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Escrito por

Javier Rioyo

Javier Rioyo (Madrid, 1952) es licenciado en Ciencias de la Información. Periodista, escritor, director y guionista de cine, radio, televisión y dramáticos. Dirigió y presentó el programa semanal de libros Estravagario en TVE 2, con el que obtuvo el Premio Fomento a la Lectura 2005, concedido por la Federación del Gremio de Editores de España. También ha sido responsable de cultura y libros en el programa diario Hoy por hoy de la cadena SER. Es colaborador habitual de El País (escribe para el suplemento semanal Domingo) y de la revista Cinemanía. En televisión, Rioyo ha presentado el programa "El Faro" del canal Documanía y ha obtenido dos premios Ondas en Radio y uno en Televisión. Ha sido guionista de numerosos festivales de música para Canal+, así como de los premios Goya, y de diversos programas de radio y televisión. También coordinó los guiones para la serie Severo Ochoa. Ha dirigido y participado en cursos de Comunicación y Cultura en diversas universidades españolas. Formó parte del Comité Asesor de Alfaguara y ha sido jurado de festivales de cine y premios literarios en varias ocasiones. Es autor del libro Madrid: casas de lenocinio, holganza y malvivir (Espasa Calpe, Premio 1992 Libros sobre Madrid); y de La vida golfa (Aguilar, 2003). En 2005, con su productora Storm Comunicación, realizó la producción ejecutiva y el guión de Miracolo Spagnolo, un documental para la RAI sobre la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al gobierno y su primer año de legislatura. También dirigió y produjo Alivio de luto, un vídeo documental en el que entrevista a Joaquín Sabina; así como Un Quijote cinematográfico. En 1994 fundó la productora Cero en conducta, con José Luis López-Linares, con la que tuvo a su cargo el guión y la dirección de Alberti para caminantes (2003); y la producción ejecutiva y el guión del largometraje Un instante en la vida ajena (2003), que obtuvo el Premio Goya al mejor documental; así como de Tánger, esa vieja dama (2002). También ha codirigido con José Luis López-Linares el cortometraje Los Orvich: Un oficio del Siglo XX (1997), y los largometrajes Extranjeros de sí mismos (2001), nominado al mejor documental en la XVI edición de los Premios Goya; A propósito de Buñuel (2000); Lorca, así que pasen cien años (1998), nominado a los premios Emmy 1998; y Asaltar los cielos (1996), nominado a los premios Goya al Mejor Montaje, y ganador del Premio Especial Cine, de los Premios Ondas 1997.

En 2011 fue nombrado director del centro del Instituto Cervantes de Nueva York en sustitución de Eduardo Lago.​ Ocupó el cargo hasta septiembre de 2013, cuando fue sustituido por Ignacio Olmos.​ En 2014 fue nombrado responsable del centro del Instituto Cervantes en Lisboa.​ En febrero de 2019 deja el cargo y pasa a dirigir el centro de Tánger de la misma institución.

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ESPERANDO SUS MEMORIAS

Ya habíamos leído sus Opiniones mohicanas, algunos flashes -¡Flash, qué palabra tan “gauche divine”!... Cenar en el “flash, flash”, beber en Bocaccio- sobre escritores y también su libro observatorio del mundo editorial. Ahora, en su anagramática biblioteca de la memoria, se autoedita Jorge Herralde un libro compilación, ampliación, revisitación de su mejor libro: su propia mirada editorial. Escribiendo sobre otros, se escribe sobre sí mismo. Soy un viejo fan de su editorial, desde los ensayos hasta las dispersiones, desde los clásicos contemporáneos recuperados, hasta sus apuestas abiertas a la narrativa en español.

Si Herralde no hubiera existido en nuestra vida de lectores hubiéramos tenido que inventarlo. Felizmente cuando nos despertamos a ciertas lecturas, Herralde ya estaba allí. Como el dinosaurio de Monterroso. No fue el primero de nuestros modernizadores editoriales, ahí estaban Barral, Salinas, Aguirre, Pradera, pero sí fue el más abierto a todas las modernidades. Camina para los primeros cuarenta años de trabajo editorial y Jorge Herralde sigue sin perder esa pasión por los libros y sus autores. Casi una enfermedad.

Hace tiempo rompió esa leyenda del editor ágrafo. Estamos ante su quinto o sexto libro publicado, aunque casi siempre sea el mismo libro, ampliado, corregido, aumentado o autocensurado, y sin embargo seguimos esperando sus  memorias. Las memorias del editor, del lector y, sobre todo, las del observador de las luces y sombras de nuestro pequeño mundo de letraheridos. Generalmente un mundo de copas largas y contratos cortos. Podría ser tan divertido, controvertido e instructivo como ese libro que nunca llegó a publicar: las memorias de Jesús Aguirre, su amigo y Duque de Alba. Divertidísimo ese capítulo inicial que Herralde dedica al Duque. Castellet, cuenta Herralde, cuando se enteró de la noticia gritaba gesticulando: “¡El cura Aguirre ¡Duque de Alba! ¡Es lo más grande que nos ha pasado en nuestras vidas!”.

El libro de Herralde, Por orden alfabético se lee con la misma facilidad que alguno de sus personajes se beben un trago largo. Con placer. Lo malo es que un buen trago, te lleva al siguiente. Y así. Pero no nos queremos emborrachar, tenemos muchas lecturas pendientes, esperamos -después de este excelente trago- el siguiente libro de Herralde. Seguiremos leyendo ese excelente novela-rio que es el catálogo de Anagrama, pero pretendemos seguir degustando sus libros y sus memorias. ¡Ah, y que no se olviden algunos nombres, algunos escritores que tan cercanos fueron en años pasados! ¡Que diga algo de ellos, aunque sea bueno!

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20 de septiembre de 2006
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El verdugo

Se llamaba Antonio López Sierra, fue el último verdugo español. Representaba el escalón menor de la administración de justicia (?) en los años del franquismo. Un oscuro funcionario para que ejecutara la muerte legalmente administrada. Lo conocimos cuando ya estaba en paro. Era un hombre pequeño, temeroso, de pocas palabras, desaliñado y oscuro. Vivía en una pequeña portería del barrio de Malasaña, en un habitáculo interior, sin ventanas, en compañía de su mujer, un canario y unos cuantos pobres muebles. Muy pocas personas del barrio conocían su oficio. Después de participar en la película Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino, una obra maestra sobre la España negra, se había tenido que cambiar de barrio. Era, cuando lo conocimos, un hombre solitario, un bebedor silencioso, un paseante solitario y nocturno. Era un hombre sin vida. Antonio, de origen extremeño, de vida dura, con algunos pequeños delitos en su oscura existencia, de trabajos precarios, con pasado carcelario y perdedor en la guerra civil. Sobrevivía vendiendo caramelos. Malvivía con su mujer y dos hijos. Para salir de su situación alguien le propuso ser verdugo. Atrapado en su propia miseria, incapaz de encontrar salidas en un entorno sórdido, aceptó el trabajo. Pensó, como aquel verdugo de otra obra maestra de nuestro cine, aquel que interpretaba Pepe Isbert en la película de Berlanga, que tendría poco trabajo. Y, además, alguien tendría que hacer ese sórdido trabajo.

Fue su secreto oficio durante más de treinta años. Ejecutó a más de veinte personas. Conoció su oficio, cuidaba la “máquina” -así llamaba Antonio al garrote-. Un maletín con unos artilugios metálicos que se guardaban en las dependencias del Ministerio de Justicia. Cuando llegaba la hora, una pareja de la Guardia Civil, o un policía en los últimos años, acompañaban a este ejecutor de sentencias a que realizara su siniestro trabajo. Se sienta al reo, se le ata con las esposas a un palo, se le venda y se le estrangula con un torniquete. Se trituran sus vértebras cervicales para laminar su cuello aplastando el bulbo.

No seguiré describiendo los efectos del garrote. Si quieren, en Baroja o en Daniel Sueiro pueden encontrar minuciosas descripciones de esta manera española de ejecutar la muerte.

Recuerdo a esa otra víctima, ese otro triste cautivo que es el verdugo, porque está presente en una de las películas que optan a ser las que nos representen en los Oscar de Hollywood. Se trata de Salvador, de Manuel Huerga, sobre la vida y muerte de un joven anarquista, de un antifranquista llamado Salvador Puig Antich. Los últimos veinte minutos de la película son sobrecogedores. Hablan de otro país. De aquel país de los últimos años del franquismo que algunos conocimos muy bien, demasiado bien. Puig Antich fue, en compañía de Heinz Ches, el último ajusticiado de la injusticia en tiempos de Franco. La última ejecución de un verdugo, de un pobre hombre que tiene un lugar siniestro en la peor historia de nuestro reciente pasado.

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19 de septiembre de 2006
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