Javier Rioyo
Vivir en el centro es una convención. Siempre tengo la sensación de habitar en alguna periferia. Siempre tengo la voluntad de ser periférico. No me parece una mala manera de estar en el mundo: ser periférico. Si además tienes una editorial, te deberías llamar Julián Martínez. No es mi caso. Ni siquiera estoy seguro de ser periférico, aunque vivo al lado de la frontera del sur de Europa, justo en la muga, en el lado norte de Tirso de Molina, Madrid. Y me gusta. Al menos estoy acostumbrado a sus paisajes, sus paisanajes y sus músicas. Quizás es eso, una costumbre. ¿Podría vivir en otro lugar?
Ayer, en el mediodía de un invierno negador de su estación gracias a un "gran sol" que nos acariciaba, sentado en una terraza de la vieja Plaza Nueva- muy cerca de la plaza Vieja o "el coño de Vitoria- que algunos llaman Gasteiz- pensé en la vida plácida de las periferias. Eso que antes llamábamos "provincias". Ya se sabe que el esnobismo, como la bebida, tiende a ser más poético que riguroso. Y los esnobs de las grandes ciudades, sean de dónde sean y sean cuales sean, se creen el centro del mundo.
Me sentí un centro periférico en la capital de la provincia de Álava. Sentado en su plaza histórica, entre la catedral vieja y el monumento de la patriótica batalla contra los franceses, entre el carlismo y el nacionalismo, entre la fe y la libertad.
En Vitoria, el lugar de nacimiento del incomprensible esteta derechista Ramiro de Maeztu, en esa patria de exploradores que recorrieron los ríos de África para mayor e incierta gloria de España, de oradores parlamentarios del pasado, de campanadas a muerte en el final del franquismo, en ese lugar equilibrado, saludable, modélico, que sabe moverse entre tranvías, bicicletas y recalar en excelentes barras de bares. En esa tranquila, y razonablemente aburrida, ciudad que se despierta pronto y duerme aún más pronto, tuvimos la sensación de poder recuperar el tiempo pasado. Eso sí, después de darnos un chute de modernidad por museos que se colocan en el atrio del presente y de subir al barrio viejo por escaleras mecánicas. Un viaje contemporáneo, emocionante como un paseo por las rebajas del Corte Inglés.
Nos gustó recorrer otra vez esa ciudad, la misma que en uno de sus parques guarda memoria de uno de los escritores que más nos hubiera gustado conocer, Ignacio Aldecoa, amante del boxeo, el viento solano, la vida en la mar, la noche, las barras y el jazz. Y muy cerca del recuerdo de Aldecoa, el otro sonido de la ciudad tranquila, el homenaje al jazz. Un banco con los nombres de los músicos que nos acompañan hace ya tantas décadas y un homenaje a una de sus mejores leyendas vivas, Winston Marsalis.
Felices y periféricos en Vitoria, tomando un vino de Rioja y leyendo al sol de su plaza principal "La pesca de la trucha en América" de Brautigan, ese periférico escritor que no supo adaptarse a vivir tranquilo en alguna ciudad de provincias del norte americano. ¿Hubiera resistido en Vitoria?. La vida en "provincias" ciertamente requiere la paciencia que se le supone a un pescador de truchas. Yo de mayor quiero ser eso, aunque sea en un lugar de España, pero sin las miserias de sus peleas patrias, ni matrias.