Marcelo Figueras
Fui a ver Las vidas de los otros, ante todo, porque sentía nostalgia de la Berlín que acababa de dejar atrás. Los cines Princesa de Madrid me ofrecían el regalo de la versión original en alemán. Ansiaba ver algún paisaje humano de la ciudad de la que me había enamorado, pero no lo encontré. La vida de los otros resultó tan inclemente al respecto (todos sus paisajes eran mínimos, modestos, grises… ¿socialistas?), como el sistema que describe: la Alemania Oriental en que sólo se sobrevivía mediante el arribismo, la sumisión o la traición.
La vida de los otros cuenta dos historias paralelas, que se van aproximando hasta cortarse: la de un dramaturgo, Georg Dreyman (Sebastian Koch), cuya convicción socialista le permite aceptar ingenuamente las reglas del sistema y disfrutar de un éxito que considera justo, cuando tan sólo es conveniente para las autoridades del Partido; y la de un oficial de los servicios secretos, la tristemente célebre Stasi, que no teme ser cruel en defensa del statu quo: para Wiesler (Ulrich Mühe), esa crueldad es un precio justo a pagar para que las ruedas sigan girando.
La lujuria que un funcionario del Partido siente por la mujer del dramaturgo, que es además su actriz principal, motiva una investigación oficial: Dreyman debe caer porque estorba, es una pieza prescindible en un esquema de poder que no se sacia nunca. El oficial Wiesler debe instalar entonces micrófonos en toda la casa del dramaturgo, y vigilarle hasta dar con algo que permita acusarlo formalmente de deslealtad o conspiración. Pero todo lo que encuentra, durante su guardia de tiempo completo, es que el dramaturgo y la actriz se aman.
La suya es una relación condenada, en un orden de cosas que no permite la supervivencia de nada bello, natural o digno. Y ante esa flor surgida en plena mugre, el burócrata de Wiesler no puede menos que conmoverse. Por primera vez en su vida, rompe las reglas que construían la totalidad de su existencia hasta entonces: en lugar de acorralar al presunto traidor, se convierte en uno.
Cuando dije en Alemania que en mi país convivíamos con los asesinos de la dictadura, que van al cine en la misma función que yo y viajan en nuestros mismos trenes, una señora confesó que allí les ocurría lo mismo: que se cruzaba con desconocidos y se preguntaba si habrían trabajado para la Stasi o sido informantes en su momento, cuando Berlín todavía estaba partida en dos por un muro que hoy tan sólo sirve para sacarse fotos. La vida de los otros no es de esas películas que cambiará la historia del cine mundial (es pequeña, formal y siempre eficiente, casi como el oficial Wiesler), pero es un retrato adecuado de la gangrena que se come por dentro a las sociedades que sucumben al influjo del miedo.