Javier Rioyo
Seguimos amando esas canciones que no fueron las nuestras cuando entonces. No, para nosotros, hablo de la generación que cuando se quiso enterar de “aquello” del 68, ya se había terminado. Mis canciones, mis músicas de la edad inmadura, era más anglosajonas, más de la costa oeste, aunque otras muchas pasaran por el Canet Rock o por el San Juan Evangelista, el “Jhonny” madrileño donde nos bebimos el jazz y otros acordes flamencos…Pero, en esas, no se bien cómo ni por quién, nos llegaron las canciones francesas. Esas canciones que habían sido tan queridas por la generación de nuestros poetas del alcohol, por nuestros poetas de los cincuenta.
Seguramente gran parte de la culpa la tiene la mirada de Jaime Gil de Biedma y su poema “elegía y recuerdo de la canción francesa”. Cuando a aquellos jóvenes, apenas niños de la guerra, que se encuentran con las esperanzas rotas de la posguerra europea, después de que este país se normalizara, se democratizara, les llega la canción francesa que apareció como “una rosa de lo sórdido”, como una “manchada creación de los hombres, arisca, vil y bella”.
Una canción que llegó para cantar la “heroicidad canalla, el estallido de las rebeldías, igual que llamaradas, y el miedo a dormir solo, la intensidad que aflige al corazón”…Ellos, los de entonces, la quisieron enseguida, les pareció un eco lleno de “nostalgias de rebelión”. Después, poco después, ya nadie esperaba ninguna revolución. Entonces nos llegó a nosotros, los que no éramos los de entonces, y también fue capaz de ilusionarnos con su paganismo, con su vitalidad para cantar al amor. Aunque fuera al amor de un día, de unas horas de encuentro en un cuarto de hotel. Nos aprendimos sus intensidades y sus ironías, sus burlas y sus derrotas. Y es verdad que nosotros, que no éramos “los de entonces, ya no somos los mismos, aunque a veces nos guste una canción”.
La otra noche, y no por azar, tuve la fortuna de ver, de escuchar y aplaudir, a la última de ese tiempo, de esas canciones, a la última gran interprete que mantiene esa manera tan hermosamente canalla de decir aquellas canciones, de aquellos poetas. Se llama Juliette Greco. Fue la novia de los existencialistas. Aunque no dejó de acostarse con Miles Davis. Es un mito. Viva, vivaz, descarada y sentimental, hizo un inolvidable concierto en “Le Chatelet”. Yo estuve allí. Me hubiera encantado que me acompañaran los jóvenes de la generación de poetas que nos enseñaron a querer a esas músicas, a esas musas. Unas canciones que se nos parecen.