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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La venganza de Juana

A fines de 2005 Jon Pareles, crítico de música popular del New York Times, eligió al álbum Tres cosas de Juana Molina como “uno de los diez mejores del año”. Pareles destacaba “la voz calma, las melodías con la simplicidad de las canciones de cuna y los fondos sintetizados que llenan su música de misterio”. La clase de honores por los que cualquier artista vendería su alma. ¿Ser consagrado por el New York Times? No es cosa fácil para ningún músico no estadounidense, y más aún si el artista en cuestión vive tan pero tan al sur del muro fronterizo que separa a Babilonia del resto del continente. Pero es posible que el efecto más beneficioso de la lista de Pareles haya sido otro, por cierto paradójico: lograr que en la Argentina, país natal y hogar de Juana, hayan empezado a prestarle un poco de atención –y a otorgarle el respeto que hasta entonces se le negaba.

Ayer martes salió otro artículo en el Times, esta vez firmado por el corresponsal en Buenos Aires, Larry Rohter, que se hace cargo de este absurdo. Fernando Kabusacki, un guitarrista que supo acompañar a Juana en sus presentaciones, se lo dijo a Rohter con todas las letras: “Su música nunca hubiese sido aceptada aquí sin su popularidad en los Estados Unidos y en Europa, porque la Argentina es así”, declaró. “Sin la validación de afuera, acá es como ir cuesta arriba rumbo a ningún lugar”.

Es posible que el ninguneo que Juana sufrió en los últimos años se deba en parte a la confusión de expectativas. Aunque Juana es hija del reconocido cantante Horacio Molina, ella se instaló inicialmente en la percepción pública como actriz, acompañando primero al cómico Antonio Gasalla y obteniendo al fin consagración individual, en programas de TV como Juana y sus hermanas. Juana era buena comediante, muchos de aquellos personajes –y de sus muletillas- todavía subsisten en la conciencia de una generación joven. Pero cuando decidió abocarse a la música se la miró con sospecha. Aquí no se valora mucho a una persona que parece dispuesta a matar una gallina de huevos de oro. Para colmo su música, decididamente low key, parecía confirmar los prejuicios de sus detractores, que confundían su personalidad inefable con puro capricho.

Pero aunque sus seguidores se hayan confundido, lo que no tiene excusa es la ceguera del periodismo. Se supone que los periodistas deberían ser aquellos que tienen la mirada más abierta y desprejuiciada, para ver cosas que el común de la gente no tiene tiempo ni forma de ver por las suyas y orientarlos en esa dirección. Sin embargo los periodistas argentinos tuvieron que esperar el espaldarazo del Times para reaccionar. Rohter cuenta que David Byrne, el ex Talking Heads, descubrió la música de Juana navegando por Amazon.com: buscaba un disco de Sigur Ros, y el sistema de Amazon le sugirió que si le gustaba Sigur Ros, Juana también le gustaría. Estaba en lo cierto. Byrne compró el disco, lo escuchó y después buscó contactarse con Juana. Incluso llegaron a hacer gira juntos por los Estados Unidos, hace ya dos años. Es obvio que Byrne estaba más dispuesto a abrirse y a escuchar que los críticos argentinos.

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11 de octubre de 2006
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Imaginación o violencia

Cristo, qué manera de empezar la semana. El domingo leo en el dominical de El País un artículo sobre Mordejai Vanunu, a quien llaman el Nelson Mandela israelí. Vanunu estuvo preso dieciocho años (once de los cuales pasó en régimen de aislamiento) por haberle revelado al mundo que, contrariamente a lo que sostenía de manera oficial, Israel estaba produciendo bombas atómicas a lo loco. En 1986 Vanunu visitaba Roma, donde fue secuestrado, drogado y subido a un carguero que lo regresó a Israel. (Esto de los agentes israelíes cagándose en las soberanías nacionales, en este caso italiana, es algo que ya contaba la película Munich.) El pobre Vanunu estuvo preso hasta 2004, cuando fue liberado sin que se le concediera permiso para salir del país; también tiene prohibida la comunicación telefónica o personal con extranjeros. (Más información sobre su historia aquí). Hoy se estima que Israel cuenta con 400 bombas atómicas de una potencia de 50 megatones, lo que equivale a casi 4.000 de las bombas arrojadas sobre Hiroshima. Si algún desperfecto o error humano produjese su explosión, Israel se convertiría en un agujero en el suelo que llegaría muy cerca del centro de la Tierra. Pero como tienen la intención de hacer el agujero en otra parte (en partes, para ser precisos, que serían del agrado de los Estados Unidos, que por algo evita presionar a Israel para que firme el Tratado de No Proliferación con el que presiona a tantas otras naciones), no se preocupan en lo más mínimo. Duermen tranquilos porque se sienten fuertes.

El lunes amanezco con la noticia de la prueba nuclear en Corea del Norte. Esta noche el que no dormirá tranquilo seré yo.

Estamos en manos de los peores, eso es indiscutible. Se trata de seres caprichosos y egoístas, que evidentemente no oyeron suficientes fábulas cuando eran pequeños de verdad y que hoy acumulan un poder con el que podrían destruir el planeta no una, sino varias veces. No hay duda de que debemos enfrentarlos. Por fortuna no contamos con arma letal alguna, lo que nos impide entrar en la lógica perversa de lo que ellos llaman disuasión cuando no es más que la dialéctica del matón del barrio: si me tirás un misil, te encajo una atómica y te borro de la faz de la Tierra, a vos y a todos los tuyos. Cuando alguien inventa, produce y fabrica un arma mortífera está haciendo algo más además de disuadir: está tentando a otros a comprar la fórmula y los planos, a emularlo en la producción, a superarlo en el perfeccionamiento del arma. Los argumentos que sustentan este accionar son infantiles en el único sentido malo, el de no alcanzar a considerar las consecuencias del acto en cuestión. (Los niños están excusados porque no están en condiciones de analizar la situación completa; los grandes, en cambio…) Para el resto de los mortales, está claro que la proliferación nuclear es un camino sin retorno. La condición humana lo ha demostrado con creces, nada nos aproxima más a la violencia que el saber que tenemos un arma al alcance de la mano. Por eso mismo un desastre nuclear, aunque sea circunscripto a una zona en particular, es sólo cuestión de tiempo.

A uno le gustaría vivir sin adversarios, pero los adversarios existen. Son los que prefieren romperlo todo antes que compartir una parte, los que prefieren hundir el barco a ceder el mando. Enfrentarnos a ellos es un imperativo. Nuestro único recurso es la imaginación. Imaginación para crear nuevas formas políticas, nuevas formas de protesta, nuevas formas de control republicano. Imaginación para sortear la trampa de las fronteras artificiales. Imaginación para unir, cuando los poderosos apuestan a dividir. Imaginación para crear obras hermosas, que inspiren a la gente a vivir vidas hermosas. Imaginación para vivir a pleno cada día, en la conciencia de que algún día habremos de morir. (Una conciencia que los poderosos, encerrados en su paranoia y su frenesí priápico, parecen no tener). Imaginación para producir alegría, una alegría que necesitamos como el agua para romper el estado de terror permanente al que quieren reducirnos.

Imaginación o violencia. That is the question.

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10 de octubre de 2006
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El campo de los sueños

Estamos convencidos de haber superado la edad de las fábulas. Yo lo creía también hasta no hace tanto, cuando me descubrí escribiendo una. (Todo relato que arranca con un lobo que habla en latín puede ser acusado de incurrir en el género.) Desde entonces estoy más sensible ante el asunto, aunque no siempre de modo consciente. La semana pasada, por ejemplo, me compré un libro de Harold Bloom, Jesús y Yahvé, los nombres divinos. Leí unas cuantas páginas y encallé en el capítulo dedicado a lo que Bloom llama “el habla críptica de Jesús”. Según Bloom, “las palabras de Jesús son frecuentemente enigmáticas”. “La palabra enigma viene del griego a través del latín, y el término griego significa fábula”, escribe. Ahora que releo el capítulo, se me ocurre que abandoné la lectura en ese punto porque Bloom esquiva el bulto a último instante, escudándose en la dificultad de saber cuáles son las palabras verdaderas de Jesús. Está claro que Jesús no dejó nada escrito, que su discurso nos llega mediatizado por autores que recogieron el relato de otras voces. Pero lo que resulta incuestionable es que se comunicaba mediante parábolas. Jesús era un narrador. Creía en el poder de la palabra primero, y del relato después, para modificar la realidad. Una parábola es casi lo mismo que una fábula: “Un relato breve, inventado, cuya moraleja o sentido es espiritualmente moral”, dice Bloom. Yo agregaría: nunca demasiado alejado del valor de la oralidad, aun cuando se trate de un texto escrito. Jesús no escribía, hablaba. Las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego nos llegan por tradición antes oídas que leídas. Pero incluso leyéndolas sobre el papel, no pierden la apelación íntima al lector propia de la oralidad: no nos ignoran ni nos dan por sentados, más bien nos convocan y nos incluyen, como si hubiesen sido concebidas tan sólo para nuestro deleite. ¿Y no es eso lo que aspiramos la mayor parte de los escritores: hacer sentir al lector que de no ser por él, nuestras historias no existirían?

El sábado fui a ver The Wind that Shakes the Barley, la película de Ken Loach que ganó el festival de Cannes. A su manera también se trata de una fábula: cuenta la historia de dos hermanos, Damien y Teddy O’Donovan, y de los caminos divergentes que toman en su intención de acabar con la dominación inglesa sobre Irlanda. Damien (Cillian Murphy), que es médico y estaba a punto de aceptar un trabajo en Londres, decide permanecer en su tierra al ser testigo de la violencia de los black & tans, los soldados ingleses de la ocupación. Pronto entiende que la opción por la violencia es un camino sin retorno: uno empieza matando a los soldados enemigos, después mata a inocentes sin querer y termina matando a quien hasta hace poco consideraba amigo. Damien no logra salir de ese espiral, del que por supuesto termina siendo víctima. Loach no verbaliza la moraleja de su fábula (que me hizo pensar todo el tiempo en la Argentina de los 70, en la Palestina de Al Fatah y de Hamas, en la Irak al filo de la guerra civil; esta fábula tributaria de la de Caín y Abel todavía necesita ser contada), pero de cualquier forma la enseñanza es clara: cualquier rebelión cuya lógica acepta que es lícito matar a tu propio hermano está destinada a fracasar. “La fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza”, escribió Harold Goddard en un libro sobre Shakespeare que cité días atrás.

El círculo terminó de cerrarse ayer, cuando haciendo zapping me reencontré con Field of Dreams, aquella película de 1989 dirigida por Phil Alden Robinson. Allí Kevin Costner es Ray Kinsella, un granjero de Iowa al borde de la bancarrota que cierto día oye una voz que le dice Si lo construyes, él vendrá. Kinsella entiende que la voz le pide que levante un campo de béisbol en su tierra, aun cuando signifique que deberá desatender su cosecha; y pese a que se arriesga a ser considerado loco, decide intentarlo. Field of Dreams es una fábula hecha y derecha. Lo que me asombró ayer fue la forma en que incorporaba temas que me rondaban en los últimos tiempos (el ambiente de intolerancia que la película atribuye al conservadurismo reaganiano, y aquí se vive con los represores que reclaman amnistía; la figura de J. D. Salinger, cuyos cuentos estoy releyendo y a quien el film retrata en el personaje del escritor Terence Mann; y la necesidad de exorcizar demonios personales, que en Kinsella se vinculan a la culpa en la relación con su padre muerto), cuestiones que Alden Robinson entrelaza en un relato perfecto que, lo comprobé ayer, no perdió nada de su capacidad de emocionar. Está claro que yo ya era un converso: en algún sentido Kamchatka fue el campo de béisbol que levanté al oír mis propias voces, y puedo dar fe de que mi madre muerta volvió cuando lo completé, para abrazarme una última vez.

Hoy mis demonios son otros, y todavía espero la voz que me diga lo que debo hacer, por disparatado que suene. Pero al menos entiendo que todavía necesito de las fábulas, que no he crecido lo suficiente para dejarlas atrás, que en algún punto sigo siendo un niño en busca de norte, en espera de la voz amable que me guíe a través del bosque desconocido hasta la moraleja que aun no entendí del todo, o que entendí con la cabeza pero aun no pude hacer carne. Hablando de Shakespeare, Goddard (vaya nombrecito: remite a God –o sea a Dios-, a Godard, a Godot) sostiene que la antinomia es: imaginación o violencia, tan simple y tan complejo a la vez.

Hoy estoy tentado de creerle a Goddard. Tanto como para suscribirlo con mi vida.

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9 de octubre de 2006
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Ser o no ser (Hamlet)

Los signos están siempre; lo que varía es nuestra capacidad de leerlos, de encontrar el camino en el interior del bosque que conforman.

Mi hija más pequeña vino a casa con la tarea de leer Hamlet. Nos sentamos juntos con su ejemplar, el mío y media docena de libros de ensayos shakespirianos, de Frank Kermode a Harold Bloom. Le conté de la muerte por ahogamiento de Katherine Hamlet o Hamnet, en Stratford, cuando William tenía sólo dieciséis y una mente impresionable, capaz de registrar de manera indeleble a esa antecesora de Ofelia. Le hablé del pequeño Hamnet Shakespeare, el único hijo varón del poeta, muerto a los once años, y de la inevitable lectura del Hamlet shakespiriano como una suerte de hijo ideal: el príncipe de Dinamarca como el hijo que Shakespeare había soñado y perdió a mitad de camino. (Que William haya interpretado en escena al Fantasma del padre de Hamlet no hace más que agregar leña al fuego de esta intuición.) Le dije de los orígenes de la historia, tal como fue recogida por Saxo Grammaticus y posteriormente por Belleforest: en esas fuentes el príncipe Amleth es el protagonista de una historia de venganza, un claro antecesor del Montecristo de Dumas. Pero la reinvención que Shakespeare obró muestra a un Hamlet que, a diferencia de su versión original, no se lanza presto a la venganza, sino que la demora. En este sentido, Hamlet opera casi como una aporía: propone un camino pero posterga la llegada todo lo que puede.

Después de dejar a mi hija medio mareada, releí el capítulo que Harold C. Goddard dedica al dinamarqués en The Meaning of Shakespeare. Era un capítulo que ya había leído varias veces, como daban prueba los múltiples subrayados en tinta. Pero al leerlo esta nueva vez, lápiz en mano, fue como si nunca lo hubiese hecho antes: el texto me decía cosas que sin duda ya había leído en el pasado, pero que nunca había sabido entender –hasta ahora.

Yo había sugerido a mi hija que la duda hamletiana era una suerte de anomalía dentro de la estructura del drama, orientado desde el comienzo (desde sus fuentes, debería decir) hacia la obtención de la venganza. Goddard alzó entonces la voz, como si el libro mismo me hablase, para decirme que estaba equivocado: la duda no era una anomalía sino el corazón del asunto.

Lo primero que hace Goddard es describir las cualidades del personaje Hamlet. “A la vez un héroe y un soñador, duro y suave, cruel y gentil, brutal y angélico, como un león y como una paloma. Uno por uno, estos juicios están todos equivocados. Juntos son todos correctos,” dice Goddard. Para después rematar: “Y este hombre es convocado para matar. Es casi como si Jesús hubiese sido reclutado para desempeñar el rol de Napoleón”. Goddard sostiene que Hamlet era el negativo de su padre, un guerrero bestial; y que la misión que ese padre vuelto Fantasma encarga a su hijo entraña una violación, en tanto el asesinato, por más disfrazado de venganza que esté, es algo que repugna a la conciencia del príncipe.

Para probar esta interpretación Goddard revisa las obras que Shakespeare escribió antes y también después de Hamlet. “Injuria privada, disputa doméstica, revolución civil, conquista imperial: en cada una de sus obras Shakespeare demuestra que el derramamiento de sangre fundado en esas causas provoca aquello mismo que quería evitar; cómo, al igual que semillas que propagan su misma especie, la fuerza engendra fuerza y la venganza, más venganza,” dice Goddard, y al hablar parece referirse a Palestina, a Irak. “Las demoras en que Hamlet incurre, pues, no dan lugar a que se lo condene, sino por el contrario, le abren crédito”. Hamlet no duda porque sea pusilánime, duda porque busca razones que le permitan rechazar esa misión que aborrece, duda porque necesita argumentos de peso para negarse a cumplir los deseos de su propio padre: “La dramática lucha de Hamlet simboliza el intento perenne de la vida, enfrentada a fuerzas que quieren hacerla retroceder, por ascender a un nivel superior”.

Goddard contrasta ese Hamlet agónico con aquel que recibe a los actores en el castillo de Elsinore, “un hombre feliz como sólo puede serlo alguien en presencia de aquello para lo que fue hecho”. Este, dice Goddard, es “el Hamlet de Dios”. El artista. El poeta. El devoto de la imaginación como fuerza divina.

¿Y qué es lo que determina, entonces, la caida de Hamlet? Su falta de confianza en aquello que más ama, su falta de fe en el arte. Organiza la obra-dentro-de-la-obra, The Murder of Gonzago, para enfrentar a su tío Claudio a la culpa que debería sentir por haber muerto a su propio hermano, el ahora Fantasma. Pero cuando esa pequeña pieza dramática llega a su climax, Hamlet la interrumpe para anticipar su final y así impide que su tío contemple su crimen en el espejo del arte. La misma incitación con que Hamlet apura al actor que interpreta el crimen: Begin, murderer, es casi una exortación a sí mismo. Comienza, asesino, se dice, desplazando la mejor parte de sí mismo para abrir paso a la peor –al Hamlet del demonio, al asesino, al digno hijo de su padre genocida. Al completarse la venganza, Fortinbras solicita que se le concedan al príncipe muerto honores de guerrero. Es la ironía final: “Hamlet, que aspiraba a cosas más nobles, es tratado en su muerte como si fuese tan sólo una imagen de su padre”, dice Goddard. “Imaginación o violencia, Shakespeare parece decir: no existe otra alternativa”.

Al releer el ensayo de Goddard creí entender al fin el motivo por el que Hamlet me conmovió desde pequeño, la razón que me impulsaba a releer la obra tantas veces a lo largo de los años a pesar de –ahora era evidente- no entenderla del todo. Goddard me enseñó que Hamlet nos insta a perseverar en el intento por ascender a ese nivel superior de la conciencia –aun cuando nuestro embajador más brillante, el príncipe de Dinamarca, haya fracasado en el intento. Por algo el Hamlet moribundo solicita a Horacio que cuente su historia: porque entiende que su destino, aunque aciago, encierra la más valiosa de las enseñanzas. “Dos guerras mundiales en tres décadas –escribió Goddard, que moriría antes de ver su libro publicado y por ende antes de que ocurriesen tantas otras guerras- deberían habernos enseñado que no hemos interpretado la historia con la profundidad suficiente. Pero la poesía sí lo ha hecho. La más grande poesía describe al mundo como una pequeña citadela de nobleza amenazada por una barbarie inmensa, una vela temblequeante rodeada por una noche infinita”. Para Goddard, esa es la función última de la poesía, y por extensión del arte: “Defender al hombre de su propia brutalidad”.

Les pido perdón por la extensión de este texto. Es que creí encontrar lumbre en esta noche infinita, y no se me ocurrió otra cosa que compartirla.

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6 de octubre de 2006
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Luchando con los ángeles

Leí que se estrenó en New York Wrestling with Angels, el documental de Freida Lee Mock sobre Tony Kushner. Ojalá llegue aquí pronto, aunque más no sea en DVD. Tengo por Kushner la más furibunda admiración desde que vi Angels in America en el Walter Kerr Theatre. Aquí en la Argentina usamos mucho una frase que sirve para describir el efecto que Angels tuvo sobre mí: me voló la cabeza. Angels (que en ese momento se limitaba a su primera parte, Millennium Approaches) era algo que yo había deseado desde siempre, convertido en realidad delante de mis ojos: una obra artística ambiciosa hasta la locura en lo formal pero también en lo temático, enamorada del lenguaje y del logos, que demostraba que era posible dramatizar lo que nos ocurre hoy, lo que nos desvela, y a la vez aspirar a la grandeza.

Por aquel entonces –hablo de mitad de los 90- me desvelaba la renuncia de gran parte de mis compatriotas a asumir la posibilidad histórica de una grandeza semejante: acabábamos de salir de una dictadura que nos produjo heridas tan profundas como traumáticas, de esas que marcan para siempre (cualquiera que crea ingenuamente en nuestra capacidad de cicatrización, no tiene más que acudir a los diarios de estos días: el albañil Jorge López sigue sin aparecer, las amenazas por carta y por mail inundan juzgados y organizaciones de derechos humanos y el candidato de la derecha, Mauricio Macri, habla sobre la necesidad de una reconciliación fundada en la impunidad de los asesinos), pero buena parte de los artistas se negaban a hacerse cargo de la devastación. Los cineastas reunieron el coraje, hubo muchas películas malas pero también de las otras, las que sobreviven: Tiempo de revancha, La historia oficial, Un muro de silencio, Garage Olimpo. Pero en lo que hace a la novelística, la post-dictadura constituye un agujero negro: cualquiera que revea los últimos años del siglo XX colegirá, equivocadamente, que la narrativa argentina no registra trauma colectivo alguno, o en todo caso más grave que la muerte de figuras como Borges, Cortázar y Soriano. Intuyo que más allá de experiencias como la seminal de los ciclos de Teatro Abierto, en la escena ocurrió algo parecido: mucha experimentación, la mansa asunción de que después de Beckett no se puede aspirar a un teatro del sentido y mucho menos a un teatro popular, y pocos intentos de usar el escenario para tratar de dilucidar qué nos ocurrió, y a qué clase de locura recurrimos para sobrevivir en ese infierno. (Exagero para fijar imágenes, como dice un amigo: las generalizaciones siempre son injustas, pero creo que en este caso las excepciones como Eduardo Tato Pavlosky no hacen más que subrayar la regla.)

En ese contexto Kushner apareció para demostrarme que lo que yo ansiaba era posible. Angels in America se hacía cargo de su lugar y de su tiempo: hablaba de la era Reagan, del sida y del milenio, de los problemas raciales y de la muerte o desaparición de Dios, de la posibilidad del amor y del poder del lenguaje. Se animaba a convertir a personas reales como Roy Cohn en personajes shakespirianos, algo que casi nadie logró hacer desde, um… ¿Shakespeare? Y asumía la tentación del gran gesto, pero sin dejar nunca de lado el sentido del humor. (El final de Millennium Approaches, cuando el Ángel irrumpe en escena con todo su esplendor –imaginen esas alas kilométricas, esa luz enceguecedora- y a Prior no se le ocurre otra cosa que decir: “Very Steven Spielberg”, me arrancó una carcajada que todavía duele en mi costado).

La epifanía que Kushner indujo entonces funciona todavía. En aquel momento cometí el error de tomármela literalmente, escribiendo una obra teatral llamada Antarctica que duraba tanto como las dos partes de Angels juntas, y que hoy no me animo a releer. Pero la inspiración siguió viva y me impulsó además a seguir a Kushner en cada paso que daba. Leí Slavs!, destinada a sufrir el síndrome esto-no-es-Angels. Sufrí la imposibilidad de no ver Homebody/Kabul y el musical Caroline, or Change. Vi Munich adivinando los toques Kushner sobre el guión de Eric Roth. (La reunión Spielberg-Kushner estaba cantada desde el principio.) Y cada vez que descubro una noticia que lo menciona, aunque más no sea la del estreno del documental, hago un alto para leerla.

Tony Kushner es un gran artista, que no teme poner el cuerpo ni alzar la voz para decir lo que piensa. Sigo pensando que necesitamos muchos más como él, porque la visión de cualquier noticiero me confirma que el mundo sigue en llamas y que por ende los artistas timoratos son un lujo que no podemos, que no debemos darnos.

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5 de octubre de 2006
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De la ficción como vieja puerta china

Estar en mitad de la lectura de un libro encantador es una de las sensaciones más disfrutables de la vida. Quizás sea más disfrutable incluso que la llegada al final del texto, porque cuando uno todavía promedia la lectura, todo es posible: estamos fascinados por el acto mismo del descubrimiento, sentimos como si hubiésemos encontrado un universo detrás de una puerta por la que habíamos pasado mil veces, todo es flamante y sugestivo, los personajes, el lenguaje, la forma narrativa. Hoy me está pasando todo esto con Sputnik Sweetheart, de Haruki Murakami. Es mi primer Murakami, e intuyo que no será el último. Tal como insinué, todavía es demasiado temprano para decir nada muy serio al respecto (primero hay que disfrutar, ya habrá tiempo después para las elaboraciones; salvo, vale aclararlo, que se trate de un acto creativo como la escritura, en el cual el disfrute y la elaboración ocurren a la vez), pero aun así encontré dos pasajes que me gustaría compartir. Y los dos son, precisamente, comentarios sobre la escritura.

En el primero, el narrador le cuenta a su amiga Sumire, que aspira a ser escritora, una vieja costumbre china. Dice que siglos atrás se dedicaba gran esmero a la construcción de las puertas de las ciudades. “La gente creía que el alma de la ciudad residía en esas puertas. O por lo menos que debía residir allí”, cuenta. Por eso se las construía siguiendo un rito específico: además de las consideraciones puramente arquitectónicas, los constructores visitaban los campos de batalla para recolectar viejos huesos humanos, que enterraban a los pies de la puerta para que el espíritu de aquellos soldados siguiese protegiéndolos. Después degollaban a algunos perros y regaban el lugar con su sangre, para que el líquido reviviese las almas de aquellos muertos.

El narrador le dice a Sumire que escribir novelas se parece mucho a la construcción de esas puertas. “Uno puede juntar huesos y hacer su puerta, pero por más maravillosa que sea, eso solo no la convierte en una novela viviente, en una novela que respira. Una historia no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere una suerte de bautismo mágico, que ligue el mundo de este lado con el mundo del otro lado”, dice el narrador. No sé a ustedes, pero a mí me encantó la comparación. Yo también creo que existe algo “de otro mundo” en las grandes novelas, una línea de conexión con lo inefable que queda tendida por siempre a nuestra disposición, ignorante del paso del tiempo. De paso, el narrador de Murakami me proporcionó una excelente manera de explicar las características de tanta literatura de hoy. Yo creo, por ejemplo, que buena parte de la literatura argentina contemporánea no vale gran cosa porque es pura construcción, nomás: una puerta sin huesos y sin sangre.

En el otro pasaje el narrador dice a Sumire, angustiada porque no logra escribir, que de una u otra manera todos vivimos dentro de una ficción. No se trata de una ficción al estilo Matrix, ficción como engaño en el cual vivimos inmersos, sino ficción como mecanismo de interpretación de la propia vida –de interpretación, y a la vez proveedor de sentido. “Pensá en términos de la transmisión de un auto,” dice. “Es como una transmisión que está entre vos y las duras realidades de la vida. Tomás el poder crudo del exterior y recurrís a los cambios para ajustarlo, de forma que todo funcione de manera agradable, en sincro”. Lo que el narrador sugiere a Sumire es que de alguna manera ella ha cambiado el relato de su propia vida, la ficción que la rige; y que no podrá escribir más hasta que decida si la escritura forma parte de ese nuevo relato, del nuevo paradigma que configurará su vida de allí en adelante. 

¿No creen ustedes que cada uno de nosotros ha elegido, conscientemente o no, una ficción o cuanto menos un género que guía la evolución de nuestras vidas? ¿No dirían que existe gente que vive vidas kafkianas, o vidas de realismo sucio, o vidas proustianas, o vidas de porno-novela? Yo creo que sí. Haciendo un poco de antropología barata, creo que la especie humana ha creado ficciones en todos los lugares y en todos los tiempos como un mecanismo de adecuación a la vida en este planeta. Como la transmisión del auto de Murakami, o la atención a la despresurización que prestamos aquellos que buceamos. Algunas especies han desarrollado branquias para sobrevivir, o espinas, o habilidades camaleónicas. Nosotros desarrollamos nuestra capacidad de crear ficciones, desdoblándolas de la realidad.

Y la termino aquí, al menos por hoy. No para seguir leyendo a Murakami (prefiero saborearlo de a poco), sino porque me llegó la hora de visitar los campos de batalla, en busca de algunos huesos con los que construir mi próxima puerta.

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4 de octubre de 2006
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Cuando es preciso ser hombre

Anoche vi el primer capítulo de la nueva temporada de Los Soprano, y el debut de otra flamante serie de HBO, Big Love, producida por Tom Hanks. Lo que me llamó la atención fue descubrir que, más allá de sus notorias diferencias (Tony Soprano es un mafioso de New Jersey, como bien sabrán, y el protagonista de Big Love es un empresario de origen mormón que está casado con tres esposas), las dos series versan sobre la misma obsesión: las dificultades del hombre moderno para estar a la altura de sus responsabilidades.

Les juro que no exagero. Tony Soprano trata de ser un buen mafioso (ya sé que la expresión suena contradictoria, pero es así), para honrar la tradición que le legó su padre, en un mundo que sin embargo ya no es como era. A la vez trata de cuidar de su familia, aun cuando eso implique olvidar convenientemente que su madre y su tío conspiraron para matarlo. (Anoche su tío estuvo cerca de lograrlo otra vez, cuando en medio de la niebla de su senilidad confundió a Tony con un mafioso muerto hace seis años y le disparó en el vientre.) Quiere además ser un buen marido, para una mujer que ya no se conforma con lo que recibió su madre: su esposa Carmela quiere respeto e independencia, además. Trata de ser un buen padre, en una sociedad en la que la autoridad paterna ha recibido un par de zancadillas de cuidado. Y todo mientras se psicoanaliza convenientemente y esquiva a diario las garras de la ley: lo que se dice una vida complicada.

El mormón Bill Hendrickson tampoco las tiene todas consigo. La mayoría de los hombres sabe cuánto cuesta (siempre en el aspecto emocional, a veces en el sexual, muchas veces en el económico) satisfacer a una mujer: ¡imagínense en la responsabilidad de satisfacer a tres! Multipliquen los hijos por el mismo número primo, imaginen el dinero necesario para abastecer tres casas, agreguen al guiso un hermano ¿ex? drogadicto y bueno para nada con mujer encinta, unos padres en plena crisis y un patriarca mormón con ganas de quedarse con sus negocios, y presto: he aquí la fórmula de la neurosis masculina siglo XXI. Por supuesto, ni a Tony ni a Bill les salen las cosas tal como soñaban.

No pretendo ignorar las dificultades que viven las mujeres desde hace ya décadas, en su intento de balancear el acto de madres-y-esposas con el de competidoras en el cruel y absorbente mundo laboral. Cuentan con todas mis simpatías, por cierto. Pero como además cuentan con toda la prensa, quería reservar este humilde espacio para solidarizarme con mi gremio en su lucha de estos tiempos, que no por menos publicitada es menos dura. Nosotros también debemos seguir haciendo todo lo que antes hacíamos, pero además ahora debemos ser sensibles, debemos aprender a expresar nuestros sentimientos, debemos escuchar más al otro, debemos tener paciencia sabia con sus procesos; debemos, en suma, dedicar quality time (¡y quality energy!) a nuestras relaciones, mientras tratamos de sobrevivir en un mundo que se ha vuelto más competitivo y, por ende, menos contemplativo con las necesidades que el sistema sólo identifica como debilidad. Simultáneamente debemos encontrar la noción de quiénes somos, que se ha extraviado de su viejo molde sin encontrar aun su paradigma nuevo. Todo esto al tiempo que el mundo multiplica sus guerras, los pobres emigran como ratas que escapan de un naufragio y las capas polares se derriten porque no saben lo que Bush sí sabe, esto es que el calentamiento global no existe.

Nos tocó en suerte la maldición de un tiempo interesante. Mientras contemplo el espectáculo de una nueva mañana, mi corazón está con Tony y con Bill, en quienes, más allá de las diferencias que nos separan (en lo que hace a Tony, mi madre trató de matarme de una manera diferente; en lo que respecta a Bill, mis tres mujeres no han sido simultáneas sino sucesivas), encuentro compañeros de viaje en la peligrosa travesía de ser hombres.

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3 de octubre de 2006
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A Beautiful Child

Acabo de terminar la biografía de Truman Capote escrita por Gerald Clarke. El domingo por la tarde no fue el momento más apropiado para hacerlo, dada su propensión a la melancolía, pero me dejé llevar por la tentación de las últimas páginas –o por la inercia imparable de la caida del escritor. Qué tristeza, por Dios. Da ganas de parafrasear A Beautiful Child, aquel retrato de Marilyn que apareció en Música para camaleones, y reemplazar el nombre de la Monroe por el del autor para decir: “Truman, Truman, ¿por qué las cosas tuvieron que salir de esa forma? ¿Por qué tendrá que ser tan jodida la vida?” .

Si hay que creerle a Clarke, la vida de Truman fue una miseria de principio a fin. El color y el encanto de la infancia en el sur, donde creció en compañía de parientes estrafalarias como la Sook a quien recrea en A Christmas Memory, palidece al considerar que su madre lo encerraba bajo llave para irse de parranda, aunque llorase hasta desmayarse. La marca que le dejó esa mujer, Lillie Mae Faulk, fue definitiva, y la condena que le dictó su desamor resultó tan inescapable como la de los convictos de A sangre fría: pudieron escapar varias veces de ese destino, pero la muerte temprana terminó asaltándolos igual. Lillie Mae lo hirió con su desamor, condenándolo a vivir una larga cadena de relaciones basadas en la inseguridad, que creía compensar con el dinero que arrojaba a sus amantes; y hasta le señaló la vía de salida, que Truman siguió sin rechistar matándose como ella (¿cómo Marilyn?) con una sobredosis de pastillas.

Es verdad que dejó algunos textos inolvidables, pero me temo que Breakfast at Tiffany’s, A sangre fría y algunos de los relatos de Música para camaleones no justifican tanto dolor. ¿Existe alguna obra de arte, a fin de cuentas, que lo justifique? Para colmo Truman el hombre no parece haber sido lo que se dice un role model. La forma en que a último momento dio la espalda a Perry Smith y Dick Hickock, los criminales que le habían abierto su alma para que pudiese escribir A sangre fría, fue abominable, y de alguna manera espejaba los desprecios que recibió de su madre: como ella, los dejó bajo llave y se apartó, aunque lloraron hasta que el verdugo fue por ellos.

El libro de Clarke está lejos de ser una hagiografía, al igual que la película Capote pinta al escritor con su talento y su miseria a la vez; pero me temo que peca por su diligencia. Clarke cuenta sin iluminar nunca, permanece a una distancia de su sujeto que será prudente tratándose de un biógrafo pero que al final resulta inhumana, como si se negase a rescatar a Capote del mismo modo en que se negaron a hacerlo en su momento los personajes de su vida: Lillie Mae, Jack Dunphy, sus amigas del jet set. Truman debe haber soñado que más allá de sus bajezas alguien le dedicaría una mirada póstuma no exenta de ternura, como la ternura con que retrató a Marilyn en A Beautiful Child. Estoy seguro de que le habría gustado que alguien lo recordase de esa forma, como el beautiful child que también fue alguna vez, cuando era pequeño y se asociaba con Sook para cobrar unos centavos a cambio de la visión de un gallina de tres patas que había nacido en su granja. Le habría gustado tener a alguien que lo consolase en su caída como el pequeño Truman consoló a Sook, diciéndole que ya no llorase, que ella no era tan sólo la vieja rara que organizaba el Fun and Freak Show. (Y durante muchos años, la vida de Truman fue un verdadero Fun and Freak Show.) Quizás le habría gustado elegir por epitafio las frases que atribuyó a Marilyn en aquel texto: Los perros no me muerden. Sólo los humanos. E imagino que le habría gustado que alguien le preguntase cómo quería ser recordado así como Marilyn se lo preguntó a él, para poder decir que él también había sido un beautiful child alguna vez, cuando su madre no había terminado de arruinarle la vida, mucho pero mucho antes de que sus plegarias fuesen atendidas.

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2 de octubre de 2006
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¿Cómo debemos vernos, cómo debemos contarnos?

Lo que dio pie al argumento que voy a presentar fue un hecho pueril, y de algún modo personal (se me ocurrió mientras leía una de las críticas a la película Rosario Tijeras, que acaba de estrenarse en la Argentina), pero creo que se trata de una cuestión que debería interesarnos a todos –por lo menos a todos los que sentimos que es importante poder contar nuestras historias, las historias de la Hispanoamérica de hoy.

Ya había percibido en varias oportunidades que los comités de selección de los festivales de cine internacionales (esto es, los que no son hispanoamericanos) tienden a elegir, entre las películas que hacemos, aquellas que hablan de nuestras realidades de una cierta manera, y nunca de otra: les gustan las películas que nos pintan como marginales pintorescos, las películas que narran con una desprolijidad que asumen propia de nuestra pobreza de medios (aun cuando la desprolijidad pueda disimular pobreza narrativa, o resultar en ella), o sea que prefieren, por ende, todas las películas hispanoamericanas que no podrían representar nunca una amenaza comercial para su propio cine. La crítica a Rosario de la que hablo (que ni siquiera era mala, lo aclaro) me sugirió la existencia de algo peor: una cosa es que el establishment del gran cine americano o europeo opere para que permanezcamos dentro de un nicho narrativo que no le moleste, y otra muy distinta sería que la prensa, que debería defender nuestros intereses ya no como artistas sino como público, le haga el juego a la industria internacional del cine. Lo de los festivales es malo porque nos fuerza a tomar un camino único, nos limita, pero que el periodismo les haga el juego y le cuente al público que existe algo parecido a un deber ser, una sola forma en la que se nos permite hablar sobre nosotros mismos, eso sí sería grave.

Empecé a preguntarme si no ocurriría algo parecido en la literatura. En términos generales (lo cual significa que este es un tema complicado, y que aun no lo he pensado a fondo) diría que sí. Más aun, dado que en este caso está claro que no es el mercado externo lo que nos compele o limita, creo que aquí se ve con mayor claridad que lo que compele y limita son las voces del establishment cultural –expresadas en buena medida por el periodismo y por lo que podríamos denominar “la Academia”. Intuyo que aquí también existe un deber ser: debemos escribir de determinada manera y no de otra, y aun cuando nos decidimos a tocar ciertos temas o a abordar momentos históricos precisos debemos hacerlo de acuerdo al mismo método, de mirada oblicua, deprovista de toda acción y asfixiante en su retórica. Imagino que periodistas y académicos tendrán sus razones, que expondrían con florida verba, pero todo lo que consiguen es frustrarme. Me pasa que no puedo enfrentarme a las novelas que se editan y a las películas que se estrenan como un artista, yo reacciono ante todo como público, quiero que esta nueva novela mexicana, argentina o española sea lo mejor que he leído en años, quiero que esta película colombiana o brasileña me parta la cabeza, y al encontrarme que la mayor parte de la producción pasa por esta criba a medias industrial y a medias periodística, resulto casi siempre frustrado. Yo busco a un Shakespeare hispanoamericano, y no sé si no lo encuentro porque no existe o porque no lo editan ni le financian sus películas. ¡Yo espero al Fellini hispanoamericano y nunca llega!

Lo que siento es que nos dicen que llegamos tarde a la Historia, y que no nos queda más remedio que meternos dentro del huequito que queda y alimentarnos con las sobras. ¿Qué demonios me importa a mí que Tolstoi ya exista? ¡Yo quiero que algún latino escriba nuestra Guerra y paz!  A veces me parece que nos están diciendo que las grandes naciones de hoy han reservado el copyright de la épica, del romance, de la fantasía, y que en la repartija nos ha tocado apenas la representación naturalista de la miseria y, en el mejor de los casos, el esperpento. ¿Por qué debo conformarme a su criterio? ¿Por qué debería hacer caso a los sicofantes que repiten en nuestros países los argumentos de los que nos quieren ver siempre pequeños y sojuzgados? ¿Es que acaso no existe en nuestras culturas inspiración suficiente para mil Macbeths, para cien mil Citizens Kane, para un millón de Guerras y paces? Si Shakespeare viviese hoy y leyese los diarios, no tengan duda alguna que escribiría historias inspiradas en Latinoamérica y el Medio Oriente. Las naciones más poderosas han perdido el derecho a escribir la épica: ¡la épica de hoy debería ser nuestra! (Y no sólo en el arte, que conste).

Detesto que me enseñen una camisa de fuerza y que me digan que es la última prenda que quedó en el almacén. Detesté en su momento que algunos periodistas desdeñaran Ciudad de Dios porque les parecía demasiado bien hecha, demasiado bien contada. A veces imagino que si quisiese filmar una saga familiar inscripta en el mundo del hampa me colgarían: Coppola puede hacerlo porque es estadounidense y por ende partícipe de los derechos del copyright, pero yo no puedo filmar un Padrino porque soy de aquí, de Latinoamerica, y aquí las sagas que para colmo resultan atractivas para el gran público nos están prohibidas, nuestro deber ser indica que no debemos apartarnos de los márgenes en los que nacimos. Lo que rechazo es que me impongan cómo debemos vernos, cómo debemos contarnos. Me resisto a asumir el tono menor que tratan de echarnos encima como un destino. Siento que están tratando de manipularme, como artista pero ante todo como público. Y a mí, qué quieren que les diga, no me gusta un carajo que me digan lo que debo hacer.

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29 de septiembre de 2006
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Los dinosaurios van a desaparecer

Uno tiende a creer que las cosas ocurren porque sí, pero los signos resultan demasiado elocuentes para ser ignorados. Dos semanas atrás me llamaron de la revista La Mano, querían que escribiese un texto para incorporar a un número que preparaban sobre Charly García. Acordamos que escribiese sobre Yendo de la cama al living, el disco solista que García editó en 1982, poco después del fin de la Guerra de Malvinas. Postergué el compromiso para último momento, como cuadra a todo buen profesional. Cuando me senté a escuchar el disco por primera vez en años me reencontré con Inconsciente colectivo, la canción que lo cierra: Ayer soñé con los hambrientos, los locos / Los que se fueron, los que están en prisión. / Hoy desperté cantando esta canción / Que ya fue escrita hace tiempo atrás / Y es necesario cantar de nuevo, una vez más. En la Argentina que busca desesperadamente a Jorge Julio López, el viejo albañil que desapareció hace más de diez días después de testificar contra un genocida, la canción se volvía inescapable: si en algún momento estuvo claro que había que volver a cantar esa canción, ese momento era ahora.

Los recuerdos me llevaron además a la presentación en vivo del disco, que ocurrió en diciembre del 82 en el estadio de Ferro. Esa fue la primera vez que escuché Los dinosaurios, una canción que García incluiría en su disco siguiente pero que ya probaba en escena, con consciencia de su oportunidad. Los amigos del barrio pueden desaparecer. / Los cantores de radio pueden desaparecer. / Los que están en los diarios pueden desaparecer. / La persona que amas puede desaparecer, cantaba García, subrayando la vulnerabilidad que sentíamos todavía entonces, en los estertores de la dictadura.

Ayer por la tarde la gente marchó desde el Congreso hasta Plaza de Mayo para pedir por la aparición con vida de este desaparecido por segunda vez. Yo vi marchar a estudiantes que todavía no habían nacido en los 70 y a viejitas en sillas de ruedas. Vi a sindicalistas y a gente que acababa de fichar la salida en sus oficinas. Vi a niños de la mano de sus padres y a padres que perdieron a sus hijos. Vi a gente que había preparado pancartas y carteles y otra con aspecto de no haber participado antes en marcha alguna. Vi gente sola y familias enteras, hasta tres generaciones.Vi gente que coreaba consignas políticas y otra que sólo estaba allí en defensa de la vida. Durante un instante imaginé que si tuviese que expresar lo que la llevaba a la Plaza en unas pocas palabras, la gente habría cantado Los dinosaurios. Eso es lo que convierte a ciertos artistas en necesarios: su habilidad para transformar nuestros sentimientos en un himno, que de tan esencial se vuelve imperecedero. Porque más allá de la angustia que hubo detrás de esa marcha y del temor por el destino del pobre López, lo que hubiese unido todas esas gargantas en una sola canción habría sido la expresión del deseo: si algo quisimos demostrar ayer fue que apostamos nuestras vidas a que los dinosaurios de los que Charly habla, esto es los represores, los “pesados”, van a desaparecer –tarde o temprano, y no por violencia sino por justicia, van a desaparecer.

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28 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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