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Escrito por

Javier Rioyo

Javier Rioyo (Madrid, 1952) es licenciado en Ciencias de la Información. Periodista, escritor, director y guionista de cine, radio, televisión y dramáticos. Dirigió y presentó el programa semanal de libros Estravagario en TVE 2, con el que obtuvo el Premio Fomento a la Lectura 2005, concedido por la Federación del Gremio de Editores de España. También ha sido responsable de cultura y libros en el programa diario Hoy por hoy de la cadena SER. Es colaborador habitual de El País (escribe para el suplemento semanal Domingo) y de la revista Cinemanía. En televisión, Rioyo ha presentado el programa "El Faro" del canal Documanía y ha obtenido dos premios Ondas en Radio y uno en Televisión. Ha sido guionista de numerosos festivales de música para Canal+, así como de los premios Goya, y de diversos programas de radio y televisión. También coordinó los guiones para la serie Severo Ochoa. Ha dirigido y participado en cursos de Comunicación y Cultura en diversas universidades españolas. Formó parte del Comité Asesor de Alfaguara y ha sido jurado de festivales de cine y premios literarios en varias ocasiones. Es autor del libro Madrid: casas de lenocinio, holganza y malvivir (Espasa Calpe, Premio 1992 Libros sobre Madrid); y de La vida golfa (Aguilar, 2003). En 2005, con su productora Storm Comunicación, realizó la producción ejecutiva y el guión de Miracolo Spagnolo, un documental para la RAI sobre la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al gobierno y su primer año de legislatura. También dirigió y produjo Alivio de luto, un vídeo documental en el que entrevista a Joaquín Sabina; así como Un Quijote cinematográfico. En 1994 fundó la productora Cero en conducta, con José Luis López-Linares, con la que tuvo a su cargo el guión y la dirección de Alberti para caminantes (2003); y la producción ejecutiva y el guión del largometraje Un instante en la vida ajena (2003), que obtuvo el Premio Goya al mejor documental; así como de Tánger, esa vieja dama (2002). También ha codirigido con José Luis López-Linares el cortometraje Los Orvich: Un oficio del Siglo XX (1997), y los largometrajes Extranjeros de sí mismos (2001), nominado al mejor documental en la XVI edición de los Premios Goya; A propósito de Buñuel (2000); Lorca, así que pasen cien años (1998), nominado a los premios Emmy 1998; y Asaltar los cielos (1996), nominado a los premios Goya al Mejor Montaje, y ganador del Premio Especial Cine, de los Premios Ondas 1997.

En 2011 fue nombrado director del centro del Instituto Cervantes de Nueva York en sustitución de Eduardo Lago.​ Ocupó el cargo hasta septiembre de 2013, cuando fue sustituido por Ignacio Olmos.​ En 2014 fue nombrado responsable del centro del Instituto Cervantes en Lisboa.​ En febrero de 2019 deja el cargo y pasa a dirigir el centro de Tánger de la misma institución.

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COMPRANDO LIBROS

Sigo en la librería pero antes he dado una vuelta por la red. No diré que he comido botillo, pero he tenido tentaciones. Sí que escuché el disco de Sabina, es más, me puse dos veces la canción de García Montero. Después me acordé de mi admirado Benet, de su capacidad para gozar sin dejar de beber. ¡Qué admirable, ni Ángel González es capaz de imitar tanta dedicación a esas aguas escocesas! De Benet eran notables hasta las frivolidades. Sabio Don Juan capaz de enamorar a poetas, casadas, pelirrojas o hermosas con sabor a manzana. También ahogó pueblos y escribió libros. Una vida breve que dio mucho juego. Repitió algunas cosas. Y repitió en asuntos de amistad. La amistad, ya se sabe, es como la morcilla, como la historia de España, se repite. No está mal que se repita pero sin sangre. No soy obediente ni con los inteligentes. Me gusta equivocarme solo. No quiero llegar a ningunas alturas. Prefiero seguir paseando con hermosas y bebiendo crianzas de camino a los reservas. Y no me importa repetirme. Ni me pienso suicidar porque los jueves se me repitan. Me gusta volver por lugares, paisajes y paisanajes que conozco. En este blog tan reciente en mi vida, creo, porque no me leo, que apenas había frecuentado a algunos amigos que hacen poemas y que cantan. Si además publican un libro importante, para mí y para Corín Tellado, diga lo que quiera Agamenón o su porquero, pues no pienso callarme mientras me dejen seguir haciéndolo. Y conste que me gusta mucho encontrarme rodeado de gente tan lista, tan culta y tan preocupada por mejorar mis desvíos de lo profundo, de lo elevado… pero eso no me quitará el placer de las músicas  de los bajos fondos según Sabina. Ni de descansar o inquietarme con las habitaciones poéticas de García Montero. Y termino con mis amigos. Aunque prometo que volveré con ellos. Y también dos huevos duros.

Vuelvo al principio. Sigo en la misma librería. He terminado mi compra. A punto de salir de la librería entra un cliente. No es muy alto, tiene curva cervecera o de comer botillos, lleva un traje bueno y un tanto descuidado. Es más o menos rubio aunque ya las entradas se señalan seriamente en un estilo que podría ser el de Tin-Tin si hubiera cumplido cincuenta años. Cuando entra pregunta muy decidido por el libro de Bioy Casares sobre Borges, le dicen que todavía no lo han recibido. Se lamenta en voz alta con los libreros. Y se pone a buscar por los estantes. Me interesa saber qué comprará ese cliente. Se llama Miquel Barceló. Una reproducción de uno de sus cuadros con librería cubre una pared de un querido refugio mío. Un  pintor que admiro. Seguro que es un buen lector. Además me gustó su libro de pensamientos y notas sobre el arte, África y otros pensamientos despeinados.

En diez minutos, sin muchas dudas, compró algunos libros que me confirmaron estar ante un tipo tan brillante y singular como parece el pintor. Ya sabíamos que estaba ilustrando el próximo libro de ese “disidente de los disidentes”, del poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski. No nos pareció raro que el primer libro que comprara era el recién publicado ensayo, Dos ciudades. Después compró un libro de poemas, de un excelente poeta que mucho tiempo estuvo tapado por el gran narrador que también fue. Hablo del último libro de poemas de Raymond Carver publicado en español, Todos nosotros. Después siguió con un delicioso libro, un libro que indica que debe vivir con su familia y otros animales, Interpretar a los animales, de Temple Grandin y Catherine Jonson y que tanto gustó a Oliver Sacks y a mi amiga y famosa escritora blogera, Almudena Montero. ¡No se me corrige esa fea manía de hablar de mis amigos!

Y para terminar con las compras de Barceló, también se llevó a uno de esos autores que hacen que nuestras noches o nuestros días lluviosos transcurran de manera más interesante, la última entrega del ya clásico Henning Mankell, El cerebro de Kennedy.

No le podré comprar un cuadro, pero le puedo imitar en las lecturas. Le seguiré espiando.

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24 de octubre de 2006
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LIBROS EN LA TRASTIENDA

Llevaba un rato entretenido en la librería Méndez de la calle Mayor, la más
cercana a casa y una de mis preferidas, hablando con Antonio y Alberto sobre nuestras últimas lecturas, sobre las decepciones y las sorpresas con las que tenemos que enfrentarnos ante tanta novedad y lo fatal de perder el tiempo con alguna lectura equivocada. Yo  había entrado para comprar un libro concreto y, como casi siempre, terminé llevándome otros que nada tenían que ver con la idea inicial. Yo no busco, encuentro.

Me alegré de que el libro de Luis García Montero, su poesía reunida de los últimos veinticinco años, se estuviera vendiendo muy bien. Hace tiempo que algunos poetas rompieron el cerco de que solo los poetas compran libros de poesía. Ahora los compran, además de los poetas, los que quieren llegar a ser poetas. Un mercado en crecimiento.

Era una de esas mañanas en que el libro de/sobre Sabina se encontraba en secuestro judicial. Todos los rumores se habían disparado. Muchos contaban, muy convencidos, que las razones había que buscarlas en un enfado de la Casa Real por una indiscreción de Sabina con un chiste de Letizia Ortiz. Nada de eso era verdad. Al menos no lo era con esa intervención directa de la Casa Real. Puede que no les gustara nada la lengua tan suelta de Sabina pero en ningún caso intervendrían para retirar o censurar el libro. Lo aseguro porque lo sé, palabra de republicano. Las razones eran de índole editorial, de derechos de publicación, de fuga con trampa de una editorial a otra, de dinero y derechos. Una jueza, quizá ella sí muy estricta o posiblemente más realista que los de la real casa, mandó retirar el libro. Esa mañana en que yo estaba en la librería, los Méndez, los libreros, ya habían recibido la noticia del secuestro y tenían ejemplares escondidos en la trastienda. Otra vez la emoción de volver a vender como en los tiempos prehistóricos. ¡Comprar en la trastienda de Méndez! Era como sentirse rejuvenecer. Volver a comprar como cuando a Lucas de la Cuesta de Moyano le comprábamos los libros prohibidos de León Felipe o los de Ruedo Ibérico. Comprar en las trastiendas, como volver a los diecisiete. Yo no creo que contra Franco compráramos mejor, ni leyéramos mejor, pero con el morbo de comprar en las trastiendas me compré dos “Sabinas”, uno me lo habían pedido y el otro se lo haría firmar como el libro secuestrado. Un negocio. Me ofrecieron más ejemplares que tenían en la trastienda. Pero no, no pretendía privar a otros del raro y nostálgico placer de comprar libros prohibidos. La prohibición se levantó a los dos días. Las editoriales en litigio llegaron a un acuerdo. Y a mí me han jorobado. El libro sobre Sabina, autorizado y comprado sin problemas en la librería, ya no tiene la misma gracia. Incluso tiene poca gracia. Lo pienso cambiar por el último CD de Sabina, que además de algunas canciones que me gustan y un himno a la “matria” España, regalan un vídeo/entrevista muy bueno. Palabra de autor.

¿Será esto de hablar de amigos, conocidos y saludados como Sabina y García Montero lo que a un lector del blog le parece de botillo leonés?... ¿Botillo leonés? Me recuerda a mi amigo Feliciano Hidalgo que una vez me invitó a esa rareza tan dura y sabrosa, pero lo bebimos con champagne francés, que todo lo suaviza. Por quitarle casticismo. Me hacen gracia algunos lectores. He tenido dos reproches por hacer entrevistas o comentarios sobre Juan José Millás… y yo sin enterarme. Después de dos años de entrevistas en televisión Millás estará, por primera vez en “Estravagario”, a mediados de noviembre. Es decir, que no era tan habitual. Pero, en fin, me gusta que me digan cosas, aunque sean ricos abrazos desde Colombia y de mujeres hermosas e inteligentes. Uno se hace a todo. O casi.

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23 de octubre de 2006
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NAVIDADES BLANCAS Y NEGRAS

No suelo discrepar con Vicente Verdú. Incluso cuando lo que escribe está muy lejos de lo que yo pienso o siento, descubro que me hace reflexionar sobre mis certidumbres que, la verdad, no son demasiadas. Le sigo con interés hace muchos años y siempre me parece placentero un encuentro con él y sus circunstancias. Sin embargo, lo que publicó el miércoles en su blog, ese enfado sin fisuras con “el calvo” de la lotería, contra su anuncio, sus creadores, su estética y lo que Verdú parece interpretar como ética del anuncio me desconcertaron por estar yo en las antípodas de su pensamiento, su interpretación y su aplauso a los censores del “calvo”. Me explicaré, al menos para intentar que Verdú entienda mis desacuerdos, y no porque pretenda o crea ni tener razón, ni convencer a un experto en mensajes y estética como es mi admirado Vicente Verdú.

Desde luego ninguna lotería, ni siquiera la de Navidad, es un juego de niños. La lotería es un juego de mayores que apasionó, y creo que sigue apasionando, a los adolescentes que quieren hacerse mayores, que quieren participar en ese sueño del dinero caído del cielo.  En esa trampa, en esa ilusión caímos desde el primer día que nos regalaron una participación de Navidad. La continuamos el día que nosotros compramos por primera vez un décimo, una participación. Y se fijó en nosotros el primer año que nos entretuvimos mirando, escuchando o viendo el sorteo del “gordo”.

Ya no éramos tan niños. Éramos aquellos adolescentes que empezaban a descreer en tantas cosas, en ritos, músicas, villancicos y zambombas pero que sustituimos las creencias religiosas por otras más paganas como jugar a la lotería. También fue cuando empezamos a jugar al “Monopoly”. Dejamos de creer en los portales y comenzamos a creer en el dinero. Nada que ver con el trabajo. Eran años de adolescencia, con las televisiones en blanco y negro, con la reposición de todos los años de Qué bello es vivir, con las canciones navideñas cantadas en inglés y negro por Louis Amstrong o en inglés y blanco por Bing Crosby. Y esa estética, más o menos desdibujada por el tiempo, se me volvió a aparecer cuando hace unos años me tropecé con la imagen del calvo. Cuando nuestras televisiones  ya estaban a punto de ser planas y, desde luego, cargadas de los colores a veces tan insoportablemente kitsch como los de la retransmisión de las campanadas de la Puerta del Sol, con alguna cargante pareja intentando parecer felices y graciosos, la imagen del calvo me acercó a la nostalgia de las navidades del pasado. Y las navidades son nostalgia o no son. La nostalgia ya no será la que fue pero si todavía se mantiene la Navidad es por la supervivencia de lo nostálgico. El calvo, con su misterio, con su indefinición de edad, nacionalidad, idioma e incluso vestimenta -aunque quizá un poco toque entre Hugo Boss y Armani- me recordaba a un personaje que podía venir del mundo de Frank Capra. Podía ser un elegante dependiente de ilusiones de una película navideña, en aquellos tiempos en que lo cursi tenía un estilo.

Sustituir al “calvo” en Navidad es un error. Lo es desde la estética y, según veo en un estudio sobre los rendimientos y la credibilidad del anuncio y su eficacia, también será un error desde el negocio de las loterías. De lo primero estoy casi convencido. Ya me han contado en qué consiste el anuncio que sustituirá al del calvo. Y desde luego no está cerca de esa rara presencia en una historia en blanco y negro con un calvo que podía haber sido un niño de Dickens salvado de la pobreza porque le ha debido tocar la fortuna. Y lo segundo, lo de la rentabilidad del calvo para la lotería, es decir, para el Estado, ya lo comprobaremos cuando comience la campaña con toda su intensidad.
Espero que no estemos volviendo a la estética de las muñecas del portal, ni al lujo del cava con estrella que parece anunciar unos grandes almacenes, ni a las nostalgias con vuelta a casa y abuelitos bondadosos. El calvo era otra cosa. Tenía ese poco de misterio que deben conservar los cuentos de Navidad. No  los mejores, esos son demasiado crueles. Y además tenía la música de El Doctor Zhivago, con esa nieve tan de Segovia pero que nos engañó, de eso se trata, como si estuviéramos en las estepas rusas de los convulsos años de la revolución. Y el doctor Zhivago nos caía bien, pero Lara, Julie Christie... ese ya es otro tema.

En fin, que vuelva el calvo. O como mínimo que me toque la lotería.

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20 de octubre de 2006
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AUSTER Y ALMODÓVAR, ESA PAREJA FELIZ Y PREMIADA

Las familias felices no tienen historia. En la pareja de Paul Auster y Pedro
Almodóvar  habrá que buscar fisuras, rincones oscuros, tormentos interiores o soledades de la fama para que esta pareja triunfadora tenga historia. Ambos son creadores reconocidos, admirados, millonarios y cosmopolitas que siguen haciendo literatura o cine universal sin haberse tenido que mover de sus barrios. Auster es Brooklyn, Almodóvar es Madrid. Después son otras muchas cosas, pero son dos creadores que han usado y necesitado de su ciudad para su creación. En Auster habrá que sumarle Nueva Jersey, la Universidad de Columbia,  Europa y, por supuesto París. En Almodóvar habrá que recordar La Mancha, Extremadura, el trabajo en Telefónica o la vida en los extrarradios madrileños. Pero en ambos hay una fidelidad al lugar central de sus vidas, a unas cuantas calles, unos  barrios que componen un universo completo y complejo desde el cual se nos cuenta el mundo.

Auster, ya se recordó cuando conocimos la noticia de que le había sido concedido el Premio Príncipe de Asturias, nos llegó desde Asturias. En aquellos años, en los felices ochenta, algunas periferias eran el centro. Y Juan Cueto era nuestro particular avisador de modernidades, de  nuevas literarias y otras mitologías contemporáneas que procedían de un mundo llamado Euyork. Y de ese Euyork ideal imaginado por Cueto venía inaugurando una colección de la editorial Júcar, “Etiqueta rota”, un tal Paul Auster. Así  nos encontramos por primera vez con un atractivo y cercano novelista que parecía caído de Brookyln. Después llegaron  Jerome Charyn, Christopher Frank y otros que eran más o menos jóvenes, muy urbanos, cinéfilos y fieles modelos de ese estilo que deberían tener los ciudadanos euyorkinos.

Algunos sobrevivientes de la movida y sus alrededores queríamos ser ciudadanos de euyork. Auster era el mejor modelo. Su primera novela de la trilogía neoyorkina, La ciudad de cristal, era lo que estábamos buscando en nuestros contemporáneos. Somos tan diferentes de Paul Auster y su mundo, y sin embargo encontrábamos afinidades en sus historias, en su mundo de misterios tan cercanos, en lo negro, en las irrupciones del azar o en la importancia de lo inesperado. Su metrópolis era nuestra metrópolis.

Paul Auster habría podido ser diferente, más cercano a nuestra cultura, al Madrid democrático, pero prefirió Francia. Una española, una querida amiga española y neoyorkina tuvo parte de culpa. Cuando Auster era un joven estudiante de la Universidad de Columbia se apuntó a la clase de francés y se apasionó por Baudelaire, Rimbaud o Verlaine. El azar y el poco caso que le hacía la española que tenía enamorado al joven Auster decidieron su futuro cultural. Todo podría haber sido de otra manera si Isabel García Lorca -sobrina del poeta nacida en el exilio neoyorkino-, una delicada, guapa, rubia y divertida española hubiera aceptado algunas de las propuestas  con las que el joven de Nueva Jersey tiraba los tejos a la sobrina de Federico. Auster habría venido a pasar los veranos a Madrid, Granada, Nerja o Meco. Habría aprendido español, conocido a los poetas del 27, habría admirado a Góngora, incluso a Galdós o a Baroja -como tanto le gustaría a mi amigo el novelista y reescritor de la historia de la literatura española, Rafael Reig, también asturiano.

Incluso, Auster se habría cruzado con Almodóvar, podría haber colaborado en La Luna o en El País. Se habría tomado unas copas en el Cock o habría bailado con las disparatadas canciones de Almodóvar en El Sol de Jardines. Seguramente habrían encontrado muchos argumentos para trabajar juntos en el cine Almodóvar y Auster. Serían amigos y fotografiados por Pérez Mínguez o por Chema Prado. Los dos habrían coincidido con el editor Herralde, que ahora sigue siendo el editor de ambos y el paseante feliz con la pareja que no pudo ser por las calles de Oviedo.

El azar dijo no. Bueno, más que el azar, Isabel García Lorca. No hace mucho me encontré con la amiga de Auster -y para mi fortuna también amiga mía- y me recordó aquellos años lejanos de compañera de clase con Auster. Ni por lo más remoto se le ocurrió pensar que aquel chico de ojos acuosos, aquel agradable y un tanto tímido muchacho de Nueva Jersey, aquel jovencito del que no se conocían habilidades de escritor, se fuera a convertir en uno de los escritores de referencia de los últimos años. Isabel estaba a otras cosas, a sus actuaciones teatrales, sus bailes contemporáneos o al estudio de la compleja mente de los seres humanos. Muchos años después, más o menos treinta años, acudió a una charla abierta que en el Círculo de Bellas Artes de Madrid  mantenían Auster y Herralde. Cuando Isabel se acercó a saludar a Auster con la duda de si sería recordada, el escritor dio muestra de alegría, de conocer y tener muy presente a esa hermosa española que un día le dijo no. Se fueron a cenar en compañía de amigos y con la familia de Auster que celebraba su cumpleaños. Las felicitaciones cantadas corrieron a cargo de la post-adolescente hija de Auster; parece que ya algunos adivinaron que aquella joven que dedicó unas canciones a su padre sería una estrella. Es guapísima canta y actúa. ¿No sería perfecto que Almodóvar, compañero premiado de Auster en Asturias, le diera un papel a la hija de su colega en su próxima película?

Algunas veces el azar tiene músicas que nos pueden resultar muy amables.

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19 de octubre de 2006
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EL PLANETA POMBO

En el “planeta Pombo” pasan cosas agradables, sorprendentes, contradictorias y divertidas. Cuando el domingo Álvaro Pombo recibió el Premio Planeta entró una bocanada de literatura en esa casa editorial que tantas bifurcaciones tiene. El premio de referencia, el mejor dotado y más popular de la literatura en español, tiene muchas veleidades mediáticas, populares y populistas que no siempre ayudan a crear mejores lectores. El escritor Juan Marsé este año no hubiera tenido que marcharse del jurado. Ni tuvieron que disimular su malestar las habituales conjuradas Rosa Regàs y Carmen Posadas. También se encontraban cómodos en sus papeles de nuevos jurados, Soledad Puértolas y Alfredo Bryce Echenique. Y es que Álvaro Pombo es uno de nuestros más interesantes narradores ahora hace ya casi treinta años.

Pombo, al que muchos descubrimos en aquellos Relatos sobre la falta de sustancia, que publicó Rosa Regàs en su editorial La Gaya Ciencia, no ha dejado de crecer y dar sorpresas con sus libros, principalmente con sus novelas. Desde esos relatos iniciales, sin olvidar sus poemas de aquellos años, su obra ha ido avanzando por originales caminos temáticos, por heterodoxos planteamientos de contenidos y de clasicismo formal. Muchas obras notables completan la trayectoria de este feliz ganador que el pasado año también fue ganador, con su novela Contra natura, de otro premio literario que también se otorga en Barcelona, el premio Salambó. Un premio de prestigio sin dinero, nada que ver con el Premio Planeta. A Pombo, a quien seguramente le alegraría recibir el Salambó, le alegró mucho más recibir el Planeta porque, según él, es un premio divertido y el dinero lo convierte en mucho más divertido.

A él, que fue un “niño bien”, que por razones distintas tuvo que trabajar duro para supervivir en Londres, que ha sabido vivir sin mucho dinero y que mantiene una dilatada fidelidad al editor Herralde, lo de ahora, lo del millonario Premio Planeta le parece tan fascinante como haber ganado en la Bolsa. Dice que su relación con la editorial Anagrama, donde está casi toda su obra, seguirá en las buenas relaciones habituales. Que el vínculo con Planeta, de momento, es una cana al aire. ¿Quién se resiste a los cien millones del premio? ¿Hay razones para resistirse? Seguramente. Yo recuerdo al menos tres novelistas españoles que han declarado su rechazo a ser tentados por ese premio: Rosa Montero, Almudena Grandes y Javier Marías. La verdad es que los tres tienen lectores, y seguramente contratos, que les permiten no tener que buscar el impulso mediático y de ventas que suele proporcionar el Planeta.

El Premio Planeta sigue siendo un espectáculo, una representación, un juego de disimulos y una mejorable puesta en escena de unos ritos que poco tienen que ver con la literatura. Sin embargo, si sucede que el premio se concede a un buen escritor -como Álvaro  Pombo- y que además entrega una buena novela -algo que no siempre ha pasado con algunos buenos escritores que han ganado el Planeta- estamos ante la feliz noticia de que la novela más comprada de la literatura en español sea una obra importante desde el punto de vista literario y estaríamos en el mejor de los rumbos para conseguir que lectores y literatura no vayan por caminos contrarios. Si es un buen Pombo, la literatura en español está de enhorabuena. Esperamos impacientes su publicación.

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17 de octubre de 2006
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ESPERANDO EL NOBEL

Estaban mis candidatos preferidos al Premio Nobel de Literatura en Nueva York. Cada año, como cuando de adolescente jugaba a intentar adivinar quién ganaría el Festival de Eurovisión, juego a la adivinanza de quién será el Nobel. Admito apuestas, aunque generalmente juego conmigo mismo y pierdo. Soy un experto en perder premios Nobel. En los últimos 15 años solo he ganado tres o cuatro. Aunque solamente con la victoria de Coetzee merecieron la pena las derrotas de Darío Fo, Elfriede Jelinek, entre otras. También he perdido este año, aunque por muy poco. El escritor turco Orhan Pamuk -¡un Nobel de mi generación, de mi año!- era mi segunda opción. El primero, mi particular gran perdedor desde hace ya una década, es mi admirado, querido y cercano Mario Vargas Llosa. Al menos diez años llevo diciendo de este año no pasa. Y pasa. Se olvidan de Vargas Llosa. Menos mal que él no se olvida de nosotros, no se olvida de la literatura y cada año que pasa sin el Premio Nobel nos hace disfrutarlo con algunas de sus obras. Con algunas de las mejores de su ya larga historia que han sido escritas en estos diez años de mis derrotas, La fiesta del chivo, por ejemplo; o con otras que siempre es un placer poder leer. Es como Woody Allen, cada año una película. Unas serán mejores que otras, pero casi todas están por encima de la media de sus contemporáneos. Apuesto una cena que el próximo año será el año de Vargas Llosa. Por las mismas razones que han concedido el Nobel a Pamuk -que casi podría ser su hijo biológico- se lo podrían haber concedido a Vargas Llosa. Ya sabemos que el Nobel también tiene un componente de oportunidad, política, corrección o incorrección que hace que los vientos nos traigan sorpresas.

Demasiados años sin premiar al idioma español. Ya nos toca. Que tomen nota. Y dicho esto, mostrar mi alegría por el premiado. Desde que leí El libro negro, es Orhan Pamuk uno de mis escritores preferidos. Es el novelista que uno hubiera querido para que se escribiera Madrid. Mi ciudad, como todas las grandes ciudades también está construida sobre las ruinas de otras ciudades que estaban en su subsuelo, sobre otras culturas, sobre otros mitos y otros ritos. No hemos tenido la suerte de tener un escritor, un novelista, que sepa penetrar en las contradicciones, la belleza y la fealdad, de este caos que llamamos Madrid.  Cuando me acerco por las obras de Pamuk a ese personaje que es la ciudad de Estambul, siento que no sea madrileño. Me encantaría que un escritor, con su fuerza, su vigor, su pasión por la ciudad que quiere -y a veces odia- se pusiera a escribir de la misma manera sobre ese contenedor de nuestras pasiones, de nuestro pasado y nuestro presente que llamamos Madrid. Estoy contento, casi gano el Premio Nobel. Del año que viene no pasa.

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13 de octubre de 2006
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COTILLEOS

Me gustan los cotilleos. Siempre me han  gustado. Soy un adicto a ellos y gran parte del día lo entretengo leyéndolos. El último libro de cotilleos que he leído es más que recomendable. Está, desde las primeras páginas hasta su final, cuatrocientas páginas después, lleno de incursiones en la vida privada y en la vida amorosa oculta de los personajes. Y se nos acercan los engaños, pasiones, amores, huidas, trampas y ocultamientos de muchos personajes célebres de nuestra historia cultural, política o dramática. Un libro para no aburrirnos. Es una novela, pero está cargada de verdades posibles, de vidas descubiertas porque nos adentramos en su propia correspondencia. ¡Es como el placer de violar la correspondencia! Como mirar por un agujero secreto a la pared del vecino, como asomarnos por el ojo de la cerradura a vidas privadas a las que no habíamos sido invitados. Una excelente novela de cotilleos acaba de publicar Vicente Molina Foix. Y no disimula su condición, se llama El abrecartas y justamente nos permite, sin complejos, cumplir ese deseo de abrir las cartas ajenas y cotillear en sus vidas. Así crece la literatura, así se hicieron también las grandes historias de la literatura. Los cotilleos de Molina Foix son más o menos cercanos, desde lo singular de un niño rico de Fuentevaqueros y las picardías con otros niños menos ricos de su pueblo hasta las andanzas de dos jóvenes, uno más que otro, guapos y osados chicos de Barcelona llamados Félix de Azúa y Enrique Vila-Matas. Hay muchos más cotilleos, por ejemplo los de Vicente Aleixandre, Gregorio Prieto, Luis Cernuda, Eugenio D’Ors, Ortega, Alberti, María Teresa León, Vitín Cortezo, Oriol Bohigas o Enrique Múgica Herzog…En fin divertidos cotilleos de muchos de los llamados “Epénticos” y de otros que no lo fueron.

Todos dicen que es la mejor novela de Molina Foix, yo también lo pienso y, además, la más cercana a los que somos y nos reconocemos como cotillas. Yo me di cuenta que lo era cuando comencé a leer los poemas homéricos. Desde luego Plutarco fue un maestro de los cotilleos. Y el cotilleo sigue su carrera literaria con los cantares de gesta, con el romancero, con los viajes de Clavijo o Marco Polo. O con los de Saint-Simon o la condesa d’Aulnoy. Sin olvidar las memorias de Casanova, de Lautremont o La Rochefoucauld. Y ya más cerca del libro de Molina Foix, las correspondencias, los epistolarios de Erasmo, Lope de Vega o Madame Sevigne. O esas dos cumbres epistolares recientemente reeditadas entre nosotros, que son las de Juan Valera o Ramón María del Valle Inclán. Claro que tampoco hay que olvidar los grandes cotilleos literarios escritos por Oscar Wilde o Marcel Proust. Desde luego el libro de Molina Foix merece estar entre lo mejor de la literatura del cotilleo. Hay otros, pero son más aburridos.

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11 de octubre de 2006
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DOMÉSTICAS EXTRAVAGANCIAS

Hace no muchos días visité la exposición fotográfica de Pablo Pérez-Mínguez, uno de los más creyentes en aquello que se llamó “la movida”. Tiene razones para creer porque si Pérez-Mínguez existe cómo fotógrafo, sobre todo existe por ser el más paciente en el seguimiento fotográfico de aquella tribu. Sus fotos tienen, cuando menos, el mérito de un catálogo de las caras, los cuerpos, las poses y las modas de un grupo en el que pocos han sobrevivido a su corta, efímera, divertida y colorista fama. Algunos cayeron en el camino más o menos salvaje, otros volvieron a sus asuntos varios en sus oficios familiares, otros consiguieron seguir superviviendo en renqueantes carreras en el cine, la música, el periodismo, la moda o la fotografía. Del catálogo de Pérez-Mínguez, siempre que dejemos a Almodóvar y sus chicas/os al margen o algunos escritores que pasaron por allí como Andrés Trapiello, Juan Manuel Bonet o Luis Antonio de Villena, de pocos nombres sabemos ahora qué hacen, incluso de muchos de ellos tampoco supimos que hicieron. Yo conocí ese mundo. Yo estuve en aquel zoológico, pero estuve de mirón. Al margen. Tomando nota visual, contando algo por la radio, escribiendo y, muchas veces, la verdad, disfrutando y cantando aquellas chorradas tan divertidas. No nos venía mal a los progres relajarnos un poco, cantar chorradas, salir de noche y volver al amanecer. No fuimos al estudio de Pérez Mínguez, no fuimos de la tribu pero lo fueron muchos amigos de entonces y de ahora. Los veo ahora, veinticinco años después, y lo primero que me llama la atención es lo delgados que fuimos.

Sonrío ante estas extravagancias, tan caseras, tan de burguesía madrileña de toda la vida y con el talento comprado, alquilado, asimilado de muchos chicos y chicas que vinieron a Madrid para entender o entendiendo. Otros para seguir sin entender nada. Vuelvo a reír recordando una frase muy popular, muy tradicional y convencional que decía una de aquellas excéntricas que fueron durante unos años, unos meses, las reinas de las noches blancas de aquellos tiempos -no confundir con las noches blancas de ahora, noches para todos los públicos subvencionadas por el ayuntamiento o la comunidad de los mandatarios populares-, la chica se hacía llamar Eva Lyberten. No recuerdo de qué provincia, de qué pueblo, había llegado. Era atrevida, más graciosa que guapa, se desnudaba sin muchos problemas y estaba empeñada en tener un hijo con el más gay de toda la movida, con Fany MacNamara, también conocido como Paty Difusa. Y lo tuvo, tuvo una hija que surgió de una de aquellas noches locas. Pero lo que me hacía reír de aquella Eva era que, sin darse cuenta, decía una y otra vez: “¡Angela María!”…Y yo, estúpido de mí, inspector de alcantarillas, corrector de frases populares, adaptador involuntario de correcciones del lenguaje de la movida, me empeñaba en que si quería ser verdaderamente provocadora no debería repetir aquello de “¡angelamaría!”. Que eso quedaba muy vulgar, muy paleto.

Ahora, pasados los años, detenido el tiempo, vista la movida en exposiciones, en catálogos, me doy cuenta que lo más extravagante, lo más excéntrico y, también, lo que mejor definía esa mezcla de pijos de toda la vida y chicos de pueblo que se habían travestido en malditos de una cosmopolita ciudad al norte de la Mancha, era aquella frase de ¡ángelamaría!...¿Quién dice hoy expresiones tan exóticas como aquella? ¿Dónde aquellas populares extravagancias?... En los museos.

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10 de octubre de 2006
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SAN CERVANTES

Hoy se celebra en mi pueblo, Alcalá de Henares -uno, como dejó sentado Max Aub, es de donde ha hecho el bachillerato- el día de Miguel de Cervantes. No exactamente su nacimiento, que no terminan los biógrafos de conocer con exactitud, sino el de esa fecha marcada por el rito obligado de la España dominada por la tradición católica: el bautismo. Hoy se celebra el día de su bautismo, no el de su nacimiento como tantas veces se viene a confundir. Bien es verdad que solían ser días muy cercanos, se tenía miedo a que el recién nacido muriera a las pocas horas, a los pocos días -algo bastante habitual en los siglos de Cervantes y aún en posteriores- y el bautismo se celebraba inmediatamente después del nacimiento.  Nadie quería que su vástago muriera “morito”. Eran tiempos de creer en el limbo, ¡todavía había limbo! O más bien eran tiempos en que se necesitaba ser y demostrar que se era cristiano viejo. Ni una broma con la religión triunfante.

En Alcalá se conserva esa “joya”, esa partida que da fe del lugar más probable del nacimiento del más universal de los alcalaínos. Y como no había nacido Max Aub, entonces uno era de donde había sido bautizado. Ante lo inconcreto de la fecha de nacimiento, imagino, se determinó que la celebración nacional cervantina fuera en el día de su muerte, el 23 de abril. Pero, ya con la democracia, a los alcalaínos les pareció que se debería conmemorar esa fecha que marca también la historia de la ciudad. La ciudad es muchas cosas. Es Compluto, Alcalá por los árabes, quizá es la ciudad del Arcipreste de Hita -¡tan olvidado!-, es la ciudad del renacimiento, de Cisneros, de la universidad, de las juergas de Quevedo, de la gloria y la decadencia de un país casi siempre convulso. Es también, aunque muchos quisieron olvidarlo y todavía hoy no es orgullo de gran parte de la ciudad oficial, es la ciudad de Manuel Azaña.

No deja de ser curioso, quizá también simbólico, que la vida y derrota de dos alcalaínos que salieron de su pueblo y encontraron el respeto, sin dejar de conocer el desprecio, les una como dos vecinos improbables. La imaginaria casa de Cervantes, una de esas invenciones para dar gusto al turismo cultural, está situada casi haciendo esquina con la real casa de Azaña, con la olvidada y oscura casa de los Azaña. Se enseña la casa de Cervantes y se da la espalda a la casa del escritor, intelectual y Presidente de la República, al más cervantino, al más quijotesco de los alcalaínos aunque con aspecto tan sanchopancesco.

Hoy es fiesta en Alcalá. Muchos la llaman San Cervantes. Ni quiso, ni se le esperaba en el santoral al bueno, vividor, sufridor y poco católico de don Miguel, pero no está mal componernos una suerte de santoral civil. Yo tendría a San Cervantes en el altar mayor de mi templo de santos paganos. Al Miguel de Cervantes católico, al bautizado en la iglesia de Santa María la Mayor un 9 de octubre de 1547, le tengo menos respeto por razones de juegos de niños. Esa iglesia del bautismo cervantino, ubicada en un extremo de la plaza que hoy lleva el nombre del escritor alcalaíno, fue una de las más dañadas en la Guerra Civil. Quedó prácticamente en ruinas. Se salvó el altar donde estaba conservada la pila bautismal del escritor. Cuando yo era un pícaro adolescente que hacía el bachillerato en el instituto que estaba en los nobles edificios de la universidad cisneriana, el único entonces de la ciudad, uno de los refugios más habituales para juegos secretos, para nuestras picardías o nuestros primeros cigarros, era colarnos a la ruinosa iglesia y llegar hasta el refugio del altar donde seguía más o menos entera la pila bautismal de Cervantes. Allí estuvo olvidada, o al menos descuidada, muchos siglos. No se hacían importantes ceremonias para recordar su nacimiento o su bautismo. Y con el tiempo el recuerdo de aquel estado de semiruina, de abandono y olvido de los lugares “sagrados” de San Cervantes, parecía toda una metáfora de la vida tan dura, de los olvidos ciudadanos y políticos, de aquel soldado manco que nos enseñó a escribir.

Mi mejor altar cervantino seguirá siendo aquella pila casi abandonada que vio nuestros primeros juegos prohibidos de adolescentes alcalaínos. Felicidades señor Cervantes.

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9 de octubre de 2006
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¿Gratis?… No, gracias

Un lector daba ayer su opinión sobre la injusticia, según él, que se comete en el Círculo de Bellas Artes al cobrar un euro a la entrada. Incluso achacaba a ese cobro el mal funcionamiento de su cafetería. También nos daba una recomendación sobre las bondades de la cafetería del Museo Reina Sofía, ese espacio creado por Nouvelle para mayor negocio de Sergi Arola. No me gusta discrepar, aún haciéndolo muchas veces, con la opinión de mis hipotéticos lectores. Al menos no hacerlo por escrito, cuando de opiniones hablamos. No me gusta convencer de casi nada, tengo pocas convicciones, pero sí me gustaría dar mi opinión sobre el cobrar o no en una actividad cultural, en un museo, una galería o una charla. Y también sobre las cafeterías del Círculo de Bellas Artes. Vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador.

No funcionan mejor las ofertas gratis en el mundo de la cultura. No acude menos gente al Círculo de Bellas Artes, ni siquiera a la cafetería, por cobrar un euro. Si a algunos interesados en las exposiciones, o simplemente en las vistas al mundo madrileño desde los ventanales, un euro les resulta excesivo, realmente podrán ir a pocos espacios. O tendrán que hacer la cola en los museos los días de la gratuidad. No creo que sea un gran problema para los consumidores de cultura el costo de un euro. No creo que la decisión de ver o no ver una exposición lo marque el euro de la entrada. Ni la de pasar a su cafetería que, a pesar de lo mejorable del servicio, es de precio moderado frente a otras de sus características.

Cuando nuestro lector, como ejemplo a la contra, nos habla de la gratuidad de la cafetería del Museo del Reina Sofía, comienzo a pensar que casi nada es lo que parece. Cualquier consumo en la cafetería del Reina es más caro que en la de Bellas Artes. Así, en el Reina te cobran el euro de manera sutil y sin portero. Y las visitas al museo, como es lógico, se cobran religiosa o ateamente. En el Bellas Artes, después del euro, no se cobra nada más. Y realmente hay exposiciones de una calidad y modernidad que muy bien podrían estar en nuestro museo de referencia de lo contemporáneo. Nuestro interlocutor nos habla del restaurante, o del espacio, de Sergi Arola. Pues amigo, usted ha debido tener suerte o es conocido preferente de ese cocinero estrella de los medios. Pocas veces nos hemos sentido tan burlados en un restaurante. Pocas hemos sentido tan descompensadas las relaciones calidad-precio. Y conocemos unos cuantos restaurantes. Es posible que el famoso renovador Arola, tan ocupado con sus negocios, su imagen y sus espacios abiertos para mayor gloria de su peculiar cocina, no pueda atender como se debe ese lugar del museo. También es posible que yo no tuviera suerte la primera vez, que la segunda la tuviera peor… Creo que no lo intentaré una tercera.

Desde luego no se me ocurre ir a comer al Círculo de Bellas Artes, y bien que me gustaría, pero no es un lugar para la gastronomía. Muchas veces lo hemos demandado con nulo resultado. Si alguna vez deciden mejorar la oferta culinaria, espero que la solución no sea que entre uno de esos cocineros modernos, mediáticos y experimentales. Que pongan su nombre y que cobren su marca mientras trabajan en otro de sus laboratorios. Y no estoy hablando de Adriá, ni de Arzac, ni Santamaría ni otros muchos. Hablo de otras elucubraciones con diseño.

Creo que tendría que haber un día en que, por madrileños, nos mereciéramos tener todo gratis allá por donde fuéramos. Algo así como lo que imaginaba Puyal, el pensador, para todos lo catalanes. Pero mientras eso nos llega, no es para tanto pagar un euro por encontrarte con el más hermoso  café del Madrid central y sus exposiciones.

Digo esto después de haber comprobado, para mi alegría y sorpresa, lo que ocurrió en el Festival Hay de Segovia, que se llenaron los foros para escuchar la charla de unos escritores más o menos conocidos y eso después de haber tenido que pagar siete euros. Por eso no va tanta gente a algunas presentaciones del Círculo, porque parecen muy rebajadas por el euro. Creo que deberían subir la entrada.

Dicho esto, confesaré que no pago nunca o casi nunca. Tengo mis trucos, esos sí, inconfesables. A mí, en caliente, también me molesta el euro de la entrada. En frío, me parece razonable, aunque demasiado barato. Tenemos tendencia a desconfiar de lo gratis. ¿No pagaría usted un euro por visitar el Retiro y que sus cafeterías, sus días y sus noches, estuvieran a la altura de nuestros deseos? Incluso, dos.

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6 de octubre de 2006
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