Skip to main content
Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Blogs de autor

El interminable grito de Lester Bangs

Hace poco conseguí en una librería de Barcelona (la Central, para ser precisos) un libro que había codiciado durante años: Psychotic Reactions and Carburetor Dung, de Lester Bangs. ¿Quién es Bangs? Uno de los periodistas más creativos e irreverentes que haya producido la cultura del rock en USA –y uno de los más muertos, desde aquel abril de 1982 en que, según Greil Marcus, su organismo sucumbió a modo de protesta por haberlo privado de su dieta habitual de drogas y de alcohol. Algunos quizás recuerden al personaje del periodista que interpretaba Philip Seymour Hoffman en Almost Famous, aquel que hacía de mentor al protagonista del filme: pues bien, ése es Bangs, o al menos eso pretende Cameron Crowe, que lo conoció mucho antes de dedicarse al cine, cuando recién comenzaba a escribir para la Rolling Stone. No deja de ser irónico que la edición de Psychotic Reactions que compré diga, debajo del nombre de Bangs, star of Almost Famous, lo que seguramente producirá que el hombre se retuerza en su tumba. Que se lo recuerde ante todo como personaje de un filme de Crowe es un despropósito, Bangs según Crowe es como Henry Miller según Walt Disney: la versión PG de una personalidad XXX. ¡Si por lo menos lo hubiesen convertido en personaje de una peli de Rob Zombie…!

Releer los artículos de Bangs sigue siendo delicioso: el hombre escribía como los dioses, era irreverente y dejaba caer en cada texto más ideas que muchos en la totalidad de su carrera periodística. Su ambición era tan disparatada como magnífica, una vez se definió a sí mismo como “un contendiente, si no hoy, mañana, al título de Mejor Escritor de América (¿quién es mejor? ¿Bukowski? ¿Burroughs? ¿Hunther Thompson? Déjenme de joder. Yo fui el mejor. No escribí otra cosa que críticas de discos, y tampoco escribí tantas…” Lo decía medio en broma, pero también medio en serio, y esa es la mitad que cuenta. La frase que culmina sin cerrar el paréntesis abierto funciona como su misma historia, una vida sin clausura, sin verdadero cierre más allá de los puntos suspensivos que sugieren un continuará, o el desafío para que alguien continúe la frase allí donde quedó, porque si hay algo que necesitamos –y muy particularmente en América Latina- son más periodistas, perdón: más escritores como Lester Bangs.

Es fácil disentir con sus preferencias estéticas. A Bangs le gustaba el aspecto más primal del rock, ya fuese tal como lo expresaban bestias como Iggy Pop & The Stooges o estetas que optaban a consciencia por la distorsión y el ruido. (Metal Machine Music, un álbum doble de Lou Reed que es sólo feedback y disonancias, era uno de sus discos favoritos.) Por eso le costaba apreciar a David Bowie, en quien veía a un poseur, un hombre que llegaba al rock sabiéndolo un artificio, una construcción cultural que, una vez superada la etapa de los orígenes, se estaba convirtiendo en algo tan elaborado y autoconsciente como el teatro kabuki. La visión de Bangs era dionisíaca, porque favorecía la pérdida de sí mismo en el mar de la celebración comunitaria. “La política del rock and roll, en Inglaterra, en América o en donde sea”, escribió alguna vez, “es la de hacer posible que un montón de pibes se frían a sí mismos hasta salir de su propia piel gracias a la propulsión más abrasiva que puedan encontrar, por una noche que pretenderán que es el resto de sus vidas, aunque al día siguiente regresen a trabajar a la tienda o al aburrimiento o a la cola del cheque por desempleo o a las pavadas de la televisión en el living de Papi y Mami”. A este respecto, la estética de Bangs era inequívoca: “Nadie se molestó nunca en decirle al noventa por ciento de los músicos que la música versa sobre sentimientos, pasión, amor, alegría, miedo, esperanza, lascivia, EMOCIÓN EXPRESADA DE LA FORMA MÁS DIRECTA Y PODEROSA POSIBLE”. (Las mayúsculas son suyas, por supuesto.) La definición se parece mucho a la que Samuel Fuller da sobre el cine en la peli de Godard Pierrot le Fou. Y creo que alguien debería adaptarla para hablar de literatura, hoy más que nunca y en especial entre nosotros, que venimos de países y de culturas que SON PURA EMOCIÓN AUNQUE NO LO PAREZCA PORQUE ESTAMOS RODEADOS DE ESCRITORES MOJIGATOS QUE SE CONTENTAN CON EL APLAUSO DEL NERD DE LA FACULTAD. (Estas mayúsculas son mías, lo admito.)

La estética de Bangs no le deja más remedio que dar el otro paso y volverse ética. Está claro que solía ser pesimista (“Enfrentémoslo, no podemos cooperar y nos odiamos unos a otros”), pero aún en lo más profundo de su depresión encontraba fuerzas para defender una excelencia que encontraba en el arte y no podía dejar de aplicar a la vida: “Existe una guerra hoy en día que va mucho más allá de la del resto-de-la-sociedad versus los punks,” escribió en 1978, “es la guerra por la preservación de nuestro corazón contra todas las fuerzas que conspiran para asesinarlo”. Por eso no tenía problema alguno en desmenuzarse en público, analizando los límites de su pensamiento y haciéndose cargo de sus propios prejuicios y hasta de su culpa liberal. Para Bangs, perdemos esa guerra de la que hablaba –que no sólo sigue existiendo hoy, sino que es todavía más feroz que entonces- cuando nos negamos a asumir que su maldad existe. “En otras palabras, cuando asentimos (con esa maldad) por pasividad o por indiferencia”.

Lester Bangs nunca dejó indiferente a nadie. Extraño su lucidez, una gema cada vez más rara en los medios de comunicación.

Leer más
profile avatar
9 de marzo de 2007
Blogs de autor

Más extraño que la vida

Fui a ver Más extraño que la ficción (Stranger than Fiction), a pesar de que detesto a Will Ferrell y de que las películas de Marc Forster no me han gustado nunca –ni Monster’s Ball, ni Finding Neverland-, porque me interesaba la premisa del guión de Zach Helm: ¿qué ocurriría si un hombre descubriese que en realidad es un personaje de ficción, el producto de la imaginación de un escritor? ¿Y qué haría en ese caso cuando entendiese que el escritor en cuestión (una escritora, en este caso, interpretada por Emma Thompson) se dispone a matarlo, para cerrar el capítulo final de su novela más ambiciosa? Algo de ese trasfondo hay en la novela que comencé a escribir en estos días, pero confieso que no fui a ver Stranger than Fiction por trabajo, sino porque la cuestión me fascina: las difusas fronteras entre realidad y ficción, y la convicción de que nuestras vidas están organizadas como un relato que a veces nos rehusamos a escribir, suponiendo que quien nos “escribe”, esto es quien va determinando a diario nuestro destino, es otro.

La película es agradable y funciona bien. ¡Hasta Will Ferrell resulta tolerable! Me gustó que el asunto de la ficción y de la realidad fuese empleado para dirimir la cuestión del libre albedrío, que es la misma manera en que yo lo uso; entiendo la ficción no como escape de la realidad, sino como una vía alternativa para asumirla –y transformarla. ¡No existe ninguna cuestión fundamental de nuestra existencia que no pueda, y en muchos casos deba, ser resuelta mediante la imaginación! Me conmovió asimismo que la escritora Kay Eiffel (Thompson) tomase una decisión crucial respecto de su propia narrativa, aun corriendo el riesgo de arruinarla. A su manera, Eiffel como deidad de su propio universo creativo reacciona del mismo modo que el Dios de las antiguas Escrituras: asumiendo que su criatura tiene vida propia, aceptando los límites que esa creación le pone (así como lo hizo Job, al avergonzar a Dios por la impunidad con la que manejaba su poder), y asumiendo al fin que su poder termina allí donde comienza la libertad del otro. En manos de un actor más profundo que Will Ferrell, el personaje de Harold Crick, esta criatura que se rebela contra el destino que su creadora le tiene preparado, habría alcanzado dimensiones de humanidad incomparables. En manos de un director más inspirado que Marc Forster, Stranger than Fiction se habría convertido en una película tan inolvidable como Qué bello es vivir y The Truman Show, en la medida en que dramatiza una cuestión esencial: nuestro derecho a elevarnos por encima de las circunstancias que nos tocaron en suerte, reclamando una mínima parcela de felicidad. Aunque para ello debamos rebelarnos contra la vida misma, porque aun cuando resulte derrotada esa rebelión expresa el aspecto más sublime de la existencia humana, la voluntad de escribir nuestros destinos, de ser los autores de la novela de nuestras vidas.

Leer más
profile avatar
8 de marzo de 2007
Blogs de autor

Presidente Bluto

El pasado lunes 5, de manera casi por completo inadvertida, se cumplieron 25 años de la muerte de John Belushi. Es verdad que el público hispanoamericano no tuvo gran oportunidad de apreciar su talento, en la medida que no vio otra cosa suya que no fuesen películas. (Las mejores del lote siguen siendo Animal House, The Blues Brothers y la inquietante Neighbors.) Al igual que ocurrió con el comediante argentino Alberto Olmedo, el cine era un medio que no le hacía justicia: como se trataba de criaturas explosivas e impredecibles, el mejor vehículo para su locura fue la televisión. Por fortuna ahora se han editado en la Argentina una serie de DVDs que recogen algunos de los programas de TV de Olmedo, donde se lo aprecia en su mejor forma. Y en lo que hace a Belushi, sólo entendí hasta qué punto era inmenso cuando cayeron en mis manos los videos recopilatorios de su paso por Saturday Night Live, el programa que lo lanzó a la fama.

De origen albanés, Belushi era una dínamo, una fuerza vital a la que nadie pudo controlar –empezando por Belushi mismo. Sus personajes recurrentes en Saturday Night Live estaban completamente desatados, o fingían una calma que iba acumulando tensión hasta que llegaba el estallido liberador: tanto como Joliet Jake Blues, o el samurai Futaba que atendía al público del delicatessen, o Pete el griego del Olympia Café, o el Beethoven que esnifaba cocaína y se convertía en Ray Charles, Belushi interpretaba a un accidente a punto de ocurrir. Paradójicamente, el personaje con el que el gran público terminaría asimilándolo fue el Bluto de la película Animal House. Bluto era gordo, sucio, maleducado e impresentable, pero ninguna de esas características le preocupaba en lo más mínimo siempre y cuando hubiese a mano algo para comer y una fiesta en ciernes. La broma la cerraba el filme en una serie de carteles finales, cuando aclaraba que con el tiempo Bluto llegó a senador de los Estados Unidos. No resulta difícil asimilar a Bluto con determinadas características de su país: lleno de energía y siempre avasallante, Bluto no podía dejar de llenarse la boca con cualquier alimento que le saliese a su paso, hasta llegar al punto de estallar; era la voracidad encarnada.

Supongo que Belushi debe haber entrevisto que iba a pasarse la vida cruzándose con gente que le gritaría Hey, Bluto! por la calle, y pidiéndole que se llenase los carrilos de comida para escupirla después. Entre los proyectos que tenía entre manos cuando murió había varios que pretendían ampliar su espectro, pero los tibios resultados que había logrado cuando quiso apartarse de su registro habitual –en Neighbors, por ejemplo, y en la comedia romántica Continental Divide- le habrán insinuado lo absurdo de la empresa. Además para ese entonces la voracidad de Belushi incluía a las drogas, con las que se atiborró hasta que su corazón dijo basta. Después de una noche de juerga con Robin Williams y Robert De Niro, murió en su suite del Chateau Marmont de Los Angeles a causa de una inyección de speedball, una mezcla potencialmente letal de cocaína y heroína. Todavía recuerdo ese cortometraje en blanco y negro que había hecho para SNL, en el que se lo veía viejo, visitando en un cementerio a todos sus ex compañeros del programa de TV y lamentando que todos hubiesen fallecido antes que él. Sobre el final, el “anciano” Belushi revelaba la causa de su larga existencia: bajaba sus gafas, arqueaba esa ceja que era su marca de fábrica y decía que había sobrevivido a todos los demás “because I’m a dancer”, porque era un bailarín; y a continuación se ponía a danzar encima de las tumbas. Algunos de sus compañeros murieron en efecto –por ejemplo Gilda Radner- y otros desaparecieron casi por completo del mapa, como Chevy Chase y el mismo Dan Aykroyd. De alguna manera el cortometraje fue presciente: Belushi los ha sobrevivido a todos, es aquel cuya sombra sigue siendo la más larga.

Belushi ya no está, pero en su ausencia Bluto no ha dejado de comer, un verdadero Pac Man humano. Algunos sugieren que lo de senador fue sólo un escalón, y que de hecho ha llegado a presidente.

Leer más
profile avatar
7 de marzo de 2007
Blogs de autor

Polémicas vigentes, polémicas pendientes

Durante el último mes el suplemento de cultura de Página 12, Radar, se vio animado por una polémica en torno de la figura de Osvaldo Soriano. La chispa saltó con el número dedicado al aniversario de la muerte del escritor, a quien considero el último gran narrador popular de la Argentina. (Para mí Fontanarrosa sigue siendo ante todo un hombre de la historieta porque fue mediante ese género, al que no considero nada menor, donde reveló su talento.) En aquella edición de Radar, alguien –ya no recuerdo si fue Guillermo Saccomanno u Osvaldo Bayer- recordó que en alguna ocasión Soriano había sido invitado a la Facultad de Letras a conversar con los estudiantes, y que se había sentido agredido y humillado durante la velada. En todo caso, tanto Saccomanno como Bayer defendieron el valor de Soriano como artista, en plena consciencia de que el Gordo ni siquiera terminó la escuela secundaria, y le pasaron el fardo de aquel dolor que se llevó a la tumba a la titular de una de las cátedras de la Facultad, Beatriz Sarlo, reputada intelectual y columnista de la revista Viva del diario Clarín. La cuestión es que Sarlo respondió el domingo siguiente que ella no había organizado el encuentro y devolvió mandobles a diestra y siniestra, lo que motivó que al otro domingo Saccomanno y Bayer volviesen a la carga, y después Sarlo otra vez, y María Moreno tratando de separar la paja del trigo con tan mala fortuna que Bayer la eligió el domingo siguiente como blanco de una andanada… y así hasta este domingo, que nadie puede garantizar que sea el último.

La polémica en sí misma es bienvenida. La vida literaria de la Argentina suele transcurrir en una falsa placidez que apenas oculta que las distintas tribus –que las hay- tratan de vivir como si las otras no existiesen; es una cultura de la negación del otro, que lamentablemente tiene profundas raíces en la historia nacional. Lo cierto es que a esta altura ya no se sabe bien qué están discutiendo; los argumentos han cedido paso a los pases de factura alentados por viejos enconos. Este domingo una columna de Germán Ferrari trajo algo de sensatez al asunto. Ferrari se limitó a buscar evidencias. Encontró varios reportajes que Soriano dio antes de morir en los que hacía referencia a la mítica velada en Letras. “La Facultad de Letras forma gente para entender la literatura de una manera, no de varias. Ciertos sectores que allí se formaron son lo menos pluralista que yo conozco”, le dijo a la revista La Maga en mayo del 92. (Un diagnóstico con el que concuerdo, en términos generales.) Un artículo previo, de diciembre del 91, daba cuenta en el suplemento cultural de Clarín que Soriano había asistido a un ciclo de charlas de la Facultad de Letras, “animándose como visitante y resistiendo firme”. A esta altura queda claro que el ciclo existió; sólo resta determinar quién organizó aquel ciclo universitario, si fue Sarlo como algunos pretenden… o si fue tan sólo alguien que trabajaba bajo su égida.

Lo que queda claro es que existen al menos dos grandes bandos en este asunto: los que reivindican la literatura como una parte importantísima de la cultura popular, con un valor tanto testimonial como transformador de la historia, y los que se contentan con que sea una tarea de iluminados, debatida y disfrutada tan sólo dentro de un cenáculo. (Esta es una clasificación interesada, por supuesto: ¡no imaginarán que yo me pongo al margen de esta dicotomía!) Y también resulta evidente que más allá de esta polémica puntual, existen muchas otras que tenemos pendientes con carácter de urgencia: por ejemplo, cómo hacer para que la literatura, y muy especialmente la literatura que se hace aquí, vuelva a ser un bien masivo en un tiempo de crisis económica, concentración editorial y páramo creativo. (Claro, esta es una discusión que sólo le interesa a uno de los bandos, dado que el otro está contento con las cosas como están. ¡Pero eso no es excusa para que los que estamos de este lado no nos arremanguemos para intentar resolver la cuestión!) Por lo demás, puedo decir que me gustan los libros de Soriano, y que conozco a Saccomanno desde que escribía guiones de historietas, y que admiro al Bayer de Los vengadores de la Patagonia trágica y Severino Di Giovanni, pero soy incapaz de mencionar el título de un solo libro de Beatriz Sarlo. (Para columnista dominical, me quedo con Rosa Montero.) Ya sé que en este caso se trata de una falta mía, de un agujero en el tejido de la información de que dispongo, pero las pocas cosas que sé sobre esta autora –ayer leía que según Horacio Verbitsky, Sarlo dice que Rodolfo Walsh cultivaba “una estética de la muerte”, con lo que sinceramente disiento- me quitan todas las ganas de intentar conocerla. ¡Uno no puede leerlo todo!

Yo soy de los que creen que hay que vivir para poder escribir, en vez de escribir por temor a vivir.

Leer más
profile avatar
6 de marzo de 2007
Blogs de autor

Sobre el gigante García Márquez

La gente de mi generación tiende a mantener a García Márquez a prudente distancia; lo máximo que se le aproximan es en la medida que la ironía se los permite. Supongo que se debe a que lo consideran demodé, el narrador de una América Latina entre bucólica y brutal que hoy se nos antoja tan remota como la Arcadia. Sin embargo yo, que crecí creyendo que García Márquez era un gran escritor (lo oí en la sobremesa en boca de mis padres, en una época en que también se hablaba de libros durante las comidas), estoy convencido de que sigue siéndolo, y no como un artefacto de museo, sino como un artista cuyas obras nos siguen interpelando –e impulsándonos a ir más allá, a no contentarnos con nuestra mediocridad, a seguir intentándolo.

Debo este convencimiento a una razón vergonzante. La gente del diario cordobés La voz del Interior (me refiero a la Córdoba argentina) me pidió un artículo sobre García Márquez, con la excusa del cumpleaños número 80 del escritor –feliz cumpleaños, dicho sea de paso- y del inminente aniversario de Cien años de soledad. (Estamos a casi cuatro décadas de la edición original en Sudamericana, una época en que la Argentina marcaba rumbos en la industria editorial; otra de las tantas cosas que ya no son lo que eran.) Y como mi sentido del deber me condena a hacer las cosas como se debe, me obligué a releer Cien años y El otoño del patriarca. Qué libros, por Dios. ¡Siguen siendo inmensos! Aunque el mismo García Márquez prefiera El otoño, mi corazoncito sigue estando con Cien años de soledad, como cuando era chico y la novela de Macondo me abrió el panorama de lo posible. Lo que me aleja de El otoño (un poquito, nomás; sigo creyendo que es una novela magnífica) es que creo entrever al García Márquez que trabaja para el bronce, y además me pesa su evidente fascinación por las figuras del poder. A mí los hombres fuertes de Latinoamérica me tienen sin cuidado, lo que me interesa, en todo caso, es la gente que los padece. En cambio Cien años tiene el encanto del libro en que un escritor da al fin con la combinación alquímica para producir el oro, donde todo se combina como debe, tema, tono, historia, y fluye con la mayor de las naturalidades, como quien refiere lo que le ha sido revelado sin otra responsabilidad que la de ser fiel al relato.

Entre los muchos motivos por los que siento necesidad de reivindicar estos libros ante mi generación (y ante las que vienen después, que en buena medida los desconocen), señalaré tan sólo unos pocos. En primer lugar, valoro que se hagan cargo de la necesidad de contarnos. Novelas como Cien años de soledad funcionan a la vez como relato familiar, como historia alternativa de una nación y por extensión de un continente; en consecuencia, nos ofrecen un espejo deformante en el que vernos de una manera nueva, forzándonos a reconocernos –y recreándonos al hacerlo. En segundo lugar, porque prueban que contarnos a nosotros mismos no entraña la obligación de apegarnos a un realismo socialista. Como latinos, somos herederos de una tradición cuya imaginación es tan frondosa como sus selvas; por eso mismo, a la hora de ver nuestra realidad la imaginación nos resulta más útil como prisma que el mejor par de anteojos. (Yo soy de los que bufan cuando se habla de la “magia” en García Márquez, porque entiendo que cualquiera que conozca Colombia sabe que el Gabo es un realista en el mejor sentido, esto es en el mismo sentido que Fellini lo era: alguien que reproduce lo que ve ya no con la torpeza con que la realidad lo pinta, sino con el pincel preciso de la poesía.)

Lo otro que le admiro es la ambición. Viviendo en una tierra en que tantos escritores han sido jibarizados, aceptando el proceso de reducción con la mejor de las sonrisas, no puedo menos que sacarme el sombrero delante de un señor que se plantó como un gigante.

En lo que a mí respecta, sigue allí plantado. Yo creo que García Márquez estuvo a la altura de sus circunstancias: le tocó un momento difícil en la historia de su país y de nuestra tierra, y dio testimonio con su vida y con su obra. Soy uno entre millones que a partir de la lectura de Cien años se ha sentido ciudadano de Macondo, lo cual significa partícipe de una hermandad que antes de leer esa novela no sentíamos, ni estaba allí. Por supuesto que es más fácil negar a García Márquez y someter sus obras al escarnio que aceptar que nos ha puesto el listón muy alto. En lo que a mí respecta, prefiero no dedicar más energías a negación alguna y consagrar mis pobres energías a hacer mi parte, en esta América Latina post Macondo que todavía reclama quien la escriba.

Leer más
profile avatar
5 de marzo de 2007
Blogs de autor

No todas las pasiones valen la pena

Hace algunos días, vaya a saber Dios por qué (quizás porque soy argentino, y se supone que todos los aquí nacidos somos fanáticos del fútbol), RPM me preguntó qué opinaba sobre el fenómeno de las barras bravas. Lo primero que debería dejar en claro es que a mí el fútbol me la suda, como dirían mis amigos españoles. Nunca me interesó, aunque presumo que mi desprecio fue construido por una serie de circunstancias aviesas. De niño era terriblemente miope –ya no, láser mediante-, y en consecuencia jugaba muy mal, lo cual no hacía otra cosa que frustrarme. Para peor, cuando era muy pequeño me corté con una botella rota de Coca-Cola mientras pateaba la pelota en una calle de Neuquén, y me gané seis puntos en el tobillo que sentí como seis puñaladas. Y a los doce, de puro aburrido, jugaba con una de cuero en Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba, con tal mala fortuna que le pegué un pelotazo a un panal de abejas. Se me vinieron encima en una nube y me cagaron a aguijonazos, aun cuando corrí como loco a encerrarme dentro de la casa. Según la contabilidad de mi abuela, tenía en el cuerpo no menos de sesenta picaduras. ¿Cómo pretenden que me guste el fútbol?

Por supuesto que durante los Mundiales me convierto en un imbécil más, pero no al punto de perder del todo la cordura. Todavía recuerdo una semifinal de este último mundial: entré a un bar de Palermo mientras jugaban Brasil y Francia, y descubrí que la enorme mayoría de los asistentes apoyaba a los franceses. Ya sé que los porteños tenemos bien ganada fama de pretensiosos, pero no deberíamos llegar al extremo de creernos más parecidos a los franceses que a los brasileños. Y después nos quejamos, los latinos, porque nos va como nos va. Preferimos que gane cualquier otro antes que nuestro hermano. Nuestro individualismo, y nuestros nacionalismos malentendidos, nos llevan a comernos entre nosotros (pensemos en el enfrentamiento Uruguay-Argentina por las papeleras), con un salvajismo y una ceguera simultáneas que me recuerda la escena de Life of Brian en que los grupúsculos de la izquierda sionista se iban eliminando unos a otros hasta que no quedaba nadie. (Ah, si los Monty Phyton nos conociesen…)

Pero creo que en el fondo RPM apuntaba a otra cosa, que entiendo muy bien. Yo puedo reconocer la belleza del fútbol como deporte. Pero el hecho de que no me fascine facilita que perciba con cierta claridad la utilización política y social que se hace del espectáculo que brinda. Como lo miro desde afuera, me parece evidente que el fútbol funciona en buena medida como un gran mecanismo de control social. La gente (hombres, en su inmensa mayoría) vuelca en su contenedor parte significativa de la pasión que le cabe en el cuerpo, y también de las frustraciones que le depara la existencia. Gritan como desaforados, echan espuma por la boca y, de llegar a ser necesario, se desfogan a los puñetazos o con actos vandálicos. Siempre digo que si el fútbol tal como se lo concibe hoy no existiese, habría muchas revoluciones más en el mundo, porque no quedaría más remedio que volcar las energías en cuestiones que sí valen la pena, como las injusticias del sistema económico que suelen ir de la mano con los defectos del sistema político. Por supuesto, también ocurrirían otras muchas barbaridades: de seguro aumentaría la violencia de los hombres sobre las mujeres, pero aplaudir al fútbol porque ayuda a que mis congéneres descarguen su furia en otra parte sería tan necio como aplaudir a Al Qaeda porque contribuye a que Bush se olvide de América Latina.

No conozco a fondo el fenómeno de las barras bravas, pero me consta que existe una ligazón muy profunda entre su organización fascista y su naturaleza corrupta (porque aunque agiten el estandarte de la pasión se mueven por obra del dinero), y algunas de las formas más retrógradas de la organización política de mi país. Buena parte de la gente que milita en alguna barra brava hace doblete en alguna asociación política, a la que trasladan todo su savoir faire, tan antidemocrático por naturaleza. (¿O este fanatismo no se trata de apoyar al propio bando a toda hora, aun cuando sepamos que el equipo apesta y no merece ganar?) Que el fútbol es una de las formas del éxito político es algo que el actual candidato a alcalde de Buenos Aires por el PRO, Mauricio Macri, sabe a la perfección: por algo se preocupó por asegurarse primero la presidencia del club Boca Juniors, donde trató de darse un baño de masas que lo librase de la imagen de niño rico que siempre tuvo. Desde esa plataforma trató de llegar a alcalde y fue vencido en las urnas, transformándose desde entonces en el diputado de la ciudad que menos proyectos presentó. Días atrás volvió a lanzar su candidatura, utilizando como telón de fondo un basural y abrazando en cámara a una niña que vive en una villa miseria. Lo gracioso es que la invitó a ver Happy Feet, y no sabía que la película ya había bajado de cartelera.

Así son tantos políticos. Prometen lo que no pueden cumplir.

El fútbol también. Puede proporcionarnos una alegría ocasional, pero nunca mejorará nuestras vidas.

Leer más
profile avatar
2 de marzo de 2007
Blogs de autor

Nacidos para correr

Una de las cosas que compré durante mi último viaje fue la caja que Columbia editó para conmemorar los 30 años de Born to Run, el disco que consagró a Bruce Springsteen en 1975. (Lo cual significa que Born ya tiene 32 años. Mierda. El tiempo está corriendo más rápido que mis piernas.) Compré la caja porque la única edición de Born to Run que tengo es la de vinilo, y porque me interesaban los materiales extra: tanto el documental Wings for Wheels como el DVD del concierto que Springsteen y la E Street Band ofrecieron en el Teatro Hammersmith de Londres, también en 1975. Creo que el Springsteen de Born to Run, esto es el Bruce pre-Born in the USA, lo cual también significa el Bruce flaquito y callejero pre-sobredosis de gimnasio, es aquel que prefiero. En aquel momento –yo era muy pequeñito, como las matemáticas indican-, Born to Run me iluminó el alma y contribuyó a marcarme el camino. Para empezar, era un disco bigger than life. Todo en él era desmesurado, tal como me gusta: desde el abigarrado sonido a la Phil Spector, pasando por la voz feral de Springsteen, hasta el scope de cada una de sus canciones, concebidas como films dignos de James Dean y de pantallas ni un milímetro por debajo de los 70.

El documental Wings for Wheels echa luz sobre el hecho fortuito que definió la esencia de Born to Run. Por aquel entonces Springsteen ya tenía dos discos promisorios, Greetings from Asbury Park, N.J., y The Wild, the Innocent and the E Street Shuffle. Esas obras, sumadas a sus incendiarias actuaciones en vivo, le valieron que el crítico Jon Landau escribiese una frase que ya tiene resonancias míticas: “He visto al futuro del rock and roll, y su nombre es Bruce Springsteen”. Cuando las sesiones de lo que debía convertirse en Born to Run se estancaron después de grabar el tema homónimo, Springsteen decidió consultar a Landau, que sin mayor experiencia previa en la cuestión terminó convertido en co-productor del disco –y en manager de Springsteen hasta el día de hoy. Creo que Landau fue fundamental durante las sesiones, porque impulsó a Springsteen a terminar de hallarse a sí mismo. A menudo los artistas son inseguros, y pendulan entre sus ambiciones y el temor de no lograr destacarse por encima de la mediocridad; creo, pues, que lo que Landau veía en él proporcionó a Springsteen la confianza que le faltaba para estar a la altura de sus deseos. Si ese crítico tan prestigioso no dejaba de decir que estaba destinado a la gloria, ¿por qué no creer, por qué no lanzarse al vacío con los brazos abiertos y un grito de júbilo en los labios?

El disco sigue siendo tan emocionante como en su momento. Su sonido es el de un hombre que aún sabiéndose limitado, se juega el todo por el todo. Creo que buena parte de su mérito pasa por allí, por la elección de personajes comunes, falibles hasta el filo de la indignidad, a los que convierte en protagonistas de historias más grandes que la vida misma: ¿o acaso no es cada uno el protagonista de su propia historia, de la novela y del film de su vida? ¿Dónde figura que nuestras existencias deben ser narradas desde el minimalismo o el realismo sucio, dónde dice que debemos contentarnos con la luz chata y el fuera de foco? Yo trato de vivir mi vida en technicolor y en cinemascope. Le debo ese impulso y esa pasión a mucha gente, por cierto, pero Springsteen sin duda está entre ellos –y su disco más trascendente, este Born to Run que te anima a creer que tu chica es la mejor del mundo a pesar de que ambos sean conscientes de que no son tan bellos ni son ya tan jóvenes, este Born to Run que te otorga la fe que te faltaba para encontrar una redención que quizás esté debajo de la sucia capota vinílica de tu auto, este Born to Run que te revela que tenés poco y nada que perder y que lo mejor que puedes hacer es dar el salto, porque este es un pueblo de perdedores, y yo me estoy yendo porque quiero ganar.

We got one last chance to make it real, dice Springsteen en Thunder Road.

Nos queda una última oportunidad para convertir nuestros deseos en realidad, una última oportunidad para correr más rápido que el tiempo.

Leer más
profile avatar
1 de marzo de 2007
Blogs de autor

Por culpa de Quirón y de Neptuno

Hace pocos días, a colación de algo que dije respecto de la ineptitud social de la mayoría de los escritores –limitación que también padezco, por supuesto-, Román me preguntaba si la cuestión no había hecho nunca mella en mi vida romántica. Siento la tentación de evadir el asunto recurriendo a una broma: ¿de qué vida romántica me hablas, Román? Pero en fin, no sería justo que me quejase. Aun a pesar de la condición de escritor mi vida amorosa se las ha arreglado para ser variadísima, con lo cual no pretendo referirme a cantidades (sería poco elegante, y además me dejaría mal parado: lo mío es más bien modesto), sino más bien al arco variopinto de las emociones que me deparó: he pasado por los dolores más desgarradores pero también por las alegrías más intensas. Para ponerlo de forma más clara y categórica: todo el conocimiento que tengo de la felicidad se lo debo al amor, al romántico, claro, pero también al otro, ese amor que uno prodiga y recibe de padres e hijos, de amigos –y hasta de desconocidos, que representan a los verdaderos otros de nuestra vida. Es verdad que la enajenación que nos es común no juega del todo a favor: a menudo las relaciones que tenemos con nuestras criaturas de ficción resultan más reales –y por cierto, la mayor parte del tiempo suelen ser más gratificantes- que las relaciones que sostenemos con gente de carne y hueso; por lo pronto, nuestros personajes suelen tener la ventaja de hacer lo que nosotros queremos que hagan, en tiempo y en forma, mientras que nuestras enamoradas insisten en esta extraña manía de la voluntad propia. Pero a esta altura del partido, Román, puedo asegurar que existen personas a las cuales nuestra ensoñación casi permanente no les resulta inconveniente: por el contrario, forma parte esencial del atractivo que tenemos para ellas. El refranero popular lo expresa de muchas maneras. Se dice que siempre hay un roto para un descosido, por ejemplo. O que a cada chancho le llega su San Martín.

El problema se empeora si además de ser escritor, uno es del signo de Acuario.

Yo no creo en los horóscopos, o quizás debería decir que los miro por encima del hombro con un escepticismo que pretendo saludable. Pero como ya confesé alguna vez, guardo el mayor de los respetos por el señor que hace el horóscopo de la revista Vanity Fair, Michael Lutin. (Que además tiene su propio sitio en internet, por supuesto: www.michaellutin.com.) Mi respeto deriva de la experiencia: este hombre lleva algunos años anticipándolo casi todo en mi vida. Incluso en épocas como la presente, en que no las tengo todas conmigo por culpa de Quirón y de Neptuno, que han tenido el mal gusto de transitar Acuario por estas fechas. Para que veas a qué me refiero, Román: en el texto dedicado a los acuarianos en febrero, Lutin dice que “parte tuya está presente, mientras un gran segmento de tu atención está ausente. Está en otra parte. Periódicamente te vas a sitios donde otra gente no puede seguirte. Eso te convierte en alguien todavía más deseable, tan sólo porque existe un aspecto solitario de tu personalidad que demanda que permanezcas a solas en tu celda de meditación, o en tu propio cuarto. Eso no significa que quieras cortar con tus relaciones. Lejos de ello. Se trata tan sólo de que ahora no puedes entregarte por completo, o aceptar ser controlado. Ocurre que por mucho que ames la idea de fundirte a otra persona, estás atendiendo a una herida que nadie puede curar más que tú mismo. Y además estás convencido de que existe una misión urgente que demanda tu dedicación indivisa. Tonto”.

Así es Lutin: si te tiene que zarandear, te zarandea.

Ya ves, Román. Existe algo peor para la vida romántica que ser escritor. Deberías darte por satisfecho si a pesar de ser escritor, tienes la fortuna de no ser un Acuario.

Leer más
profile avatar
28 de febrero de 2007
Blogs de autor

De procesos interrumpidos y de nuevos comienzos

Cada vez que un proceso natural es interrumpido de manera violenta, la Historia desanda su marcha y las deudas por pagar se apilan, de manera implacable. La América Latina de fines de los 60 y comienzos de los 70, por ejemplo, pretendía avanzar en la construcción de sociedades menos sectarias e injustas. En ese contexto, no debería extrañar a nadie que por aquel entonces haya surgido lo que todavía hoy se conoce como el boom: escritores de infinita diversidad como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa trataban de explicarse a sí mismos y en el proceso explicar, o por lo menos arriesgar sus propias intuiciones, respecto del sitio y el tiempo que les había tocado en suerte. Las dictaduras que surgieron para apagar las flamas surgidas al sur del río Grande no opacaron el brillo de semejantes autores, pero entre sus muchas consecuencias –la mayor parte de ellas terribles, y en buena medida abiertas todavía como heridas que no logran cicatrizar- hay una que quizás parezca menor, pero no lo es tanto. Así como en la Argentina la dictadura arrasó con buena parte de lo más brillante de una generación, también logró interrumpir un proceso de creación del que los escritores del boom eran fogoneros. Aquí desaparecieron Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Haroldo Conti. Otros muchos escritores debieron emigrar, y sus libros se torcieron de allí en más para tratar de descifrar el descentramiento producido por el exilio forzoso. En consecuencia –e insisto, hablo básicamente a partir de la experiencia argentina-, los escritores dejaron de contarnos. La dinámica de la vida hubiese hecho esperable que una nueva generación se rebelase contra los nombres del boom, proponiendo nuevas formas de contarnos a nosotros mismos, pero la violencia interrumpió ese proceso.

Hay un hueco enorme, un vacío insondable, entre aquellos maestros y nosotros. Sobre fines de los 80 surgió aquí una nueva generación de narradores. Pero los que comenzamos a editar por aquel entonces no podíamos rebelarnos contra la generación que nos precedía, simplemente porque no estaba: los habían borrado de la faz de la Tierra. Y tampoco tenía demasiado sentido embestir contra García Márquez & Co., porque parecían estar hablando de una Latinoamérica que nunca habíamos llegado a conocer, un sitio fantástico del que nos separaban pocos años pero que se nos antojaba tan distante y remoto como la América del Popol Vuh. Nos guste o no, aquí había calado fuerte la impronta de la dictadura. Por lo pronto, habían logrado convencernos de que hablar de gente tangible y emocional, de historias concretas y de escenarios latinoamericanos era algo indigno de nuestras plumas. Lo mejor que podíamos hacer era concebir relatos de alienación, discursos interiores; lo que estaba de moda era consagrar al estilo como único Dios, defender al lenguaje como la única realidad digna de nuestra atención.

Siento, hoy, que tal como suele suceder de acuerdo a la dinámica de los procesos orgánicos, no nos queda otra que retomar el camino en el preciso punto en que fue interrumpido. Esto, que ya está ocurriendo de manera ostensible en el mundo político latinoamericano, todavía está pendiente en buena parte de nuestra literatura. Necesitamos encontrar la forma de contarnos desde este presente, necesitamos encontrar nuestra forma, que seguramente ya no pasa por Macondo ni por McOndo; la gente del boom lo hizo de maravillas en su momento, ahora es nuestro turno de afrontar el desafío. ¡Ojalá surja gente que esté en el nivel de aquella, y que sepa deslumbrarnos con sus visiones!   

Digo todo esto a raíz de una iniciativa del Hay Festival llamada Bogotá 39, cuya intención es encontrar a los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 39 para reunirlos en Colombia durante agosto. (Este 2007 Bogotá es Capital Mundial del Libro.) La gente puede proponer nombres, ya se enterarán mediante el blog. Yo estuve buscando escritores argentinos, pero todos los nombres que se me ocurrieron ya atravesaron el límite de edad, tienen 40 o más. Estoy seguro de que deben existir autores jóvenes de enorme talento, pero lamentablemente no he oído de ellos todavía; como diría una periodista a la que le gusta pensar mal de mí por todos los motivos equivocados, se ve que hace tiempo que no circulo por el barrio. Pero como respeto mucho la delantera que los narradores colombianos nos llevan en esto de contarse a sí mismos y en el proceso de contarnos, no me averguenza proponer a un colombiano que a mi juicio no puede faltar entre los 39: Juan Gabriel Vásquez, de quien leí Historia secreta de Costaguana y estoy leyendo Los informantes. Vásquez tiene todo lo que hay que tener: arte, visión, estilo y el coraje para llevarlos adelante, sin reparar en el coro de voces necias que nos piden que moderemos nuestras ambiciones y vayamos a menos.

Seguramente se me ocurrirán más nombres. Después les digo.

Leer más
profile avatar
27 de febrero de 2007
Blogs de autor

Una caja de chocolates con sorpresa

Aquello que Forrest Gump recibió de la sabiduría de su madre se demuestra verdadero año tras año, durante la ceremonia de entrega de los premios Oscar: se parecen siempre a una caja de bombones de chocolate, porque uno nunca sabe qué le va a tocar en suerte.

Escribo de madrugada, al cabo de la maratón anual que en Latinoamérica transmitió la señal TNT. Y como casi siempre, con algunas satisfacciones y algunas –la mayor parte, debería decir- claras y dolorosas decepciones. En mi condición de fan de la primera hora (nunca hubo mejor Morgana que la que interpretó en Excalibur), me alegró sobremanera el Oscar entregado a Helen Mirren, la más grande entre las grandes. También me pareció merecido el Oscar de Alan Arkin, en la categoría de actor secundario por Little Miss Sunshine. Y el premio honorífico a Ennio Morricone fue una reparación histórica: se trata de uno de los músicos más talentosos de la historia del cine, a quien el Oscar nunca premió como hubiese sido justo. Pero a partir de allí, casi todo se me antojó indecoroso.

En primer lugar, que se le negasen a Guillermo del Toro los premios principales para los que estaba nominado: El laberinto del fauno ganó algunas categorías, pero perdió como mejor guión original y como mejor película extranjera. Sabrán disculpar mis amigos alemanes, pero a pesar de que La vida de los otros me pareció una buena película, creo que El laberinto es superior. Después del filme que introducía el premio de la categoría, que incluyó imágenes de anteriores galardonadas como La Strada, 8 y 1/2, Rashomon y Amarcord, quedó más claro que nunca que el único filme de los nominados que ambiciona caminar en las huellas de aquellos clásicos es el de Guillermo del Toro.

También me dio pena que Peter O’Toole no ganase el Oscar al mejor actor, aunque estoy seguro de que Venus no debe ser su mejor película. The Departed está lejos de ser la mejor película de Martin Scorsese, y sin embargo se aplicó la lógica de premiarlo por todas aquellas veces que la Academia lo ignoró. ¿No se merece un Oscar el actor de Lawrence de Arabia? El mismo Bill Monaghan, ganador por mejor guión adaptado, confesó en escena que había decidido dedicarse al cine cuando vio el viejo filme de David Lean. (Creo que habría que fundar un club con toda la gente que tomó decisiones semejantes ante la misma visión.) Y sin embargo la Academia premió a Forrest Whitaker, quien sin duda alguna debe estar bien en The Last King of Scotland –que todavía no he visto-, pero que ante todo debe haber sido visto por los votantes como uno de los suyos. Y cuando digo uno de los suyos, me refiero a un norteamericano. El discurso inaugural de la anfitriona Ellen DeGeneres terminó volviéndose profético: comenzó subrayando la increíble diversidad de las candidaturas, llenas de latinoamericanos, españoles, japoneses e ingleses, pero lo hizo en un tono casi de temor ante algo percibido como una invasión, para dar paso luego a una ceremonia en que la industria de Hollywood se reveló más conservadora que nunca –y más endogámica.

En términos generales, la divisoria de aguas parece enviar un mensaje claro: frenar a los mexicanos. Del Toro se quedó sin los premios mayores, Babel ganó sólo el premio a la mejor música y Cuarón no fue galardonado por Children of Men en ninguna de las categorías en que figuraba, ya de por sí secundarias: ni siquiera le dieron el premio a la mejor adaptación, laureando a cambio a Monaghan, que respetó íntegra la estructura de Infernal Affairs, película en la que The Departed se basa hasta en las zonas más inverosímiles de su guión. Cuando vi The Departed en el cine, al llegar a la escena culminante en el ascensor la gente se reía ante tanta balacera y tanto muerto cruzado. Pero eso no ocurría con la original, porque Infernal Affairs no pretendía ser otra cosa que un policial cool con argumento ingenioso. En cambio The Departed es pretenciosa. Que la Academia haya retaceado premios a los mexicanos –y hasta a Little Miss Sunshine, que puesto a elegir me parece mejor película que la de Scorsese- para consagrar a gente como Jennifer Hudson y películas como The Departed, me suena a bombón relleno de licor amargo. Cuando dentro de algunos años veamos que el Oscar al mejor filme se lo entregaron en el 2006 a Crash y en el 2007 a The Departed, recordaremos esta época como un tiempo oscuro para Hollywood. Está claro que nadie espera demasiado de los Oscar, pero la lista de películas memorables que fueron premiadas a lo largo de la historia le da uno derecho a reclamar, cuanto menos, que se esfuercen por mantener el nivel.

Y en lo que hace a los mexicanos, está claro que el Oscar lo administran sus dueños. Pero así como nosotros nos esmeramos para no perder la elegancia en casa ajena, lo menos que esperamos de los anfitriones es que también la conserven.

Leer más
profile avatar
26 de febrero de 2007
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.