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No todas las pasiones valen la pena

Por 2 de marzo de 2007 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Hace algunos días, vaya a saber Dios por qué (quizás porque soy argentino, y se supone que todos los aquí nacidos somos fanáticos del fútbol), RPM me preguntó qué opinaba sobre el fenómeno de las barras bravas. Lo primero que debería dejar en claro es que a mí el fútbol me la suda, como dirían mis amigos españoles. Nunca me interesó, aunque presumo que mi desprecio fue construido por una serie de circunstancias aviesas. De niño era terriblemente miope –ya no, láser mediante-, y en consecuencia jugaba muy mal, lo cual no hacía otra cosa que frustrarme. Para peor, cuando era muy pequeño me corté con una botella rota de Coca-Cola mientras pateaba la pelota en una calle de Neuquén, y me gané seis puntos en el tobillo que sentí como seis puñaladas. Y a los doce, de puro aburrido, jugaba con una de cuero en Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba, con tal mala fortuna que le pegué un pelotazo a un panal de abejas. Se me vinieron encima en una nube y me cagaron a aguijonazos, aun cuando corrí como loco a encerrarme dentro de la casa. Según la contabilidad de mi abuela, tenía en el cuerpo no menos de sesenta picaduras. ¿Cómo pretenden que me guste el fútbol?

Por supuesto que durante los Mundiales me convierto en un imbécil más, pero no al punto de perder del todo la cordura. Todavía recuerdo una semifinal de este último mundial: entré a un bar de Palermo mientras jugaban Brasil y Francia, y descubrí que la enorme mayoría de los asistentes apoyaba a los franceses. Ya sé que los porteños tenemos bien ganada fama de pretensiosos, pero no deberíamos llegar al extremo de creernos más parecidos a los franceses que a los brasileños. Y después nos quejamos, los latinos, porque nos va como nos va. Preferimos que gane cualquier otro antes que nuestro hermano. Nuestro individualismo, y nuestros nacionalismos malentendidos, nos llevan a comernos entre nosotros (pensemos en el enfrentamiento Uruguay-Argentina por las papeleras), con un salvajismo y una ceguera simultáneas que me recuerda la escena de Life of Brian en que los grupúsculos de la izquierda sionista se iban eliminando unos a otros hasta que no quedaba nadie. (Ah, si los Monty Phyton nos conociesen…)

Pero creo que en el fondo RPM apuntaba a otra cosa, que entiendo muy bien. Yo puedo reconocer la belleza del fútbol como deporte. Pero el hecho de que no me fascine facilita que perciba con cierta claridad la utilización política y social que se hace del espectáculo que brinda. Como lo miro desde afuera, me parece evidente que el fútbol funciona en buena medida como un gran mecanismo de control social. La gente (hombres, en su inmensa mayoría) vuelca en su contenedor parte significativa de la pasión que le cabe en el cuerpo, y también de las frustraciones que le depara la existencia. Gritan como desaforados, echan espuma por la boca y, de llegar a ser necesario, se desfogan a los puñetazos o con actos vandálicos. Siempre digo que si el fútbol tal como se lo concibe hoy no existiese, habría muchas revoluciones más en el mundo, porque no quedaría más remedio que volcar las energías en cuestiones que sí valen la pena, como las injusticias del sistema económico que suelen ir de la mano con los defectos del sistema político. Por supuesto, también ocurrirían otras muchas barbaridades: de seguro aumentaría la violencia de los hombres sobre las mujeres, pero aplaudir al fútbol porque ayuda a que mis congéneres descarguen su furia en otra parte sería tan necio como aplaudir a Al Qaeda porque contribuye a que Bush se olvide de América Latina.

No conozco a fondo el fenómeno de las barras bravas, pero me consta que existe una ligazón muy profunda entre su organización fascista y su naturaleza corrupta (porque aunque agiten el estandarte de la pasión se mueven por obra del dinero), y algunas de las formas más retrógradas de la organización política de mi país. Buena parte de la gente que milita en alguna barra brava hace doblete en alguna asociación política, a la que trasladan todo su savoir faire, tan antidemocrático por naturaleza. (¿O este fanatismo no se trata de apoyar al propio bando a toda hora, aun cuando sepamos que el equipo apesta y no merece ganar?) Que el fútbol es una de las formas del éxito político es algo que el actual candidato a alcalde de Buenos Aires por el PRO, Mauricio Macri, sabe a la perfección: por algo se preocupó por asegurarse primero la presidencia del club Boca Juniors, donde trató de darse un baño de masas que lo librase de la imagen de niño rico que siempre tuvo. Desde esa plataforma trató de llegar a alcalde y fue vencido en las urnas, transformándose desde entonces en el diputado de la ciudad que menos proyectos presentó. Días atrás volvió a lanzar su candidatura, utilizando como telón de fondo un basural y abrazando en cámara a una niña que vive en una villa miseria. Lo gracioso es que la invitó a ver Happy Feet, y no sabía que la película ya había bajado de cartelera.

Así son tantos políticos. Prometen lo que no pueden cumplir.

El fútbol también. Puede proporcionarnos una alegría ocasional, pero nunca mejorará nuestras vidas.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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