Marcelo Figueras
Ya lo dice el adagio: cuidado con lo que deseas.
Ayer por la tarde, sintiéndome ya agotado por el largo viaje, me debatía en busca de un tema para escribir en este blog. A última hora, todavía sin nada resuelto, debí cumplir con la cita que había pactado: me reuní con una amiga en el bar de mi hotel, para beber una copa. Estábamos a punto de despedirnos, ya, cuando ella se dio cuenta de que acababan de robarle. Salió a la calle sin pensarlo un segundo, y yo tras ella. Apenas pusimos el pie fuera, un hombre muy pequeñito vestido de jean y con acento latinoamericano nos dijo que el ladrón se había ido en esa dirección. Pero mi amiga sabía mejor, y me dijo que el ladrón se había ido precisamente en la dirección contraria. Así que eché a correr, sin saber bien qué buscaba: a esa altura ni siquiera sabía si le habían robado la billetera o el bolso entero. (Era el bolso.)
Así que en cuestión de segundos me encontré interrogando a un señor en plena calle, que muy amablemente -y con acento también latino- me decía no saber de qué estaba hablándole. Mientras tanto el otro hombre, el pequeñín, que nos había seguido, insistía con que el ladrón se había ido en la dirección contraria. Mi amiga gritaba: "¡Están compinchados!", con su simpático acento de norteamericana viviendo en Madrid. Y el hombre a quien yo frenaba pretextaba su inocencia, mientras yo pensaba que a diferencia del otro, éste no era nada pequeñito. Y que además tenía una cicatriz intimidante que le unía la sien con la comisura de la boca.
La policía apareció al instante. Y un segundo después se presentaron dos señoras, que acababan de encontrar el bolso calle arriba, tirado en plena calle; lo cual, por cierto, sugería la existencia de un tercer cómplice que lo abandonó cuando vio que todo se complicaba. (A esa altura el pequeñín se había hecho humo, y la policía se las entendió con el hombre de la cicatriz.)
Durante un instante pensé en la culpa que sentí mientras acusaba a un hombre de un delito sin estar del todo seguro, preguntándome si no estaba haciéndolo víctima de un prejuicio por el simple hecho de ser moreno y latino (como yo, dicho sea de paso); el de los prejuicios que padecemos los latinos en Europa no dejaba de ser un buen tema para el blog. Después, cuando quedó claro que el hombre de la cicatriz tenía algo que ver con aquello de lo que se lo acusaba (el bar del hotel tiene cámaras), me dio bronca que latinos como ése colaborasen a perpetuar el prejuicio que existe, y del que tantos políticos -y tanta gente en los medios- sacan rédito en este continente. (Lo cual tampoco estaba mal como tema para el blog.)
Cuando mi amiga confesó que había sufrido un accidente de taxi camino al bar, y me dijo además que el día del último atentado terrorista en el aeropuerto ella estaba dentro de la Terminal 4, esperando un vuelo, se me ocurrió que podía escribir sobre la mujer más afortunada del universo, dado que acababa de recuperar su bolso intacto. (Aunque el asunto da para un cuento, también: La Chica con Más Suerte del Mundo.) Al final me quedé un rato más con ella, hasta que llegase al bar otro amigo con quien se había citado allí.
Y así fue cómo conocí a Edgardo Cozarinsky.