Julio Ortega
Los dos años que viví en Barcelona (1971-73) no fueron los mejores para la lengua española. Una mañana leí en el diario una noticia sobre la guerra de Vietnam que empezaba así: "El presidente Nixon dijo, y no hay por qué dudar de sus intenciones,que busca la paz". El editor introducía esa advertencia contra la duda metódica. La censura en el cine no era menos disparatada. Tal vez fue una leyenda urbana,pero se decía que en su afán por evitar el sexo, un censor había convertido a la pareja en hermanos, no sin entusiasmo. Y en la editorial Barral, el censor nos devolvía los manuscritos intervenidos con saña. Vi uno tachado frase tras frase. Hubiese bastado una sentencia: Censurado. Lamento no haber guardado ese monumento fúnebre de la lengua española. Y son bien conocidas las negociaciones de los editores con la censura. A Vargas Llosa le reprocharon llamar a un general "ballena" cuando podía llamarlo "cachalote." El éxito de la nueva novela latinoamericana se debió a los espacios que propició fervorosamente.
En cambio, vivimos hoy las agonías del español nuestro de cada día. El autoritarismo patriarcal y regional, en primer lugar, que corrompe el diálogo y degrada a los hablantes. La violencia de género, el racismo y la xenofobia, demuestran que el lenguaje agoniza. No es suficiente para acoger, tender puentes, albergar. El sufrimiento de los migrantes venezolanos, acusados y asaltados en las calles de Lima, soy testigo, es indigno; merecen nuestra protesta y solidaridad.
La corrupción es la madre de todas estas derrotas de nuestra lengua herida. No estoy predicando el fin del mundo en español, aunque mundo sea lo opuesto a inmundo. Pero no es la primera vez que el español padece una peste ideológica. Nuestros grandes liberales sufrieron prisión, se confiscaron sus bibliotecas, y fueron miserablemente humillados.
Hoy resultan repugnantes los consejos de "La perfecta casada," inculcados por médicos y curas. No hay que olvidarlos, pueden volver actualizados: "Es un imperdonable error la negación al esposo del débito conyugal" (1946). "Trata de cocinar bien. Los buenos maridos tienen fama de buen apetito" (1949). "El organismo de las mujeres está dispuesto al servicio de una matriz; el del hombre para el servicio de un cerebro" (1962)." Cuando pedimos café queremos que se nos sirva café-café" (1963). "Al hombre le gusta sentirse siempre superior a la mujer que ha elegido como compañera" (1957). Excusen tamaña vulgaridad, pero es el español que se mamaba en la leche.
No olvidemos que la nuestra es una de las pocas lenguas modernas que no conoció los ciclos de la Reforma; más bien, se forjó en la Contrarreforma. No en vano, para escribir en español Garcilaso partió del italiano; Góngora, del latín; Cervantes, del erasmismo; Sor Juana, de la lógica; el Inca Garcilaso, del humanismo…Y Darío del francés; Vallejo, de la vanguardia; Borges, del inglés. Cuando don Quijote visita a su madre, la Imprenta, lee un letrero: "Aquí se imprimen libros." Aquí, está demás; se imprimen, está demás; y libros, otro tanto. La ironía cervantina nos libera del español redundante, literal, municipal y espeso. Nos debemos, contra la violencia actual, un español de los afectos, del diálogo fecundo, de la inteligencia de la inclusión.