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Grandeur

Por 8 de mayo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Todavía hoy muchos franceses, sobre todo los agraviados, repiten incansablemente la palabra “Francia” en cuanto abren la boca y se refieren a ella como los catalanes cuando hablan de Cataluña, como un ser humano con sus hábitos, manías, amores, cóleras, deberes y demás adornos de los mortales, aunque con el paradójico sobreentendido de que la Patria es inmortal.

En Radio France hablaba esta mañana un ensayista cuyo nombre no he retenido y que utilizaba ese tonillo insoportable: “La France debe hacer esto y aquello por sus inmigrantes. La France tiene que pedir perdón por sus crímenes coloniales. La grandeza de la France la obliga a comprender a sus hijos árabes”. Y así sucesivamente.

Para distraer el asco, me fui a pasear por el soberbio hospital de los Inválidos, ese Escorial que Luis XIV ordenó edificar para dar asilo a sus soldados tullidos, una construcción severa, adornada tan sólo con cañones y bombardas, en cuya iglesia se encuentra la tumba de Napoleón como un escarabajo de pórfido finlandés en la celda fúnebre del faraón.

Si hay algo que queda lejos de la Francia actual es esa grandeza que utilizaba arteramente el quejica de la radio. Los cañones de Luis el Grande están magníficamente esculpidos, cubiertos de tritones, delfines, soles borbónicos, guirnaldas floreadas, parecen llevar borceguíes con hebilla de plata. Los cañones revolucionarios (quedan muy pocos) tienen el ascético aspecto de lo producido a toda prisa y con cuatro duros, son cañones sans culotte. Los cañones napoleónicos, los románticos cañones de la Grand Armée, de un verde aguamarina, ya han asumido la sobriedad burguesa y sólo las iniciales del Emperador decoran sus fustes. Los últimos cañones, los de la guerra moderna, son tan desnudos, eficaces, exactos e insípidos como un edificio de Gropius.

Nada queda de la Francia revolucionaria, nada queda de la Francia imperial, nada queda de la Grandeur, sólo la retórica barata del nacionalismo; unos tópicos que ya ni siquiera se atreve a utilizar la ultraderecha, pero que usan con todo desparpajo las almas bellas contra los franceses. Para que suelten la pasta, naturalmente.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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