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Escrito por

Javier Rioyo

Javier Rioyo (Madrid, 1952) es licenciado en Ciencias de la Información. Periodista, escritor, director y guionista de cine, radio, televisión y dramáticos. Dirigió y presentó el programa semanal de libros Estravagario en TVE 2, con el que obtuvo el Premio Fomento a la Lectura 2005, concedido por la Federación del Gremio de Editores de España. También ha sido responsable de cultura y libros en el programa diario Hoy por hoy de la cadena SER. Es colaborador habitual de El País (escribe para el suplemento semanal Domingo) y de la revista Cinemanía. En televisión, Rioyo ha presentado el programa "El Faro" del canal Documanía y ha obtenido dos premios Ondas en Radio y uno en Televisión. Ha sido guionista de numerosos festivales de música para Canal+, así como de los premios Goya, y de diversos programas de radio y televisión. También coordinó los guiones para la serie Severo Ochoa. Ha dirigido y participado en cursos de Comunicación y Cultura en diversas universidades españolas. Formó parte del Comité Asesor de Alfaguara y ha sido jurado de festivales de cine y premios literarios en varias ocasiones. Es autor del libro Madrid: casas de lenocinio, holganza y malvivir (Espasa Calpe, Premio 1992 Libros sobre Madrid); y de La vida golfa (Aguilar, 2003). En 2005, con su productora Storm Comunicación, realizó la producción ejecutiva y el guión de Miracolo Spagnolo, un documental para la RAI sobre la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al gobierno y su primer año de legislatura. También dirigió y produjo Alivio de luto, un vídeo documental en el que entrevista a Joaquín Sabina; así como Un Quijote cinematográfico. En 1994 fundó la productora Cero en conducta, con José Luis López-Linares, con la que tuvo a su cargo el guión y la dirección de Alberti para caminantes (2003); y la producción ejecutiva y el guión del largometraje Un instante en la vida ajena (2003), que obtuvo el Premio Goya al mejor documental; así como de Tánger, esa vieja dama (2002). También ha codirigido con José Luis López-Linares el cortometraje Los Orvich: Un oficio del Siglo XX (1997), y los largometrajes Extranjeros de sí mismos (2001), nominado al mejor documental en la XVI edición de los Premios Goya; A propósito de Buñuel (2000); Lorca, así que pasen cien años (1998), nominado a los premios Emmy 1998; y Asaltar los cielos (1996), nominado a los premios Goya al Mejor Montaje, y ganador del Premio Especial Cine, de los Premios Ondas 1997.

En 2011 fue nombrado director del centro del Instituto Cervantes de Nueva York en sustitución de Eduardo Lago.​ Ocupó el cargo hasta septiembre de 2013, cuando fue sustituido por Ignacio Olmos.​ En 2014 fue nombrado responsable del centro del Instituto Cervantes en Lisboa.​ En febrero de 2019 deja el cargo y pasa a dirigir el centro de Tánger de la misma institución.

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Mentiras y cine español

 

 

Desde hace años soy de la  Academia del Cine Español. No muy activo, apenas algo más que pagar paganamente mis cuotas, participar en algún homenajea a esos que admiré y votar en los Goya. No me gusta ir a la ceremonia. No soy gremial. No me siento familia del cine. Ni del periodismo. Ni de casi nada que no sea consanguíneo. No me siento representado, ni me importa, pero está claro que unos "representantes" me gustan más que otros. Alex de la Iglesia es de los que me gustan, aunque no haya entendido casi nada de lo que ha pasado estas últimas semanas. Estoy más cerca de la ley Sinde que contra la ley. De Alex me importan más sus películas que sus opiniones. Siento que se vaya de esta manera porque creo que era un agitador genial de un cine que está sufriendo una larga siesta. Siempre hay excepciones, como iluminaciones, como destellos.

Me han confundido casi todos los que se han expresado en estas miserias de familia puestas en público. Y me da la impresión de que mienten casi todos. Quiero decir que no explican en público las verdaderas intenciones de lo que piensan de la ley, contra la ley, de Alex, de la ministra, de los productores o de los directores. Creo que todos, por distintas razones están mintiendo. Ahí es dónde les siento más cercanos. Hermanos en la mentira. Defensivos, supervivientes, mentirosos, encubiertos en sus máscaras. Otra vez reivindico el derecho a la mentira. Pero sin que piensen que nos engañan. Defender la mentira, hacerlo con la capacidad poética de uno de mis más queridos escritores, José Manuel Caballero Bonald.

Una nueva selección de su poesía en la colección "Palabra de Honor", otra hermosa mentira, que hace la poeta Aurora Luque. En ese "Ruido de muchas aguas", se incluye una hermosa reivindicación del mentir. Se llama "Regla de la excepción"

"No digo la verdad.

 

Ni ante los dioses pétreos de Micenas,

ni bajo el sacrosanto palio rojo

de aquél volcán de las Galápagos, ni entre las dunas

incandescentes de Doñana,

ni aquí frente al Mar Latino

digo la verdad.

 

Nadie que escriba reencontrándose dice

la verdad, y además para qué

iba a querer decirla

si la edad finalmente ha invalidado

esos hirsutos tramos infidentes

de la historia.

                     ¿A qué anhelar entonces,

como algunos adictos a los despilfarros

mostrencos de la realidad,

tantos infectos lauros otoñales,

tantos deleites para majaderos?

 

Esa afición recompensada,

¿conduce a algo distinto a la mediocridad?

Vida y literatura, ¿en qué coinciden?

Sólo lo excepcional es duradero."

 

(Este poema es un regalo para Alex de la Iglesia, como recuerdo de una madrugada de ostras y champagne en Paris)

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30 de enero de 2011
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Jaime Salinas, Madrid y otras travesías

 

 

Hoy he pasado, por azar del paseo, delante de la casa dónde pasó su juventud, dónde hizo poemas, vivió amores, Pedro Salinas. La misma casa que tantos años, desde el regreso del exilio hasta hace unos días, habitó su hijo Jaime Salinas. Me he parado delante de la placa que recuerda al padre poeta. En la puerta un anuncio de obra de instalación de ascensor. Nunca se quejó Jaime, siempre se mantuvo en forma. Las obras, la muerte, le han pillado lejos, en su querida Finlandia, la patria de su amor.

Debajo de la casa sigue un bar de copas, "El Pecado". He sonreído. Y recordado ese poema del padre: "¡Qué día sin pecado!". Acabo de leerlo en una reedición de sus poemas de amor en Lumen. Que gran poeta el padre del editor. Que gran editor el hijo del poeta.

No conocí mucho a Jaime Salinas, pero sí pude disfrutarle unas cuántas veces. Su sonrisa amable, su perfil de águila de vuelo tranquilo, su elegancia sin esfuerzos y la memoria plagada de travesías no se me olvidan. La última vez fue en un restaurante del centro, un lugar muy frecuentado por su amigo Javier Marías, cerca de sus casas, de nuestras casas, en ese islote del Madrid central, entre el desorden y la vida de barrio barrio, entre el turismo y el casticismo. Un barrio muy madrileño, abierto y con un espíritu cosmopolita que le hace ser mejor, ser agradable a pesar de curas, obispos, militares, funcionarios y mercenarios.

En la comida, convocada por Juan Cruz, hablaba con ironía y cariño de sus años de editor en Alfaguara. Perteneció a una estirpe de editores en extinción, en Europa y en España. Comenzó con su amigo Carlos Barral cuando llegó del exilio. Y el mejor de los piropos es que ni a Barral, ni a Benet ni a otros que tanto lo conocieron les parecía un español. Le piropeaban diciendo que tenía poco aspecto de español. Sin embargo, a pesar de haber nacido en Argelia, haber crecido, estudiado y luchado como ciudadano de los Estados Unidos en la Segunda guerra mundial, de haber vivido en París y muerto en Finlandia, yo veía en él lo mejor de un español, madrileño, del espíritu de la República. Era un español republicano, un madrileño del catorce de Abril. Me hubiera encantado estar en alguna de esas míticas fiestas que en su casa madrileña daba cada catorce de Abril. Fiestas de escritores y whisky. Fiesta para la evocación de una patria robada, de un país más abierto, mejor.

Lo volví a ver algunas veces después de aquella comida. Incluso comprando en el mercado, con ese aspecto elegante sin esfuerzo. Elegante por dentro, elegante por fuera. Elegante hasta con el uniforme de voluntario civil en el American Field Service. Elegante en guerra, como Luis Cernuda. Elegante en paz. Que descanse el hombre que nos permitió leer a los mejores escritores del siglo veinte, de otros siglos.

Al lado de su casa, en el portal de al lado, había nacido Lina Morgan, una madrileña en su antípodas, pero me gusta esas calles de Madrid en que se mezclan el espíritu de la revista y el corazón de los poetas. Una ciudad en que lo castizo no impide lo moderno.

Se fue Jaime Salinas. Los que quieran saber de él, al menos del español cosmopolita que vivió por el mundo y que llegó un día a una editorial de Barcelona, que acudan a sus memorias, "Travesías". Fueron editadas por Tusquets, una de las últimas editoriales que tienen nombre propio y espacio abierto. Siguen otros, pero son distintos.

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26 de enero de 2011
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Kafka, Madrid y su tío

 

 

Llevo muchos años pensando en que hubiera sido de Kafka en Madrid. ¿Cómo hubiera sido un Kafka madrileño? Algo que estuvo a punto de suceder. Madrid para Frank Kafka fue un Dorado deseado, soñado y nunca conseguido. Estaba cansado de su vida en Praga, del incierto futuro en su oscuro trabajo, de sus amigos y hasta de sus amigas. Estaba harto del padre. De los ritos y los mitos de los suyos. Kafka quería huir. Quería ser otro y moverse entre los cafés de Madrid, viajar en sus tranvías, escaparse al sur, beber vino y ser capaz de comer un cocido madrileño.

No pudo ser. No quiso su "tío de Madrid". El alto cargo, el director general de los ferrocarriles del Oeste de España, esos que llevaban a los ricos y modernos de entonces hasta las playas y los casinos de Estoril. El tío de Kafka, el tío de Madrid, Alfredo Loewy, nunca quiso hacerse cargo de su sobrino, ese chico triste que quería ser escritor, Nada hizo para ayudar a que cambiara de vida, para acogerlo en su cómoda casa madrileña. No estaba dispuesto a que su sobrino descubriera su nueva vida española. Ni que fuera testigo de su vida feliz de viejo con joven amante. No, el tío no quería tener cerca de la familia. Y mucho menos a un joven de incierto futuro. Y no consintió que el joven Franz se hiciera madrileño y paseante por sus tertulias, por sus terrazas y por sus bares abiertos hasta la madrugada. Kafka nunca vino a Madrid.

Siempre pensé que esa historia era material para un escritor. Una vez se lo comenté a Vila Matas, pero no me hizo mucho caso. Ahora me llega la sorpresa de encontrar la historia en un cuento breve, y extraordinario, de Juan Eduardo Zúñiga. Una narración corta llamada "No llegará el sobrino de Praga". Apenas unas líneas en su libro de relatos "Brillan monedas oxidadas" pero capaces de contener todo el drama, los miedos y la frustración de un viaje que nunca llegó a ser. Todavía hay historia que contar, que especular, que imaginar, pero con el relato de Zúñiga ya me doy por compensado con ese madrileño que nunca existió. No consiguió vivir en la ciudad deseada. Se tuvo que refugiar en la literatura. Tampoco nunca estuvo en América. Ni en China. En realidad a penar salió del más extraordinario viaje: él mismo.

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20 de enero de 2011
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Vivir en la periferia

 

 

Vivir en el centro es una convención. Siempre tengo la sensación de habitar en alguna periferia. Siempre tengo la voluntad de ser periférico. No me parece una mala manera de estar en el mundo: ser periférico. Si además tienes una editorial, te deberías llamar Julián Martínez. No es mi caso. Ni siquiera estoy seguro de ser periférico, aunque vivo al lado de la frontera del sur de Europa, justo en la muga, en el lado norte de Tirso de Molina, Madrid. Y me gusta. Al menos estoy acostumbrado a sus paisajes, sus paisanajes y sus músicas. Quizás es eso, una costumbre. ¿Podría vivir en otro lugar?

Ayer, en el mediodía de un invierno negador de su estación gracias a un "gran sol" que nos acariciaba, sentado en una terraza de la vieja Plaza Nueva- muy cerca de la plaza Vieja o "el coño de Vitoria- que algunos llaman Gasteiz- pensé en la vida plácida de las periferias. Eso que antes llamábamos "provincias". Ya se sabe que el esnobismo, como la bebida, tiende a ser más poético que riguroso. Y los esnobs de las grandes ciudades, sean de dónde sean y sean cuales sean, se creen el centro del mundo.

Me sentí un centro periférico en la capital de la provincia de Álava. Sentado en su plaza histórica, entre la catedral vieja y el monumento de la patriótica batalla contra los franceses, entre el carlismo y el nacionalismo, entre la fe y la libertad.

En Vitoria, el lugar de nacimiento del incomprensible esteta derechista Ramiro de Maeztu, en esa patria de exploradores que recorrieron los ríos de África para mayor e incierta gloria de España, de oradores parlamentarios del pasado, de campanadas a muerte en el final del franquismo, en ese lugar equilibrado, saludable, modélico, que sabe moverse entre tranvías, bicicletas y recalar en excelentes barras de bares. En esa tranquila, y razonablemente aburrida, ciudad que se despierta pronto y duerme aún más pronto, tuvimos la sensación de poder recuperar el tiempo pasado. Eso sí, después de darnos un chute de modernidad por museos que se colocan en el atrio del presente y de subir al barrio viejo por escaleras mecánicas. Un viaje contemporáneo, emocionante como un paseo por las rebajas del Corte Inglés.

Nos gustó recorrer otra vez esa ciudad, la misma que en uno de sus parques guarda memoria de uno de los escritores que más nos hubiera gustado conocer, Ignacio Aldecoa, amante del boxeo, el viento solano, la vida en la mar, la noche, las barras y el jazz. Y muy cerca del recuerdo de Aldecoa, el otro sonido de la ciudad tranquila, el homenaje al jazz. Un banco con los nombres de los músicos que nos acompañan hace ya tantas décadas y un homenaje a una de sus mejores leyendas vivas, Winston  Marsalis.

Felices y periféricos en Vitoria, tomando un vino de Rioja y leyendo al sol de su plaza principal "La pesca de la trucha en América" de Brautigan, ese periférico escritor que no supo adaptarse a vivir tranquilo en alguna ciudad de provincias del norte americano. ¿Hubiera resistido en Vitoria?. La vida en "provincias" ciertamente requiere la paciencia que se le supone a un pescador de truchas. Yo de mayor quiero ser eso, aunque sea en un lugar de España, pero sin las miserias de sus peleas patrias, ni matrias.

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15 de enero de 2011
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Lorca, de Nueva York a la escuela

 

 

Después de días, con sus noches, en los que no cumplimos ese leve deseo de dejar los excesos en comidas y bebidas, felices días cerca del diluvio y lejos de Internet,  me encuentro con el manuscrito de Lorca, "Oficina y denuncia", uno de los más terribles y hermosos de "Poeta en Nueva York". Un nuevo final al poema, un manuscrito que se encontraba olvidado en la Biblioteca del Congreso de Washinton, que ha sido recatado por el profesor Chirstopher Maurer: admirado hispanista, destacado profesor bostoniano, elegante en la vida e inteligente en sus viajes reales, virtuales y sabio en  elegir mujer. En fin, alguien en quién confiar.

Agradezco a una de las habituales de esta barra, de las resistentes, de las veteranas que todavía no se han rendido, no se han fugado para liberarse de los insultadores. No me  importan, no los leo, ni escucho, ni veo. El menor de mis desprecios, la mayor de las ignorancias mientras no tengan pistolas, ni sean exaltados de Arizona o del "ala armada" del Tea Party. Contra ellos, contra esos, ni un pase, ni un perdón. Pero prefiero volver a la sorpresa lorquiana. Al final diferente de su poema. A la capacidad que sus poemas, corregidos o en su primera versión, tienen de conmovernos.

Ya sabemos la impresión que recibe Lorca en Nueva York, algo que hace cambiar su poesía, su forma, su estilo. El encuentro con la ciudad, con las masas- eso tan orteguiano que en Madrid no se vería en las calles hasta la llegada de la República- con la multitud urbana, como dice Maurer, le hacen sentirse perdedor, abrumado, pequeño y redentor.

Curioso Lorca, como tantas veces lleno de contradicciones. Por un lado el solitario, solidario; por otro, el mundano, el sociable, exquisito, moderno y un poco pijo. El que se emborracha con Hart Crane, el que se escapa por los muelles, por los barrios pobres, que liga con chicos de barrio; por otro, el centro de las fiestas, el amigo de los elegantes, el mimado por su familia, por sus amigos, el disfrazado de Tintín, antes de que Tintín recorriera el mundo. Siempre interesante. Por encima del clima. Ni frío, ni calor: hace Lorca.

Yo conocí las escuelas españolas, las escuelas nacionales. Conocí aquellos tiempos en que Lorca no existía. No era carne para las escuelas, ni para los niños, ni para los maestros. Mi padre, mis profesores, que sí habían leído a Lorca, que sí sabían quién era, cómo vivió y porqué murió, tampoco nos hablaron de Lorca. Pero fue imposible el silencio, Fue imposible querer inventar su vida y su muerte. Y llegaron en la adolescencia, en la juventud. Llegaron sin que supiéramos mucho. Llegaron con sus poemas, con sus verdades. Y llegaron arrasando, Juan Ramón, Antonio Federico, Rafael, Luis, León, Manuel, Miguel...y los otros, los de el otro español de América. Y los del silencio interior. Los hijos de la ira, los vencedores y los vencidos que disimulaban. Y la poesía, sus poemas, nos hicieron como somos.

Gracias a los Maurer, a los otros profesores, estudiosos, lectores, gentes libres de "escuelas nacionales" pero no de matones que beben el té, que hagan llegar esas voces, esos ecos hasta nosotros los hartos de excesos. Y de algunos no civilizados de nuestra civilización.

Querido Maurer, no se si será más eficaz el final definitivo, ese que leímos de su poema, pero me emociona el encontrado en una biblioteca de Washinton, ese que leyó otro poeta al que mucho quisimos, José María Millares Sall.

Los versos finales que borró, esos que ya no se me borrarán:

"...yo me ofrezco a ser devorado por los campesinos españoles

 en las escuelas nacionales para sabiduría y ejemplo de niños"

 

Ni los campesinos españoles lo querrían devorar, ni los niños de las "escuelas nacionales" se enteraron de quién y qué escribía este niño de un pueblo de Granada.

 

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9 de enero de 2011
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Mi bar, mi barra ausente

 

 

 

Si se tuviera que reproducir la esencia de una taberna autentica del sur andaluz, el alma de lo popular jerezano, habría que buscarla en Madrid, en la calle Echegaray y con el nombre de "La Venencia". No quedan purezas de su nivel, ni en Cádiz, ni en ningún lugar del mundo. En "La Venencia", todo está cómo si el tiempo se hubiera detenido. Los carteles de la vendimia jerezana, la vieja radio, el teléfono el espejo con su azogue gastado, las mesas de madera en su altillo, la barra de madera, las mesas frente a la barra, la tiza escribiendo las cuentas del consumo, las botellas tapadas por el polvo, las barricas de los vinos, son parte del decorado real de la taberna. El local conserva otros símbolos: la gata parda y Jorge Laverón a pie de barra, con su media sonrisa en esa cara que es una amable confesión del que ha sabido beber.

Es la única taberna del mundo en la que sólo se sirve vino. Y no cualquier vino, sólo vino de Jerez y Sanlucar. Fino, amontillado, oloroso, manzanilla y palo cortado. Eso es lo que se puede beber en "La Venencia". Ni otros vinos, ni cervezas, ni alcoholes, ni refrescos. Ni una concesión desde que empezó en los años veinte del pasado siglo hasta nuestros días. Los hermanos Criado, que eran muchos y buenos clientes, decidieron a principios de los ochenta que ésta taberna sea su lugar vital y laboral de residencia en la tierra. Cuatro de los hermanos Criado, en compañía del montañero y bodeguero Miguel Canet, y con la aportación de muchos que pensaron que aquél lugar de tantos ritos taurinos, aquel lugar al que antes de entrar había que sobrepasar una vieja cortina, aquél espacio que conoció guerras y posguerras, merecía la pena ser defendido como se defendió Madrid de los fascistas pero con más éxito.

Los dueños son ortodoxos e inflexibles, ni hacen concesiones, ni regalan sonrisas, ni admiten propinas. A "La Venencia" se viene a beber ese vino que llegó del sur y que aquí encuentra su perfecto acomodo para desmentir a los que aseguran que el "jerez" no sabe viajar. Que viaje bien a Londres tenemos nuestras dudas, pero tenemos la certeza de su placentero viaje desde la Vinícola Hidalgo de Jerez hasta las barricas de "La Venencia". Beberlo en las copas adecuadas, en su temperatura- sin haber caído en esas modas del enfriamiento- y en compañía de unas cuantas tapas es un placer de humanos paganos. Para acompañar al vino gratis las aceitunas  de Camporreal o los cacahuetes. Y como tapas hay que gustar sus mojamas, anchoas, quesos, cecinas, lomos o huevas de la mejor calidad. También en el precio han sabido mantener su decencia.

Sobriedad, decencia y luz del pasado son palabras que definen este bar dónde se debería ir para hablar de toros como en los tiempos de las tabernas de Díaz Cañabate. De toros y otras artes con el periodista Laverón, el pintor Lamazares o con  el galerista Chiqui  Abril. Por ahí siguen los espíritus y las presencias de los Dominguín, Bienvenida o de críticos y aficionados de sol y de sombra. Taberna para la charla y la discusión de las derrotas de la izquierda, del estado de salud del Atlético.

"La Venencia" es el bar dónde tendrían que encontrarme si tuviera tiempo para ganarlo a pie de barra. Un lugar dónde uno sabe que el tiempo es nuestro. Un espacio para olvidar las prisas y los experimentos con gaseosa. Al lado de la manzanilla, con la verdad de un palo cortado o la alegría de un fino, con el viejo rito de saber beber a pie de barra, de pagar una media botella, hasta que se estira otro de la pandilla y se sigue bebiendo, se pica una mojama, una excelente cecina y se vuelve lentamente al rito del beber pausado. Pasa el tiempo, hasta que uno se acuerda que tiene casa, cita, familia y otra vida fuera de la taberna. Hasta que uno se acuerda que la realidad es diferente y peor fuera de un  lugar como éste. Una taberna para el refugio de los deseos.

De todas las tabernas del mundo, de todos los bares que uno ha conocido, no hay ninguno igual. Ni siquiera parecido. El lujo es tener la excepción al lado de casa.

Y la excepción en un lugar llamado "La Venencia", así que pasen otros cien años. 

( Articulo no publicado en el libro "Madrid en 20 barras". Los queridos propietarios de esta taberna no quieren fotos. Perdón por esta foto robada, pero el cuello de la chica, la chica entera merecían la pena)

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3 de enero de 2011
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Canetti y la carne inocente

 

No creo en muchas cosas pero creo en algunos libros. Algunos hombres. Y en muchas mujeres. Creo en Elías Canetti que vivió su larga vida como si fuera a durar más, y más. Que acumuló libros sin pensar que nunca tendría tiempo para leerlos. Se concedía esos sueños."Vivir de tal manera como si tuviéramos ante nosotros un tiempo ilimitado. Citas con seres humanos a cien años vistas". Abrir su libro "La provincia del hombre" y saber que he salvado el día, varios días, muchos días.

Estamos entrando en el "día de los Inocentes", al final del año y en medio de los excesos navideños. Yo estaba cansado de los excesos culinarios, de las buenas palabras de fin de año, de los viejos políticos y de las nuevas ministras. No conseguí volver a fumar. No por el discurso de la ministra sino por ese consejo/amenaza de esa amiga que me recordó que los besos saben mejor sin tabaco. No lo tengo tan claro. Hay besos que pueden con toda la nicotina.

Sigo leyendo en el carnet de notas de Canetti. Y me encuentro con el espectáculo de la comida y no me gusta. Creo que dejaré de comer grasas- aunque los pensamientos con grasa de Montaigne me siguen gustando- simplemente por recordar el espectáculo de los otros comiendo. Mi mismo espectáculo. Desear que llegue alguna vez ese "país en el que la gente llora cuando come".

Tengo la impresión de que si sigo leyendo a Canetti me haré vegetariano. Con lo poco que me gustan. Con lo que desconfío de los vegetarianos. No me fío de ellos, como tampoco me fío de los que no beben. Ni de los que no fuman. No me fío de mí mismo.

Vosotros seguir comiendo. Yo os recordaré otro pensamiento del judío que procedía de Cañete:

"Me da pena que los animales no se levanten nunca contra nosotros; los pacientes animales, las vacas, las ovejas, todo este ganado que ha sido puesto en nuestras manos y que no puede escapar a ellas.

Me imagino una rebelión en un matadero; desde allí se extiende a toda la ciudad; hombres, mujeres, niños, ancianos mueren pisoteados sin compasión; los animales invaden calles y vehículos; derriban portales y puertas; en su furor llegan a invadir los pisos más altos de las casas; miles de bueyes convertidos en fieras hacen añicos los vagones del Metro, y nos desgarran ovejas a quienes se les han afilado de repente los dientes"

Pues eso, que cada uno haga lo que quiera. Yo dejo la carne. Como dejé el tabaco. Brindo por el nuevo año. Nadie ha dicho nada de dejar de beber. Estoy satisfecho de mis nuevos propósitos. De esas ideas encontradas en el carnet del viejo, querido, judío.

"Puede que no sea siempre importante lo que uno piensa todos los días. Pero es tremendamente importante lo que no ha pensado"

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27 de diciembre de 2010
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Volver a fumar

 

Volveré a fumar. Han pasado cinco años de mi vida de no fumador. Vuelvo al tabaco. Volveré a ser un peligro contra la salud pública. Volveré al cegar de humos, a la perdida de capacidad gustativa y a los olores nicotímicos en cada rincón de mi casa. Volveré a los nervios del necesitado de dosis, al ciego deseo de mi ración de cada hora, al enganche de mis días y mis noches. Volveré  a ser conciente de mi inconsciencia, como ese personaje de Italo Svevo, mi  semejante, mi hermano Zeno. Volveré a fumar y volveré a querer dejarlo.

Volveré a mi viejo pulmón. Regresaré a esa masonería dónde mis admirados fumadores, mis queridos muertos  como Josep Pla, Bogart, Ángel González, Julio Ramón Ribeyro o Terenci Moix, no tienen que soportar que una vocera, con tono de pregonera de aldea, llamada Leire Pajín, sea capaz de provocar que tantos exfumadores, que tantos luchadores de antaño, civilizados, democráticos, europeos y en lucha contra los hipócritas discursos de los mantenedores de las drogas legales. Esas que perjudican seriamente nuestra salud y benefician espléndidamente a las arcas del Estado y sus autonomías.

Vuelvo al tabaco de la misma manera que volvería- digo, es un decir- al whisky en tiempos de ley seca. Y no lo hago por desacuerdos o disonancias con la nueva ley de protección al no fumador. Al contrario, creo que en eso, y casi solo en eso, podríamos haber imitado a nuestros hermanos italianos. Tan anárquicos, tan de fumarse la vida, tan capaces de tener políticos aún peores que los nuestros y, sin embargo, tan capaces de aceptar una ley que desde hace más de cinco años prohibió fumar en todo espacio público. Se cumplió sin fisuras desde el primer momento. Algo que me sorprendió, me descolocó y me hizo replantearme mi ser fumador. Yo estaba en Nápoles la noche que ya no se podía fumar en los restaurantes, en los bares, y nunca olvidaré las excursiones a la calle para interrumpir cualquier cena, cualquier charla, por seguir fumando. Me reconocí como uno de aquellos estúpidos, mis semejantes, mis hermanos fumadores. Dejé de fumar. Y se lo confesé a Elena Salgado. Me gustó la imposición europea, italiana. La timidez española me pareció un error. Aún así  he sabido convivir en espacios públicos y privados con fumadores. Estuvo bien mientras duró. Aguanto más subiendo escaleras, ahorro para tener otros vicios, huelo distinto y no me hace falta salirme de la película o de la conversación para fumar un cigarrillo. Ya no puedo más.

Vuelvo al tabaco. Y vuelvo, que lo sepan, por culpa- o gracias?- a Leire Pajín. No puedo soportar su discurso con ese tono de pregonero de pueblo franquista o alrededores.

No quiero seguir por su senda. Sería como hacer caso a Soraya Sáenz de Santamaría en cualquier tema. O creer que Aznar nos puede llevar a algún lugar pacífico. O...vale, no pretendo hablar más claro, el humo ya está cegando mis ojos. Pienso seguir los consejos de aquél no fumador y no me meteré en política. Queda claro que si yo fumo, si vuelto al placer reprimido, si vuelvo al viejo vicios no es porque me guste, es por cómo lo dice la Pajín. Es por estética. ¿Quién dijo ética?  

Otro día hablaremos de salud pública. Y si quiere de drogas. O de nombramientos "`por mis cojones". ¡Qué fuerte!... como diría una ministra

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22 de diciembre de 2010
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Libros, trenes y Umberto Eco

 

 

No entiendo el viaje sin una novela. Puedo llevar otros libros, poesía, historia, ensayo, pero la novela está pensada para los viajes. Sobre todo para los viajes en tren. Eso sí, mejor llevar música y cascos aislantes si se pretenden evitar las trascendentes conversaciones que sobre nada se hacen desde los móviles. Nadie hace caso a las recomendaciones o sugerencias de hablar fuera del vagón. Batalla perdida.

Ayer casi pierdo el tren. No tenía una novela que llevarme a mi viaje. No podía soportar la idea de más de dos horas sin ese otro viaje que te ofrece una novela.

Había terminado una emocionante e inteligente novela. No tenía mi equipaje- esa es otras historia- y viajaba desnudo sin mis libros. La novela leída, "Mamá", de Jorge Fernández Díaz, emocionante, inteligente me había dispuesto a seguir con una buena novela.

Fernández Díaz recuerda dos citas que hacen más necesaria esa búsqueda. Una del certero Oscar Wilde: "Los buenos novelistas son muchos más raros que los buenos hijos". La otra cita, de otro de los genios mayores del ingenio y el humor, Chesterton es la que me llevó a salir en búsqueda de una novela concreta por las calles de Albacete. Decía Chesterton: "Lo que me agrada del gran Novelista, que es Dios, son las molestias que se toma por sus personajes secundarios". Y recordé la empezada última novela de Umberto Eco. La más ambiciosa de sus novelas, después de "El nombre de la rosa". Una gran novela llena de humor, cultura, ironías y burlas tan libres e inteligentes como es propio del autor italiano. En su novela, "El cementerio de Praga", hay un excelente personaje central, un viejo, cascarrabias, misógino, inteligente, glotón y culto, el capitán Simonini. Un descreído rodeado de personajes secundarios por los que se toma muchas molestias literarias que le agradecemos.

Me perdonarán mis pequeñas vacaciones que se han debido a otros trabajos, otras fugas, otros refugios, pero tendremos que volver otro día a la gran novela de este escritor, tan sin Dios, tan resistente a las mentiras de la fe, a las mentiras de las religiones, como lo  es su personaje Simonini.

Hablando de la religión, de cualquiera podría ser, aunque esta vez sea de la católica:

"Repiten que su reino no es de este mundo, y ponen la mano encima de todo lo que puedan mangonear. La civilización nunca alcanzará la perfección mientras la última piedra de la última iglesia no caiga sobre el último cura y la tierra quede libre de esa gentuza"

Se reparte  estopa para todos. También para los librepensadores, ateos, judíos, musulmanes o cualquier otra muestra de sometimiento a la fe o sus carencias. Cogí el tren, compré la novela y mi viaje fue un recorrido por los mundos inteligentes de un caballero sin escrúpulos del que me hice amigo para siempre.

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17 de diciembre de 2010
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Mario y las mujeres

 

 

 

Amores eternos, primeros amores.

 

Su mujer más duradera, también la más constante, esquiva, temida, siempre amada con pasión es la literatura. El gran amor de su vida. Su orgía más duradera. Amante a la que siempre regresa. Un matrimonio que nunca se romperá.  Una relación que ha conocido crisis, infidelidades, relaciones adúlteras, tentaciones de fugas y celos. Una pareja de hecho unida por una verdad  que se construye con los materiales de las mentiras. Mario Vargas Llosa o la pasión por la escritura. Lo que nunca muere Y a su lado, el otro Mario, el hombre que ama a las mujeres. A unas cuántas mujeres reales. A otras verdaderas que nunca conoció, que amó desde la sinceridad de la ficción

El niño Mario nació en Arequipa entre mimos y caricias de mujeres. El padre no apareció hasta que estaba a punto de ser adolescente y siempre tuvieron una relación difícil, distante, con más desconfianzas que ternuras. El mundo de Mario, el feliz mundo en Piura, con su madre, las mujeres de la familia y los abuelos se rompió con la llegada del padre. Cambios de casa, de prostibulario barrio limeño  a nuevos barrios y escapadas para ver a las chicas de Miraflores. El barrio de sus tíos, el de sus primeros bailes, sus primeros amores, sus pequeñas travesuras con una niña buena llamada Elena. Un mundo que se rompe cuando ingresa en el Colegio Militar Leoncio Prado. El cadete, a su pesar, creció como otro que ya no era el adolescente enamorado. Como un joven con  la necesidad de buscar amores furtivos para ser uno más en aquél mundo macho. El mundo de  "La ciudad y los perros", un espacio brutal, castrense y falsamente viril.

 

Amores burdelescos

 

Entonces conoció el sexo. Primera experiencia  con una prostituta brasileira del barrio de La Victoria. Después se hizo cliente asiduo de una joven "polilla"- prostituta limeña- a la que llamó Pies Dorados y a la que conocemos con su desenfado, su atracción y su vulgaridad por aparecer en "La ciudad y los perros". Míseras y duras casas de lenocinio que, sin embargo, hicieron  más felices los sábados de su despedida de la adolescencia, el final de su infancia. Burdeles que eran un rito de paso, espacios que cumplían un papel social. Cuando el joven Mario consigue dejar el Colegio Militar  encuentra refugio en Piura, en casa de su tío Lucho Llosa y la tía Olga- la casa dónde conoció a las dos mujeres con las que se casa, "tía" Julia, hermana de Olga y  la prima Patricia, la hija pequeña de la familia- se sintió otra vez libre, feliz entre mujeres, cerca de hombres amantes de la lectura y con pasión por las aventuras. Ni así puede olvidar aquellas primeras excursiones por el mundo encanallado, marginal e injusto de la vida golfa. Experiencias de vida que alimentarán al escritor del futuro. Mario en aquél entonces era un estudiante que escribía versos, cuentos, obras teatrales y leía con fascinación compartida el verso de Santos Chocano: "Quiero vivir torrente..."

Siguió visitando burdeles. Conoció "la casa verde". Un socializado lugar de encuentro, menos sórdido y más alegre que los prostíbulos limeños. Con sinceridad, y un punto de nostalgia, dejó escrito: "Mi generación vivió el canto del cisne del burdel, enterró esa institución que iría extinguiéndose a medida que las costumbres sexuales se distendían, se descubría la píldora, pasaba a ser obsoleto el mito de la virginidad...El burdel era el templo de aquella clandestina religión, donde uno iba a oficiar un rito excitante y arriesgado, a vivir, por unas pocas horas, una vida aparte...Tal sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural para el común de los mortales: Para mi nunca lo fue, no lo es. Ver a una mujer desnuda en una cama ha sido siempre la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo que jamás hubiera tenido para mí ese carácter trascendental, merecedor de tanto respeto trémulo y tanta feliz expectativa, si el sexo no hubiera estado en mi infancia y juventud, cercado por tabúes, prohibiciones y prejuicios, si para hacer el amor con una mujer no hubiera tenido entonces tantos escollos que salvar"

Enamoradizo, soñador, lector, con alma de bohemio, visitador de cuchitriles, trasnochador y amante del amor "mercenario". Enamorado en secreto de una joven prostituta. Sus primeras mujeres no platónicas: las prostitutas. Como Buñuel, Faulkner o Sartre, Cela, García Márquez o Benet. Como... mejor no seguir la lista. Hasta la generación de Vargas Llosa, y en España un poco después, las primeras relaciones sexuales fueron con amores prostibularios. No todo fueron burdeles ni travesuras con niñas malas, antes de su volcánico primer matrimonio, conoció un amor sin pagar. Pasajero primer amor de juventud. El primer gran amor estaba a punto de llegar y sin salir de la casa familiar.

 

La tía Julia y el furtivo matrimonio

 

Se llamaba Julia Urquidi, era la hermana menor de su tía Olga. Era "la tía Julia". El era un joven escribidor de diecinueve años, doce menos que la hermosa tía, la divorciada de voz ronca y risa fuerte, la hermosa mujer madura a la que recordaba desde los años de Cochabamba. El era un niño que espiaba a los mayores en compañía de sus primas, un niño curioso que nunca olvidó a esa mujer alta, amiga de su madre, hermana de su tía, que bailaba muy animada en una fiesta familiar. Al reencontrarla le cautivó, aunque al principio se burlara de su juventud. Ella estaba recién enviudada, decepcionada de todos los que se acercaban sin demasiados romanticismos a una mujer con "experiencias". El era un joven que deseaba parecer mayor, que deseaba sacar a pasear a su "tía Julia", llevarla al cine, espantar a los moscones que perseguían a la hermosa dama y hasta que una tarde, en uno de aquellos bailes se atrevió a besar a su tía. Se enamoraron. Pero aquellos clandestinos amores, crecidos con besos en los cines de barrio, con escondidos abrazos en cafetines, paseos nocturnos por parques desiertos, por malecones o barrios lejanos, eran una locura. Julia le hizo notar lo descabellado: diferencia de edad, la familia, el futuro de un joven con trabajo precario, sus estudios, todo hacía imposible, impensable, un amor cómo aquél.

No lo veía así "el sartrecillo valiente", como le llamaban sus amigos por su arrojo y su pasión por Sartre. Insistió en de que deberían casarse, fugarse, volver con los hechos consumados, ponerse el mundo por montera porque el futuro era de los valientes. Y de los enamorados. Con la ayuda de un amigo planearon casarse con el alcalde de Chincha que era amigo. Cuando descubrieron que era menor de edad los planes se dieron al traste. No se arredraron,  falsificaron su edad en dos años para evitar pedir el permiso familiar. Consiguieron un pueblo, Grocio Prado, de alcalde comprensivo y en compañía de un testigo, un cacharrero de la zona que llevó botellas de chicha para celebrar, se confirmó el matrimonio. Ya eran marido y mujer. Ahora había que volver a la realidad. La familia estaba entre sorprendida y disgustada  el padre había amenazado con una pistola al tío Lucho, dispuesto a todo para anular aquél matrimonio: denunciar la falsificación del documento o acusar a Julia de "corruptora de menores". La recién casada se tuvo que ir un tiempo del entorno familiar. Pero Mario nunca consentiría dejar a su mujer, a su enamorada. El padre tuvo que transigir, se dieron un abrazo, y el recién casado prometió seguir con sus estudios y tía Julia. Matrimonio feliz durante unos años.

 Vestido como un galán con bigote, más serio de lo que le correspondía, ya no quería ser "varguitas" para nadie. Trabajaba, estudiaba, escribía, sacaba tiempo para la lectura, para el amor como el más maduro y entregado de los recién casados. Los trabajos, los días, los sueños del "escribidor", el soñador con París, el enamorado y las ayudas de su mujer, toda esa historia de amor, que años después se cuenta en una de las más felices novelas del Premio Nobel: "La tía Julia y el escribidor". El autor es más que un discreto exhibicionista, y realiza un completo strip-tease invertido, pero muy real, de unos años que fueron mucho más que una pasión juvenil.

Vargas, el pasional y joven recién casado, había decidido que su vida sería la escritura. Julia le apoyaba y hacía de mecanógrafa. Llegó el iniciático viaje a París que por razones de presupuesto haría sin su enamorada. Nunca conoció a Sartre, pero pasó una tarde con Camus. Entre paseos, lecturas y cafés llegaron las primeras dudas matrimoniales. Ese viaje a ninguna parte que va de la pasión a la rutina familiar. Iniciales fisuras en forma de alguna dulce francesa llamada Geneviéve. Ternura pasajera de la que se despide una tarde, seguramente un jueves con aguacero, como mandan los ritos poéticos.

Después llegó Madrid en forma de beca. El adocenamiento universitario, el frío del franquismo, el descubrimiento de Tirante el Blanco, el caballero guerrero que quiso morir recordado por haber amado mucho, Baroja, las tascas, las novelas de Galdós y el bar frente al Retiro, "El jute", dónde comenzó a escribir "La ciudad y los perros". Y la pasión sin fisuras por ser escritor y para ello, así lo creían, así lo querían los seguidores de Hemingway, había que volver a Paris. Adiós Madrid. Adiós Perú. O por lo menos hasta luego. Volverá a Perú. Volverá a París.

 

El escritor y la prima Patricia

 

París no fue una fiesta. Tampoco un funeral. Fue trabajo, escritura, premios, confirmación de escritor, hechizo y rechazo. Y en París apareció la prima Patricia. La hija pequeña del tío Lucho, sobrina de la tía Julia, la niña rebelde que cuando pequeña lanzaba vasos de agua fría sobre su primo. Aquella que algunas veces dormía en su cuarto y que había que callar comprándola chocolates. Patricia, "el pequeño demonio de siete años disimulado en una carita de nariz respingada, ojos fulminantes y cabellos crespos". La niña mala, era ahora una adolescente divertida, atrevida y un punto coqueta. Y el primo Mario, un casado en crisis, un escritor emergente, se vuelve a enamorar por dónde solía. Cerca de casa, en familia. Lo notan sus amigos. Lo sospecha la tía Julia. Lo sabe Patricia que conoció los celos del primo Mario cuando una noche parisina la joven fumó y bailó con Julio Ramón Ribeyro, el limeño seductor y apátrida.

Mario estaba celoso y enamorado. Y Patricia dijo sí. Y mando parar. Se terminaron las fugas y el bigote. Los primos, tan parecidos en lo físico y en lo químico, se casan para segundo escándalo y sorpresa de la familia Vargas. De la familia Llosa. Ahora no hay fugas, hay imposición familiar. Hay iglesia en Lima, permiso e intervención directa del Arzobispo. El agnóstico Mario se casa con la joven prima Patricia. Hoy han pasado cuarenta y cinco años, tres hijos, unos cuantos nietos, muchos libros, varias ciudades, necesidades, nuevos amigos, viejos amigos, peleas a puñetazos, celos, premios, derrotas, tranquilidad familiar, orgía de la imaginación. Han pasado muchas cosas. Otras mujeres, quiero decir una mujer, una amiga: Carmen Balcells. La mama grande. La que nunca falta. La que llegó a su vida desde aquella Barcelona de la gauche divine hasta estos días de Premio Nobel. Carmen trabajaba con el editor, poeta, el diablo bebedor y  lúcido amigo Carlos Barral, al que le gustaba decir: "Al cadete solo le interesan las mujeres de la familia".

Es verdad. Primero una. Después otra, y no más. Las otras- Balcells y su hija Morgana aparte- son literatura, visitadoras, feministas, actrices, niñas malas o épicas seductoras que vienen del recuerdo de burdeles de antaño, de paraísos en otra esquina.

 

( Publicado en "Dominical", 5/12/10)

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7 de diciembre de 2010
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