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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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'Get back'

Pocas cosas me gustan más que viajar. Lo cual no deja de ser paradójico en un escritor, dado que la tarea depende en buena medida de nuestra capacidad de encerrarnos, aislarnos y permanecer en un mismo lugar; la existencia de algunos escritores-viajeros inefables –dicho sea de paso, qué pena la muerte de Kapuscinski- es tan sólo la excepción que confirma la regla. La mayoría de los escritores que conozco son socialmente ineptos, y muchos de ellos prefieren además enterrarse en su nicho, a salvo de los perfumes agresivos, de los grifos exóticos (o de la falta de ellos), de los códigos que les resultan amenazantes por el simple hecho de ser nuevos –y en especial, a salvo de la gente.

Estoy de regreso en Buenos Aires. He sido repatriado, el calor espeso y selvático de febrero me llamó a su seno maternal, al término de un viaje por Europa cuyo recuerdo conservaré por siempre. Lo que lo convirtió en inolvidable fue precisamente aquello que diferencia un paisaje maravilloso de una experiencia maravillosa: la gente, esa misma gente que asusta a tantos escritores que prefieren escribir a solas, lanzar su manifiesto al mundo y no recibir más llamadas que las de su agente –siempre y cuando las noticias sobre las cifras de venta sean buenas, por supuesto. En cambio yo sufro cuando sale un libro mío porque me gustaría estar detrás de cada nuevo lector, percibiendo sus reacciones. (En especial las buenas, claro: me encanta hacer reír a la gente, y también me conmueve emocionarla.) Por eso viajes como el que acabo de hacer por Holanda y Alemania son un sueño para los escritores que sienten como yo: porque representa una oportunidad única de encontrarse con aquellos que te leen, y sobre todo con aquellos que a pesar de las enormes diferencias culturales, aprecian lo que haces.

Así que quedan avisados: a partir de aquí este texto incluirá los nombres de mucha gente que no conocen. Pero como significan mucho para mí, creo que nombrarlos es hacer buen uso de este espacio: si un medio de comunicación no sirve para que hagas público tu agradecimiento a tanta gente que te hizo bien, que te llenó de calor, que te iluminó el alma, ¿para qué cosa mejor servirá?

Le agradezco a la gente del Instituto Cervantes, que tanto hace por la difusión del español en el mundo en general y en Europa en particular. (Parece que el nuestro es el idioma del momento, al menos en los países nórdicos que visité: ¡ya era hora de que nos pusiésemos de moda!) A Isabel Lorda Vidal, del Cervantes de Utrecht, Holanda. A Ferrán Meliá y Manfred Boes, del Cervantes de Munich. A Helena Cortés y Asunción Vacas Hermida, del Cervantes de Bremen y de Hamburgo. A Gonzalo del Puerto, Carolina Ritter y Helga Schneider, del Cervantes de Berlín. También le agradezco a la gente de la librería de Waldbronn llamada Litera Dur (un juego de palabras que siginficaría Literatura Mayor, de acuerdo a la explicación de Bárbara, su dueña), por haberme llevado hasta allí. A mi editora en Holanda, Nelleke Geel, un verdadero encanto. A mi editor alemán, Dirk Vaihinger, que podría haber sido un galán de cine y vaya a saberse cómo acabó entre libros. A la gente que se hizo cargo de la ímproba tarea de presentarme: Alejandra Slutzky en el Cervantes de Utrecht, que me conmovió hasta las lágrimas; periodistas como Sebastian Schoepp y Andreas Fanizadeh, que hablaban de Latinoamérica y de Argentina en particular con profundo conocimiento de causa; el bibliófilo y además músico Sven Puchelt, de Waldbronn, cuyo CD todavía escucho a diario; a Sabine Giersberg, mi traductora al alemán: al profesor Reiner Kornberger, que se expuso a la lluvia, al frío y a los fanáticos del equipo futbolístico local, el Werder, para presentarme en Bremen. Y a Juan Carlos Benavente, profesor de español en el Cervantes de Hamburgo, que además de presentarme me acompañó en una helada medianoche –junto con Asunción y otro señor alemán tan culto y amable que siento vergüenza por no recordar su nombre: mil perdones por mi descortesía- a marchar por la Reeperbahn y buscar el Kaiserkeller en mi absurda peregrinación en busca de clubes donde tocaron Los Beatles.

Hay otra gente a la que debo agradecer con nombre y apellido. Amaya Elezcano, Valerie Miles, Rosa Junquera, Gerardo Marín, de Alfaguara España, que convirtieron en realidad el viaje para promocionar La batalla del calentamiento. A Basilio Baltasar, Pepe Verdes, Ximena Godoy y Giselle Etcheverry Walker, de La Oficina del Autor que hace posible este blog. A Teresita Toledo y Anna María Rodríguez Arias, de Casa de América, que me invitaron a un diálogo público con Leo Sbaraglia, a quien no veía desde el estreno de Plata quemada. A Juan Cruz, que siempre está atento. A Wendy Kerstan, de la editorial Nagel & Kimche. A Silvina Senn, que cometió la locura de viajar desde París para encontrarme en Utrecht. A las periodistas Anja Durrmeier y Caridad Plaza Rivera. A Isis Mulleman, que hizo de chaperona en Antwerp, Bélgica. (Las galletitas con forma de mano que me regaló son deliciosas.) A Rodrigo Fresán, Juan Gabriel Vásquez, Jorge Benavides. A Arabella Siles. A mis amigos Ana Tagarro, Cristina Zumárraga (merecidísimo ese Goya), Eduardo Milewicz y también a Lourdes, colega escritora.

Pero la mayor sorpresa me la deparó la gente: la de Holanda, la de Alemania, que acudió a cada encuentro en cantidad sorprendente, me hizo sentir el mejor actor del mundo durante las lecturas –en Hispanoamérica no estamos acostumbrados a ellas, lo cual es un error: es una maravillosa oportunidad para tomar contacto con los lectores, devenidos momentáneos oyentes- y me colmó de afecto expresado en idiomas variados, entre los cuales cuento el de los abrazos. No se imaginan lo que se siente cuando esa gente, a la que uno supone tan alejada de nuestra realidad y de nuestra cultura, muestra sin temores ni falsos pudores cuánto le ha gustado la historia que le contaste.

Escribo estas líneas, pues, porque como escritor –un ser socialmente inepto, ya lo dije- no encuentro otra forma de expresarles cuánta alegría produjeron en mi vida.

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23 de febrero de 2007
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Todos los corazones suenan igual

Oskar Schell es un niño de nueve años, pero no es cualquier niño. A Oskar sólo le gusta vestirse de blanco, por ejemplo. Y enviar cartas a Stephen Hawking preguntándole si no puede convertirse en su protegido. E inventar cosas todo el tiempo: una tetera que habla por el pico, ya sea para recitar Shakespeare o cantar el estribillo de Yellow Submarine, y micrófonos digeribles que permiten amplificar el sonido de nuestros corazones. Oskar también es peculiar porque perdió a su papá en el fatídico 11 de septiembre que arrasó con las Torres Gemelas. Desde entonces su comportamiento se ha vuelto más extravagante que nunca. Cuando encuentra una llave que su padre dejó escondida en lo alto de un placard, se le ocurre que es un mensaje que debe descifrar: Thomas Schell le ha dejado esa llave por toda herencia -no le ha dejado sus huesos, siquiera, ya que el ataúd que enterraron en su tumba no contiene otra cosa que aire-, y la llave no puede ser sino signo de un misterio por el que vale la pena convertirse en detective amateur -es el más pequeño del mundo, para ser precisos.

Me gustó la novela Extremely Loud and Incredibly Close, de Jonathan Safron Foer, que cuenta el peregrinar de Oskar (un nombre con ecos de otro Oskar que a diferencia de éste no quería crecer: el de El tambor de hojalata), y también narra la singular saga de su familia. El primero de los Schell es el abuelo de Oskar, un escultor que ha ido perdiendo el uso de la palabra y que para hacerse entender se ha tatuado la palabra "no" en la palma de la mano derecha, y "sí" en la mano izquierda. A ese hombre, una tragedia personal lo ha llenado de un miedo enorme a la vida. Su nieto, en cambio, siente que el dolor que le ha producido la muerte de su padre se parece mucho a la llave heredada: si está allí, debe ser porque puede abrir alguna puerta.

Extremely Loud and Incredibly Close está llena de humor y de ternura. Es verdad que a veces Safron Foer parece abusar de las excentricidades de sus personajes, pero cuando se aproxima a su dolor es fácil percibir que sabe de lo que habla, aún a pesar de su corta edad. (Apenas tiene 30 años.) Subrayé una frase de la página 180 de mi edición (yo soy de los que subrayan sus libros, cuando siento que me hablan): "Uno no puede protegerse de la tristeza sin protegerse también de la felicidad". La periodista belga que me habló del libro a cuenta de Kamchatka sabía lo que decía.

También subrayé la página 281, donde el abuelo Schell se pregunta por qué será que no tratamos todas las cosas y todos los momentos como si fuesen los últimos: "De nada me arrepiento más que de haber creído tanto en el futuro", dice, no por pesimismo sino porque esa fe le robó la capacidad de disfrutar el instante; he ahí una emoción que conozco bien.

La novela está llena de fotos, y de juegos tipográficos -en un momento las líneas se superponen y las letras se enciman- y culmina con una serie de fotos del momento en que un hombre cae de una de las Torres Gemelas, pero dispuestas al revés: si uno pasa las páginas velozmente, el hombre no cae sino que asciende. Safron Foer es de los que, como yo, cree que un libro puede cambiar la historia, siempre y cuando no pretenda negarla. Extremely Loud and Incredibly Close se hace cargo de un enorme dolor y trabaja sobre el punto exacto en el que todas las tragedias se parecen: el abuelo de Oskar sobreviviendo al bombardeo de Dresden y el mismo Oskar sobreviviendo a la muerte de su padre se parecen en lo esencial, el viejo y el niño no necesitan para entenderse más que un par de manos que dicen sí y no, y otro par de brazos -más pequeños, como de niño de nueve años- que están dispuestos a abrirse para recibir al otro y hacerle sentir el latir de su corazón, sin necesidad de previa ingestión de micrófono alguno.

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22 de febrero de 2007
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Cuatro historias por el precio de una

Ya lo dice el adagio: cuidado con lo que deseas.

Ayer por la tarde, sintiéndome ya agotado por el largo viaje, me debatía en busca de un tema para escribir en este blog. A última hora, todavía sin nada resuelto, debí cumplir con la cita que había pactado: me reuní con una amiga en el bar de mi hotel, para beber una copa. Estábamos a punto de despedirnos, ya, cuando ella se dio cuenta de que acababan de robarle. Salió a la calle sin pensarlo un segundo, y yo tras ella. Apenas pusimos el pie fuera, un hombre muy pequeñito vestido de jean y con acento latinoamericano nos dijo que el ladrón se había ido en esa dirección. Pero mi amiga sabía mejor, y me dijo que el ladrón se había ido precisamente en la dirección contraria. Así que eché a correr, sin saber bien qué buscaba: a esa altura ni siquiera sabía si le habían robado la billetera o el bolso entero. (Era el bolso.)

Así que en cuestión de segundos me encontré interrogando a un señor en plena calle, que muy amablemente -y con acento también latino- me decía no saber de qué estaba hablándole. Mientras tanto el otro hombre, el pequeñín, que nos había seguido, insistía con que el ladrón se había ido en la dirección contraria. Mi amiga gritaba: "¡Están compinchados!", con su simpático acento de norteamericana viviendo en Madrid. Y el hombre a quien yo frenaba pretextaba su inocencia, mientras yo pensaba que a diferencia del otro, éste no era nada pequeñito. Y que además tenía una cicatriz intimidante que le unía la sien con la comisura de la boca.

La policía apareció al instante. Y un segundo después se presentaron dos señoras, que acababan de encontrar el bolso calle arriba, tirado en plena calle; lo cual, por cierto, sugería la existencia de un tercer cómplice que lo abandonó cuando vio que todo se complicaba. (A esa altura el pequeñín se había hecho humo, y la policía se las entendió con el hombre de la cicatriz.)

Durante un instante pensé en la culpa que sentí mientras acusaba a un hombre de un delito sin estar del todo seguro, preguntándome si no estaba haciéndolo víctima de un prejuicio por el simple hecho de ser moreno y latino (como yo, dicho sea de paso); el de los prejuicios que padecemos los latinos en Europa no dejaba de ser un buen tema para el blog. Después, cuando quedó claro que el hombre de la cicatriz tenía algo que ver con aquello de lo que se lo acusaba (el bar del hotel tiene cámaras), me dio bronca que latinos como ése colaborasen a perpetuar el prejuicio que existe, y del que tantos políticos -y tanta gente en los medios- sacan rédito en este continente. (Lo cual tampoco estaba mal como tema para el blog.)

Cuando mi amiga confesó que había sufrido un accidente de taxi camino al bar, y me dijo además que el día del último atentado terrorista en el aeropuerto ella estaba dentro de la Terminal 4, esperando un vuelo, se me ocurrió que podía escribir sobre la mujer más afortunada del universo, dado que acababa de recuperar su bolso intacto. (Aunque el asunto da para un cuento, también: La Chica con Más Suerte del Mundo.) Al final me quedé un rato más con ella, hasta que llegase al bar otro amigo con quien se había citado allí.

Y así fue cómo conocí a Edgardo Cozarinsky.

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21 de febrero de 2007
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Las vidas de otros (como nosotros)

Fui a ver Las vidas de los otros, ante todo, porque sentía nostalgia de la Berlín que acababa de dejar atrás. Los cines Princesa de Madrid me ofrecían el regalo de la versión original en alemán. Ansiaba ver algún paisaje humano de la ciudad de la que me había enamorado, pero no lo encontré. La vida de los otros resultó tan inclemente al respecto (todos sus paisajes eran mínimos, modestos, grises... ¿socialistas?), como el sistema que describe: la Alemania Oriental en que sólo se sobrevivía mediante el arribismo, la sumisión o la traición.

La vida de los otros cuenta dos historias paralelas, que se van aproximando hasta cortarse: la de un dramaturgo, Georg Dreyman (Sebastian Koch), cuya convicción socialista le permite aceptar ingenuamente las reglas del sistema y disfrutar de un éxito que considera justo, cuando tan sólo es conveniente para las autoridades del Partido; y la de un oficial de los servicios secretos, la tristemente célebre Stasi, que no teme ser cruel en defensa del statu quo: para Wiesler (Ulrich Mühe), esa crueldad es un precio justo a pagar para que las ruedas sigan girando.

La lujuria que un funcionario del Partido siente por la mujer del dramaturgo, que es además su actriz principal, motiva una investigación oficial: Dreyman debe caer porque estorba, es una pieza prescindible en un esquema de poder que no se sacia nunca. El oficial Wiesler debe instalar entonces micrófonos en toda la casa del dramaturgo, y vigilarle hasta dar con algo que permita acusarlo formalmente de deslealtad o conspiración. Pero todo lo que encuentra, durante su guardia de tiempo completo, es que el dramaturgo y la actriz se aman.

La suya es una relación condenada, en un orden de cosas que no permite la supervivencia de nada bello, natural o digno. Y ante esa flor surgida en plena mugre, el burócrata de Wiesler no puede menos que conmoverse. Por primera vez en su vida, rompe las reglas que construían la totalidad de su existencia hasta entonces: en lugar de acorralar al presunto traidor, se convierte en uno.

Cuando dije en Alemania que en mi país convivíamos con los asesinos de la dictadura, que van al cine en la misma función que yo y viajan en nuestros mismos trenes, una señora confesó que allí les ocurría lo mismo: que se cruzaba con desconocidos y se preguntaba si habrían trabajado para la Stasi o sido informantes en su momento, cuando Berlín todavía estaba partida en dos por un muro que hoy tan sólo sirve para sacarse fotos. La vida de los otros no es de esas películas que cambiará la historia del cine mundial (es pequeña, formal y siempre eficiente, casi como el oficial Wiesler), pero es un retrato adecuado de la gangrena que se come por dentro a las sociedades que sucumben al influjo del miedo.

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20 de febrero de 2007
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Mi cabeza juega al Tutti Frutti

La cabeza funciona del modo más raro. La noche del viernes, por ejemplo -mi última noche en Alemania, después de la presentación de Kamchatka en Hamburgo-, estábamos a punto de cenar cuando tuve la sensación de "dejá vu" más poderosa que haya experimentado nunca. Mi cabeza me juraba que yo ya había vivido esa escena de alguna manera, aunque más no fuese con el disfraz de un sueño; sólo que en el sueño, que es fragmentario por definición, yo no sabía aún que el hombre que cenaba a mi izquierda, y que en esa visión original sólo identificaba por su parecido con un actor inglés de talento, era Juan Carlos Benavente, profesor de español en el Instituto Cervantes, así como tampoco sabía que el lugar de la escena -un edificio hermoso, llamado Casa de Chile- era Hamburgo. Durante un instante creí que la lectura del primer capítulo de Kamchatka se me había subido a la cabeza, y que el tiempo, como mi personaje Harry sostiene allí, ocurre todo junto, del mismo modo en que tantas emisoras de radio coexisten a la vez. ¿Será verdad que podemos espiar el futuro, cuando nos detenemos un instante en nuestra loca carrera para espiar por la cerradura de alguna de sus puertas?

El sábado por la noche, mientras hacía tiempo para entrar al cine, mi hija y yo jugábamos a un juego que en la Argentina se llama Tutti Frutti. (Mi amiga Lulú sostiene que en Venezuela se llama Stop; los juegos se repiten en todas partes con mínimas variantes.) Se trata de elegir algunas categorías -sitios del mundo, actores, películas, cantantes o bandas musicales-, optar por una letra del abecedario y llenar cada casillero de la forma más rápida posible. La letra que había tocado en suerte era la hache. Yo completé la mayor parte de las categorías de forma convencional (Holanda, Hugh Grant, Henry Rollins), pero cuando llegué a película, todo lo que acudió a mi mente fue Había una vez un circo, una vieja comedia con Gaby, Fofó y Miliki. ¿Por qué, pudiendo haber elegido películas tan decorosas como Hiroshima mon amour, Hatari y Haz lo correcto, sólo pude pensar en Gaby, Fofó y Miliki? Entré al cine silbando la cancioncita, que ya no se me despegaba: "Había una vez un circo, que alegraba siempre el corazón…"

Cada vez que bajamos la guardia, la cabeza nos demuestra que por más que intentemos controlarla, ella sólo se atiene a sus propios códigos. Ya sea para recordarme a unos payasos a los que amé de niño, o para sugerirme extrañas nociones sobre la naturaleza del tiempo (en el fondo nunca dejamos de ser del todo quienes fuimos, ni siquiera en el amor por Gaby, Fofó y Miliki), nuestro cerebro nos demuestra a cada paso que sabe mucho más de lo que creemos sobre todo lo que necesitamos para vivir en plenitud.

Si tan sólo lo escuchásemos más a menudo.

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19 de febrero de 2007
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Historia no tan secreta de un placer

Aunque pretendamos lo contrario, la mayoría de los escritores somos egocéntricos sin remedio: nos creemos excepcionales, lo cual significa que sólo rendimos pleitesía a los clásicos -que dicho sea de paso, por lo general tienen la cortesía de estar muertos. Esto significa también que miramos con cierto desprecio a nuestros contemporáneos. Hecha la confesión, debo decir que muy de tanto en tanto me cruzo con un colega que me fuerza a echar mis prejuicios a la basura. Esto acaba de ocurrirme con el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez: la lectura de su flamante Historia secreta de Costaguana fue uno de esos placeres que sólo tienen lugar muy de tanto en tanto.

La culpa la tuvo Gerardo Marín, de la oficina de Alfaguara en Barcelona, quien se apareció en mi hotel con abrazos, una agenda llena de entrevistas de las que debía dar cuenta en apenas dos días... y el libro de Vásquez en la mano. Debe haber intuido, conociéndome como me conoce, que mi paladar sería sensible a semejante plato. Empecé a hojear la novela esa misma tarde, con la misma desconfianza (mea culpa otra vez) con que suelo abrir los libros de mis colegas en la tarea y en el idioma. Pero Historia secreta me atrapó de inmediato: un narrador confiado y poderoso, una historia americana con aliento universal, el hábito de la aventura y, planeando por encima de todo, la sombra mayúscula de Joseph Conrad. ¿Quién era este Vásquez, que parecía estar escribiendo en respuesta a mis deseos más profundos, dirigiéndose al lector ávido y todavía niño que sigue viviendo dentro mío?

Historia secreta de Costaguana es además la historia secreta de José Altamirano, un colombiano que se da el lujo de consumar la más exquisita venganza en contra de su país -podría impedir la secesión de Panamá del territorio nacional, pero elige no hacerlo-, y que a la vez recibe el castigo más cruel por sus pecados: quedar marginado, esto es desaparecer, del seno de su propia historia, cuando Conrad escribe Nostromo y lo relega como personaje. Confieso que esta era la parte del asunto que más me preocupaba; pensé que sería el caso de otro escritor latinoamericano (¡otro más!) que trata de robarse algo del fuego de los clásicos usando alguno de sus personajes, o convirtiendo al escritor mismo en parte de una historia. Pero Vásquez sabe lo que hace: reverencia la literatura de Conrad pero no deja que su relato se convierta en un refrito metaliterario. Creo que a Vásquez le apasionan los libros, pero le apasionan tanto como la vida misma. Historia secreta de Costaguana está llena de referencias históricas y literarias, y también está llena del humor y del dolor que sólo experimenta aquel que además de leer mucho, no teme vivir.

Por favor, no se pierdan esta Historia secreta. Sigo siendo egocéntrico como la mayoría de los escritores, pero cuando descubro un placer -y la lectura de Vásquez fue uno de ellos, particularmente exquisito-, no puedo resistir la tentación de compartirlo.

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16 de febrero de 2007
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Love train

Algunas cosas nunca pasan de moda. Ayer, en la estación de tren de Karlsruhe, le decía a Sven Puchelt que todo lo que sabía sobre Hamburgo se lo debía a Los Beatles. Sven, quien además de trabajar en la librería Litera Dur de Waldbronn tiene una banda de música llamada Lismore, me decía que el disco Love -esa relectura que George Martin y su hijo hicieron para el nuevo espectáculo del Cirque du Soleil- le parecía estupendo, a pesar de su escepticismo inicial. Le pregunté si había leído El Aleph, un célebre cuento de Jorge Luis Borges. En esa historia Borges descubre un aleph, esto es un punto físico en el que es posible ver todo lo que es, y al mismo tiempo; le dije a Sven que para mí el White Album de Los Beatles sigue siendo un aleph musical, un disco en el que puede oírse toda la música que fue y toda la que será.

Borges nunca pasará de moda. Ni Los Beatles. Estoy tentado de pensar que lo mismo ocurrirá con los trenes. Son uno de los mejores inventos del mundo, a pesar de que tantos kilómetros de vías hayan sido regados con la sangre de indígenas, de negros, de hindúes y de coolies, como nos lo recuerda la magnífica novela de Juan Gabriel Vásquez, Historia secreta de Costaguana. Los trenes son más eficientes y más estables -lo cual equivale a decir: más seguros- que los aviones. Cuando son tan cómodos como los trenes europeos, viajar es un placer. En estos días atravieso Alemania de sur a norte. De hecho escribo estas palabras encorvado sobre una cómoda mesa, en mi vagón de segunda clase. La mayor parte de los trenes tiene hasta conexiones para los ordenadores. (Que yo no estoy usando, aclaro. Este texto ha sido escrito a la antigua usanza, con tinta sobre papel.)

Por supuesto, hay trenes y trenes. Aquellos que conectan Buenos Aires con los suburbios fueron criticados durante años: la culpa la tenía el Estado, se decía, que era un pésimo administrador de servicios públicos. Finalmente Menem privatizó los trenes de la peor manera -como lo hizo todo- y ahora están en manos de empresas privadas que, por lo general, ofrecen un servicio que es peor que el de antes. De tanto en tanto las protestas de los pasajeros indignados bloquean la inmensa estación de Constitución. Uno toma los trenes del Ferrocarril San Martín sabiendo dónde pretende bajarse, pero sin saber nunca cuándo -ni cómo- llegará.

A miles de kilómetros de Constitución, el mundo que habito es otro. La Selva Negra ya ha quedado atrás. Mi hija duerme a mi lado, arrullada por el ronroneo de la máquina al desplazarse. El paisaje a ambos lados de la vía es verde: en parte arado en líneas paralelas que sugieren renglones, en parte ocupado por la abigarrada escritura de los bosques. El tren traza su propia línea sobre el terreno, y yo lo imito sobre el papel.

Hoy jueves llegaré a Berlín y mañana a Hamburgo. Una vez allí sucumbiré a la tentación y preguntaré si el Star Club y el Kaiserkeller, aquellos tugurios de puerto en que los jóvenes Beatles tocaban un rock anfetamínico, existen todavía. Quiero conocer la Reeperbahn desde que tenía pocos años y me enamoré de aquella música. Imagino que volveré a sentirme niño si visito esos lugares.

Algunas cosas no cambian nunca.

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15 de febrero de 2007
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Sobre las (in)finitas oportunidades

El lunes por la noche, apenas finalizada la presentacion de Kamchatka en el Instituto Cervantes de Múnich, se me acercó una viejecita con un libro en la mano. Pense que queria tan solo que se lo firmase, como los demás, pero empezó a hablar en alemán a toda velocidad. Supongo que registró mi cara de desconcierto, por lo que se lanzó a hablarle al jovencito que estaba detrás suyo: lo tomaba de rehén como traductor. El joven -que se llama Hugo, es español y vive en Múnich por la mejor de las razones, esto es por amor- aceptó su rol con estoicismo y empezó a traducir lo que la viejita contaba como torrente: que su familia materna era oriunda de Polonia, que durante la guerra se habia visto obligada a fugar, y que la peripecia de los personajes de Kamchatka le había traído vívidos recuerdos de su propia infancia. Abusé de la paciencia de Hugo para decirle a la mujer que lamentaba que nuestras historias se pareciesen en ese punto. Yo, que me la paso diciendo que los hombres necesitamos darnos segundas oportunidades (y terceras, y a menudo cuartas) para aprender lo indispensable y aspirar a una felicidad cierta, a veces pienso que abusamos de la paciencia que el universo nos tiene.

El resto de las especies nace sabiendo todo lo que necesita para sobrevivir. Nadie ha oído hablar de la existencia de escuelas para monos, o para lobos; el delfín nace nadando, y el caballo ya galopa a las pocas horas de aparecer en el mundo. En cambio nosotros nacemos sabiendo nada, y lo poco que sabemos -nadar, por ejemplo-, lo olvidamos tiempo después por falta de práctica. Para peor, la única forma de aprender que tenemos es el ensayo y el error: ningun padre, por elocuente que sea, nos prevendrá de quemarnos por más que insista en que el objeto de marras está caliente; solo entendemos lo que significa "caliente" despues de habernos lastimado. La especie está, pues, condenada a equivocarse para aprender, así que las segundas oportunidades nos resultan imprescindibles. Y las terceras. Y las cuartas. Pero aun cuando ya hemos aprendido a no quemarnos, tengo la sensación de que capitalizamos nuestra experiencia individual mucho mejor que nuestra experiencia como especie.

En la mañana de ayer martes, desperté para descubrir en las primeras planas de los diarios de Múnich la historia de una mujer de documentos alemanes y de su hijo, que se perdieron en Irak y de los que nada se sabe. No hay mucha diferencia entre lo que le ocurrio a la familia de la viejecita en Polonia y lo que le ocurre a los personajes de Kamchatka, más alla de las variables de tiempo y lugar. El muchacho desaparecido en Irak podría ser Harry con algunos años más, y la mujer desaparecida podría ser su madre. Aprendemos rápido como individuos y muy lentamente como especie. Todavía existen demasiadas personas que presumen que la violencia es una herramienta válida, y que no alcanzan a ver que tarde o temprano se volverá en su contra. Es verdad que todavía tenemos oportunidad de aprender. Pero ya no tenemos infinitas oportunidades por delante, tan solo finitas, limitadas, contables con los dedos de la mano. O aprendemos lo indispensable, o correremos la misma suerte de tantas especies que no supieron adaptarse a la dinámica que este mundo propone -y que ya no existen sobre la faz de la Tierra.

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14 de febrero de 2007
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El amigo alemán

Uno emprende aventuras serias por las razones más insensatas. Yo aprendí a hablar en alemán por culpa de Wim Wenders y Werner Herzog. Corría 1979, y habiendo concluido la escuela secundaria y mis estudios de inglés quería probar suerte con un nuevo idioma. El japonés era una tentación. (Por culpa de Kurosawa, como imaginarán.) Pero la complejidad que entrañaba el aprendizaje no sólo de la lengua, sino además de los ideogramas que la contienen, me pusieron en la senda de Alemania. Me asustaban menos las declinaciones que los (por lo demás fascinantes) caracteres del idioma japonés.

Por aquel entonces ya había visto las primeras películas de Wenders. Guardo el mejor de los recuerdos de Alicia en las ciudades y de El amigo americano. Y también me habían seducido -o me seducirían en el futuro inmediato- películas de Herzog como El enigma de Kaspar Hauser, Aguirre, la ira de Dios y hasta la remake del Nosferatu de Murnau. Ahora que miro hacia atrás, se me ocurre que el temperamento melodramático y la debilidad por los personajes extremos me acerca más a aquel Herzog que al Wenders que trabajaba la idea de la identidad en peligro. Pero en fin, Wenders amaba el rock and roll (de hecho declaró alguna vez que esa música le había salvado la vida) y yo también, le gustaba viajar al igual que a mí y estaba enfermo por el cine como yo. (Sólo hay que ver En el transcurso del tiempo para entender la hondura de su cinefilia.)

Así que opté por el alemán, nomás.

Casi treinta años después, Wenders ya no filma nada interesante. Herzog persiste en su búsqueda personal, me consta aunque no haya visto ninguna de sus últimas películas-aventura. Del cine alemán de hoy conozco poco y nada. De Tom Tykwer sólo vi La princesa y el guerrero, que me pareció una idea brillante perdida dentro de un film que no estaba del todo a su altura. Ahora se despertó mi interés por Las vidas de los otros, un film alemán que aspira al Oscar a la Mejor Película Extranjera; todo el mundo dice que está muy bien. Y por supuesto admiro a Michael Haneke, a pesar de que es austríaco y de que últimamente (tanto en La pianista como en Caché) filma en francés: es el único a quien considero a la altura de aquellos maestros de los años 70 y 80.

Treinta años después yo tampoco soy el mismo. Los cinco años dedicados a estudiar alemán han perdido su lustre por falta de uso. Un idioma es un músculo que sólo se mantiene en forma mediante el ejercicio, y en todo este tiempo casi no he concurrido al gimnasio adecuado. Ojalá la inmersión forzosa en su música me lo refresque: ayer llegué a Munich para una lectura de Kamchatka en el Instituto Cervantes, hoy estaré en Karlsruhe, mañana en Bremen, el jueves en Berlín y el viernes en Hamburgo. (Esto va para Hjorgev, que pedía datos sobre mi paso por estas tierras.)

Mi madre se contagió de mi entusiasmo por aquel entonces y se puso a estudiar alemán en el Goethe Institut de Buenos Aires. Para cuando murió, había aprendido a hablarlo bastante bien. Hay cosas que no perdemos ni siquiera con el desgaste del tiempo. Tengo la fantasía de que buscaré algún sitio en Berlín que haya servido de escenario a Las alas del deseo (en el film hay una pared que se ve detrás del anciano narrador y de uno de los ángeles, donde se lee: figueras), para quedarme allí por un rato, hasta asegurarme de que mi ángel-madre haya oído todo lo que mi corazón tiene para decirle.

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13 de febrero de 2007
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La elusiva naturaleza del amor

Mi hija más pequeña se enamoró de La ciencia del sueño, la nueva película de Michel Gondry. La vimos el sábado por la noche en los cines Renoir de Floridablanca, en Barcelona. El detalle me pareció apropiado; me refiero a que el espíritu benevolente de Renoir presidiese la velada, aún en esta época que parece haber condenado sus películas al olvido. Al oír el nombre Renoir, la mayor parte de la gente piensa en la cadena de cines antes que en el viejo maestro. Imagino que Gondry disfrutaría de la ironía: su película es tan encantadora como las del viejo cineasta de La gran ilusión, y corre el riesgo de pasar desapercibida por las mismas causas que hoy determinan el olvido de aquellos clásicos -un espíritu juguetón tan idiosincrático, que termina siendo propenso a los malos entendidos.

Durante un rato me pregunté cuál sería la causa del embeleso de mi hija. La película me había gustado, pero no tanto como a ella; supongo que de alguna manera envidiaba la frescura de su entusiasmo. Imaginé que Milena se había involucrado en la historia de amor: después de todo la timidez casi patológica de Stephane (Gael García Bernal, que está estupendo) se parece mucho al pudor de los adolescentes. Pero al fin entendí que la fascinación de mi hija iba mucho más hondo. La asombró que Gondry narrase el romance no desde la falsa objetividad que se ha convertido en el recurso narrativo más común en el cine, sino desde el interior de la cabeza de Stephane, sin que podamos distinguir del todo sueño de vigilia, ni hechos de delirios.

La sintaxis del cine se parece a la de los sueños. Comparten la fuerza de las imágenes, la suspensión de la incredulidad, la persuasión del sonido y la indómita imaginación que enhebra sucesos y asocia ocurrencias; el cine es la única clase de sueño que hemos conseguido plasmar sobre un soporte físico. Esto era evidente para los primeros cineastas, de Melies a los surrealistas. Sin embargo a poco de iniciado el siglo XX -y en especial ante el advenimiento del sonido, que potenció la asociación con lo real-, los intentos de profundizar los lazos entre el cine y lo onírico se vieron desplazados por los dictados de la industria. Había que narrar "objetivamente" y ceñirse a una lógica cartesiana, aún cuando la historia fuese tan delirante como las que enfrentaban a Flash Gordon con el villano Ming. Hubo algunos que siguieron agitando el estandarte pero fueron pocos y en general ya han pasado a mejor vida. La generación de Milena no conoce 8 y 1/2, por ejemplo. Lo más parecido al surrealismo que conocen lo vieron en algunos clips de MTV. (Donde Gondry se convirtió en un hechicero, dicho sea de paso.)

A Mile le encantó que Gondry inventase sus propias reglas para narrar la historia, por disparatadas que parezcan, y que se atuviese a ellas hasta el final. A mí me encantó además que su fantasía fuese puesta en escena con tanta simpleza, utilizando cartón corrugado, tiritas de celofán y técnicas primitivas de animación; quiero decir que cualquier latinoamericano podría haber filmado la película con dos pesos -siempre y cuando contase con la imaginación suficiente. Y en el fondo, creo que tanto Mile como yo le agradecimos a Gondry que contase una nueva historia de amor, después de haberlo intentado ya -y de manera maravillosa- en Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Hay pocas cosas más difíciles en el mundo cínico que nos tocó en suerte que narrar una historia de amor de manera convincente (nadie dice que haya que ser realista para ser convincente), y Gondry lo logró otra vez.

A fin de cuentas, las dinámicas del amor y del sueño también tienen mucho en común. Son inapresables, lidian con nuestros sentimientos más profundos y tanto cuando salen bien como cuando salen mal, nos cambian la vida.

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12 de febrero de 2007
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El Boomeran(g)
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