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Verdades como puños

Por 21 de febrero de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Cuando llegó a Japón, en 1945, Wilfred Burchett llevaba sólo una máquina de escribir, un librito de frases útiles en japonés y un revólver Colt. Por entonces, la versión oficial sobre Hiroshima era que la población había muerto en la explosión, como en cualquier explosión. El New York Times ratificó que no había radioactividad en las ruinas de la ciudad. Los corresponsales informaron al mundo que la bomba atómica era segura, limpia y carecía de efectos secundarios. El único detalle contradictorio era que ningún periodista había estado en Hiroshima. Wilfred Burchett, corresponsal del Daily Express, decidió que tenía que ir ahí.

Se apartó del contingente de periodistas y se embarcó en un tren de soldados desmovilizados que no tenían muy buena actitud hacia los occidentales. Durante las veinte horas de viaje, procuró no sonreír para que los soldados no pensasen que los estaba provocando. Tampoco mencionó a dónde iba. Con la ayuda de su librito de frases útiles, en cada estación preguntaba “¿Dónde estamos?” y esperaba que alguien le respondiese “en Hiroshima”.

Al llegar, Burchett no sólo descubrió una ciudad devastada, con los “esqueletos de los edificios destripados por el fuego”, sino que entró a un hospital a ver el estado de la población. Los médicos le explicaron que, desde la explosión, la gente se consumía y moría. Sin aviso, sangraban, perdían el pelo y les salían manchas azules en el cuerpo. El personal del hospital no sabía cómo tratar las nuevas enfermedades, y muchas enfermeras perecieron al contacto con los pacientes. Incluso personas que no estaban en Hiroshima al momento de la explosión fallecían súbitamente. Los hemólogos detectaron que la radiación en la atmósfera dañaba los glóbulos blancos. Pero no sabían cómo tratar esa enfermedad. La mayoría de ellos le dijeron a Burchett: “ya que ustedes nos han mandado la bomba, al menos envíennos científicos que puedan lidiar con sus efectos”.

A su regreso a Tokio, el corresponsal asistió a la conferencia de prensa de un científico militar norteamericano. Según él, las bombas habían sido calculadas para no producir “efectos residuales”. Burchett se puso en pie y le contó lo que había visto. El científico, que no había estado en Hiroshima, argumentó que los médicos japoneses no estaban capacitados para tratar una explosión normal. Burchett insistió, pero la última respuesta del militar fue acusarlo de estar “bajo los efectos de la propaganda japonesa”. De todos modos, se lo llevaron a hacer pruebas en un hospital. Padecía una insuficiencia de glóbulos blancos.

Burchett contó todo esto en una crónica que sacudió al mundo, y que ahora se puede encontrar en el libro ¡Basta de mentiras! compilado por John Pilger, junto a otros espeluznantes reportajes de investigación, como la crónica de Martha Gellhorn sobre el campo de concentración de Dachau o la reconstrucción de la matanza de My Lai que hizo famoso a Seymour Hersh. Todas estas historias tienen un denominador común: se tuvieron que realizar a espaldas del poder. Todas siguen una pista que la versión oficial niega de plano y muestran que los gobiernos ocultan el dolor humano bajo máscaras amables.

En un mundo superpoblado por asesores de imagen, las palabras a menudo esconden los hechos: “daños colaterales” sirve para no decir “muertos”. “Defensa preventiva” es “ataque”. “Ejecuciones extrajudiciales” es más cómodo que “asesinatos”. ¡Basta de mentiras! nos recuerda que la función del periodismo es desnudar los hechos de esas palabras. Y plantea una pregunta atroz: ¿Cuántas mentiras sobre la historia se habrán convertido en verdades de la historia sólo porque ningún periodista fue a verificarlas?

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