Javier Fernández de Castro
Creo necesario, antes de entrar en materia, dejar claro que La séptima función del lenguaje no es una novela para todos los públicos. Y no porque sea complicada y aburrida o una obra sólo para entendidos y especialistas sino porque tiene su punto y quien no sepa pillárselo quizá no la encuentre tan entretenida como debería.
El argumento no puede ser más sencillo: el 25 de marzo de 1980, a Roland Barthes se lo lleva por delante la camioneta de una lavandería mientras cruzaba una calle. En principio el atropello podría ser uno más de los centenares de accidentes que invariablemente ocurren en París todos los días. Pero se da la circunstancia de que a los servicios de inteligencia les llama la atención que haya tenido lugar justo el día en que el conocido filósofo ha comido con François Mitterrand, el candidato socialista que lo tiene todo a su favor para acceder a la presidencia de la República en las próximas elecciones generales. Y puesto que la obligación de los espías es sospechar y recelar conspiraciones aviesas, el comisario Fayard es encargado de averiguar si se trata en serio de un atropello fortuito o si ha sido un acto criminal.
Como es lógico, cuando el comisario Fayard inicia su investigación y trata de interrogar a los compañeros y posibles rivales del todavía herido (aunque Barthes no tardará en fallecer para cumplir satisfactoriamente su función de víctima) no entiende una sola palabra de lo que le cuentan unos y otros. Es un hombre conservador, algo retrógrado y muy primario, y cuando va a ver a Michel Faucoult y le escucha decir en clase: “…qué puede significar, en el seno de cierta concepción de la salvación […] qué puede significar la repetición de la penitencia sino la repetición misma del pecado”, comprende que va a necesitar a un intérprete que le guíe por ese laberinto conceptual en el que le han metido sus superiores. Y acaba por encontrar a Simon Herzog, un profesor eventual de semiología de la imagen que se presta a regañadientes a acompañar al tozudo policía por un camino que incluso les llevará a Estados Unidos en busca de un oscuro texto con poderes extraordinarios (es la séptima función del lenguaje tal y como la formuló Roman Jakobson en Ensayos de lingüística general ).
O dicho en otras palabras: lo que plantea el autor, Laurent Binet, es una confrontación entre el concepto de realidad que le puede entrar en la cabeza a un funcionario de la policía y la progresiva implicación de un intelectual que cree y no cree, o que cuestiona pero no niega los hallazgos que pese a todo va haciendo junto con su inverosímil pareja.
Basta hacer un somero repaso al elenco de personajes que juegan en la narración un papel más o menos importante (los Foucault, Derrida, Sollers, la Kristeva y demás) para entender que el atropello de Barthes no es una simple anécdota, pues Binet ha situado su narración en pleno territorio Tel Quel. Y en ese territorio es inevitable que la dialéctica entre lo real y lo ficticio, lo verdadero y lo verosímil, o lo que hay de real en los personajes ficticios y de ficticio en los reales acabe por filtrarse e impregnar a la narración misma. Recurra quien necesite refrescar la memoria a textos del propio Barthes como El grado cero de la escritura (1953) o La muerte del autor (1968). Binet no puede (y cómo podría si no existe y sólo hay escritura) mantener aquel viejo pacto entre autor y lector que permitía al primero contar lo que se le ocurría y al segundo aceptar tan plenamente lo que se le contaba que hasta se identificaba con los personajes y sus circunstancias. Y con ello llegamos a ese “punto” al que me refería al principio: el telquelismo lleva tiempo adentrándose en las áridas sendas del olvido y en cierto modo merece las pullas y bromas que hace Binet a costa de algunas de sus tesis más queridas, pero su huella no se ha borrado del todo. Y los escritores franceses en general, y Binet en particular, parece como si necesitasen enseñar la tramoya y recordar a cada paso al lector que todo es un artilugio y pura convención. Lo cual obliga al lector a entrar y salir de la historia, a no creerse nada de lo que le cuentan y sin embargo tomárselo lo suficientemente en serio como para seguir leyendo. Por eso digo que si alguien no se sabe jugar a ese juego (pillar el punto) a lo mejor éste no resulta divertido. En cierto modo es como si los ventrílocuos no hiciesen el menor esfuerzo por hacer que parezca que quienes hablan son los muñecos. Lo cual, como es lógico, no tiene nada que ver con la cuestión de si los muñecos dicen cosas divertidas y emocionantes o no. En sólo una forma peculiar de ofrecer el espectáculo.
La séptima función del lenguaje
Laurent Binet
Traducción de Adolfo García Ortega
Seix Barral