Skip to main content
Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

Blogs de autor

Últimas tardes con Barthes (2)

Viví durante un año en la misma calle que Barthes, la rue Servandoni, en un inmueble muy próximo al suyo. Lo tenía a mi alcance y lo vigilaba mucho. Cruzaba a menudo tras él la iglesia de Saint-Sulpice de parte a parte: entrábamos por la puerta trasera y salíamos por la delantera. Barthes no solía percatarse de mi vigilancia e iba totalmente absorto en sus pensamientos cuando dejaba atrás la plaza y llegaba al café Flore, que más que su cuartel general era la prolongación de su casa. Digamos que el Flore era su salón.

Barthes pertenecía a esa cultura del café ya casi desaparecida, de bares que te cobijaban de verdad como te cobija tu casa, y bien se puede decir que los cafés de París fueron la mitad de su vida. Cuando te acercas a él y a su época te das cuenta de que Barthes vivía en un París todavía muy enraizado, con bares familiares y calles familiares. Sí, estabas en París y a la vez en una aldea, la de tu barrio, donde te conocía todo el mundo.

Hablo de un tiempo en el que las ciudades tenían todavía tejido social: el tejido de las miradas, la confianza, la alegre cotidianidad. Las ciudades ya no son eso y Barthes habitó hasta el día mismo de su muerte una dimensión que ya damos por perdida. Barthes lo tenía todo muy cerca y podía ir a todas partes andando. Era muy normal verlo por la calle, solo o acompañado, a cualquier hora del día pero sobre todo al atardecer. Tenía cerca el café Flore, cerca el Colegio de Francia, cerca los cafés de Montparnasse y el jardín de Luxemburgo. Lugares al alcance de un paseo. Vivía en un escenario prodigioso, el mejor para desplegar el calderoniano teatro del mundo: je suis à Paris donc j’existe. Quizá lo que más cautivaba de aquel París era su capacidad para convertirse en un escenario conmovedor. El mejor fondo para una comedia, cierto, pero también para un drama o una tragedia. El mejor escenario para todo.

Su misma muerte ocurrió en una calle por la que había pasado miles de veces: la calle donde se hallaba el Colegio de Francia que acogía sus cursos. Barthes iba paseando por ella cuando lo atropelló una furgoneta de reparto. Enseguida corrió el rumor de que había sido un golpe muy leve, pero no era cierto. Philippe Sollers sostenía que los medios de comunicación había minimizado el accidente para que nadie pudiera acusar a Mitterrand de gafe. Al parecer Barthes venía de comer y de beber con Mitterrand. Tan solo media hora antes de que la furgoneta se precipitase sobre él, o él sobre la furgoneta, estaba brindando con el candidato socialista a la presidencia de la República, tan solo media hora antes el profesor Barthes hablaba con el político Mitterrand... El lado mágico de nuestro pensamiento tenía el campo abonado para elaborar un curioso sistema de causas y efectos, y al final resultaba que el culpable del accidente había sido ni más ni menos que Mitterrand. Vaya candidato, es como si trajese con él la muerte de la inteligencia, podía pensar el vulgo. Algo que el sistema francés, su misma estructura simbólica, no iba a permitir, de modo que Barthes solo se había hecho unos rasguños, rasguños que, sorprendentemente, le llevaron a la muerte un mes después. Nadie mentaba que el accidente había sido precedido por un almuerzo con Mitterrand, absolutamente nadie. La omisión era tan rigurosa y tan general que parecía cosa de magia.

Leer más
profile avatar
22 de junio de 2023
Blogs de autor

Últimas tardes con Barthes (1)

Roland Barthes abordó muchas veces el tema del deseo y su relación con el placer. Dejó en sus alumnos la herencia de una cierta tradición hedonista y la idea de ensanchar los dominios del placer: el placer del cuerpo, el placer del texto, en placer de pasear o de tomar un café, el placer de conversar, el placer de enseñar, el placer de aprender. La cultura era para él una amplia y paradójica dimensión del placer. Dicho de otra manera: Barthes identificaba el sabor con el saber, por eso su estilo era tan seductor y tan sensorial.

Se notaba que sus cursos en el Colegio de Francia eran para él un placer, y daba sus clases magistrales fumando un habano de la mejor factura. Notabas que se deleitaba con las palabras, que se dejaba envolver por el ritmo oscilante y mareante del francés y del humo que surgía de su veguero. Sus clases tenían algo de interpretación musical, como un concierto de violoncelo al que asistieran, en calidad de espectros, Marcel Proust y Marlene Dietrich junto a muchos alegres muchachos y muchachas. Su cabeza era el atanor donde se llevaba a cabo una alquimia muy notable. El saber llegaba a ti convertido en sabor sin por eso perder ni rigor conceptual ni tensión reflexiva.

Su lengua tenía un ritmo, un tempo, un diapasón que no se advertía en pensadores más profundos que él y seguramente más definitivos. Uno de sus biógrafos, al que recuerdo sentado junto a mi en uno de los cursos, aseguraba hace tiempo que Barthes no tenía pensamiento propio y que todo cuanto decía procedía de otros. Un error. Hay conceptos que en la obra de Barthes cobran un valor especial, que difiere del que le dan sus contemporáneos. Barthes es el pensador del deseo; le da al deseo un valor absoluto, por encima del valor que le daban los estructuralistas y los que vinieron después. Percibimos que cuando en su obra aparece el concepto deseo, tiene un brillo especial, un brillo positivo y muy alejado de la idea lacaniana del que el deseo busca siempre la muerte. El deseo, para Barthes, buscaba la materialización del placer, y esa materialización había que llevarla a cabo a diario, para que ni un solo día de la vida estuviese exento de placer. Parecía el punto de vista de un pagano de la antigüedad: vayamos a lo práctico, vayamos a lo material y lo carnal, vayamos a lo inmediatamente placentero, y después soñemos. En los círculos de iniciados que estaban cerca del maestro, o que sencillamente revoloteaban en torno a él, se decía que Barthes fornicaba cada día con un muchacho distinto. Buscaba, más que Derrida, la différance. La buscaba en las calles al amparo de la noche recién nacida, y cuando llegaba ese momento, daba igual lo que estuviese haciendo, leyendo, escribiendo, cenando con amigos, daba igual porque se dejaba arrastrar por el apetito carnal y buscaba la concreción del placer en unos ojos negros aguardando en una esquina de un oscuro bulevar. Todas las noches buscaba el vértigo pero, ¿qué era el vértigo para Barthes? No la hermosura de los cuerpos, no la posesión, ni la penetración, ni el grito, era más bien mostrar la fragilidad y la carencia cuando se acercaba a un hermoso muchacho: era experimentar la desprotección y el extravío. Barthes creía que hasta en los encuentros más banales ponemos un pie en el abismo, y habló más de una vez de ello en los días que sucedieron a la muerte de Pasolini. Esa desprotección se tornaba aún más aguda cuando descendía a los cuartos negros, como confiesa en su texto póstumo Las noches de París.

Leer más
profile avatar
15 de junio de 2023
Blogs de autor

El señor de las piedras

Hay novelas que configuran una época y un espacio muy definidos y a la vez se proyectan en un ámbito que parece fuera del tiempo: El señor de las piedras es una de ellas. Ambientada en el período en el que vivieron y murieron los más singulares e inspirados poetas de la dinastía Tang, a través del tejido textual que va creando Federico Puigdevall, que tiene la transparencia de la seda y la misma naturaleza descriptiva, sugerente y vaporosa de la poesía que invoca y celebra, vamos accediendo a los trayectos, llenos de peripecias y de búsquedas del absoluto, que jalonaron las vidas de dos amigos poetas, Li Bai y Du Fu. Ambos dejaron una huella imborrable en el imaginario colectivo, pues lícito es considerarlos dos de los más grandes poetas que ha dado la humanidad, por su capacidad de figuración y ensoñación, por su ironía, por su sarcasmo, por la belleza de sus metáforas pero también por su capacidad narrativa y su genio para convertir los vaivenes y variaciones de la naturaleza en la imagen más envolvente y sugestiva de la vida en toda su grandeza y complejidad. Junto a ellos se van desplegando la época en la que vivieron, las intrigas políticas, las guerras, las destrucciones, las fugas, los vínculos de más de un centenar de personajes cuyas existencias van configurando el río narrativo, lleno de afluentes y de fuerzas que convergen y divergen siguiendo dialécticas binarias muy parecidas a las del Tao, filosofía que preside toda la novela.

A la vez que asistimos a la amistad inquebrantable que unió a Li Bai y a Du Fu, vamos accediendo a los momentos en los que fueron creando sus poemas, de forma que en esta narración, tan detallada y prolija como las novelas chinas del siglo XVIII (pensemos en A orillas del agua o Viaje al Oeste), pocas cosas quedan en el tintero. Como hacen los poetas chinos de la dinastía Tang, Federico Puigdevall tiende a observar a los personajes desde su misma exterioridad, para que sea el lector el que vaya adivinando la intimidad de sus almas a partir de los movimientos que observa en ellos y de los caminos, a veces tortuosos, en los que se van perdiendo sus destinos. Nos hallamos ante una novela que a la vez que se atiene a la historia, va creando su propio mundo, tan lírico como narrativo, en el que la aspiración a la eternidad se va topando continuamente con el “vaporoso sueño de la vida” y su trágica fugacidad, fuente de todas las melancolías y muy especialmente de la melancolía que define y distingue a toda la poesía de la dinastía Tang. Como le dijo Du Fu a su amigo y maestro Li Bai en un célebre poema: “Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”. Si nos atenemos a la inmensa riqueza que atesora la poesía Tang y a lo mucho que han aprendido de ella los poetas de todas las épocas, no parece que fuera un premio tan inútil, ni inútiles los viajes, los encuentros y desencuentros que se van sucediendo a lo largo de esta hermosa y exigente novela.

Leer más
profile avatar
7 de junio de 2023
Blogs de autor

El zoo maldito

 

 

El zoo de la ciudad de Nova Kajovka

desapareció bajo el tumulto

de las aguas

de la presa

destruida por los rusos.

 

Ah, oscuro, oscuro, oscuro,

y oscura la noche del león bajo el agua

y el tigre y el oso y las cebras

y los suricatos

que desde su puesto de vigilancia

vieron la ola gigante

antes de ser arrastrados

por ella.

 

Sólo se salvaron

los cisnes y los patos.

Leer más
profile avatar
6 de junio de 2023
Blogs de autor

Anomalías

 

Según la ley universal de la simetría de la paridad, el universo no tendría que existir, creen los científicos.

Materia y antimateria producidas en la misma cantidad se tendrían que autodestruir, generando vacío, sin embargo no ocurrió así pues triunfó la materia de la que está constituido el universo.

 

Un equipo de la universidad de Florida parece haber demostrado que hubo una violación de la simetría que hizo posible la eclosión de la materia.

Y bien, si el universo entero es una anomalía, ¿qué somos nosotros?

Leer más
profile avatar
6 de junio de 2023
Blogs de autor

Geografías de Martin Amis

Muy a menudo, Martin Amis supo conjugar la sagacidad, la velocidad y la penetración, comportándose como un ave rapaz de la literatura. La aceleración que imprimía a sus textos, cuando trataba ciertas materias, no le impedía ahondar y atravesar el objeto de observación, con elegante ironía e incisiva mordacidad. La vida de Amis fue pródiga en glorias y desastres. Arrogante como su padre, si bien de ideología opuesta, chocó múltiples veces contra su progenitor y mantuvieron una guerra tan cruda como sarcástica hasta que el señor Kingsley Amis dijo adiós a la vida. Fue entonces cuando Martin Amis se sintió poseído por la gravedad y Julian Barnes empezó a decir que estaba madurando. Cuentan que para Martin supuso la segunda revelación de la muerte, de la primera nos informa sobradamente en su novela La información, donde reflexiona sobre algo que nos ocurre a todos, pero que pocos han sabido explicar con la claridad y con la precisión de Martin Amis. Recuerdo que cuando tenía 26 años y pasaba las noches enteras estudiando, me sobrecogía la certeza de que éramos seres para la muerte y de que estaba destinado a morir. Esa evidencia, de naturaleza aplastante, llegaba a mí como una extraña información: la misma sobre la que versa la mentada obra de Amis, que como novelista ha sido un autor de fortuna variable y muy variado en sus temas, de forma que se hace difícil establecer las verdaderas coordenadas de su “poética”. No se parece a su oponente Julian Barnes, que pertenece a la raza de los que siempre están escribiendo la misma novela, y que quizá por eso son bien valorados por la crítica, que puede fácilmente enjuiciarlos por el efecto repetición de sus creaciones. Amis se arriesgaba mucho más, a veces para bien, y a veces para mal. Amis se la jugaba en cada novela, y era de los que se atrevían con cualquier tema. Poseía una gran capacidad para adentrarse en otras culturas, era camaleónico, inventivo, solvente y audaz. No veo a Barnes con agallas para hacer uno novela sobre Stalin o sobre rusos, pero Amis se adentro dos veces en ese territorio, la primera con gran acierto, y la segunda con menos. Los novelistas de la tribu camaleónica entran en cualquier cultura con alegre desenvoltura, aunque a veces caigan en errores de bulto. Pero en errores peores se puede caer cuando uno se empeña en escribir siempre el mismo relato. ¿O no es un gran error pasar toda la vida encerrado en un cuarto con único juguete?

A menudo la crítica se cebaba con Amis de tal manera que tenía que irse de Inglaterra: la última vez que le pasó fue a raíz de la publicación de El perro amarillo. Harto de tanta pedrada sin control, se fue a pasar una larga temporada a Uruguay con su familia. Obró muy cuerdamente, la distancia es la mejor medicina contra los dolores del alma y las atronadoras descargas de los pistoleros a sueldo.

Martin Amis alternó durante toda su vida su labor de novelista con el periodismo. Juraría que en periodismo su verdadero maestro fue Tom Wolfe, pero ¿a quién le extraña? Wolf ha sido el maestro de todos los que han querido hacer un periodismo nuevo y brillante. Otra de sus característica es que Amis siempre supo pasar, con envidiable agilidad, de la alta cultura a la cultura popular, y con frecuencia fue luminoso y lacerante. El retrato que hizo en su momento de Madonna es impagable, como el que hizo de Vera Nabocov.

El último libro que he leído de Amis es El roce del tiempo. En la edición de Anagrama definen como ensayos los textos del libro. Honestamente creo que calificar de ensayos los escritos de El roce del tiempo es inadecuado, pues en realidad se trata de crónicas de época al estilo de las de Fitzgerald (o del ya mentado Wolfe), en las que Amis aborda temas que ya trató anteriormente, junto a otros inéditos en su carrera. A Nabocov, a Bellow, a Burgess a James, a Ballard, a DeLillo, a Updike ya los había visitado en otras ocasiones, y vuelve a ellos como quien restaura una vieja amistad. Los considero los textos más valiosos y aconsejo leerlos, porque nos hallamos ante exploraciones muy penetrantes que iluminan las sombras de nuestra época y atraviesan las vidas y las obras de escritores fundamentales, si bien no siempre debidamente analizados por los expertos en “alta cultura”; me refiero sobre todo a Burgess y a Ballard. También son de gran interés los escritos referidos al populismo americano y a sus diferentes subculturas más o menos pornográficas. Las crónicas que abordan la sociedad inglesa tienen menos vinagre, pero no menos ironía. Ya insinué antes que una de las características del efecto Amis es que sabe combinar, con fluidez y elegancia, la distancia casi brechtiana ante el objeto de observación con la pasión narrativa, convirtiendo sus crónicas, sus relatos y sus ensayos en obras donde la hondura nunca está reñida con la frescura.

Leer más
profile avatar
24 de mayo de 2023
Blogs de autor

Una noche con Benet

 

Todo el proyecto narrativo de Benet se presenta como el bosquejo de un mundo destruido.

De todas las tumultuosas noches de la Movida hay una que me interesa recuperar: aquella en la que estreché por primera vez la mano de Juan Benet, tras haberlo leído largamente y con mucha devoción. Ocurrió en la fiesta que daba en su casa Marta Moriarty. La anfitriona llevaba un vestido de apariencia metálica que le había hecho mi amigo Felipe Salgado, el mismo modisto que había confeccionado la chaqueta que yo llevaba esa noche. Recuerdo haber visto en la fiesta al pintor Ceesepe, que había enloquecido de alcohol: veía monstruos en el vestíbulo de la casa abarrotada de gente y Barceló, que llevaba un chaleco plateado, intentaba sacarle de la pesadilla.

La casa estaba sumida en una atmósfera claroscura. En un ángulo del salón se rozaban invitados de muy diversa ralea pero que se parecían porque daban todos ellos la impresión de llevar un disfraz más que un vestido, como si en aquel Madrid brillante y miserable todo el año fuese carnaval. En 1984 aún se percibía ese aliento especial de la Movida que supuso nada más y nada manos que la suspensión de la realidad. El gran poeta alemán Gottfried Benn ya sabía que no siempre la realidad era necesaria. A decir verdad la realidad no era prácticamente nunca necesaria, y nadie la quería ni regalada, aún menos en tiempos de la Movida, que en muchos aspectos se declaró como furiosamente enemiga de la realidad. Sólo puedo ver desde esa perspectiva la fiesta de la que hablo. Andaba por allí todo el mundo: Almodóvar, Savater, Sigfrido, Paloma Chamorro, García-Alix, los Moriarty con su amplio séquito… Era fácil perderse entre celebridades… Y de pronto, en el sofá que reinaba en el ángulo más oscuro del salón, vi sentado a Juan Benet y no dudé en acercarme a él. Un decenio antes, había descubierto su narrativa en Barcelona, durante un largo descenso al infierno. Sí, un año en el que hubo dos crímenes sangrientos a mi alrededor y el mundo se estaba ennegreciendo con la crisis del petróleo. No entiendo cómo conseguía alternar en mi cabeza la depresión, la locura, la euforia, las caídas... con la lectura de Benet. Al principio quedé fascinado por sus cuentos.

En Nunca llegarás a nada, su primera colección, vemos a un Benet sorprendente que aún no ha decidido su estilo… Hay cuentos a lo Fitzgerald, a lo Proust, a lo Faulkner… No eran narraciones realistas por la sencilla razón de que en todas había una misteriosa y vaporosa suspensión de la realidad. Me inquietaba que fuesen cuentos que no necesitaban del apoyo de la realidad para sostenerse. En la mayoría de ellos era algo que resultaba evidente. En cuentos posteriores veríamos a un Benet más sólido y más asentado en un territorio, pero no en aquel primer libro, un poco inocente. Más adelante me subyugarían libros como Sub rosa y como 5 narraciones y 2 fábulas, que leí poco antes de abordar sus dos primeras novelas: Volverás a Región y Una meditación. Resultaba desestabilizador leer al mismo tiempo esas dos novelas en las que se despliega una Región tan diferente. La región de Una meditación es totalmente proustiana, abismalmente proustiana, con una melancolía del todo proustiana.

En cambio la Región de Volverás a Región es más primordial, más auténtica, y hasta más experimental. Fui descubriendo el mismo año la narrativa de Benet y la de Robbe-Grillet, y de algún modo los comparaba. Los dos eran barrocos y amantes de los trampantojos, los dos tenían una soberbia voluntad de estilo, y por supuesto los dos eran partidarios de suspender la realidad, de anularla como por arte de birlo-biloque. Región me parecía una comarca única justamente por eso: porque en ella se ausentaba la realidad. Si recorría la Región descrita en las dos novelas referidas, comprobaba que todo en ella parecía fuera de la realidad, si bien incesantemente sostenido con un estilo que te podía absorber, que te podía enloquecer porque cada vez necesitaba menos la realidad para desplegarse, hasta finalmente desembocar en la epopeya de la desintegración, donde ya la realidad estallaba en mil pedazos: Herrumbrosas lanzas.

Pero aquella noche de la Movida estábamos todavía lejos de la aparición de Herrumbrosas lanzas y Benet disfrutaba de la noche madrileña y del esplendor de la fiesta en casa de Marta Moriarty. Recuerdo que me incliné ante él y le felicité por su obra, especialmente por su obra breve. Durante mi infancia, pasé una larga temporada en un pueblo del centro de León y más tarde en Ponferrada, y privilegié esa parte de mi vida cuando me presenté ante Benet. Él me dijo que también había conocido las regiones de León. Benet comparaba Ponferrada con el Oeste americano. Le di la razón: un verano de mi adolescencia había conocido los polvorientos suburbios de Ponferrada, que se iban perdiendo en eriales sin término y que si bien no me recordaban a Región, si que evocaban el Far West. Lo diré con toda sinceridad: a mi me fascinaba Región no por lo que se pareciera a ciertas comarcas de León sino por su irrealidad; desde esa perceptiva me parecía una construcción muy esforzada y laboriosa, además de desconcertante, porque uno nunca estaba seguro de si de verdad funcionaba. Yo tenía mis reparos. Por ejemplo, me creía totalmente las regiones inventadas por Faulkner, Onetti y Márquez, pero la Región de Benet me resultaba menos creíble o para decirlo de otro modo: me resultaba mas literaria, infinitamente más literaria que las invenciones de los escritores americanos, pues la realidad era, a decir verdad, suplantada por una gran deconstrucción del mundo y que, como Joyce, buscaba referencias homéricas: Herrumbrosas lanzas; sí, aquellas lanzas que recordaba Ulises cuando volvía a Ítaca como los viajeros de Benet vuelven a Región.

Para Marguerite Yourcernar todas las guerras eran la guerra de Troya, y también para Benet, que con sus herrumbrosas lanzas fue sembrando al final de su obra la destrucción del sentido. Todo el proyecto narrativo de Benet se presenta como el bosquejo de un mundo destruido. Asombra que en la vida real Benet, ingeniero de pantanos, contribuyera con su talento a empobrecer todavía más regiones que estaba viendo morir, pues todo nos indica que los pantanos fueron para las comarcas del Esla y el Duero una nueva desamortización y una nueva usurpación que precipitó aún más su ruina. Vuelvo a la noche en casa de Marta Moriarty, cuando estuve elogiando los cuentos del maestro, hecho que él agradeció vivamente, pues me quería hacer creer que nadie o casi nadie se acercaba a ellos. Cuando la fiesta empezaba a decaer se acercó a Benet una mujer que recordaba el personaje femenino del cuento Garet, y que pretendía apartar al novelista de la fiesta. Benet negó con la cabeza y continuó conversando conmigo mientras la mujer se alejaba de nosotros.

El escritor me preguntó por mi nombre y mentí: le dije que me llamaba Jesús Pérez y que era natural de Ponferrada. Después le hablé de una apuesta, o de la gran apuesta. Apostar contra todo, ya desde el principio. Apostar por Región, convirtiéndola en una baza interminable que se irá desintegrando molecularmente, como se fue desintegrando la narrativa de Joyce pero de otra manera, no menos mareante ni menos radical, aunque en aquel entonces yo no lo supiera y quizá ni siquiera lo sabía Benet, que acercó su boca a mi oído y me preguntó qué pensaba hacer. Respondí que iba a continuar la farra con unos amigos y que haría bien en venirse con nosotros. Recuerdo que se lo dije sin demasiada esperanza, creyendo que el maestro iba a desdeñar mi oferta, pero no fue así pues Benet asintió con entusiasmo y ya se disponía a venirse conmigo cuando tres mujeres cayeron sobre él y lo hicieron desaparecer en las sombras. Nunca más lo volví a ver. Ya es triste decirlo, pero así es, nunca más. Si en aquel entonces me lo hubiesen dicho, hubiese gritado airado contra ese destino tan absurdo y de tan difícil cumplimento (pues el mundo es un pañuelo), pero lo cierto fue que trascurrieron los años y nunca más me crucé con Benet, de forma que aquel encuentro en la casa de Marta Moriarty fue mi primer y último encuentro con el artífice de una construcción: Región, que ya en la primera novela aparece como un mundo perdido, y que en la última novela se convierte en una deslumbrante deconstrucción.

Una conclusión se deriva de todo lo dicho: quizá Región no necesitaba el apoyo extenuante de la realidad, como sí lo necesitaba la literatura social, porque era, es y será una realidad en sí misma, que se agranda con el tiempo y que brilla con luz de oro viejo en el reino crepitante del lenguaje.

 

Revista Claves  (mayo- junio 2023)



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
3 de mayo de 2023
Blogs de autor

Estábamos una tarde en Cambridge

Estábamos una tarde en Cambridge

drogándonos con Wittgenstein

y apareció un cuervo más negro

que la bilis de Baudelaire.

Entró como un ciclón

por el ventanal abierto

y nos miró como a reos que van a ser ajusticiados.

Entonces Wittgenstein dijo:

"Cuando los cuervos de Poe entran en los aposentos

hay que pensar en la muerte,

que es siempre

un regreso al ayer.

Pero el que teme la muerte

como ahora la estáis temiendo

es porque ha llevado

una falsa vida

o aún está por nacer".

Wittgenstein se quedó en silencio:

el pájaro desapareció

como una alucinación de la mente

y volvió a nosotros la risa

y sentí el presente en la piel.

Estábamos una tarde en Cambridge

drogándonos con Wittgenstein.

Leer más
profile avatar
18 de abril de 2023
Blogs de autor

El aforista ante el abismo

 

Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Ramón Eder.

 

Primero fui cruzando de un lado a otro el pueblo por la calle principal, que va discurriendo entre pasadizos y arcos sobre los que se alzan las casas. A intervalos podía ver el mar entre los edificios, pero si dirigía la vista hacia la izquierda veía los tejados y la frondosa montaña, que caía en picado sobre el pueblo como un jardín vertical. Dejé atrás los últimos embarcaderos y las escaleras oscilantes que descendían hasta el agua, y aún tuve que cruzar los soportales y los arcos que sostenían un último edificio para acceder a una especie de avenida, de aproximadamente medio kilómetro, cuyo recodo izquierdo limitaba con el acantilado, bajo el que se agitaba el agua. Dejé atrás la avenida y continué por la carretera del acantilado hasta que vi la casa que buscaba, alzándose por encima de uno de los arcos de una antigua fortaleza ya demolida. Una casa inmensamente azotada por los vientos invernales, que quizá los atraía como un pararrayos al rayo; una casa en la que notar las palpitaciones más severas de la tierra y el agua, y al mismo tiempo sentirse a resguardo tras sus cristales dobles, resistentes al granizo y a las gaviotas que se estrellan en días de niebla contra los ventanales. Una casa para escribir aforismos con el rigor de Sísifo subiendo la piedra y dejándola caer. El anfitrión no salió a recibirme el primero, cuando llamé a la puerta del jardín delantero, fueron dos perros negros los que acudieron a mi. No me ladraron y en cuanto el anfitrión abrió la puerta saltaron para abrazarme y celebrar mi llegada. Eran alegres y apasionados. – Hola, Ramón. – Entra, amigo, que la lluvia me ha prometido que va a continuar todo el día. – ¡Qué contrariedad! – No aquí, donde la lluvia está absolutamente normalizada y forma parte de la naturaleza del lugar. Ya en el salón de la casa, Ramón me ofreció un whisky. Mientras lo tomaba, estuve contemplando junto a él el panorama desde la galería ubicada en el centro de la casa. La vista de todo el círculo de agua abriéndose al mar por un estrecho entre dos cúmulos de rocas agrandaba el alma y a la vez la achicaba. Desde allí Ramón me condujo hasta el cuarto donde leía y escribía. Me agradó su austeridad. No había imágenes, no había fetiches, no había estampas evasivas: bastaba con lo que se veía desde la ventana. El whisky era excelente y me sentó bien. Mientras lo tomaba recordé que Martin Amis decía que solo un anfitrión de mucha clase podía ofrecerte un whisky a las once de la mañana. – Aquí trabajo –me dijo, y era como si dijera: “Aquí me sumerjo en el fondo de la existencia, aquí respiro mientras cae la noche, aquí vigilo el aliento de Dios.” Pero en lugar de eso comentó-: En este mismo cuarto meditó en otro tiempo Victor Hugo, y en este mismo cuarto meditó más tarde un asesino. En todo lugar más o menos preservado se ha refugiado lo mejor y lo peor. ¿Nos damos una vuelta por el pueblo? Y la dimos. Estuvimos primero en una plaza que daba al mar. Su suelo barnizado por la lluvia semejaba una continuación del agua y parecía hecho de la misma sustancia líquida. Era como estar sentado sobre la superficie misma de un lago de estaño y amianto. Allí nos subimos a un pequeño barco que llaman “la motora”, y que antes llamaban “el gasolino”, y nos deslizamos hasta Pasajes de San Pedro, al otro lado del círculo de agua, en una de cuyas tabernas estuvimos bebiendo sidra y comiendo pescado. Mientras lo hacíamos, Ramón me dijo: – Hace tiempo que no viajo por el mundo. Ahora viajo por mí mismo. Cuando viajas por ti mismo encuentras puertos que no esperabas, arrecifes que desconocías, desiertos cuya existencia ignorabas, mares bravíos, grutas, caminos, senderos, precipicios, bosques que estaban en ti pero que o bien no los habías visitado nunca o bien no los visitabas desde el instante mismo en que se hundieron en el pantano de aguas movedizas de la memoria. Verás, quiero emplear el tiempo que me queda para ahondar un poco en la condición humana, empezando por mi propia condición. Pasajes de San Juan es un buen lugar para las almas que ya no le tienen miedo a sus propios monstruos. Algunas tardes de niebla parece un puerto de otra dimensión que te conduce al Sutra del Diamante: el mundo es no mundo. – ¿Cuál es el mejor aforismo que ha salido de tu cabeza? – Juraría que el que dice que nadie olvida la frase con la que fue expulsado del paraíso. La sentencia cayó sobre mi cabeza como un dictamen. Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Eder. – ¿Ves a mucha gente? – Sólo a la suficiente. Hace tiempo que me persigue un tipo de generosidad muy especial… – ¿A qué clase de generosidad te refieres? – A esa que consiste en regalar tu ausencia. Los dos nos echamos a reír. Fue una tarde alegre y a la vez dramática la que pasé con Ramón, y digo dramática porque Ramón suele dar a sus palabras cierto tono que nunca llega a ser trágico pero que parece lleno de gravedad. A media tarde regresamos a Pasajes de San Juan y estuvimos en una de las casas en las que se hospedó Victor Hugo cuando visitó el pueblo. A la entrada, nos salió al paso un señor que parecía regentar la casa. El hombre tosía y nos miraba como si estuviera a punto de hacernos una revelación sin precedentes. Ramón me apartó de él y nos perdimos entre las sombras de la casa, chocando con muebles venerables que no siempre cuadraban con la época. Refiriéndose al señor con el que acabábamos de hablar, y que seguía nuestros pasos desde el vestíbulo en penumbra, me dijo: – Es un pobre loco que a veces suplanta al encargado del lugar para que le den una propina. Se cree la encarnación de Victor. – ¿Víctor? – Víctor Hugo, quiero decir. – Perdona, no sabía que tratabas al escritor francés de forma tan familiar. – Aquí lo queremos mucho y lo solemos llamar irónicamente así. Nadie ha hablando con tanta autoridad y tanta buena fe de Pasajes de San Juan. ¿Nos vamos? Nos fuimos tras darle una propina al hombre de la sonrisa piadosa y los andares finos que decía regentar la casa, y estuvimos paseando por el pueblo. Cerca de la iglesia, en una calle dominada por una higuera y que concluía en el mar, vimos a una chica bailando sola y la aplaudimos. Luego estuvimos cenando en un restaurante del pueblo cuyos ventanales daban al puerto. Allí Ramón me dijo: – Pasajes de San Juan tiene una intimidad con el agua difícil de relatar. Fíjate lo cerca que están las casas del mar. Más que tocarlo lo besan. Parece la región de las casas flotantes. Le di la razón y me sorprendió que a las tres de la mañana hubiese cierta vida en la calle principal, y es que en los trozos de la calle limitados por el pretil que da al mar se iban sucediendo los pescadores con sus cañas, conformando una alegre y apacible cofradía que me desconcertó. Al día siguiente, poco después de despertarme en la fonda junto al agua donde me hospedaba, recordé un aforismo de Eder que dice: “La alegría convierte el caos en un cosmos”. Ahora comprobaba su verdad. Llevaba días sumergido en la confusión y de pronto, la alegría de hallarme en Pasajes tras haber conversado con Ramón me ordenaba de otra forma las ideas, tornándolas más armónicas las unas con las otras. Abrí el libro de Eder que llevaba conmigo, La vida ondulante, y pensé que su título se conjugaba bien con el mundo de Pasajes, tan ondulante como sus aforismos que, como diría el mismo Eder, no sirven para nada, “excepto para darle sentido a las cosas”, excepto para alegrarte el día, excepto para dejarte a las puerta de alguna revelación, excepto para provocarte la suave sonrisa de la ironía, excepto para estimular el duende del ingenio, excepto para ver estallidos de luz que van jalonando la oscuridad, excepto para sentir continuas chispas de humor en medio del purgatorio, en medio de la soledad, en medio de la oscilación, en medio de la ondulación de Pasajes de San Juan. Había un rumor de aves y barcas envolviendo el invierno cuando abandoné el pueblo comprendiendo por qué Ramón Eder lo había elegido para explorar los abismos más profundos, “que son los interiores”, como dice en uno de sus últimos aforismos.

 

Revista Claves  (marzo-abril 2023)



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
29 de marzo de 2023
Blogs de autor

Ironías

Una de las ventajas de hacerte el tonto es que ante ti el otro se cree un sabio y empieza a desplegar todas sus carencias en forma de cultura automática. Fulminarle suele ser tan fácil que casi cuesta, en parte porque a los irónicos no les gustan las facilidades.

*

La ironía es una de las formas más elegantes de la verdad, la otra es callar.

*

Un perdedor de palabras es un perdedor de amigos, decía un filósofo taoísta, a lo que se podría añadir: y un perdedor de amigos es un perdedor de palabras: va dejando palabras infames por ahí sin darse cuenta de que las palabras vuelan y de que tarde o temprano llegan al oído que tienen que llegar. A veces para hacerlo atraviesan continentes y océanos como las aves migratorias. Es imposible imaginar una conducta menos irónica.

*

Todas las sonrisas del irónico están motivadas por la piedad.

*

Los que hablan de sus otras vidas se colocan a sí mismos en épocas memorables, en momentos estelares de la historia de la humanidad. Mujeres que dicen que fueron cortesanas amigas de Pericles y de Aspasia, en cuya casa tomaban el aperitivo: vino con especias y pan con pasas. Hombres que conocieron a Alejandro Margo, que viajaron con él hasta el Indo, o que estuvieron con Jesucristo poco antes de la última cena, en una callejón de Jerusalén. Pocos dicen que en otra vida fueron una gallina o un salmón. ¡Nos falta ironía con el más allá!

*

Humildad zen (para compensar tanto esplendor): “En mi vida anterior/ debí de ser, / como mucho un gorrión.”

Leer más
profile avatar
16 de marzo de 2023
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.