Javier Fernández de Castro
Si alguien se ha planteado alguna vez la posibilidad de escribir un libro de 600 páginas mayormente (por no decir abusivamente) dedicadas a la práctica del surf y mantener subyugado al lector de principio a fin, la respuesta es sí. Es posible, y el periodista neoyorkino William Finnegan lo ha hecho. Y, puestos a preguntar, si alguien quiere saber si con semejante libro se puede ganar un premio Pulitzer la respuesta sigue siendo afirmativa: a William Finnegan se lo dieron en 2016 por Años salvajes.
Actualmente Finnegan es redactor del New Yorker y antes de obtener el más prestigioso galardón de las letras norteamericanas ya se había hecho un nombre con sus libros, artículos y reportajes sobre temas tan variados como la guerra (en África y los Balcanes), el apartheid en Sudáfrica, la nefasta política de la administración Reagan en Latinoamérica o el hambre en un país tan rico como Estados Unidos. Todo ello desde una posición abiertamente de izquierdas.
Sin embargo, la trayectoria que le iba a llevar desde su nacimiento en Nueva York (1952) hasta su regreso a la misma ciudad treinta y tantos años después fue un intrincado y azaroso viaje con escalas más o menos largas, aunque siempre muy intensas, en California, Hawai, diversas islas en los Mares del Sur e Indonesia, Java, Samoa, Australia, África y Madeira.
Dos precisiones importantes: salvo ocasionales estancias en Estados Unidos para matricularse en diversas universidades que invariablemente abandonaba, ese largo periplo lo hizo sin apenas dinero y, como aquel que dice, encaramado en una tabla de surf impulsada por olas inmensas.
El entusiasmo de Finnegan por el surf es tan contagioso que yo, que me subí por primera vez a una moto a los quince años y he llegado a usarla hasta para ir a comprar tabaco en el bar de enfrente, no he podido menos que preguntarme, mientras leía Años salvajes, cómo es posible que me pasase desapercibida la fiesta alucinante del surf (y aquí lo de alucinante es literal, como bien comprobará el lector cuando llegue al pasaje del enfrentamiento a olas descomunales en pleno viaje de LSD).
Pero bueno. Según pasan las páginas y las olas, millares de olas de todas clases, tamaños y conductas (¿alguien sabía que las hay “fofas”?) queda claro que el surf no consiste en llegar a la playa con una tabla bajo el brazo y ponerse a remar mar adentro en busca de emociones. Un surfista sensato, que los hay, primero buscará un punto elevado y pasará horas, y mejor aún si son semanas, atesorando información porque el mar es un medio sumamente dinámico debido a las mareas, los vientos o unas corrientes submarinas que arrastran de aquí para allá toneladas de arena hasta formar unas barras capaces de modificar de un día para otro el comportamiento de las olas. Ver en su elemento a los surfistas locales también es una fuente segura de información.
Ese permanente estado de alerta (los hay que incluso tienen siempre conectada una emisora de radio que emita con frecuencia partes meteorológicos) permite aprovechar las mejores olas a cualquier hora del día. Por desgracia, y a menos que seas de casa rica, la disponibilidad total es incompatible con un trabajo fijo y bien pagado, por lo que la práctica del surf (quiero decir practicarlo a conciencia y no en plan dominguero) conlleva el estar dispuesto a dormir al raso o en desvencijadas camionetas, comer y vivir a salto de mata o estar a merced de los acontecimientos (policías intransigentes, ladrones de tablas, irascibles propietarios de huertos y gallineros, etc). Y en casos de extrema necesidad (por ejemplo si una ola particularmente aviesa ha hecho añicos una tabla carísima) hay que ejercer oficios tan míseros y mal pagados que ni los nativos locales los quieren. Todo ello con un solo y único tema de conversación, el mismo desde Nueva York hasta Nueva York pasando por las playas de medio mundo: las olas, los picos, las barras, los vientos, los tubos, las planchas y, como corolario ante tanto infortunio y tantísimas veces al borde de la muerte, la pregunta inevitable: ¿de verdad era esto lo que deseaba hacer con mi vida?
Como es lógico, mientras vamos de una ola a otra, o de país en país, va surgiendo la crónica de una época que empieza en los años sesenta del siglo XX y va desarrollándose, con las modas, las canciones, las drogas, las guerras, los amores, las amistades y, al final de todo, los primeros hijos, hasta adentrarse en el presente siglo. Es de señalar, como simple curiosidad, que la caída del caballo, es decir el momento crucial que lleva a William Finnegan reconsiderar el sentido de su vida y a intentar reconducirla pero sin renunciar al surf, no es una ola traicionera y con ánimo perverso (las encuentra a montones) sino el choque con la faz más odiosa de la maldad encarnada en el apartheid: se contrata como profesor sustituto en una escuela de Ciudad del Cabo y aunque lo hace con un ojo puesto en las interesantes olas que se estrellan contra la ciudad por la cara que da al Pacífico, lo que le lleva en realidad a comprometerse en la lucha contra el mal es lo que estaba pasando o lo que iba a pasar en la República de Sudáfrica por culpa de la discriminación racial. Pero por algo digo que el libro, incluso con sus dosis masivas de surf, es apasionante y digno ganar de un Pulitzer.
En el caso de la edición española Años salvajes cuenta con la ventaja añadida de haber sido traducido por Eduardo Jordá, novelista notable, traductor entre otros de Conrad, Stevenson o Slater y que encima conoce el surf de primera mano, como podrá comprobar quien se moleste en repasar su excelente libro de narraciones Yo vi a Nick Drake.
Años salvajes. Mi vida y el surf
Willian Finnegan
Traducción de Eduardo Jordá
Libros del Asteroide