“Lamento referirme al tema de la Navidad,” escribió George Bernard Shaw. “Es un tema indecente; un tema cruel y glotón; un tema borracho y pendenciero; un tema dispendioso y desastroso; un tema malvado, mentiroso, sucio, blasfemo y desmoralizador”. Hecha esta salvedad, lo confieso: ¡amo la Navidad!
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Las Navidades valdrían la pena aunque más no fuese por dos razones. En primer lugar, porque sin ellas Dickens no habría escrito jamás A Christmas Carol, y por ende no habría concebido a Ebenezer Scrooge y a Tiny Tim. La segunda razón es más frívola y por ende perecedera, pero hoy la he tenido muy presente. De no ser por las Navidades el papa Benedicto XVI no habría desempolvado ese gorro rojo con el cual anduvo paseándose por el Vaticano en estos días. Al ver el sombrerete (que se llama camauro, según dicen) coronando ese rostro viejo, de ojeras que traslucen obsesión, pensé: ¡el Grinch usurpó el puesto de San Pedro! Me reí mucho, y se me ocurrió que un mundo en que el Papa juega a ser Juan XXIII y le sale Jim Carrey no debía estar del todo perdido.
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Aborrezco como la mayoría de la gente las complicaciones que derivan de la fecha: las interminables sesiones de compras, los amontonamientos en los shoppings y en los supermercados. Pero llegadas las doce del 24 me olvido de todo, porque adoro la alegría de los míos y muy especialmente la ilusión de los más pequeños, su relumbrante fe en la ficción navideña. Imagino que son las bondades de esta ficción las que la han vuelto tan perdurable; y que esta durabilidad explica, a su manera, por qué la ficción literaria no se enajenará en el futuro por más experimentos, blogs y new media que surjan. Mi colega Fogel se cuestionaba ayer por la suerte del texto narrativo, que corre riesgo de fragmentarse en un medio interactivo como la web. Es cierto que la falta de tiempo para concentrarse en un texto extenso favorece la fragmentación, y que la modalidad democrática de la red permite que todo el mundo colabore con sus propios fragmentos, creando algo parecido a una obra múltiple, o comunitaria: sin dueño, y por ende sin responsables. Pero a no ser que la psique del hombre se fragmente también, seguiremos necesitando ficciones unificadoras, relatos que comiencen, se desarrollen, planteen un sentido y terminen, porque esa es la forma en que necesitamos interpretar nuestras propias vidas: como un gran relato único, que admite digresiones infinitas y cambios de registro, pero que siempre regresa al gran río madre que es nuestra vida una. La Navidad funciona porque es una ficción unificadora: lo tiene todo, nacimiento y muerte, humildad y gloria, pastores y reyes. Los humanos, los animales y el universo entero, en la forma de la estrella que guiará el camino de los Magos, se combinan en una historia que hace perfecto sentido, lo compartamos o no. Me complace además que la celebración incluya hoy como un componente insoslayable la alegría de los niños. (Dickens tiene su parte de culpa en este aspecto: al menos en Navidad, todos los críos son Tiny Tim.) Creo que no debemos culpar a la Navidad por el hecho de que el mundo deje de preocuparse por los niños los otros 364 días del año. El argumento es tan endeble como aquellos que desprecian la fiesta por comercial. Suelo escucharlos en boca de gente que gasta dinero de forma desenfrenada y caprichosa durante el año entero y al acercarse diciembre se pone piadosa.
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Dicho sea de paso, ¿por qué será que la gran mayoría de los escritores contemporáneos le escapan a la efusión de los sentimientos? Parecen pensar que cuanto más cerebral, árida y fría sea su narración, más literaria será. Pobre gente. (Ya volveremos sobre el tema.)
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Mi hija más pequeña nació un 24 de diciembre. Esa noche la pasé en el hospital, viviendo de la caridad del cuerpo médico, que se apiadó de mí y me convidó sidra caliente y sandwiches de miga. De regreso en la habitación, que como el hospital todo estaba en silencio, me asombraron los ruidos que se colaban a través de ventanas y paredes: era el sonido de una ciudad entera entregada a la celebración. Que era una celebración distinta de la mía… y a la vez era la misma. Esa Navidad no conté con la proximidad de un arbolito ni participé de fiesta alguna, pero tuve el mejor de los regalos. Como todas las buenas historias lo certifican, la llegada de un hijo nos cambia la vida. Así que si alguien tiene la intención de insistir con eso de que nada ni nadie cambia en Navidad, más vale que lo piense dos veces: yo soy la prueba viviente de que están equivocados.
