Javier Rioyo
Hoy he pasado, por azar del paseo, delante de la casa dónde pasó su juventud, dónde hizo poemas, vivió amores, Pedro Salinas. La misma casa que tantos años, desde el regreso del exilio hasta hace unos días, habitó su hijo Jaime Salinas. Me he parado delante de la placa que recuerda al padre poeta. En la puerta un anuncio de obra de instalación de ascensor. Nunca se quejó Jaime, siempre se mantuvo en forma. Las obras, la muerte, le han pillado lejos, en su querida Finlandia, la patria de su amor.
Debajo de la casa sigue un bar de copas, "El Pecado". He sonreído. Y recordado ese poema del padre: "¡Qué día sin pecado!". Acabo de leerlo en una reedición de sus poemas de amor en Lumen. Que gran poeta el padre del editor. Que gran editor el hijo del poeta.
No conocí mucho a Jaime Salinas, pero sí pude disfrutarle unas cuántas veces. Su sonrisa amable, su perfil de águila de vuelo tranquilo, su elegancia sin esfuerzos y la memoria plagada de travesías no se me olvidan. La última vez fue en un restaurante del centro, un lugar muy frecuentado por su amigo Javier Marías, cerca de sus casas, de nuestras casas, en ese islote del Madrid central, entre el desorden y la vida de barrio barrio, entre el turismo y el casticismo. Un barrio muy madrileño, abierto y con un espíritu cosmopolita que le hace ser mejor, ser agradable a pesar de curas, obispos, militares, funcionarios y mercenarios.
En la comida, convocada por Juan Cruz, hablaba con ironía y cariño de sus años de editor en Alfaguara. Perteneció a una estirpe de editores en extinción, en Europa y en España. Comenzó con su amigo Carlos Barral cuando llegó del exilio. Y el mejor de los piropos es que ni a Barral, ni a Benet ni a otros que tanto lo conocieron les parecía un español. Le piropeaban diciendo que tenía poco aspecto de español. Sin embargo, a pesar de haber nacido en Argelia, haber crecido, estudiado y luchado como ciudadano de los Estados Unidos en la Segunda guerra mundial, de haber vivido en París y muerto en Finlandia, yo veía en él lo mejor de un español, madrileño, del espíritu de la República. Era un español republicano, un madrileño del catorce de Abril. Me hubiera encantado estar en alguna de esas míticas fiestas que en su casa madrileña daba cada catorce de Abril. Fiestas de escritores y whisky. Fiesta para la evocación de una patria robada, de un país más abierto, mejor.
Lo volví a ver algunas veces después de aquella comida. Incluso comprando en el mercado, con ese aspecto elegante sin esfuerzo. Elegante por dentro, elegante por fuera. Elegante hasta con el uniforme de voluntario civil en el American Field Service. Elegante en guerra, como Luis Cernuda. Elegante en paz. Que descanse el hombre que nos permitió leer a los mejores escritores del siglo veinte, de otros siglos.
Al lado de su casa, en el portal de al lado, había nacido Lina Morgan, una madrileña en su antípodas, pero me gusta esas calles de Madrid en que se mezclan el espíritu de la revista y el corazón de los poetas. Una ciudad en que lo castizo no impide lo moderno.
Se fue Jaime Salinas. Los que quieran saber de él, al menos del español cosmopolita que vivió por el mundo y que llegó un día a una editorial de Barcelona, que acudan a sus memorias, "Travesías". Fueron editadas por Tusquets, una de las últimas editoriales que tienen nombre propio y espacio abierto. Siguen otros, pero son distintos.