
Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima, y publicar su primer libro de crítica, La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU, Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert. Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."
Liliana Lukin (Buenos Aires,1951). Ensayo sobre la piel.
Ediciones Activo Puente, Buenos Aires, 2018.
Liliana Lukin ha hecho del activismo literario un campo cultural femenino, como Malú Urreola en Chile, Gloria Posada en Colombia, y Rocío Cerón en México. Nos ha persuadido de que las poetas ejercen sobre el lenguaje una indagación crítica y una demanda de certidumbre que postulan nuevos protocolos; los cuales, a su vez, desencadenan una libertad sin retorno, cuya exploración y riesgo nos enseña a leer más. La voz que da voces viene de lejos, y produce cada vez un nuevo hablante, libre en cada libro. Y se desdobla en autora y lector, explorando una el lugar del otro. Notable instancia de ese proceso es su libro Teatro de operaciones (2007), que declaraba su empresa:
Mi estancia aquí es la niebla,
entre el deseo y la voluntad,
es una prueba de resistencia,
un trato con la vigilia
en el que llevo las de perder.
El poema es el teatro de una vela de armas.
Desde “la luz del acontecimiento” el lenguaje es un sistema de interrogación: preguntas asombradas. El carácter proyectivo de esta empresa se hace más interno en La Ética demostrada según el orden poético (2011), donde los “Sueños” son escenas que promueven la crítica de la vida tal cual. Y en éste su Ensayo sobre la piel, la poesía ha ganado su plena libertad gracias a la suficiencia de su diseño. Esta es una poesía que más que cifrar, descifra.
Quien habla en el poema es quien lo lee.
La excepción y el drama permiten que el lenguaje se haga cargo de los padecimientos del hermano, cuya sombra persiste en las notas de pie de página. Vivencial y hermético, el poema (que nos incluye en la fraternidad de la lectura) imagina otros lectores como otro mundo. De pronto, el poema fecha la ausencia definitiva del rebelde.
Y asume el lector su lugar en el texto: el de la elocuencia del luto (¿hay otra?). Esto es, la tinta de la escritura, hecha huella. Como en la mejor poesía, la del bien morir, éste libro nos cede el don de la intimidad:
nunca sabremos ya qué había
allí, y la palabra que pudo decir,
ese pedir, fue él, fue su fugaz voluntad
manifestada: deseo de ver
a sus criaturas y deseos de ser criatura.
Silvia Goldman (Montevideo, 1977) De los peces la sed.
Pandora Lobo Estepario ediciones. Chicago, 2018.
“Poesía vertical,” llama a ésta Sarli Mercado, con acierto, dado el precipitado verbal que acarrea un mundo discernido por su flujo trágico y vulnerado. A la pregunta de si se puede escribir poesía después de Auschwitz, la poeta asume que no es posible elegir porque el Campo concentracionario elude su nombre pero se cierne en el lenguaje mismo con su tinta de “leche negra.” Aunque éste libro no se propone volver al horror, asume su linaje para discernir los caminos. Está hecho, por lo mismo, de preguntas desnudas:
¿cuánto dura un niño?
¿cuánto dura un niño en un poema?
¿cuánto dura el niño que cae en el agua de este poema...?
Por ello, si la herencia de los padres es la conciencia de la muerte, la herencia de las madres es la vida del hijo en el lenguaje:
Hoy no decimos el recuerdo
lo ponemos al lado de la ventanilla
lo miramos de reojo y esperamos
el autito amarillo que se fue por la alcantarilla
Esta escena del diálogo de la madre y el hijo, descuenta la historia para dejar que el lenguaje, primero, nos incluya, y nos deje después. Una pareja más vulnerable pregunta por su lugar en la lectura.
El exorcismo convoca conmiseración, piedad, con las criaturas que hoy migran en español, fantasmáticamente documentadas. Por un lado, persiste la sombra siniestra de la historia; por otro, la viva lucidez del habla. En el diálogo de la madre y la hija la escena del origen se actualiza:
–mamá, ¿cómo se dice ausencia en el idioma de los muertos?
–se dice miedo a decir agua sin peces
Paul Celan acude de la mano de Vallejo para desplazar la escena del coloquio (la historia del sentido) y recobrar el escenario que el lenguaje es capaz de reconfigurar:
ser Paul Celan
sobrevivir el diluvio de la madre
su cintura rodeada de silencios
sus dedos como velas apagándose
una vez mi hija se subió a mi silencio
tan chiquito era su cuerpo que el silencio era más grande
una vez mi silencio la puso en el lomo y la sacó a pasear
sólo para escuchar como se abría y se cerraba su corazón
como un acordeón cuando lo erizan
...
y mi hija se quedó en la cima del silencio
era la punta de un iceberg
y yo lo que se hundía.
Sólo una palabra del exilio podría restaurar la razón ardiente del canto, capaz de dirimir la violencia de todo orden (exclusión, carencia, corrupción) que hoy devalúa nuestra lengua.
La violencia extrema contra los migrantes así como la violencia de género, tienen como matriz la corrupción, gestada a su vez por la conversión de la vida cotidiana en mercado, a su turno producida por la feroz ideología contra-comunitaria.
Desde lo cotidiano y vulnerable, Goldman recusa la libra de carne y la Carnicería.
Claudia Becerra (Puerto Rico, 1990)
Versión del viaje. Folium, Puerto Rico, 2018.
Para ser éste un primer libro, una verdadera vela de armas, es ya plenamente un libro maduro; esto es, una voz nueva y diestra que dice menos de lo que nombra porque registra más de lo que ve.
Estas sumas y restas del mundo en el poema producen un intenso, lúcido, intrigante proceso de lectura. Leemos las actas de la visión como paisajes en los que las cosas vienen, dejan su huella, y siguen de largo. Su hipótesis es el trayecto circular, un permanente retorno al recomienzo. La “ver-sión” es otra forma de ver, registrada por la parábola del viaje, que es un paisaje hecho verbo. Quien viaja es el lenguaje, haciéndose de parajes.
Su ruta, como suele ocurrir con los primeros libros, es una conversación íntima con los desenlaces de la tradición poética. En esta versión de ese otro recorrido, Claudia Becerra nos interroga por el valor o, tal vez, el coraje de nuestro compromiso de lectores de la Isla más sensible de esta lengua. Puerto Rico, se diría, es un nuevo proyecto de lectura en cada primer poemario, que despierta como si apostara por nosotros. Todo poeta puertorriqueño ha cantado el viaje, que es una ruta heredada, un encargo repartido, una visión insular grabada en el discurso como una lección del porvenir. A Claudia Becerra le importa recuperar la calle que se abrìa en el canto de Ángela María Dávila.
Como otra nave, el poema recorre el habla, que es el mundo que aprendemos a enunciar. Pero siendo un mundo del que tenemos sólo palabras, los nombres verifican su verdad, a su vez, en el trayecto emprendido entre el espacio encantado. “Habría que ver qué le ocurre al tiempo/ cuando el mar discurre sin continente,” nos pregunta esta poesía “sin orillas;” porque sólo en el poema el mar del lenguaje cede “la sorpresa de un nuevo confín,” como si se tratase de una “tierra firme.” Por estas páginas, se diría, pasa el mundo hecho nombres, la Isla hecha verbo, el canto entre-orillado de un “desenlace.” Pleno de una verdad inquieta de preguntas, éste libro es el breviario de una idea de la poesía, ya no como la casa del ser sino como el umbral de estar aquí entre las palabras y la intemperie. Territorio insular cuyos trayectos han documentado con
agudeza y arrebato Rosario Ferré, Aurea María Sotomayor, Liliana Ramos, Mayra Santos Febres...La gran Angela María cantaba boleros dándonos el brazo a lo largo del paseo.
El poema avizora otras orillas, confirmando su trashumancia:
pero si ahora alargara esta mano hecha
un nudo vacío y de golpe la abriera
al día ¿sorprendería su hora?
¿qué habrá de añadido qué habrá
de despoblado si lleno
de mi mano al mundo
y alboroto su orilla?
Mariela Dreyfus (Lima, 1960). Gravedad.
N.Y, Arte Poética Press, 2017
La veracidad de la conversación (menos confesional que íntima y más sobria que dramática) nos descubre en estos poemas como interlocutores tomados en serio;o sea,
capaces de certeza.
Si hubiese un Archivo de la palabra viva de las poetas del español, seguramente tendríamos un registro emotivo de la condición femenina, capaz de asignarnos un lugar en su mapa dialógico. Para tomarle la palabra a Blanca Varela, propuse que su voz nos revela una verdad en carne propia.
Pero si ella escribió en la intemperie del lenguaje, Mariela Dreyfus busca afincar en las palabras, que son la mutualidad de la que estamos hechos. Se diría que, en su caso, el poema es el lugar de construcción de una mutua certeza final.
Desde la razón ardiente, Rocío Silva Santisteban elabora parábolas exacerbadas por su desgarro.
Mientras que Carmen Ollé se subsume en la memoria del canto celebratorio.
Magdalena Chocano, por su parte, cifra en el temblor del poema una pregunta reflexiva.
Victoria Guerrero hace del coloquio el espacio mutante del reconocimiento compartido.
Y Ethel Barja, siguiendo la lección de Vallejo en Trilce, podría reecribirlo todo de nuevo, en el sentido contrario.
Todas ellas (y son más) han intervenido el coloquio de la varia violencia peruana que ha tomado la plaza pública del habla. La feroz violencia de género tiene su matriz en la corrupción
intrínsica del sistema y su lenguaje canalla. La poesia es la
verdad compartida: contra el mal gobierno mejor lectura.
Mi hipótesis es que Dreyfus forja la autorización de una voz.
El poema asume una voz aseverativa para decir más, como si la
veracidad encendiera el ámbito de la comunicación entre
nosotros. No pocas veces el discurso forjaun lugar en la
inteligencia mutua, esa revelación de nosotros mismos de cara
a la verdad. De pronto, estas voces nos llaman, citados a dar
cuenta de nuestra fe verbal. Por hábito, buscamos referencias a
mano: un espacio social, una historia familiar, las afueras del
poema.
Pero Mariela Dreyfus no se detiene en los escenarios, su escena
desencadena el ingreso inmediato a la gravedad de su inquisición.
Lo notable es que su indagación sea una pregunta por nos-otros,
por lo otro del nos. No sólo el lenguaje pregunta por el hablante,
también la naturaleza, hecha verbo, pregunta por el relato latente
del sentido en pena; de la penuria de todo en lo precario de uno.
Nos queda, de esa zozobra, la protesta de los límites:
Cuervo de la tristeza y el insomne:
sacude con tus alas el presagio
o aviéntame del pico
un cuerpo a qué aferrarme entre las piedras.
No se trata de cuantas poetas mujeres entran en una antología.Basta una para desmontar el tinglado.
Julia Castillo
(Madrid, 1956). Místico solo. Amargord, Madrid, 2017
Desde sus primeros libros Julia Castillo se planteó el poema como una demanda radical: ser la nitidez del conocimiento; esto es, no duplicar el mundo ni la literatura sino poner a prueba su propia hipótesis, diálogo y tributo del saber poético. Soliloquio dialogado, su obra desarolla la indagación de un mundo extraviado en la escritura dominante, recobrado en la demanda visionaria. Sus coordenadas fueron el pensamiento de María Zambrano y José Lezama Lima; tanto como la inquisitiva y cifrada visión de José Angel Valente, que suponía las rupturas de Vallejo con el coloquio y la necesidad de una certidumbre sin poder ni precio. Hizo suya, además, la lección de Emilio Prados: el discurrir del mundo en la trama leve y fabulada del poema. En ese ámbito del lenguaje la poeta encuentra su paraje. La lección de Emily Dickinson, a quien tradujo al español, le fue inspiradora y discreta. Lo que nadie hizo como Dickinson, fue desatar el verso de sus anudamientos referenciales. De modo que el poema no es una réplica pero tampoco una metáfora de lo vivo, sino la verdad de lo nombrado, su forma de cuarzo revelada. Conocer el mundo desde la poesía es una hipótesis que había adelantado Vallejo, haciendo del habla un teorema de lo vivo. Entre sus más próximos, Julia Castillo tuvo a sus pares: José Miguel Ullán, formidable parteaguas, cuya práctica de rupturas tocó los límites del español; y Teresa Gracia, breve y desapacible verbo del exilio anarquista. En los años que vivió en el Oriente Medio su diálogo con otras tradiciones, de orden visionario y religador, propició que su escritura cristalizara, en el poema mismo, un acto de articulación poética, quizá único en español; tal vez paralelo a las demandas de Lezama Lima y Fina García Marruz. La fluidez de la traza, ese tiempo de la voz, discurre en la suma decantada de este libro. Y hace del proceso nominal un desdoblamiento del verbo que remonta el paisaje místico de nuestra tradición. La fluidez enunciativa y su discurrir meditado, cristaliza en suficiencia visionaria y lacónica:
y el poema-
una vez escrito-
es el que restablece
la simplicidad
del no-escribir.
El poema descubre la intimidad del lector en la dialógica que traza. Y asume la palabra más viva en la intemperie, donde se hace camino. La enunciación, se diría, excede la sintaxis y reconoce su promesa: Un libro cuyas palabras no definen sino que recuperan otro trance del camino en la lectura. Su ruta epifánica viene de lejos, pero reconocemos su linaje como una certidumbre remota, esa nostalgia. En sus últimos libros Julia Castillo nos recupera con la voz de los orígenes, aquella que nos confirma como criaturas hechas en la fe del interlocutor. Por lo mismo, la práctica poética no sólo supone que vivimos una época infame, presidida por delincuentes; presupone también que la miramos de frente:
sin mediación alguna-
ves al extranjero
sin refugio
en la plaza:
y visitas momentáneamente
y casi agradecida-
el pesar en que vive.
Todos somos su huésped...
Sobre la ética y estética del diálogo traman con brío sus demandas de escenarios Olvido García Valdés, Esperanza López Parada, Susanna Rafart, Marta Asparren, Ana Gorría, Azucena G. Blanco...
EL NORTE
The Epic and Forgotten Story of Hispanic North America
By Carrie Gibson
539 pp. Atlantic Monthly Press 2019
One hundred years before the arrival of the Pilgrims, the Mexicans were already here. With typical dark humor, Alfredo Bryce Echenique used to say that when God ordered Fiat lux, Hispanics were already late with the bill for Bell. Carlos Fuentes was 10 years old when his father, a Mexican diplomat in Washington DC, took him to see a film that included the secession of Texas from Mexico. The boy stood up in the dark and cried, “Viva Mexico!” It was a sense of duty he carried all his life. García Márquez journeyed to the South, following in Faulkner’s steps. Perhaps he saw at the cinema a silent short about a man in front of the firing squad watching his whole life rolling back as a calendar in reverse. In his own Faulknerean accounts of too many years of solitude he adds that the Americans, with the excuse of eradicating yellow fever, stayed in the Caribbean far too long. Fuentes was once forbidden to disembark from a ship in Puerto Rico, and García Márquez was asked to strip naked at customs.
El Norte: The Epic and Forgotten Story of Hispanic North America is the book that Americans, Anglo and Hispanic, should read as an education on their own American place or role. Crossing the borders has become a formal rite de passagetowards identity, a dramatic task in Spanish because we have eight names for the Wall, English only four. Thus, Latin Americans are experts in dealing with walls, fences, and barriers. The history of miss-readings has created a phantom of the Law of the Land that goes around as Mexican, Hispanic American, Puerto Rican, Cuban, Caribbean, and Latin American. Not to mention Latino, Mestizo, Mulato, Asians, Native, Anglo Americans, and every other wall of misrepresentation. This formidable display of categorization, conflicts, and crossroads has produced the most complex, intricate cultural system of representing ethnic territories, racial mappings, and exclusionary perceptions. To split the atom has proved to be easier than to split a prejudice. The civil society reinforced what is not-inclusive: skin color, religion, and language. This formidable racialization demonstrated an identity forged, across the border, from the color of the others, languages of origin, religions, and bone size. An historian from Cambridge, Carrie Gibson carries on the formidable task of accounting for the relevant and telling cases of our modern process of national formation and regional negotiations. This is a serious book of history but also an engaging project of reading the future in the past. That is, we still are working in the American grain.
As a forgotten epic, one can read this story as a most reliable travel guide. It is a long ride along the map of an elusive but powerful history that, even if new to most of us, is a familiar tale of many nations moving beyond the walls into a territory of common goals. In most of the cities there was someone writing and protesting, forging from modest presses a regional demand of a possible public space, the voice of a civilization of the law against intolerance and violence. To those forgotten heroes of the press, journalist and chroniclers, travelers and booksellers, the reader owns his reading. Of course, some cases are more tragic than others, as is the painful history of Puerto Rico, were the Tainos, the pacific society that Columbus encountered, had an easy laugh and were curious as children. We now know, thanks to the Spanish historian Consuelo Varela, that Columbus stopped their baptism as Christians in order to sell them as slaves; he even managed to get a percentage from the first bordello in the Americas. The Tainos, of course, disappeared, but the Caribbean decided otherwise. They didn’t appreciate Columbus’ marbles, and would have returned to Mr. Trump paper towels he throws to the victims of the last hurricane. History repeats itself, now as shame.
What is fascinating about this book is that its encyclopedic project is not a rewriting of history but a telling of readings. Almost each historical event is retold within the sequence of facts, memory, recording, evaluation, and discussion. That is, history leaves the mourning authority of archives and takes its place in a long conversation that settles down a modicum of evidence as common truth. The notion that truth could be reached through dialogue presupposes a long pilgrimage, a travel through violence, discrimination, racism, the locus of the Inferno created by occupation, exploitation and low salaries. The narrative becomes not a tribunal but the locus of a dialogue that plays a classic role, that of offering hospice to language and shelter to the lost of meaning imposed by violence. Mexico lost half its territory and many lives, but the voices of Thoreau and Lincoln were of alarm and hope. The model of replacing a tribunal with a conversation, was propose by Montaigne when, lacking friends, lamented that Plato was not here to talk about the wonders of the New World and their inhabitants, whom ignored the distinction between mine and yours.
The author lets the facts speak. But one would like to keep reading the saga of memory, that is, the literary version of the epic and the labors of fiction. Domingo F. Sarmiento came to the US to learn from American progress, and as president of Argentina to replicate those monuments of civilization: schools, railroads, immigration...Each of them fell short of the expectations. José Martí loved New York, but found that people was made of “yeast of tigers.” García Márquez retells the American arrival to the South in Macondo—they discover the banana, move the river, bring modern tools, but all ends in a massacre. Fuentes retells the story of an old writer who moves to Mexico: “A Gringo in Mexico, that is euthanasia.” Bolaño recounts the number of women killed around the maquiladoras. The border but also the migration, and not only narcotics but also life in-between elaborates a new mixture of Tarantino and Rulfo in Yuri Herrera’s fiction. The displacement of women in the novels of Carmen Boullosa and Cristina Rivera Garza as well as the chronicles of Heribeto Yépez on dying-daily in Tijuana explore the new discourses of sorrow. The North is also a growing space of re-reading. The Mexican American senior novelist, Rolando Hinojosa-Smith, used to say that he, as a kid from El Valle, started reading fiction translated into Spanish. He thought that all writers were Mexicans, despite some strange names— Dumas, Chejov, Dos Passos. It seems that el Norte is not only a Cemetery. It is also a national Library. J.O. The New York Times Book Review. March 10, 2019.
Acabo de pasar una semana entre Madrid y Barcelona, y mis colegas de unas y otras universidades, al azar de los coloquios y las terrazas, me preguntan si yo, como miembro de la Real Academia de la Lengua tengo ya los resultados de las elecciones de su nuevo director. Soy sólo remoto miembro correspondiente, y puedo asistir a las sesiones; pero no estoy obligado a votar, aunque tengo derecho a voz. Claro que la RAE es un monumento al siglo XVIII, esto es, a las simetrías más austeras que floridas, y no es casual que sus pausadas ceremonias obliguen a prolongadas sentadas. No en vano fue ese un siglo que encontró en la filología no sólo el amor por las palabras sino su fe en el lenguaje. Y lo ilustra mejor la magnífica Catalina la Grande que resolvió sostener su imperio sobre la universalidad de la lengua rusa. Para demostrarlo redujo el lenguaje a dos puñados de palabras rusas que entendió estaban en todas las lenguas. Y comisionó recoger ese vocabulario en las lenguas indigenas de América. Pudo, así, probar su deportiva hipótesis.
Por lo demás, los filólogos siempre han logrado probar lo que quieren demostrar. Por ello, somos herederos de una literatura fantástica nacida de la filología como otra rama de la imaginación. Lo demostró el venezolano Andrés Bello, cuando desde la British Library descubrió que España no podia ser un estado moderno mientras no contara con un texto fundador. Inglaterra lo tenía en Chaucer y Shakespeare, Francia en Rabelais, Alemania en las sagas, y hasta Italia en Dante. España, propuso Bello, lo tenía en el Cantar del Mio Cid, que aunque era considerado por los filólogos como un texto bárbaro, en verdad nos venía del Romance, y era un producto refinado de la mezcla. Bello creía que mientras España no tuviese un texto fundacional, los países hispanoamericanos no podrían ser del todo emancipados y modernos. La filología, nos enseñó Bello, es el arte de tramar con el lenguaje un relato de la nacionalidad.
Es verdad, la Academia de la Lengua ha sido cada vez más alerta a los “sucesos que acontecen en la rúa,” y al menos mi generación, que empezó la Universidad a comienzos de los años 60, tuvo la extraordinaria suerte de que sus maestros vinieran del Instituto de Lengua y Literatura de Buenos Aires, donde tuvo su cátedra Amado Alonso, a quien la linguística no le fue lastre sino fuente. Uno de mis maestros en la Universidad Católica, en Lima, fue Luis Jaime Cisneros, quien vino de esa escuela y nos descubrió a Borges y a Raimundo Lida. El otro, Armando Zubizarreta, vino de Salamanca, donde fue discípulo de Alonso Zamora Vicente, y nos trajo el comentario de textos y la biografía intelectual. Tanto Amado Alonso como Zamora Vicente venían, a su vez, de Ramón Menéndez Pidal; y cada uno de ellos exploró la historia de la literatura como un milagro (que quiere decir ver más) del uso de la lengua. No en vano la lengua española tiene una larga y fecunda biografía. Pero tiene también una historia intelectual. ¿Qué sería de nosotros sin el debate que asumió, contra los anacronismos de todo orden, el pensamiento liberal, desde la prensa agonista y el folletín encendido? A esa pasión nos debemos, al relato mayor del español que se multiplicó en las otras orillas de esta lengua. Los diccionarios del español en cada país americano son catálogos ligeramente celebratorios que esta lengua favorece. En el siglo XIX la necesidad de una literatura nacional, que traduzca el espíritu de los pueblos, se funda en el Diccionario que en cada país suma sus registros. La RAE ya no es una corte que sanciona e impone políticas de tribunal del uso. Grandes forjadores del camino hablado han sido Víctor García de la Concha y Darío Villanueva.
A un colega de la RAE le decía yo que necesitamos, en este siglo de luces a medias, como piloto de la nave a un intelectual capaz de avizorar un nuevo espacio del español en este mundo, que hoy miente en inglés. Necesitamos, creo, alguien que abra las puertas al campo. Filólogo, escritor, hombre o mujer, de Castilla o de Ricote, un director que convierta a la RAE en un espacio de concurrencia. Lo que pasa, arguía yo, es que uno visita el edifcio de la RAE y no tiene nada que llevarse. Ni siquiera una réplica del edificio como pisapapeles, que sí tiene la British Library, muy capaz de venderte una subscripción a la Biblia sajona, que te llevas a casa como un altar del inglés. Nosotros tenemos muchos recursos que ofrecer, empezando por facsímiles de nuestros orígenes en San Millán y en las Antillas. Yo propondría unos talleres de lectura para deletrear el Mio Cid y María Zambrano, Sor Juana y Vallejo…
Los dos años que viví en Barcelona (1971-73) no fueron los mejores para la lengua española. Una mañana leí en el diario una noticia sobre la guerra de Vietnam que empezaba así: "El presidente Nixon dijo, y no hay por qué dudar de sus intenciones,que busca la paz". El editor introducía esa advertencia contra la duda metódica. La censura en el cine no era menos disparatada. Tal vez fue una leyenda urbana,pero se decía que en su afán por evitar el sexo, un censor había convertido a la pareja en hermanos, no sin entusiasmo. Y en la editorial Barral, el censor nos devolvía los manuscritos intervenidos con saña. Vi uno tachado frase tras frase. Hubiese bastado una sentencia: Censurado. Lamento no haber guardado ese monumento fúnebre de la lengua española. Y son bien conocidas las negociaciones de los editores con la censura. A Vargas Llosa le reprocharon llamar a un general "ballena" cuando podía llamarlo "cachalote." El éxito de la nueva novela latinoamericana se debió a los espacios que propició fervorosamente.
En cambio, vivimos hoy las agonías del español nuestro de cada día. El autoritarismo patriarcal y regional, en primer lugar, que corrompe el diálogo y degrada a los hablantes. La violencia de género, el racismo y la xenofobia, demuestran que el lenguaje agoniza. No es suficiente para acoger, tender puentes, albergar. El sufrimiento de los migrantes venezolanos, acusados y asaltados en las calles de Lima, soy testigo, es indigno; merecen nuestra protesta y solidaridad.
La corrupción es la madre de todas estas derrotas de nuestra lengua herida. No estoy predicando el fin del mundo en español, aunque mundo sea lo opuesto a inmundo. Pero no es la primera vez que el español padece una peste ideológica. Nuestros grandes liberales sufrieron prisión, se confiscaron sus bibliotecas, y fueron miserablemente humillados.
Hoy resultan repugnantes los consejos de "La perfecta casada," inculcados por médicos y curas. No hay que olvidarlos, pueden volver actualizados: "Es un imperdonable error la negación al esposo del débito conyugal" (1946). "Trata de cocinar bien. Los buenos maridos tienen fama de buen apetito" (1949). "El organismo de las mujeres está dispuesto al servicio de una matriz; el del hombre para el servicio de un cerebro" (1962)." Cuando pedimos café queremos que se nos sirva café-café" (1963). "Al hombre le gusta sentirse siempre superior a la mujer que ha elegido como compañera" (1957). Excusen tamaña vulgaridad, pero es el español que se mamaba en la leche.
No olvidemos que la nuestra es una de las pocas lenguas modernas que no conoció los ciclos de la Reforma; más bien, se forjó en la Contrarreforma. No en vano, para escribir en español Garcilaso partió del italiano; Góngora, del latín; Cervantes, del erasmismo; Sor Juana, de la lógica; el Inca Garcilaso, del humanismo...Y Darío del francés; Vallejo, de la vanguardia; Borges, del inglés. Cuando don Quijote visita a su madre, la Imprenta, lee un letrero: "Aquí se imprimen libros." Aquí, está demás; se imprimen, está demás; y libros, otro tanto. La ironía cervantina nos libera del español redundante, literal, municipal y espeso. Nos debemos, contra la violencia actual, un español de los afectos, del diálogo fecundo, de la inteligencia de la inclusión.
Pase en profundidad
Los jugadores que entran a la cancha,
tocan el ardiente grass y se persignan
¿esperan el favor de Dios en el partido?
Rinden su paso al azar pero compiten
por un orden mayor que los elija.
Esa idea del orden presupone la mirada
del Dios creador del hombre y del fútbol,
en cuyos planes fallamos el penal.
Salvo que Dios no sude la camiseta
y ruede sin control del área chica
ante una imposible bola dividida.
¿O habrá preferido, oh Inconstante,
jugar la final y decidir el score?
Estaría el pobre jugador a punto
de ser expulsado por un árbitro
argentino. Y pregunto yo, ¿no está
todo futbolista librado al fútbol?
Te repite el juego, pero el match es tuyo.
El dueño de la pelota
Fui el dueño de la pelota.Los muchachos del barrio me toleraban en el equipo, aunque fuese de volante retrasado.
Esa tarde, me llegó una pelota rebotada y sin mirar al arco enemigo lancé un centro bombeado que se elevó con gracia; hizo una curva profunda, y descendió limpiamente en medio de la incredulidad de los jugadores, que habían quedado inmóviles siguiendo la parábola de esa bola cierta.
El hirsuto defensa central del equipo rival, que reunía a los hijos de los pescadores, con quienes habíamos jugado a guerras de trinchera y ahora nos disputábamos la playa, rechazó con toda su fuerza, y el juego se reanudó contra su madre.
Animado por mi hazaña, corrí reclamando en voz alta la bola. Hasta que Perico, nuestro capitán, se detuvo al centro, y me la pasó con una advertencia:
- Ahora es tuya.
Arranqué a correr por el flanco derecho, como si estuviera solo. Un rival me alcanzó pronto y estuvo a punto de sacarme la bola entre codazos, pero con la cabeza gacha enfilé hacia el arco. Trababa de frenar para asegurar el centro pero la misma velocidad del impulso me lo impedía. Tenía que patear, lo sabía, pero cuando por fin logré hacerlo, perdí pie, pifié la bola, rodé. Me levanté, solitario; el partido seguía sin mi.
Perico con uno de los rivales se excusó:
-Es el dueño de la pelota.
Pero más difícil era terminar el partido. Yo aguardaba a que se encendiesen las luces de la tarde en torno a ese terreno baldío y dominguero. Gritaría que ya era hora, que mejor acabamos, sabiendo que ambos equipos cargarían contra mí.
El partido empezaba a las tres de la tarde y con algunas pausas terminaba después de las seis. Unos jugadores se marchaban, otros ingresaban a su antojo, y un juego que arrancaba con seis o siete por equipo crecía y decrecía sin número fijo.
Yo empezaba a anunciar el final poco antes de las seis. Pero justo entonces el fervor de ganar enfervecía a los rivales. Me hubiera contentado con un agonizante empate peruano, pero Perico se enardecía y casi siempre decidía el score en el último cuarto de hora, rodeado de una nube de polvo épico.
Por fin, yo recogía la pelota, en medio de la rechifla de los vencidos. Y me la llevaba bajo el brazo, roja y ardiente, a cargo de un mundo redondo y ajeno.
Gabo y su película sobre el futbol
Volví a Austin para visitar a Gabo en su archivo. La primera impresión es abrumadora: cuánto ha corregido, mucho más de lo que ha escrito. Y qué trama de orígenes discursivos tienen sus obras mayores: miles de notas en torno a una nota. Está por estudiarse ese origen de García Márquez, más intrigante que su nacimiento colombiano. Construyó un archivo para cada obra, que proviene de las versiones y disputas de las sagas orales que son actas del origen.
De esa papelería fantástica, viene a cuento ahora una brevísima nota, que no llegué a copiar (el protocolo es laborioso, como debe ser) pero que recuerdo o creo recordar. Se trata de una nota de cinco líneas, que es el esbozo para un película dedicada al partido de fútbol más perfecto. Esta idea para un film sobre un partido de fútbol aun por jugarse, sigue, como es claro, la fe en la epifanía o instante de tiempo que cuaja en su exaltación. Desde “El ahogado más hermoso del mundo,” hasta Remedios, la bella, estas figuras de tiempo cristalizado como único y feraz, son emblemas vivos de la épica popular de García Márquez.
Su idea es filmar un partido de fútbol de ficción, pero en su tiempo real de 90 minutos, entre dos equipos formados por los veintidos jugadores mejores del mundo. También los árbitros lo serían, así como el estadio de grass celeste y verde. Y en la plácida tarde la luz bañaría a todos los actores en el espectáculo más celebrado ese domingo universal.
La selección del equipo latinoamericano, capaz de enfrentarse a las selecciones de Europa, Africa, Asia y Resto del Mundo (creo leer en mi letra apremiada) sería hecha por la ONG del fútbol y el cine.
Este sería, en verdad, el partido de fútbol más hermoso del mundo.