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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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¿Es que no hay heladerías en el cielo?

Anoche mi madre me pidió un helado. Lo cual no sería nada extraordinario, de no haber muerto mi madre hace casi 20 años.

Lo que me fascina de los sueños no es tanto su significado como su verosimilitud, la perfecta forma en que ocupan el lugar de la realidad durante el tiempo en que nuestro cuerpo se apaga casi por completo. No importa cuán disparatada sea su lógica, o en qué medida sus hechos contradigan las leyes que rigen el mundo diurno: asumimos sin problemas que nos está permitido volar, o que los muertos pueden regresar para conversar como si nunca se hubiesen ido, porque vivimos “en” el relato del sueño con la misma naturalidad que otorgamos a la mitad del día consagrada a la consciencia. Mientras soñamos no existe otra realidad que la que estamos experimentando en ese instante, por lo cual el sueño también se transforma en experiencia, en lo vivido.

Algunos de los elementos de ese sueño que tuve eran diurnos, los arrastré de cosas que había vivido horas antes de dormir. Por ejemplo: mi madre me pedía el helado mientras yo miraba una película con Al Pacino (películas dentro de la película de mi sueño: mi cabeza es una caja china), cuando pocas horas antes, en mi DVD club, yo había descubierto un filme de Pacino del que nunca antes había oído hablar. Se llama 88 minutes, y si Google no me engaña, todavía no lo estrenaron ni siquiera en USA. El único motivo por el que no lo alquilé fue porque alguien más se había llevado la copia. Pero se ve que por la noche empecé a inventármela, hasta que a mi madre se le ocurrió interrumpirme con su demanda.

Por supuesto que me pregunté qué significaría el sueño. Se me ocurrió que quizás la clave girase en torno del pedido de mi madre. Uno asocia el pedido de un helado a un hijo, y no a un padre o a una madre: son la clase de cosas que nuestros pequeños nos reclaman a menudo. Y me pregunté si la cuestión no tendría que ver con una pequeña disputa que tuve con mi padre, que por fortuna está vivo aunque tenga que retarlo (¡como a un niño!) para que no coma cosas que le hacen daño. Estaba por la mitad de este texto cuando mi hermano telefoneó, para comentarme que había vuelto a ver la última peli de Superman con sus hijos, y que se había quedado enganchado en una frase que habla del momento en que nos convertimos en padres de nuestros propios padres.

La vida es extraña. Esa es la parte buena.

Lo que me dejó vibrando como un diapasón fue el hecho de que durante el sueño, mi madre estuvo viva otra vez. Como antes. Quizás debería decir como siempre, al menos mientras mi cabeza siga produciendo sueños. Todavía no sé lo que el sueño significó, si es que significó algo, pero lo cierto es que a pesar de esta ignorancia lo disfruté.

Hay algo que sin embargo sí sé, aunque mi madre no llegó a decírmelo.

Sé qué clase de helado me habría pedido. Crema americana, o en su defecto crema rusa, en cucurucho bañado con chocolate.

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10 de abril de 2007
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El orden de los cementerios

Leí Rebelión en la granja hace ya muchos años, cuando todavía estaba en la escuela primaria, pero la frase no se me olvidó nunca. Hablo de aquella según la cual todos los animales son iguales, pero hay algunos que son más iguales que otros. En la Argentina de este año 2007, existen políticos que están dispuestos a hacer cualquier cosa para seducir a la clientela de animales que se sienten más iguales que el resto.

El pasado viernes hubo una protesta de maestros en Neuquén. El conflicto tiene que ver con la renuencia de algunos mandatarios provinciales a hacer efectivos los aumentos que el gobierno nacional otorgó a los educadores. Neuquén es una de las provincias más ricas del país, a consecuencia de la renta que el petróleo le deja, y esto es algo que tanto los maestros como el resto de los trabajadores locales tienen claro. En el fondo, el problema es clásico: se trata de gente que le reclama a los poderes fácticos que derramen algo de la riqueza que ganan a manos llenas.

Estos docentes neuquinos intentaron cortar una ruta. El gobernador Jorge Sobisch ordenó a la policía impedir ese corte. Y los policías le hicieron caso de la manera que están acostumbrados. Uno de ellos, el cabo primero José Darío Poblete, disparó a quemarropa contra un pequeño automóvil que transportaba maestros. La granada impactó en la nuca del profesor Carlos Fuentealba, y dada la potencia del disparo a tan corta distancia, terminó matándolo.

Este crimen tiene un responsable material, que es Poblete. Pero también tiene otros responsables. Por ejemplo, los que permitieron que un hombre que tiene una condena en firme por torturas, otra en la Corte de Casación por vejaciones y también denuncias de una ex pareja por amenazas, siga cumpliendo a diario trabajo policial. Otro responsable es aquel que creó el grupo especial de la policía neuquina en el que Poblete trabajaba, porque articular una formación semejante es anticonstitucional. Y otro responsable más es aquel que envió a la policía a reprimir sin ponerle límites claros (que son los que marca la ley, dicho sea de paso), a sabiendas de que se trata de una policía brava de las que dispara primero y pregunta después.

El nombre que habría que repetir al llenar los casilleros de estas responsabilidades es el del gobernador Sobisch, un hombre que aspira a presentarse como candidato a la presidencia de la República en las elecciones de este año. Sobisch coqueteaba desde hace tiempo con la idea de mostrarse como el hombre que pondría coto a tanta protesta social: el candidato del orden, que hasta la semana pasada tejía alianzas potenciales con otros referentes de la misma ideología, desde Macri hasta Blumberg. Su idea era la de seducir a la gente que quiere seguir enriqueciendo sin trabas y a la que el populacho protestón molesta, al cortar las calles y dificultar la circulación de sus BMW. En consecuencia, el viernes intentó hacer valer los derechos de aquellos que tienen auto (es decir, de aquellos que son más iguales que los demás) por encima de los que reclaman un sueldo digno (que son menos iguales, de acuerdo a la parábola orwelliana), y terminó asesinando a una persona a sangre fría.

Hoy lunes hay un paro de maestros y manifestaciones en todo el país, en repudio a la violencia institucionalizada de los Sobisch. No sé cuál será el futuro del ahora gobernador en su propia provincia, dado que su partido tiene mayoría parlamentaria que puede preservarlo de un juicio político. Pero sí estoy seguro de que la candidatura presidencial de Sobisch ha muerto. Murió en el preciso instante en que Poblete le disparó con saña al profesor que hacía uso de su derecho a manifestarse y a peticionar, un derecho que la Constitucional nacional le garantiza. La forma en que salió a mostrarse en los medios evidencia que a Sobisch la vida de ese hombre lo tiene sin cuidado. Pero el suicidio político que cometió al hacer posible ese homicidio sí le dolerá, ahora que hizo evidente que el orden que defendía es aquel que impera en los cementerios. A Sobisch le esperan muchas noches de pesadilla, de las que despertará con el nombre de Fuentealba en la boca. Ojalá la condena social sea tan grande y severa como para disuadir a los pichones de Sobisch –que en este país abundan- de seguir defendiendo la tesis de que es válido defender los derechos de ciudadanos clase A mediante la violencia de uniforme.

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9 de abril de 2007
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La amenaza fantasma

Puede que muchos de ustedes hayan padecido ya de un mal idéntico, pero yo lo sufro ahora: estoy harto de Gran hermano. Aquí en la Argentina, la edición vigente ha logrado permear casi todas las capas de la vida social. La gran mayoría de los programas de la TV abierta hablan del asunto de una u otra forma. No se puede ni siquiera salir a la calle, porque las miradas vacuas de los tontos en cuestión nos siguen desde la tapa de las revistas. Hasta hay que cuidarse en la selección de los noticieros: muchos de ellos hablan de lo que pasa en el mundo, pero también se hacen lugar para chismorrear sobre el asunto. Menos mal que no trabajo en una oficina. Si descubriese en un descanso que nadie habla de otra cosa, o si alguien intentase cantar para mí El baile del osito, creo que iniciaría una masacre que hundiría a la de Columbine en la intrascendencia más absoluta.

Teleadicto como soy, imagino que estoy inoculado contra este mal específico y otras cepas del virus reality por una razón muy simple: no logro sentir interés por gente que no es interesante. Y conste que soy de los que piensan que en todo ser humano anidan una o muchas historias dignas de ser atendidas. Pero el truco de Gran hermano consiste precisamente en despojar a cada participante de su singularidad: aislados de sus contextos y de sus historias, los sujetos en cuestión aceptan ser reducidos a unas pocas, superficiales características (la gorda, el gay, la mala, el ex convicto) y se dejan manipular en sus cruces con los otros estereotipos cual si fuesen cobayos en pleno experimento. Esa que está ahí encerrada no es gente, en la acepción más literal y por lo tanto más rica del término: son apenas malos actores, interpretando las pálidas consignas que alguien les sopla desde bastidores en ausencia de un guión que permita crear personajes tridimensionales –o sea, gente real.

Lo llamativo no es lo que ocurre, o más bien no ocurre, dentro de la casa, sino el efecto nada que genera en los televidentes. Al dedicar tiempo –o sea parte de su ser- a ese engendro, contemplando lo que pasa por real cuando es vida en suspensión inanimada, el televidente pierde una dimensión, contagiándose la chata bidimensionalidad de la pantalla; así, la visión de esa nada transmitida en directo y de manera constante legitima la otra nada, aquella que amenaza comerse definitivamente a tanta existencia vicaria.

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4 de abril de 2007
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El regreso de Indiana Jones

Esta vez va en serio. La cuarta película de Indiana Jones, aún sin título conocido, comenzará a filmarse este junio en Los Angeles, con la intención de estrenarla en mayo del año 2008. Además del inevitable Harrison Ford (que dicho sea de paso, hace décadas que no protagoniza una película como la gente), actuarán también Cate Blanchett y Ray Winstone, lo cual permite mantener vivas las esperanzas en la calidad de la película: después de tanta amansadora (Indiana Jones y la última cruzada se estrenó en 1989, ¡hace 18 años!), más les vale volver al ruedo con algo que se luzca.

Me parece bien que Spielberg dirija nuevamente, dado que fue el responsable de las tres películas originales. Y espero que el guión de David Koepp esté a la altura de las circunstancias, lo cual no es poco pedir: no sólo debe hacerse cargo de la ansiedad acumulada durante años, sino también aproximarse a un digno cierre del ciclo, dado que Harrison Ford no podrá seguir a los saltos durante mucho tiempo más. Las palabras de Indy en Los cazadores del arca perdida regresan para asolarlo: a esta altura ya no se trata tanto de los años como del kilometraje acumulado. Y la idea de reemplazarlo por otro actor más joven, al estilo de lo que se ha hecho con James Bond, suena tan ridícula como la de encontrarle reemplazo a Bogart en una remake de Casablanca.

El bueno de Indy ha sido siempre uno de mis personajes favoritos. Comparto el amor de Spielberg y de George Lucas por las fuentes en que se inspiraron (cualquiera que haya visto Gunga Din y leido Terry y los piratas sabe de lo que hablo), y celebro que ese amor haya fructificado en un personaje original: más allá del homenaje a los viejos seriales, Indiana se ha convertido por derecho propio en sinónimo de la Aventura. (Sí, con mayúsculas.) Desde aquel entonces ha habido infinidad de intentos de refritar la receta –paisajes exóticos, tesoros escondidos, mitos que cobran vida y persecuciones adrenalínicas-, pero nadie logró dar con las proporciones adecuadas; es de desear que los chefs originales no hayan perdido la mano, al aproximarse a la edad casi provecta que Indiana tendrá ahora, de acuerdo a los 64 años que Harrison Ford no disimula. ¿Cuántos de nosotros silbamos todavía la melodía característica de John Williams, cada vez que nos disponemos a hacer algo intrépido? (Yo he llegado a hacerlo incluso antes de entrar al dormitorio en que mi mujer aguarda; es que hay aventuras y aventuras…)

Mayo, 2008. Un motivo más para esperar el futuro con alegría.

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3 de abril de 2007
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Un lugar cercano al Paraíso

El otro día vi Nine Lives, la película de Rodrigo García. En esencia se parece a su filme anterior, que aquí en la Argentina se conoció como Con sólo mirarte y que en inglés se llama Things You Can Tell Just By Looking at Her: historias de mujeres, destinos paralelos cuyas líneas a veces se rozan sin cortarse nunca. En el caso de Nine Lives, cada historia es un plano secuencia, es decir una secuencia definida por un plano único, una cámara que flota alrededor de sus personajes tratando de contar quiénes son, y qué les ocurre, observando tan sólo un momento clave de sus existencias. El asunto podría quedar en un simple ejercicio de estilo –Nine Lives corre el riesgo de parecer una sumatoria de cortometrajes-, de no ser por dos elementos salvadores. El primero son sus maravillosas actrices: Robin Wright Penn, Glenn Close, Dakota Fanning, Holly Hunter, Amy Brenneman, Elpidia Carrillo, Lisa Gay Hamilton. Verlas florecer en cámara, delante de ese ojo inclemente que no otorga la posibilidad de un corte de montaje (en este sentido cada historia funciona como una puesta teatral, se hunde o flota de acuerdo a lo que sucede cuando se grita acción), es un verdadero placer.

Pero lo que más me gusta es la mirada de García, el hilo que engarza las historias aun cuando no existan excusas argumentales para unirlas. Lo que me gratifica de Con sólo mirarte y de Nine Lives es que García filma como si cada una de esas vidas, por pueriles que parezcan a simple vista, fuese algo precioso y único. Esta mirada me conmueve, digo, porque me recuerda una cuestión que tendemos a olvidar en el ajetreo cotidiano, y mucho más cuando vemos (¡o filmamos!) cine: que cada existencia es delicada e irrepetible, y por ende digna de consideración, de ternura y de cuidado. No somos los únicos que merecemos ser tratados con guantes de seda: se lo merecen todos los seres humanos, más allá de sus circunstancias y de sus méritos, por el simple hecho de serlo.

Si nos tratásemos con la misma delicadeza que García dedica a sus personajes, este mundo sería un lugar más cercano al Paraíso.

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2 de abril de 2007
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Los primeros cuatrocientos años de la eternidad

Leí por ahí que se cumplen cuatro siglos de la creación de King Lear. En estos tiempos existe todavía mucha gente que oyó hablar de esa summa shakespiriana, aunque más no sea por la posición que ocupa, merecidamente cenital, en la porción canonizada de nuestra cultura; pero imagino que no son demasiados los que saben siquiera de qué va (las puestas teatrales de Lear son hoy escasas, y tampoco ha habido grandes versiones cinematográficas más allá de Ran, dirigida por Akira Kurosawa) y me temo que son aún  menos los que se han tomado el trabajo de leerla. En el improbable caso de que mi opinión tenga el más mínimo peso para ustedes, concédanme ese único crédito y lean King Lear. (Yo sé que el de la traducción es todo un tema, y lamentablemente no estoy en condiciones de recomendar una. Si alguien puede aconsejarnos al respecto, será bienvenido.) Este texto es una de las más altas cotas de la creación humana, no sólo por su belleza intrínseca, sino además por lo que expresa respecto de nuestra especie. Si se enviasen más muestras del ingenio humano al espacio en la esperanza de que otras especies las encuentren, Lear no debería faltar en el muestrario. Aunque ya hubiésemos desaparecido del todo para entonces (“La humanidad debe convertirse en presa de sí misma, de manera inevitable / Como monstruos del abismo”), cualquier ser en uso de raciocinio lograría comprender mediante su lectura que el experimento humano fue a su manera una maravilla; tal vez frustrado al final, pero maravilloso mientras duró.

De todas las cosas que me gustaría decir sobre Lear, me voy a quedar sólo con una, como la expresa Harold Goddard en The Meaning of Shakespeare. Para Goddard, Lear constituye la cima del arte shakespiriano –a la altura, o incluso por encima de Hamlet- por la manera en que encierra uno de sus temas más importantes, quizás el más recurrente: en todas sus obras, y en especial en Lear, se sugiere que “la redención que el hombre busca respecto de la violencia debe provenir de la mujer, pero no sólo de la mujer como tal o en sí misma, sino además de la mujer genérica que, ya sea que esté manifestada u oculta, es una parte integral de ambos sexos. Si la Julieta que había dentro de Romeo, si la Desdémona y la Cordelia que había dentro de Hamlet, se hubiesen salido con la suya, ¡cuán diferentes habrían sido las historias que narran sus obras!”

  Lear es trágica por donde se la vea, pero léanla para atravesar los abismos insondables que contempla y llegar, por fin, a disfrutar de su ternura. Es la historia de un rey que aprende a ser hombre; y que al conseguirlo, aunque le quede poco de vida, experimenta la más grande felicidad a la que un ser humano puede aspirar. Aun derrotado y encerrado en prisión, Lear se siente rey de verdad por primera vez, porque en ese exiguo espacio tiene todo lo que necesita para obtener plenitud: su propia vida y también a su hija Cordelia, a la que invita a disfrutar de su encarcelamiento, “cantando como aves en su jaula”, rezando, contándose historias, riendo ante la visión de unas simples mariposas y atendiendo “los misterios de las cosas, como si fuésemos los espías de Dios”.

La epifanía de Lear dura poco, ¿pero cuántas cosas duran de verdad, dada la brevedad de la experiencia humana en el orden general del universo? Esos momentos en que Lear vuelve a ser rey le inspiran a uno la nostalgia de lo que nunca ocurrió; al igual que ocurre al morir Hamlet, uno piensa qué maravillosos monarcas habrían sido entonces, de no haberlos truncado la muerte a poco de obtener sabiduría.

Si el Hamlet y el Lear que llevamos dentro se saliesen con la suya, cuán diferentes serían nuestras historias.

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30 de marzo de 2007
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Qué momento

¿Por qué parte de su historia van ustedes? Quiero decir, asumiendo que sentimos un amor natural a los libros, y por ende a las diversas formas de la narrativa popular, ¿no tienden ustedes, aunque sea de vez en cuando, a interpretar sus propias historias como parte de un ciclo narrativo? Cuando era pequeño y leí por primera vez The Sword in the Stone, por ejemplo, me convencí de que estaba atravesando un proceso de formación similar al del Arturo niño, abriendo los ojos por primera vez a un mundo extraño y maravilloso; yo no contaba con un maestro como el Merlín del libro, pero mi Merlín eran los libros en sí mismos. Cuando arribé a la adolescencia, entendí que me tocaba vivir un proceso similar al del protagonista de Demian, de Hermann Hesse: la extrañeza del mundo se tornaba oscura, lindando con lo esotérico. Durante la dictadura, y también después, creí que mi historia coincidía con la de algunos (anti)héroes que se veían impelidos a enfrentarse a un sistema que, por supuesto, los superaba en inteligencia y en recursos: tuve mis momentos de Josef K, y además otros en los que me sentía como el protagonista de Brazil, de Terry Gilliam –rezando a diario, por cierto, para que mi destino terminase siendo menos cruel.

Con el tiempo sentí que empezaba a hacer pie, que entendía la lucha que esta vida planteaba como su mapa, y hasta empecé a acariciar la noción de un triunfo posible. (Pírrico, como todos los triunfos humanos en este mundo, pero posible de todas maneras.) Fue mi momento-Neo, por ponerlo así; Neo como el de Matrix, quiero decir.

A veces hago el mismo ejercicio con gente que conozco. Pienso en Fulano y me digo: Este hombre ha llegado a su momento-American Beauty, está revisando su vida hasta ahora, descubriéndose insatisfecho y acercándose al filo del colapso nervioso. Y me pasa también con las noticias. Leo hoy que hasta los republicanos del Senado de USA votaron por el establecimiento de una fecha límite para sacar sus tropas de Irak, y me digo: Uh, Bush está llegando al momento en que Vietnam se convierte en VIETNAM y todo su castillo nixoniano, tan parecido a Elsinore, se desbarata.

Vuelvo a la pregunta del comienzo, entonces: ¿y ustedes, por qué parte de sus propias historias van? ¿Han descubierto que están enamorados de sus mejores amigos o amigas? (Lo cual los ubicaría en un momento-Harry, o momento-Sally.) ¿La vida cotidiana los está poniendo al borde del estallido? (Lo cual los convertiría en merecedores de un momento-D-FENS, como el personaje de Michael Douglas en Falling Down.) ¿Sienten que su vida es más abundante en pasado que en futuro, y que ni el pasado es tan dorado ni el futuro es promisorio? (Momento-Willy Loman, podríamos decirle.) ¿O están pasando por esa etapa inicial del romance en que hasta las duras calles parecen cubiertas de flores? (Momento-Singin’ in the Rain.)

En líneas generales todos atravesamos varios de estos momentos a la vez: la vida es así de complicada, mal que nos pese. Para ser sincero, yo estoy atravesando uno de esos en que el (anti)héroe siente que ya no da más, que lo ha entregado todo de sí; descarnado, el protagonista está a un tris de entregarse y de concederle al Mal su triunfo. Por supuesto, en los relatos que a mí me gustan este es el preciso instante que antecede al triunfo, la justa victoria que premia al fin la entrega y la pureza del corazón; pero por más que quiera vivir ese momento, la verdad es que no he llegado ahí. Estoy, más bien, en el instante previo a entender si mi vida es una peli de Bergman o una de Spielberg.

Después les cuento.

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29 de marzo de 2007
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El diccionario más frecuentado

No poseo un ejemplar de The Devil’s Dictionary, la miscelánea escrita por Ambrose Bierce, pero sí tengo infinidad de libros que citan sus inefables definiciones. Ayer, sin ir más lejos, consulté Opium: A History, de Martin Booth, en busca de datos para una ficción en la que trabajo, y me topé en su primera página con una perfecta definición debida a la pluma de Bierce. “Opio: una puerta sin llave en la prisión de la identidad. Conduce al patio de la cárcel”. Bierce también es uno de los más grandes contribuyentes a un libro de citas cínicas que frecuento, The Portable Curmudgeon. Allí figuran, por ejemplo, las definiciones de “diplomacia” (“El arte patriótico de mentir por el país de uno”), “santo”  (“Un pecador muerto, revisado y editado”) y “amor”: “Una locura temporaria, que se cura mediante el matrimonio”.

Cualquiera que se meta en internet encontrará más citas memorables. Por ejemplo: “Idiota: miembro de una enorme y poderosa tribu cuya influencia sobre los asuntos humanos ha sido siempre dominante y controladora”. O también: “Cañón: instrumento que se utiliza en la rectificación de fronteras nacionales”. Y la genial: “Corporación: mecanismo ingenioso para obtener beneficio individual sin responsabilidad individual”.

Algunos de los dardos de Bierce cortan dolorosamente cerca del hueso. Por ejemplo en su definición de “voto”: “Instrumento y también símbolo del poder del hombre libre para actuar como un tonto y devastar a su país”. O todavía más, cuando se mete con la noción de justicia: “Una mercancía en estado más o menos adulterado que el Estado le vende al ciudadano como recompensa por su fidelidad, por los impuestos que paga y por sus servicios personales”.

Lo que sí resulta inusual es encontrarse con una definición de un autor contemporáneo que le recuerde a uno la genialidad de Bierce. Yo me topé con una el domingo, leyendo un artículo de Rodrigo Fresán en el diario Página 12. Allí Rodrigo, hablando de los años 60, escribió: “Esos años en que los niños de mi generación aprendían a caminar, mientras sus progenitores tomaban las primeras lecciones para salir corriendo”. Me pareció brillante. Para los norteamericanos y para muchos europeos, los 60 despiertan memorias de rebeldía juvenil, Beatles versus Rolling y flower power. Para los latinoamericanos, en cambio, esa década es más memorable por los palos recibidos que por las rebeliones intentadas; y qué decir de los 70, entonces. Poco antes de desaparecer (literalmente hablando) al sur del río Grande, Bierce escribió que ser gringo en México era “una forma perfecta de eutanasia”. Los que sobrevivimos a los años 70 en este subcontinente nos atreveríamos hoy a reescribir la frase: en buena medida, ser latinoamericano en la Latinoamérica de los 70 era también una forma de eutanasia.

Si Bierce viviese, debería dedicarle a aquellos años un volumen llamado The Devil’s Decade.

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28 de marzo de 2007
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Lloyd Dobler para presidente

El sábado fui a ver Letra y música, esa comedia romántica con Hugh Grant y Drew Barrymore. Por favor, traten de comprender: las comedias románticas me pueden, y por otro lado no tengo nada contra la idea del cine como puro divertimento. Pero en fin, aunque iba con expectativa cero (los trailers ya habían insinuado que parte del asunto pasaba por la capacidad de Hugh Grant para hacer el ridículo, asunto en que se destaca desde que lo pescaron en la calle con una prostituta, en plena fellatio), el resultado llevó la medición al área de las cifras negativas. Letra y música es pésima. No hay un sóla idea original en todo su trayecto. La chica que interpreta al símil Britney Spears es tan inerte, que convierte a la original en alguien intenso como Bette Davis. Durante la proyección imaginaba que tanto Grant como Barrymore se despertaban por las mañanas, recordaban que debían acudir al set y se decían: “Oh, no. Otro día perdido en esta basura…”

La compensación llegó por la noche, cuando mi mujer, seguramente deseosa de revancha, hurgó en la pila de DVDs y se dejó llevar por el título ambicioso: Un gran amor…, así con puntos suspensivos. En realidad Un gran amor… es el título con se conoció en España a Say Anything, una de las primeras películas de Cameron Crowe, de merecida fama gracias a Jerry Maguire y aun más merecida infamia por la versión americana de Abre los ojos y el reciente despropósito llamado Elizabethtown. Digamos que hasta Casi famosos, Crowe era uno de los pocos cineastas de hoy que sabía cómo hacer una comedia romántica. Lástima que después se olvidó, como dirían Les Luthiers.

En todo caso su racha ganadora comenzó con Say anything, que data de 1989 y está protagonizada por un jovencísimo John Cusack. En muchos sentidos, Say anything es una comedia romántica típica: Lloyd Dobler (Cusack) es un joven que acaba de egresar de la secundaria y se enfrenta al vértigo del futuro. Todo lo que sabe es lo que no quiere hacer (lo explica en una secuencia memorable, en la cual expresa las infinitas maneras en las que no quiere vender ni procesar nada), y aunque diga por ahí que le gustaría probar suerte con el kickboxing, en el fondo entiende que las patadas no van a llevarlo muy lejos. Su único objetivo cierto es claro: invitar a salir a Diane Court (Ione Skye) antes de que se vaya de Seattle rumbo a la universidad. Pero claro, Diane Court está totalmente en otra liga: no porque sea una rubia pechugona, popular y con vocación de cheerleader, que no lo es, sino porque es seria y tímida y alumna aplicadísima allí donde Lloyd resulta demasiado adulto para sus años, y por ende un marginal; la clase de muchachos que ante todo tiene amigas mujeres, porque los chicos de su edad le parecen entre predecibles y lamentables.

Pronto lo que podría parecer otra simple vuelta de tuerca al tema de la pareja despareja se convierte en una historia sensible, en la que no hay arquetipos sino gente de carne y hueso. Diane vive con su padre, a quien eligió cuando un juez la obligó a elegir con quién irse en plena audiencia de divorcio. Su padre (el brillante y nunca del todo reconocido John Mahoney) es dueño de un asilo de ancianos y resiste una acusación de estafa por parte de la autoridad impositiva de su país. Lloyd, por su parte, vive con su hermana, a quien su marido abandonó, y con su pequeño sobrino. Lo conmovedor es que Lloyd Dobler logra su cometido tal como se debe, limitándose a ser un tipo decente que se interesa por el bienestar de la persona que ama. Aun en el momento del dolor (que lo hay, porque si no lo hubiese no se trataría de una comedia romántica), Lloyd se mantiene apegado a su decencia innata y apela a los mejores sentimientos de Diane. (Otra escena antológica: cuando se aproxima a su ventana y la obliga a oír la canción que los unió, esa joya de Peter Gabriel llamada In Your Eyes.)

Lo que termina de convertir a Lloyd Dobler en un paladín para todos los románticos es el hecho de que, en este mundo utilitarista, encuentre toda la definición de futuro en el hecho de hacer feliz a su chica. “Soy bueno haciéndolo,” confiesa en una escena al padre de Diane, con la esperanza de que comprenda cuán importante es lo que está diciéndole. ¿Cuántos tenemos el coraje de definirnos a nosotros mismos a partir de la felicidad que producimos a aquellos que amamos?

Cuando sea grande, yo quiero ser Lloyd Dobler.

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27 de marzo de 2007
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Ese escritor

Hace unos días me pidieron una lista de mis diez libros favoritos. La hice sin dudar demasiado, en estos casos las primeras cosas que vienen a la mente son las que valen. Había en la lista algunas cosas obvias (Shakesperare, Dickens, Melville, la Biblia), otras con vocación un tanto marginal (el Corto Maltés de Hugo Pratt, Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons) y algún clásico de esos que, a esta altura, parece que he leido sólo yo, como Le Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory. Cuando terminé me di cuenta que había anotado un único libro de autor argentino. Era Operación masacre, de Rodolfo Walsh. Me sorprendió mi propia elección, no porque no fuese consciente de cuánto me gusta ese libro, sino porque sin vacilar lo preferí a cualquier libro de Borges, de Cortázar, de Arlt. Si tuviese que entablar una discusión defendiendo esta primacía de Operación masacre por encima de Ficciones, Las armas secretas y Los siete locos me las vería negras, pero hay un aspecto en que mi elección se tornaría indiscutible: el libro de Walsh significa para mí algo distinto de los demás.

Ayer se cumplieron 30 años exactos del asesinato de Rodolfo Walsh. Para conmemorar la fecha, el suplemento cultural del diario Página 12, llamado Radar, le dedicó su edición completa. Allí se mezclaron los recuerdos (en el texto de su mujer Lilia Ferreyra, en las confesiones de Osvaldo Bayer, de Daniel Divinsky y Andrew Graham-Yooll) y las valoraciones de su obra y de su vida, en artículos de Guillermo Saccomanno, Rodrigo Fresán, Alan Pauls, María Moreno y muchos más. El suplemento entero vale la pena, es fácil consultarlo: www.pagina12.com.ar. Si tuviese que elegir las cosas que se me quedaron en la cabeza durante el domingo todo, procedería con la misma ligereza que empleé para elegir mis libros favoritos; de lo contrario, temo que escribiría un libro antes que un texto para este blog.

Me quedo con las palabras de Lilia, contando que Walsh se quedó con las ganas de plantar una doble hilera de álamos plateados a la entrada de su casa en San Vicente, porque cuando el viento mueve las hojas, “suenan como lluvia fina”. Sigo con Lilia, cuando recuerda que Walsh encontró su vocación de narrador contando cada noche un capítulo de Los miserables, de Victor Hugo, a sus compañeros del internado para niños. Me pregunto al igual que Fresán cómo novelizar a Walsh. (Ah, cómo me gustaría escribir ese libro…) Comparto la visión de Pauls según la cual Walsh, antes que denunciante o mártir, fue “alguien poseído por el mandato de decir, alguien para quien decir no es una elección, ni un oficio, ni un lujo, sino una necesidad compulsiva”. Hay un eco profético en esa decisión de Walsh de escribir Operación masacre, la historia de los fusilamientos de José León Suárez con que el gobierno militar quiso reprimir un alzamiento popular, después de que alguien le susurrase la frase: “Hay un fusilado que vive”. Esto es: alguien a quien se supone muerto por definición, un fusilado que a pesar de su condición de tal tiene todavía algo que decir desde el otro lado al que las balas lo mandaron –aunque no lo hayan mandado del todo.

Eso es lo que yo mismo siento respecto de Walsh: que a diferencia de muchos otros autores consagrados, todavía tiene algo que decirme desde el otro lado. Y que el sitio desde el que me lo dice son sus libros, sus cartas, sus traducciones, sus artículos, su diario personal. (Saccomanno tiene razón al reclamar una edición completa de los textos de Walsh.) Vuelvo a Lilia para mencionar las dos cosas que se había propuesto hacer el 24 de marzo de 1977, esto es el día de las vísperas de su muerte: terminar el cuento Juan que iba por el río y difundir –lo cual implicaba otra forma de poner punto final- su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Se me hace que, más allá de las dudas que en vida le produjo el corsé del escritor, una categoría que temía burguesa y por lo tanto anquilosada, los hechos de sus últimas horas sugieren que había reivindicado su condición de tal (el título mismo de la carta abierta lo define), y que por eso dedicó el tiempo que le quedaba a poner a punto dos textos. Debe haber entendido que esas páginas lo representarían de allí en más mejor que mil interpretaciones. (Al menos sus enemigos lo entendieron así, porque se preocuparon de secuestrar todos los papeles que encontraron en su casa.) Y quizás haya vislumbrado también –deseo que así sea, porque significaría una esperanza abierta a todos los que venimos detrás- que la condición burguesa del escritor, aunque triste y verdadera y por ende escandalosa, no era la única. Esto es, que se podía ser escritor a la manera burguesa pero también de otra forma, de una manera que no pudo definir entonces con su precisión característica porque le faltaba el dato crucial, pero que nosotros podemos porque sí lo tenemos: decimos que se puede ser un escritor a la usanza corriente, o se puede ser un escritor a la manera de Walsh.

Me quedo, por último, con otra lista: un inventario de las cosas que Walsh quería según anotó en su diario en 1972, y que Lilia reprodujo ayer. La suscribo hasta en su ausencia de puntos y comas, signos que marcan separaciones que no deberían existir entre las cosas que uno ama: “Lilia   mis hijas   el trabajo oscuro que hago   los compañeros   el futuro   los que no obedecen   los que no se rinden   los que piensan y forjan y planean   los que actúan   el análisis claro   la revelación de lo escondido   el método cotidiano   la furia fría   los títulos brillantes de mañana   la alegría de todos   la alegría general que ha de venir un día   la gente abrazándose   la pareja en su amor   la esperanza insobornable   la sumersión en los otros”.

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26 de marzo de 2007
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El Boomeran(g)
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