez, Mary se preguntaba por qué tenemos que ligar al hombre con el escritor cuando en tantos casos –como el que ella menciona de Neruda, que yo por cierto desconocía- está probado que el talento y la bondad o la probidad suelen elegir vehículos humanos tan distintos entre sí. Me hizo recordar algo que leí recientemente sobre Eugene O’Neill, quien también parece haber sido un padre despreciable. Sabemos poco de Shakespeare, pero lo que sabemos nos basta para entender que no debe haber sido precisamente un marido ejemplar. Para no mencionar los conocidos casos de artistas que han colaborado con fascismos de toda índole, como Leni Riefenstahl, o manifestado desembozadamente su racismo (el Jevi-llano recordaba hace poco al D.W. Griffith de El nacimiento de una nación) o expresado su apoyo a regímenes indefendibles, como Borges con la dictadura de los 70. Y todo esto sin mencionar los infinitos casos de mezquindades, zancadillas y ninguneos que constituyen la forma más habitual de relación de los escritores entre sí.

Pero que esté comprobado que los escritores no somos santos ni mucho menos, no me impide buscar una correspondencia entre vida y obra. Llegado el caso puedo hacer abstracción y valorar el texto a secas. Me ocurre con T.S. Eliot cuando olvido su antisemitismo y sus juicios críticos; como dice Harold Bloom, “no lo amo, pero su genio trasciende mis afectos literarios”. Valoro demasiado la buena literatura, a la que sin duda asocio a lo mejor del espíritu humano, como para aceptar sin patalear que el precio de un buen libro sea la existencia de un hombre egoísta, miserable y cruel. Por eso tolero que existan joyas de la literatura escritas por hombres olvidables, pero me resisto a creer que todas ellas hayan sido obra de gente semejante. También existieron un Rodolfo Walsh, un Paco Urondo, un Haroldo Conti. (Me encantaría que viniese a la mente el ejemplo de algún escritor que ha sido un padre maravilloso, pero no se me ocurre ninguno. Tiene que haberlo, necesito que lo haya. ¡Por favor, ayúdenme!).

Cuando descubro que existen artistas que no borran con el codo lo que escribieron con la mano, me siento reconfortado. Entre otros motivos, porque me alivia entender que no necesito convertirme en un monstruo para escribir un libro inolvidable. Está claro que el imaginario del escritor romántico nos juega en contra, en el fondo todos creemos que aquel que arroja sus afectos por la borda persiguiendo la excelencia de una obra como Ahab a Moby Dick está de alguna manera justificado. Y no debería ser así. Con el debido respeto, creo que ninguna obra, por excelsa que sea, vale más que una vida humana. Sé que ningún libro o película que yo pueda hacer significará más para mí que el bienestar de mis hijas o el de mi amada. Imagino que se deberá a que carezco del talento febril de un Rimbaud, por poner un ejemplo. Sea por lo que sea, no estoy dispuesto a vender el alma al diablo por un libro, o por un éxito. Si el precio a pagar es no despegarme nunca del montón de artistas que batallan por el reconocimiento, que así sea. Y no es por altruismo. Simplemente moriría por segunda vez si alguien escribe sobre mí algo parecido a lo que MaryNewYork dijo de Neruda.

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26 de abril de 2006
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La lección del maestro

La generosidad no es la característica más difundida entre los escritores, y menos aún cuando se trata de consagrados. La presencia de Tomás Eloy Martínez en la inauguración de la Feria del Libro local (ya anduvo por aquí Hanif Kureishi, juntando multitudes que habitualmente sólo atraen rockeros o estrellas de la TV) me trajo el grato recuerdo del Tomás que conocí hace ya muchos años, cuando editaba el primer suplemento cultural que tuvo el diario Página 12 (la era pre-Radar) y yo era un simple colaborador. A pesar de que ya acreditaba algunos años de experiencia periodística, Tomás fue el primer editor verdadero con quien me topé: discutía mis textos, solicitaba correcciones; en suma, me exigía por encima de lo que yo parecía dispuesto a dar. Poco tiempo después, durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista, me abrió la riqueza de su archivo periodístico personal. La foto de Perón y de su primera esposa, Potota, que figuraba al final del texto, me la prestó Tomás. Las cartas originales de Potota también me las proporcionó él; fue su lectura la que me sugirió la idea de que Potota escribía a los suyos con un código secreto.

No tengo forma de medir cuánto influyó La novela de Perón en mis escritos, pero doy fe de que me marcó a fuego. Sin saberlo, Tomás Eloy Martínez me demostró que nuestra historia inmediata no era algo de lo que convenía huir (como, de hecho, hacían y hacen la mayor parte de mis coetáneos) sino que, por el contrario, se trataba de nuestra materia dramática más próxima –la misma que, como cultura viva, necesitábamos convertir en literatura de la manera más perentoria. Una de las funciones tácitas de los artistas es la de ayudar a su público a asumir, y por ende a digerir, las experiencias más traumáticas de la historia. La novela de Perón me hizo sentir que no estaba solo, que existía un escritor que escribía para mí como si respondiese a mis deseos y mis necesidades más profundos, exorcizando los mismos fantasmas. Agradezco haber tenido la posibilidad de descubrir a Tomás Eloy Martínez el escritor, pero ante todo el hecho de no haber sufrido decepción al conocer a Tomás Eloy Martínez el hombre. Si hay algo que no abunda en nuestra generación son los maestros merecedores de verdadero respeto.

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25 de abril de 2006
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Intolerancia

¿Existe uno solo de nosotros que no esté infectado por la intolerancia? No hablo de las circunstancias en que somos víctimas de esa actitud, sino por el contrario, de aquellas en las que somos los victimarios. Yo reconozco a diario este impulso en mi propia persona. Conduciendo mi auto, por ejemplo, me convierto en un Führer ambulante. Taladro a bocinazos a aquellos que avanzan a paso de mula, con el argumento de que necesito mi tiempo para cosas más valiosas. Taladro a bocinazos a aquellos que van por el medio de los dos carriles, impidiéndome sobrepasarlos por uno u otro lado. Taladro a bocinazos a aquellos que parecen haberse dormido al volante y no reaccionan ante la luz verde del semáforo. Y nunca pierdo de vista que, al hacerlo, alimento la intolerancia de aquellos que son sensibles a los bocinazos.

Sé que el Figueras al volante constituye la peor expresión de mi persona. Y al mismo tiempo hay algo de juego en mi intolerancia, de mecanismo de descarga: en un momento estoy gritándole al del auto vecino –que no me escucha, por supuesto- y al otro segundo he retomado la canción que venía cantando; el tránsito entre uno y otro estado anímico es tan veloz como natural.

Por supuesto, nunca olvido mi intolerancia en el interior del auto: es mi compañera, un Colt metafórico cuya culata siempre está al alcance de mis dedos. Soy intolerante con los escritores que considero mediocres. (Ayer, sin ir más lejos, el elogio que alguien destinó en el dominical de El País a la espantosa novela de una argentina me puso de mal humor.) Soy intolerante con determinadas músicas, sus cultores y sus fans: la cumbia en versión argentina contemporánea, por ejemplo, a la que considero la única música popular latinoamericana que carece por completo de swing. Soy intolerante con la televisión de aire. (Dios sea loado por la invención del cable.) Soy intolerante con Bush y con todos los que representan sus políticas. (Con especial predilección por Condoleeza Rice: pienso en toda la gente que luchó para que las mujeres accedan a una posición de poder, y en toda la que también luchó para que alguien de raza negra llegue a esas alturas políticas, ¿y todo para abrirle camino a este personaje?) Berlusconi, por ejemplo, me pone frenético. También soy intolerante con los hombres que hablan todo el tiempo de fútbol y con las mujeres que hablan todo el tiempo de asuntos domésticos. Y detesto esperar en los restaurantes, así como detesto todo tipo de trámites y de filas ad hoc.

Podría seguir así el día entero. En materia de intolerancias, me considero un hombre muy generoso. Si no lo fuese seguramente me sentiría perdido en un país tan rico en intolerantes. Yo vivo en una ciudad que sufre de intolerancia a los piqueteros. Husmeo con regularidad las páginas virtuales de diarios que son intolerantes con un presidente al que acusan de intolerancia. No satisfechos con los entrerrianos que expresan su intolerancia ante la instalación de las papeleras, ahora tenemos a otros entrerrianos que se manifiestan intolerantes con los intolerantes, quebrando su corte de rutas por medios violentos. ¡Dentro de poco, cuando comience el Mundial de Fútbol, nuestra intolerancia hacia el resto del orbe llegará a cotas insospechadas!

Y al mismo tiempo sé que es nuestra historia reciente la que me previene contra toda forma de intolerancia y su corolario de violencia y discriminación. La lección que impartieron con su conducta las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo (y detrás de ellas, todos los parientes y amigos de los desaparecidos) es una que jamás me perdonaría desoír. Cualquiera de ellos que hubiese hecho justicia por mano propia habría contado con mi comprensión; y sin embargo persistieron en el reclamo cívico hasta el día de hoy, convencidos de que un sólo un gesto de intolerancia dirigido a los intolerantes los convertiría precisamente en aquello de lo que siempre quisieron diferenciarse.
Por eso, aun cuando reconozco mi propia intolerancia y lidio con ella a diario en la certeza de que jamás lograré borrarla del todo, conservo un sensor escrupuloso que me impide pasar a mayores. Vivimos en un mundo que se ha puesto difícil, y que parece estar en manos de gente que ganó un concurso televisivo en busca del intolerante mayor. (American Idolizer?) Consecuentemente, la esperanza que deposito en la perdurabilidad de la especie no puede sino estar basada en la paciencia de los mansos y en su capacidad de buscar la concordia. (Dije mansos, lo cual no es igual a decir idiotas ni sumisos.)

Sería deshonesto si no aclarase que lo que me puso a pensar en la cuestión de la intolerancia fueron ciertos intercambios de mensajes que encontré en el blog. No me asustan, soy de los que ama discutir a los gritos y se enfervoriza en las polémicas. Pero no pasa un día en que no piense cuánto me gustaría encontrar la forma de ser igualmente apasionado en la búsqueda del entendimiento y de la concordia. ¿Por qué será que hacer algo malo es tan fácil y tan instantáneo, mientras que hacer algo bueno es lento y trabajoso?

Y sí, Olga Trevijano, leo todos los mensajes. Tal como imaginas, lo hago con una sonrisa en los labios. Pocas armas son más eficaces en contra de la intolerancia que el sentido del humor. Ante todo el humor que empleamos para reírnos de nosotros mismos.

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24 de abril de 2006
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Romanticismo zen

Me sorprendió que tantos se enganchasen a hablar de amor, a partir del texto que ayer me inspiró un disco de Joni Mitchell. Durante un rato temí que fuesen sólo mujeres las que recogían el guante, en cuyo caso habría certificado aquello de que los hombres somos víctimas inescapables de nuestro género; pero aparecieron al fin el Jevi-llano y Javier Andrade, confiables como las mareas. De cualquier forma sigo pensando que las mujeres son más francas al hablar de sus requiebros, lo que a la larga termina convirtiéndolas en más sabias. Me gusta una canción de KT Tunstall que comienza diciendo: “Mi corazón me conoce mejor de lo que yo me conozco, así que voy a dejar que sea él quien hable”. Los hombres también tenemos corazones que nos conocen bien, pero nosotros insistimos en tratarlos de usted y no los consultamos ni para saber la hora.

Por algún motivo, seguramente vinculado a mi torpeza en la expresión de cualquier elemento emocional, Olga Trevijano interpretó que mi visión del amor era derrotista, o tal vez cínica. No es ninguna de las dos cosas, ¡y eso que cargo con un cofre lleno de frustraciones! Defendería la imagen del amante como autoestopista porque creo que el amor suele conducirse de esa forma: nos recoge ocasionalmente, nos transporta por un rato y la mayoría de las veces vuelve a dejarnos al borde del camino, pero no creo que esto sea una visión negativa del asunto, sino más bien realista –y desde la esperanza. En este terreno no hay nada más venenoso que las expectativas equivocadas. Hace ya tiempo que no aliento la fantasía de “conducir” el amor; creo que todo lo que puedo hacer es comportarme como un surfer, esto es ser paciente en la espera de la ola justa, cabalgar encima de su fuerza aprovechando el impulso y aspirar a no caer antes de tiempo.

Cuando digo que la satisfacción emocional es imposible, me refiero a la satisfacción definitiva. Por supuesto que conozco la felicidad, pero me consta que es tan fugaz como una ola y la acepto tal cual es. En su esencia no se diferencia mucho del fenómeno de la vida del que por supuesto forma parte, y al que alude como un eco: algo que tan sólo es, y siempre brevemente. En cuanto tratamos de imponerle nociones intelectuales como el transcurso en línea recta o la perdurabilidad del calendario, sólo produce dolor. Esos dolores tan profundos como los que impulsaron al amigo de Ana María a decir que desearía no haber vivido determinadas experiencias aun cuando no sea verdad, porque se bajó de esas experiencias en otro lugar de la autopista –un lugar más próximo al nuevo amor.
(Días atrás oí algo sabio de boca del más improbable de los oráculos, esto es una ex modelo: ella decía que la fantasía del amor eterno era propia de una época en que la vida era por fuerza mucho más corta. Una cosa era conservarlo cuando moríamos a los treinta años, y otra muy distinta es conservarlo ahora, cuando nuestra expectativa de vida llega a los ochenta o noventa. De cualquier forma yo sigo aspirando a que mi amor dure lo que me resta de vida.)

No creo que la oposición clasicismo-romanticismo nos ilumine en esta materia. Lo que nos serviría, imagino, es una suerte de combinación de ambos estilos que quizás podría llamarse romanticismo zen: un approach que utilice la intensidad del romanticismo con la perspectiva del zen y nos permita gozar de la pasión con plena conciencia de su fugacidad. Y aquí subrayo: gozar de la pasión, no sufrirla. Encontrar el punto en que la noción de ser transpasados por una emoción que no podemos retener ni encapsular se convierte en parte del goce, y no de sus espinas. Está claro que no existen dos olas iguales, pero la certeza de que tarde o temprano otra ola romperá en la playa lo aproxima a uno a un cierto equilibrio que facilita la verdadera apertura del corazón.

Que es de lo que se trata, finalmente: volverse disponible al amor, habiéndole perdido el miedo al dolor.

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21 de abril de 2006
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El veneno y la medicina más poderosos

Nadie puede tomarse en serio eso de que los hombres somos de Marte y las mujeres de Venus. Pero es verdad que los hombres construimos el relato de nuestras vidas en torno a batallas y conquistas, en la ilusión de obtener gloria (o en su defecto, poder; y en el peor de los casos, oro), mientras que las mujeres son ciegas a semejantes espejismos; sus miradas, y por ende sus vidas, cortan siempre más cerca del hueso.

Durante mi viaje a Puerto Rico me compré el CD de un disco que todavía conservo en vinilo, y por lo tanto no oía desde hace mucho: Hejira, de Joni Mitchell. Por Dios, esa mujer. Víctima inescapable de mi género, siempre admiré a los artistas que se relacionan naturalmente con sus sentimientos, exponiéndose sin miedos al perfume elusivo del amor; debe ser por eso que la mayor parte de mis cantautores favoritos son mujeres, con Joni como suma sacerdotisa.

“Sólo somos partículas de cambio, lo sé, lo sé / Orbitando alrededor del sol. / ¿Pero cómo puedo conservar ese punto de vista / Cuando estoy siempre atada a alguien?,” dice en el tema que da título al disco. Joni no necesita más que un par de versos para enfrentarnos a la contradicción entre nuestra condición vital y las realidades a que nos somete un romance. Las experiencias dolorosas en la materia nos llevan a convertirnos en “un desertor de las guerras domésticas”, descreídos del valor de una relación estable, pero Joni sabe que tan sólo se puede desertar “hasta que el amor vuelva a chuparme y me regrese a su camino”. “Sabés que estoy contenta de estar sola / Y aun así, el más ligero roce de un extraño / Puede hacer que mis huesos tiemblen. / Ya lo sé, nadie va a enseñarme nada / Todos venimos y nos vamos como desconocidos / Cada uno tan profundo y tan superficial / Entre el fórceps y la lápida”.

En Hejira, Mitchell escribe y canta con el abandono de quien ya no teme sufrir por amor, porque lo ha asumido como inevitable. La metáfora del camino (el disco podría llamarse Joni On The Road, con consciencia del guiño a Kerouac) se resignifica al escapar de la metáfora convencional de la búsqueda del conocimiento, o del logro humano mensurable –otro espejismo masculino-, para abrazar la imposibilidad de la satisfacción emocional. En el camino nunca se llega a ninguna parte, tan sólo se pierde y se gana a diario, y de manera constante –como en el amor.

En un mundo que huye del dolor como de la peste, Mitchell lo abraza como un componente indisoluble de todo aquello que vale la pena de verdad. No busca el dolor, por cierto, pero sabe que vendrá y que una vez que venga lo trascenderá, incluso con una pizca de placer, como el que sentimos al contemplar nuestras cicatrices o cuando rascamos la costra de las heridas obtenidas a consecuencia de nuestra torpeza. Es necesario abrirse por completo al amor, estar tan disponible como aquel que camina por la ruta esperando aventón, y al mismo tiempo saber que más temprano que tarde volverá a dejarnos al borde de la autopista, preguntándonos si en verdad hemos avanzado algo. Esa disponibilidad es la que permite a Mitchell entregarse a un amor fugaz con alguien completamente opuesto, como el protagonista de Coyote, y a la vez conservar el humor al verlo “oler mi perfume en sus dedos / Mientras mira las piernas de las camareras”.

El amor es “un peligro repetitivo”; o bien “el veneno y la medicina más poderosos de todos”, un sentimiento que “va y viene / Como la atracción que la luna ejerce sobre las mareas”; en suma, una fuerza cósmica contra la que es inútil combatir, a la que más bien nos conviene adaptarnos para entender cuándo podemos ahogarnos y cuando conviene nadar. Egresado de una educación sentimental a la vez superficial (porque habilita el lazo sin obligarnos a la entrega verdadera) y represiva (porque concibe el compromiso como una condena), daría cualquier cosa por llegar a esa disponibilidad emocional que Mitchell siempre tiene, y nunca más que en Hejira. Ignoro si eso me convertiría en mejor artista, pero sin dudas haría de mí una persona mejor.

Pocos días atrás recordé una escena con mi madre, a quien en 1976 le mostré la tapa de Hejira, preguntándole si no le parecía hermosa. Ella creyó que yo le preguntaba si Joni era bella y me obligó a aclararle que no, que yo le estaba mostrando el arte de tapa, esa imagen de la Mitchell con boina negra y cigarrillo en la mano, atravesada por un camino interminable. Hoy ya no puedo decírselo a mi madre cara a cara; pero si pudiese, le diría que como en tantas otras cosas, la que tenía razón era ella y no yo.

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20 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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