Marcelo Figueras
El lunes por la noche, apenas finalizada la presentacion de Kamchatka en el Instituto Cervantes de Múnich, se me acercó una viejecita con un libro en la mano. Pense que queria tan solo que se lo firmase, como los demás, pero empezó a hablar en alemán a toda velocidad. Supongo que registró mi cara de desconcierto, por lo que se lanzó a hablarle al jovencito que estaba detrás suyo: lo tomaba de rehén como traductor. El joven -que se llama Hugo, es español y vive en Múnich por la mejor de las razones, esto es por amor- aceptó su rol con estoicismo y empezó a traducir lo que la viejita contaba como torrente: que su familia materna era oriunda de Polonia, que durante la guerra se habia visto obligada a fugar, y que la peripecia de los personajes de Kamchatka le había traído vívidos recuerdos de su propia infancia. Abusé de la paciencia de Hugo para decirle a la mujer que lamentaba que nuestras historias se pareciesen en ese punto. Yo, que me la paso diciendo que los hombres necesitamos darnos segundas oportunidades (y terceras, y a menudo cuartas) para aprender lo indispensable y aspirar a una felicidad cierta, a veces pienso que abusamos de la paciencia que el universo nos tiene.
El resto de las especies nace sabiendo todo lo que necesita para sobrevivir. Nadie ha oído hablar de la existencia de escuelas para monos, o para lobos; el delfín nace nadando, y el caballo ya galopa a las pocas horas de aparecer en el mundo. En cambio nosotros nacemos sabiendo nada, y lo poco que sabemos -nadar, por ejemplo-, lo olvidamos tiempo después por falta de práctica. Para peor, la única forma de aprender que tenemos es el ensayo y el error: ningun padre, por elocuente que sea, nos prevendrá de quemarnos por más que insista en que el objeto de marras está caliente; solo entendemos lo que significa "caliente" despues de habernos lastimado. La especie está, pues, condenada a equivocarse para aprender, así que las segundas oportunidades nos resultan imprescindibles. Y las terceras. Y las cuartas. Pero aun cuando ya hemos aprendido a no quemarnos, tengo la sensación de que capitalizamos nuestra experiencia individual mucho mejor que nuestra experiencia como especie.
En la mañana de ayer martes, desperté para descubrir en las primeras planas de los diarios de Múnich la historia de una mujer de documentos alemanes y de su hijo, que se perdieron en Irak y de los que nada se sabe. No hay mucha diferencia entre lo que le ocurrio a la familia de la viejecita en Polonia y lo que le ocurre a los personajes de Kamchatka, más alla de las variables de tiempo y lugar. El muchacho desaparecido en Irak podría ser Harry con algunos años más, y la mujer desaparecida podría ser su madre. Aprendemos rápido como individuos y muy lentamente como especie. Todavía existen demasiadas personas que presumen que la violencia es una herramienta válida, y que no alcanzan a ver que tarde o temprano se volverá en su contra. Es verdad que todavía tenemos oportunidad de aprender. Pero ya no tenemos infinitas oportunidades por delante, tan solo finitas, limitadas, contables con los dedos de la mano. O aprendemos lo indispensable, o correremos la misma suerte de tantas especies que no supieron adaptarse a la dinámica que este mundo propone -y que ya no existen sobre la faz de la Tierra.