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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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El río

El único aspecto positivo de sufrir una enfermedad larga y por lo tanto pesada es que permite saldar viejas deudas. Una de la mías era El río, de Wade Davis. El original, One River, es de 1996  y la versión castellana la publicó Pre-Textos en 2004 con una excelente y proteica traducción de Nicolás Suescún. Mi ejemplar data de entonces y lo he tenido docenas de veces en las manos pero siempre lo dejaba para mejor momento porque, y eso es algo que se aprecia con solo hojearlo, se trata de un relato apasionante, de esos que si los empiezas no lo puedes dejar hasta la última de sus 637 páginas. Esperar la oportunidad de leer el libro de un tirón ha  merecido tanto la pena que incluso me perdono a mí mismo por la enfermedad.

            Resumiendo mucho, porque el contenido es como una avalancha, hay dos líneas narrativas. Una, la principal, relata las investigaciones del creador de la etnobotánica, Richard Evans Schultes, don Ricardo como le conocían en las estribaciones de los Andes colombianos y peruanos. Wade Davis, su discípulo, no tiene la menor  duda acerca de la valía de su maestro, al que compara sin más con Darwin y con otro de sus ídolos, el explorador y botánico británico del siglo XIX Richard Spruce, de cuyos asombrosos logros y hallazgos el lector acaba teniendo cumplida noticia. De hecho, el calificativo asombroso puede aplicarse a los botánicos de campo en general, gente sabia, sobria y dotada de una curiosidad científica solo equiparable a su capacidad para recorrer a pie kilómetros de selva impenetrable, navegar por ríos imposibles de dominar  y sin apenas equipo ni provisiones. Y todo para recolectar unas plantas que primero debían desecar entre cartones o unas semillas embaladas con serrín húmedo para que ambas cosas llegasen intactas a los museos y jardines botánicos que les financiaban.

            Schultes fue contratado en los años treinta por el gobierno norteamericano para que diese un informe exhaustivo sobre el árbol del caucho. De pronto un alto mando gubernamental  había caído en la cuenta de que si alguien (como por ejemplo hizo Japón años más tarde) invadía las explotaciones caucheras del Sudeste Asiático en Occidente no podrían fabricas coches, camiones, aviones ni todo el resto de artilugios que llevan componentes de caucho. Y se acabaría la civilización.

            Entre 1941 y 1953 Richard Schultes, en parte financiado por el gobierno y en parte por la Universidad de Harvard, recorrió las estribaciones de  los Andes colombianos y peruanos y sólo regresó a la civilización para dirigir el Museo Botánico de Harvard, pero lo hizo tras cartografiar docenas de ríos nunca explorados, convivir con docenas de tribus  y acumular 20.000 especímenes de plantas, 300 de los cuales no se conocían. Paralelamente se llevó consigo dos variedades vegetales sagradas para los aztecas (el ololinqui y el teonanacatl) cuyas propiedades alucinógenas fueron un componente esencial en las culturas precolombinas y que vivieron  un renacimiento imprevisto (y alucinante, claro) gracias a conversos tan mediáticos como Timothy Leary y William Burroughs.

            Hubo otro objeto de estudio por parte de Richard Schultes que iba a tener un impacto cultural y económico inimaginable: la  Erythroxylum coca, planta de la que se extrae la cocaína. Cabe decir que, según Wade Davis, tanto la aportación de Schultes al conocimiento del caucho (una variedad inmune al temible hongo Microcyclus-ulei), como sus conocimientos sobre las virtudes energéticas y alimenticias de la hojas de coca (nada que ver con el producto que se esnifan millones de personas en todo el mundo) fueron boicoteados y ninguneados por una ceguera burocrática estimulada por cuestiones puramente económicas.

            Años más tarde (década de 1970) Schultes tuvo oportunidad de mandar a dos de sus discípulos favoritos, Timothy Plowman y el propio Wade Davis, a recorrer muchos de los territorios recorridos por él treinta años atrás y con el mismo propósito: conocer mejor desde un punto de vista científico las propiedades de la coca. Ni qué decir tiene, tanto el maestro entonces como los discípulos más tarde eran científicos escrupulosos que gustaban de probar los productos que estudiaban. Y para hacerse una idea de lo que eran esos viajes acerca de los cuales habla este libro, véase por ejemplo esta frase de Davis en la página 537: “Yo quería quedarme unos días en Ollantaytambo, pero Tim estaba ansioso por regresar a la llanura, lo cual era comprensible. En 1963, un botánico había calculado que en los valles del bajo Vilcanota había unos ochenta millones de arbustos de coca”.  Pero conste que junto a los lógicos excursos alucinógenos, los viajes aquí narrados eran rigurosamente científicos y  Wade Davis los enriquece con estupendas  informaciones históricas, geográficas y etnográficas.

 

El río       

Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica.

Wade Davis

Traducción de Nicolás Suescún

Pre-Textos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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25 de julio de 2017
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Historia del rey de Bohemia y de sus siete castillos

 

En el momento de su aparición, 1830, esta novela recibió calificativos tales como “delirio narrativo”, “extravagancia ortográfica y tipográfica” o “disparate esotérico”.  Años más tarde surrealistas  como André Breton y Tristan Tzara  la idolatraron y rupturistas como Apollinaire incluso imitaron sus filigranas tipográficas.  Cuando Nodier publicó Disertación sobre el uso de las antenas en los insectos, el primero del centenar largo de obras que después firmaría,  nadie supo ver que estaba iniciando su carrera un hombre que llegó a ser un prolífico autor de literatura fantástica, aparte de novelista, dramaturgo, ensayista, autor de odas panfletarias contra Napoleón y un reputado lexicógrafo, como lo prueban sus todavía vigentes Dictionnaire universel de la langue française (Diccionario universal de la lengua francesa, 1824), y su estudio filológico Bibliothèque sacrée grecque-latine de Moïse à Saint Thomas d'Aquin (Biblioteca sacra greco-latina, desde Moisés hasta Santo Tomás de Aquino, 1826).

            Nodier todavía tuvo tiempo de alentar una tertulia a la que durante años asistieron  gente como Alfred de Vigny, Balzac, Delacroix, Nerval, Sante-Beuve, Gautier, Dumas y Víctor Hugo, que más adelante le robaría con su propia tertulia a muchos de esos  contertulios. Aunque la competencia distanció a los anfitriones, Hugo siempre mantuvo que el Romanticismo europeo tenía una deuda impagable con el magisterio ejercido por Nodier.

            Vaya por delante que si alguien está interesado en conocer qué les pasó de verdad al rey de Bohemia y a sus siete castillos más le vale ir a buscar en otras fuentes porque no se la van a contar ni Nodier, ni ninguno de los tres narradores que irrumpen arbitrariamente en la acción y llevan ésta de aquí para allá sin orden ni lógica alguna. Por ejemplo Thédore, el narrador que abre el libro, clama desesperado por un caballo para trasladarse a Bohemia y alude a Bucéfalo y al caballo de César (como diciendo que si ellos tuvieron montura a ver por qué razón no puede disponer él de una). Y termina aludiendo al famoso y muy trágico “¡Un caballo!¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”. Sin embargo, a pesar de tanta urgencia y desespero, el capítulo siguiente, titulado Retractación, empieza así:”Por lo demás, ¿qué haría yo con un caballo?”.

            El argumento es que ese animal no tiene nada que hacer frente al mejor carruaje jamás inventado, la cama, “un coche que me pertenece a mí, donde duerno apaciblemente en cada una de sus cuatro esquinas, algunas veces solo, a menudo acompañado, y que dirijo a mi antojo hacia todos los lugares del universo”. Y si encima masticas hojas de adormidera que despiertan en la mente a la adorable familia de los ensueños para qué, en efecto, se necesita un caballo. Además el bueno de Théodore no está dispuesto a partir hacia Bohemia (estamos ya en el tercer capítulo) si no es en compañía de sus dos buenos amigos Pic de Fanferluchio y el fiel Breloque.Gracias a la técnica del grabado en madera, un invento revolucionario que permitía intercalar imágenes en el texto, el lector tiene ocasión de conocer en efigie a tan estrafalarios personajes mientras se saludan desde una página a la opuesta. La cosa sigue así todo el rato, de un narrador a otro, y como en la novela de K., nos quedamos para siempre a las puertas del castillo.

            Si es maravilloso que un autor de mediados del siglo XIX arriesgue su prestigio y sus caudales (al parecer se arruinaron él y los editores) en escribir, ilustrar y poner a la venta un libro que ya entonces se consideraba invendible, bien se puede hablar de milagro si un pequeño editor del siglo XXI tiene la osadía de poner a la venta por vez primera en castellano una edición que prácticamente es una reproducción casi idéntica a la original, respetando el tamaño, la tipografía, los grabados y encima en un papel que enciende los sentidos con solo pasar las páginas. Todo ello se le debe a Francisco González Fernández, que además de traductor es el autor de un prólogo yo creo que definitivo sobre Charles Nodier, el Romanticismo y este libro tan singular llamado Historia del rey de Bohemia y de sus siete castillos. Cualquiera que ame los libros se felicitará si acepta mi consejo y sale corriendo a conseguirse ahora mismo un ejemplar de esta joya.

 

Historia del rey de Bohemia y de sus siete castillos
Charles Nodier

Edición de Francisco González Fernández

KRK    

 

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27 de mayo de 2017
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El país donde florece el limonero

El lector se quedará algo desconcertado cuando descubra en el mismo prólogo, es decir, antes incluso de haber entrado en materia, que nunca ha comido una naranja como debe ser. Porque, amigo mío, para  comer una naranja como es debido hay que respetar el ritual que sigue cualquier cultivador experimentado y que se cumple así: “[El cultivador] primero sujeta el fruto en la palma de la mano, con el tallo hacia arriba. Luego hace un corte horizontal para dividirlo exactamente por la mitad. El jugo de una naranja recién cogida es abundante, incontenible y su aroma estalla en el aire. Arroja la mitad superior sobre la crecida hierba porque, en la naranja, el zumo y la dulzura se concentran en la parte inferior, lo más lejos posible del tallo. Luego corta una rodaja y pinchándola con la hoja de la navaja la ofrece por la parte sin filo”. Es de temer que este ritual no acabe de funcionar con una de esas naranjas de supermercado que a lo mejor lleva meses en una cámara frigorífica. 

            Al principio de su vida profesional Helena Attlee acompañaba a turistas británicos y del norte de Europa a visitar los parques y jardines de las villas aristocráticas de la Toscana. Hoy, treinta años después, sigue haciendo lo mismo, pero su campo de acción se ha extendido a todo Italia desde el lago de Garda, al pie de los Alpes, hasta la ciudad siciliana de Siracusa, con especial énfasis en la variedad sanguina que crece en las laderas del Etna y cuyo peculiar color sangre se lo debe al frío y no al calor del cercano  volcán. Da la sensación de que Helena Attlee lo sabe todo acerca de los jardines (de hecho tiene cuatro libros dedicados a la historia cultural de los jardines de Italia y de medio mundo) pero a lo largo del tiempo ha desarrollado un asombroso conocimiento acerca de los cítricos en general y de los limones en particular y ella misma refleja su pasión por ese fruto que es al mismo tiempo infinitamente precioso y gratuito porque de esa forma todo el mundo puede disfrutar de él. O por decirlo en palabras de Eugenio Montale, “aquí tocca anche a noi  poveri la nostra parte di ricchezza/es é l’odore dei limoni” (‘aquí también nos toca a los pobres nuestra parte de riqueza/y es el olor de los limones’).

            Pese a su título, El país donde florece el limonero es mucho más que un tratado sobre los cítricos. A ratos es un libro de viajes, pero también una investigación  sobre el origen y la evolución de los cítricos actuales (la mandarina de China, el pomelo de Malaysia, el limón de los Himalayas y sus complicados y fascinantes vericuetos seguidos antes de confluir en nuestras mesas); también hay intrigantes excursos por diferentes vertientes de la horticultura o una curiosa visión de la vida cotidiana y las costumbres de unos aristócratas del Renacimiento a quienes les dio por cultivar, injertar, multiplicar y crear extrañas variedades (frutas “preñadas”, con dedos, con pechos) pese a vivir en latitudes frías e inhóspitas, muy alejadas de un medio tan  amable y acogedor como puedan ser la costa amalfitana o las soleadas laderas de la Conca d’Or palermitana.  

             Pero sobre todo es un libro que festeja el sol, la luz, el olor y los sabores, casi siempre contra un fondo mediterráneo, todo ello envuelto en un lenguaje agradablemente cálido, sensual y evocativo. Helena Attlee es una de esas personas entusiastas que encima tienen la virtud de trasmitir su entusiasmo incluso donde en apariencia no hay nada digno de resaltar. Véase por ejemplo, su forma de informar que en la Biblioteca Británica de Londres se puede consultar  un ejemplar de Hespérides, un tratado escrito por un jesuita del siglo XVII  llamado Giovanni Batista Ferrari e ilustrado por Cornelius Bloemaert, cuyos grabados  pasan  por ser una obra clave en la historia de la ilustración botánica. Según Helena Attlee, una vez abierto  ese ejemplar, “al ver los grabados se siente el peso de la fruta en la mano, la textura de la pìel contra los dedos y, si se es afortunado, se experimenta algo de la pasión que despertó entre los coleccionistas de cítricos”. Quien, al terminar de leer ese párrafo no sienta la imperiosa necesidad de comprar de inmediato un pasaje a Londres para presentarse en esa biblioteca nada más aterrizar en  Heathrow, es un tibio de corazón.

            Inevitablemente, hay aspectos de los cítricos que son bien conocidos, como su capacidad para  curar el escorbuto o su utilidad en campos tan variados como la medicina, los perfumes (qué decir de ese humilde árbol llamado bergamota literalmente repleto de aceites esenciales) o el paisajismo. Pero hay muchos otros aspectos relacionados con ellos y casi desconocidos pero que la autora no se olvida de mostrar, por ejemplo ofreciendo numerosas recetas culinarias en las que incluye incluso el proceso de elaboración del plato o la salsa. El libro se completa con una sección final titulada “Lugares para visitar” que enumera los principales parques y jardines italianos abiertos al visitante, pero también museos, viveros, granjas, restaurantes e incluso fiestas en honor de los cítricos. Todo un hallazgo.

 

El país donde florece el limonero

Helena Attlee

Traducción de María Belmonte

Acantilado. 

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20 de abril de 2017
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Václav Havel. Una vida

En una época como la actual, en la que los grandes líderes políticos mundiales raras veces alcanzan una talla digna de mención (y traer aquí a Trump es una obviedad innecesaria) seguir la trayectoria humana y el desarrollo intelectual de un hombre como Vácal Havel casi devuelve la fe en la posibilidad de que la clase política no sea una más de las muchas especies que hemos visto desaparecer.

            Michael Žantovský fue amigo, colaborador, consejero y casi casi podría decirse que compinche del que fuera el último presidente de Checoslovaquia y el primero de la entonces recién nacida República Checa (1993-2003). El hecho de que conociese tan íntimamente al biografiado, o el hecho no menos significativo de que actualmente sea el director de la Biblioteca Václav Havel permiten pensar que Michael Žantovský dispuso de toda la información necesaria para escribir una biografía que, a buen seguro, será una referencia indispensable para quien desee escribir sobre Havel en el futuro. Sin embargo, tanta proximidad y familiaridad con el biografiado también permiten albergar la duda de si el biógrafo no se habrá excedido en el relato de los aspectos luminosos de aquel para orillar las facetas oscuras, que las tuvo. Y muchas.

            Por si alguien lo duda, quede claro que no estamos frente a una hagiografía de 795 páginas. Faltaría más. Sería un flaco favor al amigo y una insoportable felonía para el lector. Pero Havel fue un hombre complejo y sus muchas facetas (fue ensayista, dramaturgo, moralista, activista político, filósofo, hombre de Estado y hasta marido, aunque no del todo ejemplar) podrían llegar a descompensar en favor de una actividad u otra el intento de reflejar de forma equilibrada una trayectoria vital tan rica.

            Michael Žantovský es un cronista ameno y están muy bien narradas ya sean las peripecias de una juventud inconformista e iconoclasta que vivió a su manera lo que en Occidente se llamó Mayo del 68, la brutal intervención de los tanques soviéticos para aplastar la Primavera de Praga (y que a Havel le costó cuatro años de cárcel) o la sorprendentemente pacífica toma del poder por parte de los sin poder.

            Sin embargo, el libro tiene dos partes bien diferenciadas. La primera, curiosamente, le resultará casi familiar a cualquiera que haya vivido total o parcialmente bajo el régimen de Franco, quizá porque en definitiva todas las dictaduras acaban por parecerse. Los años de un chico llamado a ser un rebelde (por pertenecer a una familia pudiente los comunistas impidieron a Havel tener una educación similar a la de sus compañeros) y los continuos y progresivamente más conflictivos enfrentamientos con la autoridad (acoso policial, ninguneo oficial, arrestos e incluso cárcel) no se diferencian gran cosa de los sufridos en España por quienes, después de pasar un calvario similar, con la llegada de la democracia fueron elegidos para dirigir el país.

            En cambio, a partir de las semanas previas a la caída del Muro de Berlín (1989)  el libro cobra un interés inusitado y es donde mejor se aprecian las dotes narrativas de Žantovský porque resulta fascinante asistir a las (surrealistas) negociaciones de un tipo que sólo estaba preparado para dirigir obras de teatro con unos tipos que en absoluto estaban preparados para entregar el poder sin recurrir a la brutalidad. Fue la llamada Revolución de terciopelo, que culminó con el nombramiento casi a dedo de Václav Havel como presidente de la nación. Y como ejemplo del parecido entre ambos países, he aquí la versión de Žantovský para explicar  cómo fue posible que todo un parlamento, o en el caso de España las Cortes, aceptasen sin rechistar un cambio de régimen que ponía en la calle a todos sus integrantes. “Para quienquiera que se pregunte cómo se podía decidir de antemano el voto de un Parlamento bicameral y de 350 diputados […] basta con decir que se trataba de un Parlameto tan acostumbrado a  obedecer órdenes que habría elegido a Drácula si se lo hubiese dicho el Gobierno”. 

            A cualquiera le gustaría poder asistir a un consejo de ministros, ya sea en el Vaticano, en una república bananera o en un país super desarrollado, porque ver de primera mano cómo funcionan los mecanismos del poder resulta, como digo, fascinante. Y ahí es donde alcanza mayor altura esta biografía, porque se da la circunstancia de que muchos de los acontecimientos narrados desde ahora en adelante fueron presenciados por el propio biógrafo o bien pudo seguirlos muy de cerca y sin haber perdido contacto con los protagonistas. Y no siempre le habrá resultado fácil dar cuenta de ellos. Los grandes objetivos de Havel al acceder a la presidencia eran, en primer lugar, devolver el poder a los ciudadanos de la forma más rápida y pacífica posible; en segundo lugar,  integrar Checoslovaquia en Europa y la Otan y, por último, evitar la escisión de Chequia y Eslovaquia. A este respecto también suena familiar la observación de Havel durante las primera reunión de su gabinete, en la que vino a decir:”Nos han agradecido mucho que no mintamos acerca de la desastrosa situación del país, pero cuando se den cuenta de que apenas podemos hacer nada para remediarlo lo más seguro es que salgamos de aquí untados de alquitrán y emplumados”.

            En su primer mandato Havel no pudo evitar la escisión de Eslovenia, pero al menos logró que ocurriera de forma pacífica y dejando abierta una puerta para una posible reunificación en el futuro. En cambio no sólo logró la integración en Europa y la Otan sino que la República Checa fue un ejemplo de restablecimiento pacífico de los derechos fundamentales y de participación en una economía de mercado sin cambiar un amo (la URSS) por dos (EEUU y Alemania). Pero también cometió fallos tan graves como apoyar la intervención internacional en Kosovo e Irak. Sin embargo, quizá su mayor error fuera no dejar el poder cuando se encontraba en el mejor momento de su trayectoria y persistir en continuar en el cargo pese a sufrir un cáncer de pulmón que mermó considerablemente sus facultades físicas y mentales (al parecer consumía toda clase de medicinas y drogas, algunas de ellas para contrarrestar los efectos colaterales de las anteriores). Y pese a su considerable extensión, el libro se lee de un tirón y al terminar queda una cierta gratitud hacia Havel por ser un hombre que hizo frente a una realidad no muy distinta a la de ahora sin necesidad de recurrir a soluciones tan peligrosas como, por ejemplo, los actuales populismos. 

 

Václav Havel. Una vida.

Michael Žantovský

Traducción de Alejandro Pradera Sánchez

 

Galaxia Gutenberg

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11 de abril de 2017
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La muñeca de nieve y otros cuentos

Las narraciones de Nathanierl Hawthorne suenan hoy anticuadas y deliciosamente pasadas de moda pero, ojo, porque se trata de uno de los grandes creadores de la literatura norteamericana. Para Harold Bloom, Hawthorne es una de las cien mentes creativas y ejemplares que él reunió en su famosa antología Genios. Sin embargo, sus contemporáneos no le pusieron fácil el  camino hacia la cumbre. Como él mismo dice en el prefacio a la presente edición, “¿acaso alguien ha tardado tanto como yo en obtener el más leve reconocimiento del público? Me senté a la orilla de la vida, como un hechizado, y a mi alrededor brotaron matas; y las matas se hicieron arbustos y los arbustos árboles, hasta que pareció no haber salida posible de las enmarañadas profundidades de mi oscuridad”.

Aunque por la forma elegante y poco vengativa de decirlo no lo parezca, Hawthorne estaba aludiendo a los vintitantos años de silencio e indiferencia transcurridos desde que en 1928 publicó su primera novela, Fanshaw (pagándola encima de su propio bolsillo) y la aparición de La letra escarlata (1850), una de las más grandes novelas de la literatura norteamericana. En pleno entusiamo, Bloon llega a decir que Hester Prynne, el principal personaje femenino de esa novela “es la Eva americana” y la compara con ventaja  con cualquier otra heroína de la literatura mundial.

Entre una novela y otra escribió varias novelas más que en su momento pasaron desapecibidas, y gran cantidad  de narraciones cortas que salieron a luz en pequeñas revistas de provincias y muchas veces sin firma, aunque finalmente las más vistosas fueron recopiladas en dos antologías, Cuentos contados dos veces (1837) y La muñeca de nieve y otros cuentos (1851).  Cabe decir que si bien para entonces La letra escarlata  ya estaba recibiendo los más encendidos elogios por parte de escritores de la talla de Emerson, Thoreau, Longfellow o Melville (que incluso le dedicó su Moby Dick), la presente antología se publicó gracias al aval de un amigo. Claro que no es menos significativo el hecho de que su mejor novela solo se llegaron a vender 8.000 ejemplares durante la vida del autor.

Aparte de la elegancia y la precisión de su prosa, lo primero que llama la atención al leer a Hawthorne es la riqueza espiritual de sus personajes. Si describe a un poeta dice que “el mundo cobraba otro aspecto, un aspecto mejor, cuando los ojos felices del poeta lo bendecían […] La Creación sólo había concluido con la llegada del poeta para interpretarla y, así, completarla”. Me pregunto qué poeta actual dejaría que se hablase de su obra en estos términos.  Otra cualidad muy notoria en las narraciones de Hawthorne es la sensación de reposo que transmiten. Casi todas ellas están ambientadas en Nueva Inglaterra y aunque la independencia y sus lances bélicos están muy presentes, el tiempo transcurrido les había borrado los rasgos más duros y sangrientos y le permitía contarlos con serenidad y el mencionado reposo. Y eso que hay personajes tan desgarrados como Prudence Inglefield, la bella pero desdichada hija del herrero John Inglefield que regresa a casa para la comida de Acción de Gracias y que está a punto de ser perdonada y readmitida en la familia pero “inmóvil por un instante, Prudence observó la habitación iluminada por el fuego; parecía luchar con un demonio capaz de apoderarse de ella inluso si se refugiaba en los dominios sagrados del corazón de su padre”.  El demonio, helás, es más furte y la muchacha desaparece en la oscuridad de la noche. Cuando reaparece, entre las maquilladas bellezas de la ciudad vecina, puede verse a una en cuya sonrisa disoluta no hay el menor asomo de compasión por los afectos puros y las alegrías y pesares que los acompañan . “La misma potencia oscura que había arrancado a Prudence del hogar de su padre […] podría arrebatar a un alma culpable de las puertas del Cielo y hacer del pecado y el castigo algo igualmente eterno”. Casi lo mismo puede decirse de la muñeca de nieve que da título a la antología: desde el primer momento se adivina que la equivocada solicitud del padre va a provocar una tragedia que hará irremediablemente desgraciados a sus hijos. Y es que, a veces, la bondad puede ser tan destructiva y maligna como el demonio. Pero todo ello, como digo, Hawthorne lo cuenta con una admirable serenidad y reposo.

 

La muñeca de nieve y otros cuentos

Nathaniel Hawthorne

Traducción de Marcelo Cohen

Acantilado

 

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13 de febrero de 2017
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La séptima función del lenguaje

     Creo necesario, antes de entrar en materia, dejar claro que La séptima función del lenguaje no es una novela para todos los públicos.  Y no porque sea complicada y aburrida o una obra sólo para entendidos y especialistas sino porque tiene su punto y quien no sepa pillárselo quizá no la encuentre tan entretenida como debería.

            El argumento no puede ser más sencillo: el 25 de marzo de 1980, a Roland Barthes se lo lleva por delante la camioneta de una lavandería mientras cruzaba una calle. En principio el atropello podría  ser uno más de los centenares de accidentes que invariablemente ocurren en París todos los días. Pero se da la circunstancia de que a los servicios de inteligencia les llama la atención que  haya tenido lugar justo el día en que el conocido filósofo ha comido con François Mitterrand, el candidato socialista que lo tiene todo a su favor para acceder a la presidencia de la República en las próximas elecciones generales. Y puesto que la obligación de los espías es sospechar y recelar conspiraciones  aviesas, el comisario Fayard es encargado de averiguar si se trata en serio de un atropello fortuito o si ha sido un acto criminal.

            Como es lógico, cuando el comisario Fayard inicia su investigación y trata de interrogar a los compañeros y posibles rivales del todavía herido (aunque Barthes no tardará en fallecer para cumplir satisfactoriamente su función de víctima) no entiende una sola palabra de lo que le cuentan unos y otros. Es un hombre conservador,  algo retrógrado y muy primario, y cuando va a ver a  Michel Faucoult y le escucha decir en clase: “…qué puede significar, en el seno de cierta concepción de la salvación […] qué puede significar la repetición de la penitencia sino la repetición misma del pecado”, comprende  que va a necesitar  a un intérprete que le guíe por ese laberinto conceptual en el que le han metido sus superiores. Y acaba por encontrar a Simon Herzog, un profesor  eventual de semiología de la imagen  que se presta a regañadientes a acompañar  al tozudo policía  por un camino que incluso les llevará a Estados Unidos en busca de un oscuro texto con poderes extraordinarios (es la séptima función del lenguaje tal y como la formuló  Roman Jakobson en Ensayos de lingüística general ).

O dicho en otras palabras: lo que plantea el autor, Laurent Binet, es una confrontación entre el concepto de realidad que le puede entrar en la cabeza a un funcionario de la policía y la progresiva implicación de un intelectual que cree y no cree, o que cuestiona pero no niega los hallazgos que pese a todo va haciendo junto con su inverosímil pareja.

Basta hacer un somero repaso al elenco de personajes que juegan en la narración un papel más o menos importante (los  Foucault, Derrida, Sollers, la Kristeva y demás) para entender  que el atropello de Barthes no es una simple anécdota, pues Binet ha situado su narración en pleno territorio Tel Quel. Y en ese territorio es inevitable  que la dialéctica entre lo real y lo ficticio, lo verdadero y lo verosímil, o  lo que hay de real en los personajes ficticios y de  ficticio en los reales acabe por filtrarse e impregnar a la narración misma. Recurra quien necesite refrescar  la memoria a textos del propio Barthes como El grado cero de la escritura (1953) o La muerte del autor (1968). Binet no puede (y cómo podría si no existe y sólo hay escritura) mantener aquel viejo pacto entre autor y lector que permitía al primero contar lo que se le ocurría y al segundo aceptar tan plenamente lo que se le contaba que hasta se identificaba con los personajes y sus circunstancias. Y con ello llegamos a ese “punto” al  que me refería al principio: el telquelismo lleva tiempo  adentrándose en las áridas sendas del olvido y en cierto modo merece las pullas y bromas que hace Binet a costa de algunas de sus tesis más queridas, pero su huella no se ha borrado del todo. Y los escritores franceses en general, y Binet en particular,  parece como si necesitasen enseñar la tramoya y recordar a cada paso al lector que todo es un artilugio y pura convención.  Lo cual obliga al lector a entrar y salir de la historia, a no creerse nada de lo que le cuentan  y sin embargo tomárselo lo suficientemente en serio como para seguir leyendo. Por eso digo que si alguien no se sabe jugar a ese juego (pillar el punto) a lo mejor éste no resulta divertido. En cierto modo es como si los ventrílocuos no hiciesen el menor esfuerzo por hacer que parezca que quienes hablan son los muñecos. Lo cual, como es lógico, no tiene nada que ver con la cuestión de si los muñecos dicen cosas divertidas y emocionantes o no. En sólo una forma peculiar de ofrecer el espectáculo.

 

La séptima función del lenguaje

Laurent Binet

Traducción de Adolfo García Ortega

Seix Barral    

 

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31 de enero de 2017
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Desde una bicicleta china

Después de la Segunda Guerra Mundial un Japón derrotado, humillado y arrasado hubo de reinventarse a sí mismo porque las potencias vencedoras no estaban dispuestas a permitirle que volviese a ser un país militarista y armado hasta los dientes. Y eligió ser el humilde replicante de todos los objetos que tan felices nos hacían a los occidentales. Los más veteranos recordarán que al principio los productos japoneses estaban peor considerados incluso que esas cosas que los chinos venden ahora a precios irrisorios. Hasta que de pronto se cambiaron las tornas y Japón se convirtió en el peor enemigo de Occidente, su Némesis, el ogro que  iba a devorar todo lo nuestro, empezando por lo más preciado: un día se compraban el Empire State, o los mejores estudios de Hollywood, o la discográfica que comercializaba las canciones de los Beatles. ¿Es que nadie les iba a parar los pies? No. Y a la vista de las cifras obscenas que misteriosos millonarios japoneses pagaban en las subastas por un Van Gogh o un Monet estaba claro que no.

            Hubo que esperar pacientemente la aparición de las películas de Akira Kurosawa, las novelas de Haruki Murakami, las interpretaciones de gente como Lang Lang y Mitsuko Uchida o los estupendos dibujos de Hayao Miyazaki para empezar a creer que la milenaria cultura japonesa no había sido totalmente arrasada por la bomba atómica y que el gran ogro amarillo no era sólo un sumidero que amenazaba con devorarlo todo sino que tenía un componente humano capaz de sumar, aportar, demostrar que el hombre es capaz de expresarse de una infinita variedad de formas. Tampoco es de olvidar que mientras tanto los llamados “Tigres asiáticos” estaban reduciendo a Japón a su tamaño real.

            Algo parecido pasa ahora con China. Con la mareante cantidad de miles de millones de chinos que hay (y que habrá…), con la fabulosa cantidad de dinero que están amasando y con una tradición cultural milenaria y exquisita es inevitable pensar que allí dentro estarán haciendo toda clase de cosas maravillosas en las diversas formas de expresión del ser humano. El problema es que todavía no sabemos quiénes son los actuales kurosawas, murakamis, uchidas  y miyazakis chinos. Todo lo que llega de allí es horrible: que son unos sucios y escupen, que riegan las lechugas con aguas fecales, que manipulan las medicinas y, sobre todo, que si nadie les para los pies se van a comer el mundo. Por eso son tan útiles, y de agradecer, libros como Desde una bicicleta china.  Dolores Payás nació en la provincia de Barcelona pero como ella dice de sí misma, pronto ensanchó el horizonte. Por aquellas cosas de la vida ahora lleva ya unos años en China. Puesta a contar cosas que ha aprendido de ese país podía haber elegido el tremendismo, la crónica negra o el reportaje criminal, porque material sensacionalista no le faltaba. Pero su elección, aunque parece más inteligente,  resulta un tanto inclasificable porque no es ficción, no es ensayo, no es testimonio personal, no es un libro de viajes, no es un escrito de denuncia, aunque sí hay un poco de todo ello. Pero, sobre todo, se lee con agrado porque hay en él un humor amable y desdramatizador. Por descontado que de cuando en cuando la realidad resuena como un cañonazo (“China quema ella sola más carbón que el resto del mundo junto”) y que hay cosas que difícilmente se pueden contar como quien cuenta una broma, como la detención de unos desaprensivos que manipulaban la carne de rata para hacerla pasar por cordero. Pero incluso ahí cabe el toque desdramatizador, pues para eso está su compañero de fatigas G, un hombre de nervios de acero y que no se deja impresionar por un quítame allá esa  rata y continúa comiendo pinchos de cordero en los puestos ambulantes. Porque ese es el espíritu que parece surgir de un largo paseo a bordo de una bicicleta china: de acuerdo que es imperdonable tener que salir a la calle con mascarilla y gafas de sol por culpa del smog, pero mientras empezamos a saber qué sale de ese inmenso país no está de más ir conociéndolo un poco mejor y hacerlo además desde la convicción de que el mundo es demasiado grande para que pueda comérselo alguien de un solo bocado, incluso si se trata de un gigante con más de mil millones de bocas, o de un solo payaso como ese bocazas llamado Trump. Y tampoco sabemos aún quienes serán los tigres encargados de hacer de China un país tan civilizado como Japón.

 

Desde una bicicleta china

Dolores Payás

HarperCollins

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16 de enero de 2017
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Obras Completas de Valle-Inclán

Que los lectores en lengua española no dispusieran de una edición coherente y fiable de las Obras Completas de Valle-Inclán era una anomalía casi escandalosa. Han tenido que transcurrir ciento cincuenta años desde el nacimiento del genial escritor gallego y ochenta desde su muerte para que se haya puesto fin a tan anómala situación.

Sin embargo, y en honor de la verdad, el responsable de tal anomalía ha sido en gran medida el propio don Ramón porque, por decirlo de la forma más sencilla y directa posible, era el epítome de la peor pesadilla a la  que puede hacer frente un editor. Valle-Inclán no sólo publicó en periódicos y revistas la práctica totalidad de su obra sino que, por ser un hombre de gran éxito, recibía continuas ofertas para editar en forma de libro sus colaboraciones (solamente de las Sonatas se llegaron a hacer al menos 37 ediciones en vida de su autor) con la particularidad de que no sólo fue extraordinariamente prolífico sino que, por puro afán de perfección, revisaba, cortaba, cambiaba y rehacía sus textos una y otra vez con vistas a lograr una versión definitiva que nunca dio por buena porque si volvían a ofrecerle una nueva edición el proceso de revisión y cambio empezaba desde cero. Y no puede decirse que fuesen cambios menores porque, en ocasiones lo que empezaba siendo un relato novelesco bien podía acabar convertido en una obra de teatro, y ahí está el caso paradigmático de Águila de Blasón y el profundo proceso de elaboración que implicó el paso de un mero relato periodístico a una de las piezas teatrales más estimables de Valle Inclán. Por lo tanto, y desde el punto de vista del editor, decidir cuál es la mejor de las sucesivas versiones de cada obra entraña tomarse unas atribuciones muy superiores a las habituales en las tareas de edición. En el caso de estas Obras Completas realizadas para la Biblioteca Castro, se ha optado por atenerse a las editio princeps. La cual es una opción como otras, pero al menos  cuenta con la nada desdeñable ventaja de que, a despecho de modificaciones posteriores, la elegida fue escrita y avalada en su momento por el propio autor.

                Otra dificultad añadida se debe al hecho de que Valle-Inclán fue extraordinariamente sensible a los continuos y trascendentales movimientos literarios que surgieron a lo largo de su extensa trayectoria como escritor, siendo el ejemplo más elocuente la enorme  evolución experimentada por él entre la primera aparición de las Sonatas (1902-1905), que bien pueden encuadrarse en los cánones afines al modernismo, y la última (1933), en la que lleva hasta sus últimas consecuencias ese hallazgo genial del esperpento, tan afín al movimiento de demolición cultural característico de las vanguardias.

Aproximarse hoy a Valle-Inclán presenta una tercera dificultad, aunque en realidad el verdadero problema lo tiene el lector. Según Harold Bloom, para completar la asombrosa cantidad y variedad de sus obras dramáticas William Shakespeare utilizó 21.000 palabras, de las cuales unas 1.800 (o sea, una de cada doce) eran neologismos o expresiones que el dramaturgo captaba en el habla de la calle y  que después él ponía en boca de sus personajes. Sin embargo, y como prueba de que el recurso a un léxico descomunal y en gran parte inventado no es indispensable para la creación de una obra sólida y consistente, el propio Bloom cita el caso de Racine, que para completar su nada desdeñable producción dramática se las apañó con sólo dos mil palabras, es decir, prácticamente el mismo número que las inventadas  por Shakespeare.

Ignoro si alguien se ha tomado la molestia de contar el número de palabras utilizadas por Valle-Inclán, pero los numerosos estudios existentes sobre su léxico ponen de manifiesto la compleja y muchas veces cambiante relación que mantuvo con el lenguaje. Se servía con toda soltura del acerbo de una tradición nacida con los cantares de gesta y la poesía trovadoresca pero recurría con idéntica soltura al habla de la calle o de los burdeles, dando prioridad por ejemplo a la musicalidad de la frase a costa del sentido. Por eso sigue siendo cierto que, para leerle, es aconsejable agudizar el oído antes que dar contento a la razón.

El equipo de Investigación Valle-Inclán, de la Universidad de Sanriago de Compostela, ha sido el encargado de llevar a cabo estas Obras Completas bajo la coordinación de Margarita Santos Zas, autora también de los magníficos prólogos que incluye cada uno de los cinco volúmenes en que se han divido los escritos de Valled-Inclan. Los tres primeros, dedicados a narrativa y ensayo, ya están en la calle, mientras que los dos siguientes, con el teatro y la poesía, saldrán a lo largo de este 2017 que ahora empieza. Una gran noticia y una promesa de placer que puede ser degustado a lo largo de toda una vida.

 

Obras Completas de Valle-Inclán. Vols. I,II y III.

A cargo del Equipo de Investigación Valle-Inclán/USC

Coordinadora, Margarita Santos Zas

Biblioteca Castro

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31 de diciembre de 2016
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Botas de lluvia suecas

 

 Se supone que tras escuchar el fatídico “Caballero, la ciencia ya no puede hacer nada más por usted”, el así desahuciado empieza a traspasar la difusa divisoria entre la vida y la muerte y se adentra en ella hasta terminar desapareciendo incluso de la memoria. ¿Quién dice usted? No, lo siento, nunca he oído hablar de esa persona que menciona. Es posible que haya vivido aquí, pero seguramente fue hace mucho tiempo. Adiós.

En enero de 2014, cuando ya estaba inmerso en la redacción de Botas de lluvia suecas,  a Henning Mankell le descubrieron un tumor maligno y ya incurable (metástasis) El epílogo de esta que iba a ser su última novela lo firmó casi un año más tarde en Antibes, en marzo de 2015, y murió en el mes de octubre de ese mismo año. Leyendo sus memorias, o espigando en las entrevistas concedidas por aquellas fechas, queda muy claro que no tenía ningunas ganas de morirse y que de haber tenido ocasión aún le hubiese dado unas cuantas oportunidades más a Wallander y al resto de personajes que bajo diferentes nombres pero dotados de un indisimulado parentesco entre sí le han acompañado a lo largo de su prolongada y fecunda producción artística. Ello no por no hablar de los innumerables proyectos de orden social y cultural que tenía en marcha o de los frentes políticos que se le abrían de continuo y que hubiese preferido llevar hasta el final.

Aunque resulte decididamente morboso parece inevitable que el lector, mientras se sumerge en el Mankell de siempre, se plantee  hasta qué punto la conciencia de estar desahuciado, o el progresivo e inevitable decaimiento físico provocado por su situación, llegó a afectar al escritor hasta el punto de infiltrarse en su escritura y a condicionar la calidad o el desarrollo de la misma.

Es indudable que en ocasiones parece como si Mankell, de manera consciente o no, quisiera compartir su angustia y buscase algún tipo de complicidad con el lector.  El protagonista de Botas de lluvia suecas es un cirujano que desgració de por vida a una paciente (a la que amputó el brazo sano) y que el lector fiel a Mankell ya conoce por una novela anterior titulada Zapatos italianos. Es un hombre mayor, con una trayectoria profesional arruinada debido a que aquel error fue tan injustificable que ni siquiera él ha logrado perdonarse. En su anterior aparición, el  desterrado veía perturbados sus doce últimos doce años  soledad por la llegada a su isla de Harriet Hörnfeldt, una antigua amante a la que abandonó si justificación alguna y que ahora regresa a su vida caminando sobre el hielo, cric,crack, ¡con la ayuda de un andador! Años después de aquella visita que le dejó como herencia la aparición de una hija de treinta años cuya existencia desconocía, Frederik Weslin, vuelve a ver convulsionada su apartada existencia por un incendio que arrasa hasta los cimientos la casa de sus abuelos. En sus prisas por salvarse de las llamas se echa por encima un impermeable y se calza unas botas de lluvia que por desgracia resultan ser las dos del pie izquierdo. Todas sus restantes posesiones y bienes y notas y escritos y recuerdos han quedado reducidos a una maloliente masa de cenizas.

Al plantear una situación tan ambigua (un hombre ya mayor y cansado que acaba de quedarse sin nada y debe decidir si empieza a reconstruir su vida desde cero o bien si puede tirar con lo puesto hasta el final) Mankell si situó en un terreno en el que realidad y ficción tenían que solaparse por fuerza. En una de las muchas evocaciones a las que se entrega el anciano, por ejemplo, se cita el caso de un atlético joven que acude a un hospital convencido de padecer una hernia discal y le detectan un cáncer de pulmón que ya ha hecho metástasis, por lo que el dolorcillo en el cuello es una consecuencia de las células malignas que el tumor está expandiendo. No por casualidad ése fue el caso de Mankell cuando acudió al médico para tratarse lo que él creía una molesta tortícolis. Lo mismo cabe decir de ese otro personaje que se queja de que “ya no se enseña a la gente a morir”, o las diversas alusiones a la muerte que surgen aquí y allá.

Pero ojo porque  Botas de lluvia suecas no es un largo adiós y mucho menos un lacrimógeno testimonio autocompasivo  del tipo qué he hecho yo para merecer esto. Es verdad que muchas veces parecen coincidir el discurso de Frederik Weslin y lo que Mankell debía de estar sintiendo en ese momento. Pero las que mandan son la lógica y la coherencia literarias, y en caso de discrepancia entre ficción y  realidad se resuelve en favor de la primera. No obstante, sí cabe señalar un matiz diferenciador con respecto a escritos anteriores. En la obra de Mankell la soledad es un imperativo absoluto, el principio más fuerte como si dijéramos, al que es inútil oponerse porque forma parte de la condición humana.

En esta novela, como en las anteriores, los personajes son huraños, antipáticos, distantes y sin el menor gusto por los placeres sencillos (la comida, la bebida, compartir un cigarro y una cerveza viendo atardecer). A pesar de lo cual es perceptible una apuesta por la compañía de otros. Que no te libran de la soledad ni te permiten salvar la barrera del aislamiento, pero que están ahí y ya que no afecto al menos merecen atención y hasta tomarse la molestia de  reconstruir una casa para ofrecer un refugio frente a la intemperie. Como suele decirse, sin fe pero con esperanza. Y algo es algo.

 

Botas de lluvia suecas

Henning Mankell

Traducción de Gemma Pecharromán Miguel

Tusquets

 

 

 

 

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16 de diciembre de 2016
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Años salvajes

Si alguien se ha planteado alguna vez la posibilidad de escribir un libro de 600 páginas mayormente (por no decir abusivamente) dedicadas a la práctica del surf y mantener subyugado al lector de principio a fin, la respuesta es sí. Es posible, y el periodista neoyorkino William Finnegan lo ha hecho. Y, puestos a preguntar, si alguien quiere saber si con semejante libro se puede ganar un premio Pulitzer la respuesta sigue siendo afirmativa: a William Finnegan se lo dieron en 2016 por Años salvajes.

                Actualmente Finnegan es redactor del New Yorker y antes de obtener el más prestigioso galardón de las letras norteamericanas ya se había hecho un nombre con sus libros, artículos y reportajes sobre temas tan variados como la guerra (en África y los Balcanes), el apartheid en Sudáfrica, la nefasta política de la administración Reagan en Latinoamérica o el hambre en  un país tan rico como Estados Unidos. Todo ello desde una posición abiertamente de izquierdas.

                Sin embargo, la trayectoria que le iba a llevar desde su nacimiento en Nueva York (1952) hasta su regreso a la misma ciudad treinta y tantos años después fue un intrincado y azaroso viaje con escalas más o menos largas, aunque siempre muy intensas, en California, Hawai, diversas islas en los Mares del Sur e Indonesia, Java, Samoa, Australia, África y Madeira.

                Dos precisiones importantes: salvo ocasionales estancias en Estados Unidos para matricularse en diversas universidades que invariablemente abandonaba, ese largo periplo lo hizo sin apenas dinero y, como aquel que dice, encaramado en una tabla de surf  impulsada por olas inmensas.

                El entusiasmo de Finnegan por el surf es tan contagioso que yo, que me subí por primera vez a una moto a los quince años y he llegado a usarla hasta para ir a comprar tabaco en el bar de enfrente, no he podido menos que preguntarme, mientras leía Años salvajes,  cómo es posible que me pasase desapercibida la fiesta alucinante del surf (y aquí lo de alucinante es literal, como bien comprobará el lector cuando llegue al pasaje del enfrentamiento a olas descomunales en pleno viaje de LSD).

                Pero bueno. Según pasan las páginas y las olas, millares de olas de todas clases, tamaños y conductas (¿alguien sabía que las hay “fofas”?) queda claro que el surf no consiste en llegar a la playa con una tabla bajo el brazo y ponerse a remar mar adentro en busca de emociones. Un surfista sensato, que los hay, primero buscará un punto elevado y pasará horas, y mejor aún si son semanas, atesorando información porque el mar es un medio sumamente dinámico debido a las mareas, los vientos o unas corrientes submarinas que arrastran de aquí para allá toneladas de arena hasta formar unas barras capaces de modificar de un día para otro el comportamiento de las olas. Ver en su elemento a los surfistas locales también es una fuente segura de información.

                Ese permanente estado de alerta (los hay que incluso tienen siempre conectada una emisora de radio que emita con frecuencia partes meteorológicos) permite aprovechar las mejores olas a cualquier hora del día. Por desgracia, y a menos que seas de casa rica, la disponibilidad total es incompatible con un trabajo fijo y bien pagado, por lo que la práctica del surf (quiero decir practicarlo a conciencia y no en plan dominguero) conlleva el estar dispuesto a dormir al raso o en desvencijadas camionetas, comer y vivir a salto de mata o estar a merced de los acontecimientos (policías intransigentes, ladrones de tablas, irascibles propietarios de huertos y gallineros, etc). Y en casos de extrema necesidad (por ejemplo si una ola particularmente aviesa ha hecho añicos una tabla carísima) hay que ejercer oficios tan míseros y mal pagados que ni los nativos locales los quieren. Todo ello con un solo y único tema de conversación, el mismo desde Nueva York hasta Nueva York pasando por las playas de medio mundo: las olas, los picos, las barras, los vientos, los tubos, las planchas y, como corolario ante tanto infortunio y tantísimas veces al borde de la muerte, la pregunta inevitable: ¿de verdad era esto lo que deseaba hacer con mi vida?

                Como es lógico, mientras vamos de una ola a otra, o de país en país, va surgiendo la crónica de una época que empieza en los años sesenta del siglo XX y va desarrollándose, con las modas, las canciones, las drogas, las guerras, los amores, las amistades y, al final de todo, los primeros hijos, hasta adentrarse en el presente siglo. Es de señalar, como simple curiosidad, que la caída del caballo, es decir el momento crucial que lleva a William Finnegan reconsiderar el sentido de su vida y a intentar reconducirla pero sin renunciar al surf, no es una ola traicionera y con ánimo perverso (las encuentra a montones) sino el choque con la faz más odiosa de la maldad encarnada en el apartheid: se contrata como profesor sustituto en una escuela de Ciudad del Cabo y aunque lo hace con un ojo puesto en las interesantes olas que se estrellan contra la ciudad por la cara que da al Pacífico, lo que le lleva en realidad a comprometerse en la lucha contra el mal es lo que estaba pasando o lo que iba a pasar en la República de Sudáfrica por culpa de la discriminación racial. Pero por algo digo que el libro, incluso con sus dosis masivas de surf, es apasionante y digno ganar de un Pulitzer.

                En el caso de la edición española Años salvajes cuenta con la ventaja añadida de haber sido traducido por Eduardo Jordá, novelista notable,  traductor entre otros de Conrad, Stevenson o Slater y que encima conoce el surf de primera mano, como podrá comprobar quien se moleste en repasar su excelente libro de narraciones Yo vi a Nick Drake.

 

   

Años salvajes. Mi vida y el surf

Willian Finnegan

Traducción de Eduardo Jordá

Libros del Asteroide

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3 de diciembre de 2016
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