Vicente Verdú
Puede llegar un momento, a altas alturas de la vida, en que los grandes principios no quepan. No en vano las declaraciones fundamentales conllevan proyectos solemnes y misiones gloriosas que reclaman espacios y tiempos a una escala imperial. Así, mientras en el albor de la vida el campo se presenta ancho y sin cotas, en la última etapa la existencia se muestra tan alícuota y mensurable como para impedir la ilusión siquiera de una rotunda declaración. No se trata exactamente de pequeñez o ruindad frente al altruismo o el honor. Ni tampoco de cortedad de miras (aunque también), sino de la irremisible ley del tiempo corto.
La ciencia, la fe, los valores morales, emiten sus preceptos y sus doradas promesas pero más allá de esta esfera grandilocuente, al final siempre prevalecerá la navaja del fin, la ley de la muerte próxima y la salvaje vida alícuota porque, cuando queda poco por vivir, el fragmento tiende a hacerse inhumano y su crueldad terrorista. No habrá nada capaz de contradecir la voluntad del agonizante ni del condenado a la horca. La autoridad de quien no cuenta sino con un resto efectivo de vida destruye cualquier constricción. Su enorme escala no procede de su posible afán de hacer sino de su inmenso poder para deshacer. Ningún viento será más fuerte que el último suspiro. Ningún accidente será comparable al accidente mortal. Ninguna ley, ninguna moral, ningún derecho será superior a lo más ínfimo en cuanto esa partícula coincide con el átomo de la verdad. El sí más adyacente al no del que salta la delincuencia del rayo o de la chispa: el éxito del cinismo.