Marcelo Figueras
Siempre detesté a Shirley McLaine. No me pregunten por qué: admito que la mujer actúa bien y que en su época dorada cantaba y bailaba con decoro, pero aún así la aborrezco desde que tengo uso de memoria. Me parecía una mujer amarga y resentida, lo que aquí solemos denominar un mal bicho; un juicio por completo infundado, lo asumo, pero no por ello menos real en el interior de mi cabeza. Lo sorprendente fue que hace algunos años me asignaron la responsabilidad de entrevistarla, y cuando me senté delante suyo no pasé de la segunda pregunta. Lo que ocurrió fue instantáneo, una reacción química en estado puro: nos detestamos tanto de manera recíproca (les juro que esto era evidente en ella, también), que me levanté y me fui. Nunca he hecho nada menos profesional en mi vida, y eso que he entrevistado a alguna gente memorable durante mi carrera periodística: Paul McCartney, Martin Scorsese, Julia Roberts, Madonna, Mick Jagger, Liza Minnelli, Sean Connery, Daniel Day Lewis, Arthur Miller… De ahí el asombro que siento cada vez que admito que existe algo que comparto con McLaine, aun cuando se trata del rasgo más insólito –quizás el único insólito- de su personalidad: la creencia en vidas pasadas.
No se asusten, no lo digo del todo en serio. Ella sí defiende esta creencia a capa y espada, ha llegado a editar varios libros al respecto que por supuesto no he leído: sostiene que todos hemos sido otros en siglos pretéritos, otras gentes, otras vidas. Por lo general yo me río de la superchería, y muy especialmente de la tendencia de esta gente a sostener que han sido personalidades célebres en tiempos remotos; nadie reivindica haber sido un campesino ruso o un esclavo etíope, por lo general afirman haber sido Cleopatra o Cromwell o Arquímedes. Pero a veces me descubro pensando que ciertas características mías (no me hagan decir cuáles) habrían sido más útiles en otros tiempos. Y en días como hoy me convenzo de que debo haber vivido en otros tiempos con mayor felicidad, porque detesto al mundo contemporáneo.
Me encantaría haber vivido en tiempos más simples. Hacerme cargo de mi parcela de terreno, procurándole a mi familia el techo y el alimento, aun sabiendo que es posible que deba defenderla con las armas. Cambiaría todas las presuntas ventajas del mundo contemporáneo (en materia de medicamentos y de tecnología, por ejemplo) por la posibilidad de controlar mi vida un poco más de cerca, a pesar de que esto signifique vivir menos. El tiempo que la tecnología nos regala se pierde en millones de pequeños actos que, engarzados, suponen tan sólo un nuevo tipo de esclavitud. Vas a pagar una cuenta y te dicen que el billete es falso. Pagás con tarjeta y te dicen que la banda se desmagnetizó. Cargás el servicio a tu cuenta bancaria para que te lo debiten y descubrís que te debitan cosas que no esperabas. Querés renunciar a un servicio (de internet, o un gimnasio) y te encontrás con un montón de pegas sobre las que nadie te había informado cuando te inscribiste. ¿Qué la tecnología te ahorra tiempo? No me hagan reír…
El ordenador permite corregir de manera menos engorrosa que el papel, es verdad. Pero arrancar una página del cuaderno o de la Remington Rand no era tan grave; de hecho, la infinita mayoría de las obras fundamentales de la literatura y del teatro no han sido escritas con ordenadores. Lo cual me lleva a otro de los motivos por los que odio al mundo de hoy: vivo en un tiempo que da por sentado que las mejores novelas y los mejores dramas ya han sido escritos. No creo que Cervantes haya padecido este prejuicio. Ni Melville. Ni Dickens. Todos los grandes artistas tenían predecesores a los que querían superar, pero no se topaban a diario con gente que les decía que ni se molestasen. Buena parte de los escritores de hoy asumen el rol de comentadores, se contentan con trabajar en textos que funcionarían como un pie de página a los grandes de verdad. ¿Qué demonios pasó con la ambición creadora?
Ni siquiera puedo contentarme diciendo que la gente es más sofisticada. ¿Qué clase de sofisticación tiene una opinión pública que se traga con anzuelo y todo eso de que el terrorismo, con el islamismo como ideología, es el cuco de este tiempo? Es verdad que parte del planeta está en manos de regímenes más piadosos que las monarquías de antaño, o que las simples dictaduras. Pero tampoco podemos dar por sentado que se trata de conquistas inamovibles: estamos a tan sólo una conflagración nuclear, o una sequía, o una peste de distancia de regresar a los métodos de la Edad de Piedra.
En medio de este panorama, me queda el consuelo de saber que hay algo que me permitiría entenderme con Shirley McLaine. (¡A pesar de que hayamos sido enemigos acérrimos en otras vidas!) Es así: las posibilidades de sembrar concordia aparecen en las circunstancias más inesperadas.
Ya se los dije. Hoy tengo uno de esos días.