La primera llamada que recibí a mi llegada a Barcelona quedó atrapada en el contestador. Era Rodrigo Fresán, dándome dos buenas noticias. La inicial concernía a su bienvenida: nos deseaba lo mejor en esta ciudad a mí, a mi mujer y al pequeño Bruno. La segunda era todavía mejor: "Te llamo desde la entrega del premio Seix Barral, que acaba de ganar Guillermo Saccomanno".
Conozco el nombre Saccomanno desde que era pequeño y leía las historietas que Guillermo guionaba, en las revistas de la hoy legendaria Editorial Columba. Cuando crecí, Guillermo se me impuso también como escritor: uno de esos pocos que valen la pena y que siempre se recomiendan, para contrarrestar la literatura chirle y lavada que suelen recomendar los suplementos literarios. Cada uno de sus libros es totalmente distinto del anterior (si hay que creerle al jurado del Seix Barrral y a la prensa, El oficinista no se parece en nada a, por ejemplo, Roberto y Eva), pero siempre ofrecen la misma garantía: una escritura visceral e iconoclasta, coherente con el deseo de dejar huella en la historia -la de la literatura, pero también la que suele escribirse con mayúsculas- que sólo encuentra cauce en los conceptos arltianos de la prepotencia de trabajo y de la búsqueda de un relato con potencia de cross a la mandíbula.
Dias atrás, en plena celebración de mi cumpleaños, el guionista de televisión Marcelo Camaño (uno de los mejores, sino el mejor, de todo el medio argentino), quiso demostrar que la encuesta de un diario sobre los mejores narradores de la primera década del siglo era una farsa, y para ello presentó esta prueba irrefutable: "¡Apenas sólo una persona votó La lengua del malón!"
Que, por si no lo sospecharon todavía, es una de las novelas esenciales de Guillermo Saccomanno.
La noticia de su triunfo hizo todavía más dulce la llegada a esta ciudad bella y ensopada por las lluvias.
