Marcelo Figueras
El sábado fui a ver Letra y música, esa comedia romántica con Hugh Grant y Drew Barrymore. Por favor, traten de comprender: las comedias románticas me pueden, y por otro lado no tengo nada contra la idea del cine como puro divertimento. Pero en fin, aunque iba con expectativa cero (los trailers ya habían insinuado que parte del asunto pasaba por la capacidad de Hugh Grant para hacer el ridículo, asunto en que se destaca desde que lo pescaron en la calle con una prostituta, en plena fellatio), el resultado llevó la medición al área de las cifras negativas. Letra y música es pésima. No hay un sóla idea original en todo su trayecto. La chica que interpreta al símil Britney Spears es tan inerte, que convierte a la original en alguien intenso como Bette Davis. Durante la proyección imaginaba que tanto Grant como Barrymore se despertaban por las mañanas, recordaban que debían acudir al set y se decían: “Oh, no. Otro día perdido en esta basura…”
La compensación llegó por la noche, cuando mi mujer, seguramente deseosa de revancha, hurgó en la pila de DVDs y se dejó llevar por el título ambicioso: Un gran amor…, así con puntos suspensivos. En realidad Un gran amor… es el título con se conoció en España a Say Anything, una de las primeras películas de Cameron Crowe, de merecida fama gracias a Jerry Maguire y aun más merecida infamia por la versión americana de Abre los ojos y el reciente despropósito llamado Elizabethtown. Digamos que hasta Casi famosos, Crowe era uno de los pocos cineastas de hoy que sabía cómo hacer una comedia romántica. Lástima que después se olvidó, como dirían Les Luthiers.
En todo caso su racha ganadora comenzó con Say anything, que data de 1989 y está protagonizada por un jovencísimo John Cusack. En muchos sentidos, Say anything es una comedia romántica típica: Lloyd Dobler (Cusack) es un joven que acaba de egresar de la secundaria y se enfrenta al vértigo del futuro. Todo lo que sabe es lo que no quiere hacer (lo explica en una secuencia memorable, en la cual expresa las infinitas maneras en las que no quiere vender ni procesar nada), y aunque diga por ahí que le gustaría probar suerte con el kickboxing, en el fondo entiende que las patadas no van a llevarlo muy lejos. Su único objetivo cierto es claro: invitar a salir a Diane Court (Ione Skye) antes de que se vaya de Seattle rumbo a la universidad. Pero claro, Diane Court está totalmente en otra liga: no porque sea una rubia pechugona, popular y con vocación de cheerleader, que no lo es, sino porque es seria y tímida y alumna aplicadísima allí donde Lloyd resulta demasiado adulto para sus años, y por ende un marginal; la clase de muchachos que ante todo tiene amigas mujeres, porque los chicos de su edad le parecen entre predecibles y lamentables.
Pronto lo que podría parecer otra simple vuelta de tuerca al tema de la pareja despareja se convierte en una historia sensible, en la que no hay arquetipos sino gente de carne y hueso. Diane vive con su padre, a quien eligió cuando un juez la obligó a elegir con quién irse en plena audiencia de divorcio. Su padre (el brillante y nunca del todo reconocido John Mahoney) es dueño de un asilo de ancianos y resiste una acusación de estafa por parte de la autoridad impositiva de su país. Lloyd, por su parte, vive con su hermana, a quien su marido abandonó, y con su pequeño sobrino. Lo conmovedor es que Lloyd Dobler logra su cometido tal como se debe, limitándose a ser un tipo decente que se interesa por el bienestar de la persona que ama. Aun en el momento del dolor (que lo hay, porque si no lo hubiese no se trataría de una comedia romántica), Lloyd se mantiene apegado a su decencia innata y apela a los mejores sentimientos de Diane. (Otra escena antológica: cuando se aproxima a su ventana y la obliga a oír la canción que los unió, esa joya de Peter Gabriel llamada In Your Eyes.)
Lo que termina de convertir a Lloyd Dobler en un paladín para todos los románticos es el hecho de que, en este mundo utilitarista, encuentre toda la definición de futuro en el hecho de hacer feliz a su chica. “Soy bueno haciéndolo,” confiesa en una escena al padre de Diane, con la esperanza de que comprenda cuán importante es lo que está diciéndole. ¿Cuántos tenemos el coraje de definirnos a nosotros mismos a partir de la felicidad que producimos a aquellos que amamos?
Cuando sea grande, yo quiero ser Lloyd Dobler.