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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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Funny Girl

Nick Horby lleva un montón de novelas escritas, demostrando que no necesita de grandes recursos documentales, ni desorbitados asuntos épicos o desmesurados héroes trágicos para recrear una época, dar visibilidad a una sensibilidad especial o reflejar una forma de ver la vida. En realidad, las dos novelas que más fama le han dado, Fiebre en la grada o Alta fidelidad tienen como asunto principal el fútbol y la música joven, y los personajes que prestan voz y apariencia a las peripecias narradas no parecen gran cosa: un friki por cuyas venas no corre sangre sino pasión por el club de fútbol londinense Arsenal, o el dependiente de una tienda de discos cuya memoria está impresa en la música que sonaba cuando le ocurrió esto o aquello.

                En cierto modo podría decirse que Funny Girl es una recreación del ambiente de las series populares televisivas en la Inglaterra de los años 60 del siglo pasado, pero tratándose de Hornby cabe sospechar que, aparte de crear aquel ambiente con su habitual buen hacer, seguro que está ofreciendo algo más. Y en efecto. Resumiendo mucho el trasunto, la novela narra la historia de una chica de provincias, Bárbara  Parker, que llega a Londres dispuesta a triunfar como actriz cómica pese a que todo su bagaje interpretativo se reduce a una admiración ilimitada por una cómica ya en su declive llamada Lucille Ball (personaje real del que Youtube ofrece numerosos gags, alguno en castellano). Tras el consabido paso por el mostrador de cosméticos de unos grandes almacenes, Barbara conoce casualmente a un cazatalentos que le permite entrar en contacto con el equipo encargado de escribir, dirigir y producir una teleserie de cierto éxito y muy poca calidad artística. Sin grandes traumas ni sacrificios, y sin que necesite acostarse con la mitad de la plantilla de la BBC, esa chica de provincias con grandes pechos consigue el papel principal en una nueva teleserie hecha a su media y a la vuelta de unas pocas páginas la vemos convertida en una popular estrella llamada Sophie Straw, ligada sentimentalmente primero con el actor que le da réplica en la serie y después con el productor secretamente enamorado de ella, aparte de mantener una estrecha relación con los  dos entrañables guionistas, Bill y Tony. Todo sucede así. No hay traumas, ni desgarros, ni traiciones repulsivas. Si Hornby hubiese ambientado la novela en Sicilia, a esas alturas llevaríamos ya un montón de muertos,  transacciones mezquinas y traiciones alevosas porque por detrás del educado y atento fair play de los protagonistas, a estos les pasan cosas tremendas: Barbara/Sophie no acaba de saber qué hacer con su vida y sustituye a su marido por el productor sin que la ruptura o el nuevo esposo le susciten apenas emociones. Clive, el marido, es un pobre hombre que se conforma con la porción de gloria que le proporciona participar en esa serie de éxito y no parece que le resulte trágico verse sustituido en el lecho conyugal por Dennis, el principal responsable de esa misma teleserie y que a su vez ha visto ocupado su propio lecho por un usurpador. Por cierto que merece la pena leer como piezas separadas dos ocurrencias geniales de Hornby. Una de ellas (ver página 215) es su explicación de por qué los actores se acuestan todos con todos sin parar. Y la otra (ver página178)  es la reacción de  Dennis cuando le preguntan si le importaría mantener un debate público con un crítico y agitador cultural que es, justamente, el causante de su naufragio conyugal. Pero quizás los personajes con los que Hornby ejecuta más brillantemente su decisión de evitar dramas y desgarros son los guionistas de la serie, dos homosexuales reprimidos  que llevan una doble vida, uno casado con una mujer que conoce su escasa afición por lo femenino y el otro aliviando su soltería con unas incursiones en los urinarios públicos  que además de esporádicas le resultan angustiosas porque en aquella la época la homosexualidad en Inglaterra se castigaba con la cárcel y la ruina profesional y social.

                Hornby es muy sabio a la hora de combinar realidad y ficción, incluso dentro de la ficción. Hay personajes reales como la ya mencionada Lucille Ball o la entonces famosa modelo Sabrina, que aparece aquí como referente para el aspecto físico de Barbara/Sophie. Y aparecen también personajes históricos como el entonces primer ministro laborista Harold Wilson y su controvertida secretaria, Marcia Williams (cuando la prensa amarillista quiso saber por qué la esposa legal permanecía en el domicilio conyugal mientras que la secretaria pernoctaba en el Nº 10 de Downing Street, Wilson cortó el asunto por lo sano sacándose la sempiterna pipa de la boca para decir:”Marcia es una persona de mi máxima confianza y la necesito a mi lado noche y día”). Todos ellos salen haciendo de sí mismos, y contribuyen con su presencia a la verosimilitud de lo narrado, pero son mucho más sutiles los juegos de apariencias y realidades cuando se plantean conflictos entre la vida “real” de los actores y los problemas “ficticios” de sus respectivos personajes, por ejemplo porque en la vida real  la actriz de provincias se llama  Barbara, en las carteleras responde al nombre de Sophie y el  personaje que la ha hecho famosa en la teleserie se llama otra vez Barbara, circunstancia que Hornby explota con notoria habilidad. Y lo  mismo con los conflictos entre  Barbara/Sophie y Clive/Jim, matrimonio en lo real y la ficción, no quedando nunca muy claro si lo que les pasa es solo obra de los (desgraciados) guionistas o si estos no hacen mas que poner por escrito lo que le pasa en la vida real al matrimonio de actores.

                No es una novela trepidante y susceptible de arrancar carcajadas de los lectores, pero si una narración amable, tremendamente humana y capaz de suscitar reacciones muy favorables, sobre todo en el caso de los dos pobres guionistas encerrados en sus respectivos armarios.

 

Funny Girl

Nick Horby

Traducción de Jesús Zulaika

Anagrama-

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6 de julio de 2016
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Diario de un fiscal rural

Este libro no es ninguna novedad porque el Instituto de Cultura hispano-árabe lo  publicó por vez primera en 1955, todavía en vida de su autor, Tawfiq Al-Hakim, el gran renovador del teatro egipcio contemporáneo y uno de los intelectuales más influyentes de su época (1899-1987). La idea de darlo a conocer al público español partió del propio traductor, don Emilio García Gómez, Premio Príncipe de Asturias 1992 y uno de los más insignes arabistas que ha dado este país. Su traducción es impecable y página a página transmite la seguridad de que su  texto no sólo está a la altura del original sino que en los muchos casos en los que la traducción literal era imposible  (pienso sin ir más lejos en la enrevesada cortesía que dicta el trato entre autoridades y dignatarios o en el vertiginoso descenso que sufre ese trato cuando el interlocutor es un miserable campesino analfabeto y con una inteligencia no mucho mayor que la del asno que le ayuda en el  campo) la versión castellana es una auténtica creación. Y como muestra, he aquí cómo se le da una orden a un subalterno: “Tráeme un vaso de agua, por vida de tus ojos”. O esta excusa de un subalterno a su superior: “Por vida de la cabeza de su Excelencia, le aseguro…”). No tengo la menor idea de cómo sonarán esas fórmulas  en egipcio, pero en castellano son un hallazgo.

            Pese a que el libro pasó sin pena ni gloria, Ediciones del Viento lo rescató en 2003 (con la traducción pero sobre todo con el magnífico prólogo del propio García Gómez) y lo reeditó un año después, dando la razón a quienes opinamos que si bien en este país sólo leen cuatro gatos, al menos los cuatro saben apreciar la calidad cuando se les presenta. El ejemplar que por pura casualidad cayó en mis manos es de 2011, lo cual  reafirma mi idea de que la calidad, aunque sea de cuatro en cuatro, vende. Ignoro si a la editorial le quedan ejemplares en el almacén y en librerías es casi imposible encontrarlo, pero en Iberlibro.com lo ofrecen por 6 € tanto en  la edición original y como  en la de Ediciones del Viento y merecen la pena los trámites de compra y pagar los gastos de envío (3€) porque este relato es una delicia y casi da pena ver cómo se van terminando las páginas y acercándose el momento de decir adiós al fiscal y los jueces, al delegado gubernativo, a los pobres campesinos aplastados por siglos de explotación y servilismo, a las brujas y alcahuetas que aterrorizan a los testigos de un juicio con sus denuestos y maldiciones, al alcalde destituido y al alcalde recién nombrado y al teléfono llevado en andas por los partidarios del nuevo después de haberlo arrancado de casa del antiguo porque ese viejo armatoste de manivela es un signo de poder, el cordón umbilical que une al recién nombrado con el poder supremo radicado en esa entidad todopoderosa pero ignota llamada El Cairo. Todo va más o menos así, con permiso del Todopoderoso.

            Tawfiq Al-Hakim era hijo de un alto funcionario de justicia y en los años veinte fue enviado por su padre a París para graduarse en Leyes.  Y cumplió su parte del trato y se graduó, pero en aquella época París era, por utilizar una frase que luego ha hecho fortuna, una fiesta, y el joven Tawfiq se sumergió de lleno en el frenesí cultural y creativo que bullía entonces en la capital francesa. A su regreso a Alejandría, tres años más tarde, el flamante graduado en leyes sabía que en lugar de seguir los pasos paternos se iba a dedicar por entero a la escritura y más concretamente aún al teatro. Pero como necesitaba dinero para subsistir mientras se asentaba como autor, aceptó ejercer de fiscal en minúsculas poblaciones rurales de las que ni el nombre se dice. Pero, como cabe deducir del título, Diario de un fiscal rural es un reflejo de aquellos años ejerciendo de funcionario de justicia. El relato se abre con un intento de asesinato: cuando cruzaba un puente, un vecino del pueblo ha recibido en la cabeza un disparo efectuado por alguien emboscado en un cañaveral. La víctima está inconsciente y malherida pero viva y se supone que en algún momento podrá declarar y aportar alguna pista acerca del malhechor.

           Sin embargo no en vano la burocracia egipcia pasa por ser la más antigua, lenta y enrevesada del mundo (herencia quizá de la creada por los faraones) y de inmediato se adivina que las pesquisas del fiscal acabarán estranguladas por la sutil pero omnipresente telaraña de normas, procedimientos y todo el resto de impedimentos que tanta fama le han valido al aparato estatal egipcio. Sólo un elemento va a diferenciar esa investigación abocada al fracaso desde la primera página: la principal sospechosa, Rim, una misteriosa muchacha de extraordinaria belleza que conmueve y llena de confusión a quienes tiene tratos con ella, incluido el fiscal.    

            La investigación, en efecto, y la variopinta galería de personajes que surgen aquí y allá, termina costándole la vida a la muchacha, pero he aquí el epitafio del fiscal, “[Rim] una criatura maravillosa que a todos nos había estremecido, cuerdos y locos; una dulce criatura que nos había concedido unos momentitos de dulzura y unas miradas luminosas; un cefirillo tibio que había soplado en el árido desierto de nuestras vidas sentimentales, en medio de este campo solitario”.

            Asombran la sencillez y la aparente falta de pretensiones de un relato capaz de crear un universo complejo y que sería un desolado desierto si no cupiera la posibilidad de que inesperadamente sople un cefirillo tibio. Como sigo, una delicia.

 

Diario de un fiscal rural

Taefiq A´-Hakim

Tradicción de Emilio García Gómez

Ediciones del viento

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25 de junio de 2016
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American Smoke. Viajes al final de la luz

Como él dice de sí mismo en varias ocasiones, Iain Sinclair es un mitómano y como tal un obsesivo recopilador de rastros. Lo mismo le da que dichos rastros sean físicos o mentales  y que la huella la haya dejado uno de sus personajes o sea inventada por él mismo. Lleva toda la vida tomando apuntes, emborronando libretas de notas y atesorando reliquias (“Las reliquias son la verdadera autobiografía”, dice en algún momento) y si no tiene más es porque “carece de posición” para pagar las sumas indecentes que se piden por las más valiosas.

                Pero atención porque él mismo es un mito (lo que aquí se ha dado en llamar un escritor de culto) y no solo sabe que se debe a sus seguidores sino que sabe también que está obligado a dar lo mejor de sí y a no  mostrarse inferior a nadie. Aunque  su viaje a América en realidad  es una especie de peregrinación algo tardía en busca de las reliquias que aún queden vivas de sus grandes ídolos de juventud (Charles Olson, Jack Kerouac, Allen Gingsberg, William Burroughs, Gregory Corso, etc) no por ello Sinclair renuncia a su sentido crítico ni a utilizarlo, como acostumbra, en plan estilete a veces insidioso. Y dice de los beat: “Lo que nunca habíamos captado cuando éramos estudiantes en Dublin era lo tribal e interconectada que estaba en realidad la escena contracultural americana: todo el mundo conocía a todo el mundo, todo el mundo follaba con todo el mundo […] Y todos tenían planes de  pensiones […] Los beats de la primera generación de los años cuarenta se habían acostado todos con todos en algún momento, en una cápsula convulsa de favores e intercambios, permutaciones que ahora [se refiere al momento de su viaje a América] eran catalogadas y exhibidas como reliquias sagradas con impías etiquetas de precio”.

                A esa simultánea demostración de distancia y devoción, se le une la celebrada capacidad de Sinclair para unir en un solo aliento informaciones relativas a hechos, personajes y épocas tan dispares que se necesita estar muy atento para no perderse en los vericuetos de las elipsis. Por ejemplo, cuando visita a Burroughs en su casa de California le basta ver sobre una mesita un ejemplar de Palimpsesto, de Gore Vidal, para que se le ocurra un torrente de información heterogénea y rusiente pero que él ofrece en plan de rápidos mandobles contra unos y otros: “Me había olvidado que a Burroughs le había gustado el jovencito chulesco de la foto de autor de la sobrecubierta de El juicio de Paris […] un muchachito majo y pulcro […] con el que se había ido una noche de copas [...] antes del rollo de una noche que Kerouac había tenido con Vidal en el Hotel Chelsea. Norman Mailer, que lo leía todo en escabrosos términos psicosexuales post-hemingwayianos, decía que cuando Vidal “desvirgó el esfínter de Jack,” lo lanzó a un vórtice de alcoholismo y autocompasión del que no se escaparía nunca”.

También es muy vistoso su apunte sobre Gregory Corso, aunque se podría poner una docena de ejemplos similares: “Corso mangaba lo que podía  de sus amigos para llevárselo a los tratantes de libros de Nueva York que cuidaban de él, le daban un sitio donde vivir y le iban a buscar la heroína”. Ni compasivo ni protector pero tampoco en busca del sensacionalismo: ese tipo de apuntes, que parecen sacados directamente de sus libretas de viaje, son como latigazos marca de la casa.

                 Tampoco es que sea todo el libro así, pero Kerouac es uno de sus favoritos y aunque el capítulo que le dedica es unos de los más intensos, al mismo tiempo Sinclair no cierra en ningún momento los ojos ante el grotesco espectáculo económico que terminó montándose en torno a los beatniks y al que no fueron en absoluto ajenos sus representantes más venerados, incluyendo al propio Kerouac. Ahora recuerdo el acierto de una página dedicada a los epitafios que el New York Review of Books atribuía a diferentes escritores notables y a otros personajes de la vida intelectual norteamericana de la época. En la lápida de la tumba de un escritor beatnik se leía: “Antes muerto que publicado”.

En cambio son muy notables las páginas dedicadas a Charles Olson, el alma mater del mítico Black Mountain College, probablemente el vivero de poetas y pensadores más importantes de la historia literaria norteamericana, pues como maestros o alumnos estuvieron íntimamente vinculados a aquella institución gente de la talla de Josef  Albers, John Cage, Merce Cunningham, Wilhem de Kooning, Walter Gropius, Robert Rauschenberg, Buckinster Fuller, Robert Creely o Ed Dorn. Sinclair no solo conoce a fondo al Black Mountain College (hoy tristemente arruinado y reducido a residencia de estudiantes) sino que mantiene con Olson una intensa relación personal  que no parece haber quedado afectada por la muerte de Olson en 1970. Es muy emocionante la imagen del poeta que va surgiendo según el buscador de rastros se mueve de aquí para allá pisando los paisajes que él pisó, entrando en las tabernas que él frecuentó o hablando con gente que todavía puede contarle cosas de él y ofrecerle algún aspecto de él que no conocía (e incluso alguna edición inencontrable hasta para un rastreador de primera). Al lector le cabe la posibilidad de hacer una aportación personal a la creación que realiza Iain Sinclair visionando en Internet la lectura que hace el propio Olson de Maximus to Gloucester, Letter 27 : más que una lectura parece que Olson le esté haciendo a su auditorio una especie de ofrenda íntima y apasionada de ese poema excepcional.

                Es mucho más limitada en cambio su captura de Roberto Bolaño. Da la sensación de que conocía más al poeta chileno por su biografía o por los ecos de su leyenda post mortem  que por haber establecido una relación tan profunda y fructífera como la que tuvo con Olson y algún otro de sus ídolos.

 

American Smoke. Viajes al final de la luz

Iain Sinclair

Traducción de Javier Calvo

Alpha Decay

 

 

 

 

 

 

 

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30 de mayo de 2016
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Por los mares del sur con Jack London

No cuesta mucho imaginar la reacción de los lectores de principios del siglo pasado que de pronto encontraron en su periódico habitual un anuncio en el que se solicitaban tripulantes para un velero de 17 metros a punto de zarpar para un crucero de varios años por los Mares del Sur. Es de suponer que a todos ellos, cuando se les cruzasen en sus respectivos imaginarios palabras tales como “crucero”, “velero”, “varios años” o “Mares del Sur”, el corazón les dio un triple salto mortal hacia atrás y sin red. Y si tal cosa les pasó según leían el anuncio, ya resulta inimaginable lo que les pasaría a sus maltrechos corazones cuando conocieron quién firmaba el  anuncio: Jack London. Imagínate: viajar durante varios años por las diferentes islas de Hawái, a partir de las cuales el itinerario incluiría Samoa, Nueva Zelanda, Tasmania, Australia, Nueva Guinea, Borneo y Sumatra para luego atravesar Filipinas y llegar a Japón, Corea, China, la India, el Mar Rojo, el Mediterráneo y lo que la suerte deparase.  Encima ganando un sueldo y por si fuera poco en compañía de Jack London y teniendo la oportunidad de verle escribir una serie de obras que ya tenía contratadas y con las cuales debía financiar el viaje.

                Lógicamente, la respuesta fue inmediata y masiva, y en los astilleros de San Francisco donde se estaba construyendo el Snark (un guiño de complicidad hacia Lewis Carroll, pues en principio el yate debía llamarse Wolf) se recibió una montaña de solicitudes enviadas por médicos, abogados, arquitectos, ídolos deportivos, campeones de vela o cocineros de los más afamados hoteles y restaurantes porque, cómo no, hasta el más miope de aquellos lectores debió de querer tentar su suerte.

                Finalmente, y por razones que ni él mismo supo explicar, el elegido fue Martin Johnson, autor como es lógico de este libro lógicamente titulado Por los Mares del Sur con Jack London. De qué otra forma se podría llamar, si no. Años más tarde Johnson se convertiría, junto con su  mujer, Osa, en un viajero famoso, aviador y autor de documentales, aparte de que los relatos de sus viajes y aventuras tuvieron muy buena acogida. Pero entonces, en 1907, era un chico de apenas veinte años que había hecho un par de viajes en buques mercantes y que ni siquiera sabía cocinar, aunque para eso precisamente fue  contratado. Para bien y para mal, en el momento de escribir el presente libro tampoco tenía tanta experiencia con la pluma como para tratar de emular a su patrón y se limitó a contar tal cual cómo fue aquel viaje y lo que pasó. Y resulta que pasó de todo.  

En aquél momento Jack London ya era un autor mundialmente famoso y tenía publicados títulos tan significados en su bibliografía como La llamada de lo salvaje (The Call of the Wild) (1903), El lobo de mar (The Sea-Wolf) (1904) o Colmillo Blanco (White Fang) (1906), así como innumerables cuentos y artículos de sus viajes por los polos y los Mares del Sur. Se suponía por tanto que sabía lo que se hacía cuando decía estar construyendo un barco capaz de soportar tifones que harían capotar a embarcaciones mucho más grandes que él. Claro que también se suponía que no le iban a engañar cuando le vendían materiales y componentes del barco a precio de oro, o que era un experto a la hora de aprovisionar las sentinas para que no les faltase de nada a los seis tripulante: el viejo capitán Eames, Jack London y su mujer, Charmian, un marinero experimentado, un grumete japonés que se mareó antes de poner un pie en el yate y que seguía mareado cuando medio desertó en Hawái y el propio Martin Johnson. Pero tantos supuestos se demostraron falsos apenas  abandonar finalmente el puerto de San Francisco porque el barco empezó a hacer aguas casi de inmediato, los depósitos de agua y petróleo perdían, los motores no funcionaban y antes de atravesar la línea del trópico tuvieron que arrojar gran parte de los alimentos al mar porque se les habían podrido. Y ya puestos nada más natural que una vez en alta más resultase que carecían de oficial de derrota porque el viejo capitán Eames no la sabía trazar y London lo hacía a ojo, de manera que una vez plasmada en los mapas la trayectoria seguida hasta llegar a Honolulu era lo más parecido a un gusano retorcido y lleno de nudos.

                Lógicamente, y aunque sufrieron toda clase de calamidades debidamente magnificadas por los editores de los periódicos que se habían gastado verdaderas fortunas en comprar las crónicas que les iba mandando London y no estaban dispuestos a ofrecer a sus lectores el relato de una aventura tan plácida y pintoresca como lo sería un viaje de bodas (hasta admitían apuestas acerca de si el Snark lograría llegar al próximo puerto), a lo largo de los dos años que finalmente duró la odisea les pasó un poco de todo, momentos buenos y malos, encuentros afortunados y experiencias desagradables y hasta peligrosas, y Martin Johnson se las apaña bastante bien, con su sencillez, para reflejar las peripecias, los paisajes, los personajes o el ambiente en un espacio reducido y que si había mala mar podía saltar como una cabra enloquecida y convertirse en un infierno. En definitiva, un libro muy entretenido y una oportunidad de conocer a un Jack London que a ratos no tiene mucho que ver con lo que cuentan sus biografías.

 

Por los Mares del Sur con Jack London

Martin Johnson

Traducción de Beatriz iglesias Lamas

Ediciones del viento

 

  

 

 

 

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14 de mayo de 2016
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Héroes del Blues, el Jazz y el Country

Recuerdo haber leído en diferentes lugares (sobre todo durante las  entrevistas) el relato que hace Crumb de sus prolongadas y, tal y como es él, obsesivas búsquedas en polvorientos almacenes y tiendas de ignotos pueblecitos del Deep Sur en busca de discos de 78rpm grabados por músicos casi desconocidos de los años 20 a los 40. Una obsesión que le resultó altamente rentable porque, en primer lugar, le permitió sumergirse en el corazón  de la América que conformó a gigantes como William Faulkner, Tennesse Williams, Flannery O´Connor, Carson McCullers, Truman Capote o Harper Lee,  quienes  a su vez habían estaban en la base de su propia formación. En segundo lugar, gracias a aquellos viajes interminables logró satisfacer su pasión por la música popular primitiva americana y de paso pudo acumular un capital en forma de apuntes, fotografías y documentos pero también algunos de los instrumentos que tocaron aquellos héroes anónimos y que a la vuelta de unos pocos años iban a alcanzar precios desorbitados en las salas de subastas; maletas repletas de discos de incalculable valor para los coleccionistas amantes de la música y unos cuadernos de apuntes sobre el terreno que luego le han permitido diversificarlos en forma de cromos, barajas, portadas de discos y libros gráficos, todo ello realizado con todo el cuidado y el amor del mundo porque, además de estar inmerso en una obra gráfica que ha terminado  siendo una de las manifestaciones visuales que mejor reflejan el llamado “espíritu de los sesenta”, Crumb satisfacía su sempiterno amor por aquellos músicos de pueblo que sin abandonar sus profesiones de barbero, predicador o vendedor ambulante, estaban poniendo las bases de tres los estilos de música más creativos y fértiles del siglo XX, es decir, el blues, el jazz y el country. Para reflejar en términos prácticos lo que quiere decir “incalculable valor” aplicado a su obra, basta recordar que en plenos años noventa Crumb adquirió  la magnífica casa que posee en el Languedoc a cambio de seis de aquellos cuadernos de apuntes realizados durante sus viajes.

                Nórdica Editorial ha reunido ahora en uno solo volumen tres libros míticos titulados Heroes of the Blues, Early Jazz Greats y Pioners of Country Music. A cada músico, grupo o familia musical se le dedican dos páginas, una de las cuales es un retrato dibujado y coloreado por Crumb a partir de viejas fotografías, ilustraciones de revistas y hasta de carteles de época anunciando la actuación del artista cuya biografía ocupa la página continua. Esas biografías, escritas originariamente por Stephen Calt (Blues), David Jasen (Jazz) y Richard Nevins (Country),  son escuetas, fundamentalmente informativas y suelen resaltar las mejores piezas de cada músico. El libro va acompañado de un CD en el que se recogen 21 canciones, muchas veces elegidas por el propio Crumb y que son prueba inequívoca del buen ojo y mejor gusto del dibujante y recopilador.

                Aunque ese CD es un valor añadido muy de agradecer, el lector tiene la posibilidad de tener abierto YouTube mientras lee y buscar ahí aquellos títulos que más llamen su atención. Quien todavía ponga en duda que ese portal es un verdadero milagro, aquí tiene una muestra más:  al llegar a Mumford Bean y sus Itawambians , el autor del prólogo, Terry Zwingof, dice de ellos que se trata de “un conjunto tan poco conocido que probablemente solo haya una docena de coleccionistas acérrimos del country que conozcan el único disco de 78rpm existe de ellos y jamás reeditado”. Pues hete aquí que en YouTube tiene varias canciones suyas. Lógicamente no hay imágenes de alguna actuación porque en los confines de la América profunda ni  siquiera debían saber lo que era el cine, pero en cambio hay imágenes de grupos muy similares y que permiten hacerse una idea de cómo serían (por ejemplo los impagables Dr. Humphrey Bates & His Possum Hunters, interpretando la no menos impagable “Tira la vaca por encima de la cerca”).

                Aunque sea dicho de forma muy grosera, el blues empezó siendo un estilo musical interpretado fundamentalmente por negros y el country por blancos. Los dibujos y los textos permiten apreciar las sutiles derivaciones de ambos conceptos musicales, la hibridación y, sobre todo, la aparición de ese prodigio de la creatividad, la energía vital y la improvisación que es el jazz. Todo un regalo para la vista y, al mismo tiempo, para el oído.

 

 Héroes del Blues, el Jazz y el Country

Robert Crumb

Traducción de Ana Momplet Chico

Nórdica Editorial

 

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El aldeano de París

En principio puede parecer ocioso leer libros como El aldeano de París, de Louis Aragon, El peatón de París, de León-Paul Fargue, o Pasear por Berlín, de Franz Hessel. Están escritos, el primero, en 1939, y los otros dos en la década de los años veinte del siglo pasado. Por lo tanto los tres hablan de un París o un Berlín “que ya no existe”. Ni una sola de las personas que se mencionan en todos ellos, empezando por sus autores, está viva.  Y los monumentos, hoteles, restaurantes, tiendas o burdeles que tanto parecían fascinarles seguramente habrán desaparecido o serán una caricatura de sí mismos si es que todavía siguen en pie.

                Y sin embargo, con los flâneurs pasa una cosa curiosa. Es cierto que leerlos implica volver la  mirada a una ciudad que sería inexistente si no fuera porque aquellos  paseantes ávidos de rincones y perspectivas inéditas se adelantaban a su tiempo y en su deambular veían una ciudad nueva  y proyectada al futuro o, por usar una palabra que a fuerza de liberar  tantos significantes ya casi no significa nada, posmoderna. Lo que para ellos era el futuro para nosotros es el presente, no el pasado.

                Los lectores contemporáneos de León-Paul Fargue o Louis Aragon,  al seguir sus pasos por callejuelas apartadas y oscuros pasadizos  se llevaban las mismas sorpresas y realizaban los mismos descubrimientos que los autores, pues en el fondo se trata de viajes iniciáticos en los que todos (autor, lector y ciudad) pasan del estadio de la oscuridad y la ignorancia al de la luz y el conocimiento.  Y en el caso de El aldeano de París hay un componente metodológico nuevo, original y de una importancia capital, y me estoy refiriendo al surrealismo. Esta novela marca el momento cumbre de la trayectoria vital de Aragon y su mayor aportación al surrealismo como vía de conocimiento.  Y si bien puede resultar chocante incluir al surrealismo en la metodología para el conocimiento, lo cierto es que, a su manera, era lo que buscaban.  Breton explicaba la aspiración máxima de su movimiento recurriendo a una pared: el objetivo era pintar una pared que suscitase en el espectador un deseo irrefrenable de saber lo que había detrás.  Y puesto que los métodos tradicionales habían fracasado en el intento, Breton y los suyos proponían fundir el lenguaje abstracto de la reflexión con el lenguaje emocional de la poesía. O lo que es lo mismo, un punto de encuentro lírico situado al otro lado de la pared para averiguar lo que ésta ocultaba.  

                Por aplicar esa noble aspiración al caso concreto de El aldeano de París, cabe decir que la narración transcurre en dos ámbitos casi antitéticos. Uno es el Pasaje de la Ópera, un universo interior, cerrado, casi subterráneo, en el que lo objetivo (los hoteles, las tiendas, las peluquerías o las sórdidas pensiones supuestamente dedicadas al placer) se diluye en lo subjetivo: de pronto, sin saber cómo, una simple tienda de aparatos ortopédicos emprende el vuelo y acaba convertida en la encarnación del dolor y la miseria humana, aunque también puede ser una tienda  de bastones  en cuyo escaparate aparece nadando una sirena bellísima que luego desaparece sin más.

                Hasta que de pronto ese universo oscuro y efímero (el Pasaje está a punto de ser arrasado para dejar paso al Boulevard Haussmann y de ahí el aire de precariedad que  transmite la narración), deja paso al Sentimiento de la la Naturaleza en Butters- Chaumon, unos jardines públicos rebosantes de luz, color y materia viva que deberían ser un remanso de paz pero en los que la reflexión o las violentas querellas contra unos y otros obran el efecto contrario de lo que ocurría con la oscuridad subterránea del pasaje condenado a desaparecer.   La naturaleza se convierte en un laberinto de senderos, estanques, grutas y estatuas  que inducen a la confusión y el desamparo, todo ello salpicado de imágenes (“ella era como una risa”) que nos recuerdan que Aragon era uno de los grandes poetas de su tiempo.  Y si alguien saca la conclusión de que se trata de una novela confusa o laberíntica  hay que achacarlo a que resulta más difícil describir adecuadamente El aldeano de París que leerlo. Y si alguna duda surge durante la lectura, la traductora facilita al final unas notas harto esclarecedoras y muy de agradecer. 

 

El aldeano de París

Louis Aragon

Traducción de Vanesa García Cazorla

Errata naturae

 

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13 de abril de 2016
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El castillo de Gripsholm

En su día, Kurt Tucholsky (1890-1935) fue considerado como uno de los escritores alemanes más incisivos, irónicos y  mordaces, al mismo tiempo que uno de los más leídos. Pertenecía a una familia de banqueros judíos y se graduó  en leyes en la Universidad de Jena, pero salvo un breve periodo como empleado de un banco la única profesión que ejerció con éxito y  hasta el final de sus días fue el periodismo, con alguna incursión en la narrativa. Con veintidós años publicó Rheinsberg (1912), una novelita de amor amena, amoral y descarada que si le abrió las puertas al gran público también le granjeó la enemistad de las fuerzas conservadoras nacionales, aparte de que sus críticas en paralelo desde los semanarios más satíricos empezaban a ser feroces  y acabaron costándole  dos años de silencio forzoso. Pese  a su firme voluntad de no participar en la despiadada carnicería que estaba siendo  I Guerra Mundial, en 1915 no solo fue llamado a filas sino que permaneció alistado hasta el final (1918). Regresó  a Berlín convertido en un radical de izquierdas que criticaba acerbamente a los comunistas, un furibundo anti militarista que incomodaba por igual a los militares y a la industria armamentista en vísperas de hacerse de oro con el rearme alemán y un anti totalitario no menos cáustico que ponía un énfasis especial en sus invectivas contra los nacionalsocialistas, entonces ya en vísperas de su hegemonía dentro y fuera de Alemania. Y puesto que encima renunció públicamente a su condición de judío también se puso en contra a esa pequeña pero todavía muy poderosa minoría. Como él mismo reconocería al final de sus días, era imposible luchar en tantos frentes a la vez contando tan solo como arma una máquina de escribir. 

                Los poemas satíricos y sus celebradas canciones de cabaret las firmaba como Theobald Tiger, aunque luego, como Kaspar Hauser,  retomaba los mismos temas para tratarlos desde la óptica del hombre de la calle. Para la crítica teatral y de libros usaba el pseudónimo de Peter Panter y sus ataques más demoledores (especialmente contra los cada vez más poderosos nazis), los firmaba como Ignaz Wrobel. Esa pequeña treta no despistó a sus oponentes y si ya en 1930 creyó prudente librarse de su continuo acoso refugiándose en París, tan solo tres años más tarde, después de haber quemado públicamente sus libros y de haberlo tildado de “degenerado”, las nuevas autoridades nacionalsocialistas le desposeyeron de la nacionalidad alemana. Para entonces Tucholsky se había puesto nuevamente fuera de su alcance abandonando París para instalarse en Suecia, pero el camino inequívocamente sombrío que estaban tomando Europa y el mundo le sumió en una profunda depresión y (de forma deliberada o no, pues nada se sabe de cierto) en 1935 tomó una dosis excesiva de barbitúricos y murió solo, casi olvidado y profundamente decepcionado por no haber logrado alertar a sus compatriotas de la hecatombe que les caería encima.

                En El castillo de Gripsholm Tucholsky retomó en cierto modo el tema de su exitosa Rheinsberg, pues en ambas los personajes centrales son una pareja no casada que se va de vacaciones a Suecia. En esta su segunda vuelta al amor Tucholsky estaba en plena madurez (la novela  es de 1931) y ya no escribía para provocar ni pretendía escandalizar: su propósito, como le exige el editor Rowolt en una graciosa correspondencia incluida al principio de libro, era escribir una historia de amor que compensara el descenso de ventas que estaban experimentando sus libros de crítica social.

 Tenía poco más de cuarenta años, sufría una enfermedad crónica,  llevaba a cuestas muy mal dos matrimonios fracasados y empezaba a sentir los devastadores  efectos del cansancio que le provocaban  tantos frentes como tenía abiertos desde hacía años. Pese a todo lo cual, y en contra de lo que pueda pensarse, en lugar de un relato cáustico, desengañado y agorero, El castillo de Gripsholm es, en efecto,  una deliciosa historia de amor y la mejor expresión de lo delicada que puede ser la relación de un hombre y una mujer: está contada desde el intercambio de sentimientos pero sin cursilerías ni cielos de color rosa. Ambos saben estar viviendo un momento efímero, irrepetible y cuyo final está a la vista, pero en este caso el trasfondo funesto, la prueba de que son conscientes de que su amor está teniendo lugar en un mundo cruel e injusto se encarna en una niña con la que se cruzan casualmente por los prados y que poco a poco va convirtiéndose en una siniestra historia de terror tipo Hansel y Gretel en la que hace el papel de bruja la dueña del internado para señoritas donde ha sido enviada la niña. Todo ello contado en un estilo directo y sin complicaciones salvo para el pobre traductor, que ha debido ingeniárselas (por cierto que con suma brillantez) para verter al castellano el missingsch, que según el propio Tucholsky, es lo que se escucha cuando una persona que habla bajo alemán quiere expresarse en alto alemán. O sea un galimatías que sin embargo impregna los diálogos de una curiosa ternura.

 

 

El castillo de Gripsholm

Una historia veraniega

Kurt Tucholsky

Traducción de Jorge Seca

Acantilado

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2 de abril de 2016
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La edad media

De entrada aparece una voz que, oculta tras un oportuno y poco comprometido “nosotros”, asume la tarea de relatar las peripecias de los alumnos del colegio El Bosco. Su misión es transmitir una visión coral y de conjunto, aunque dedica especial atención a elhijodelRana, Fauró y Moya, tres gordos a los que no podías dejar de meterles pescozones. Al mismo tiempo, la voz “nosotros” es la encargada de señalar el paso del tiempo y si al principio se centra en la relación de los alumnos entre ellos mismos y también con los profesores y los respectivos padres, más tarde, cuando les llegue la edad de pasar a un instituto mixto,  aparecerán las chicas y las inevitables dificultades de relación con ellas (con las primeras tácticas de seducción, la servidumbre de los celos y las rivalidades o el aprendizaje torpe y escasamente satisfactorio de las primeras experiencias  sexuales). Esa relación aún será más difícil y compleja cuando crezcan unos y otras y sus deseos, y anhelos, las aspiraciones profesionales o las ambiciones vitales se concreten y por ende se vuelvan más exigentes y perentorias (“Ya voy teniendo una edad”, le dice una de ellas al novio que si de un lado se muestra reacio al uso del preservativo, tampoco parece muy decidido a formalizar su relación, ni siquiera en el caso de que su alergia al látex pueda tener consecuencias reproductivas).

            Casi en paralelo se desarrolla la historia de M (a su debido tiempo el lector recibirá información puntual de quién es este personaje tapado por una mayúscula), un tipo que mitad por desidia y mitad por elección, ronda ya la treintena y sigue viviendo en casa de sus padres, utiliza el coche de sus padres y que a pesar de  su título de abogado trabaja de interino en la Ciudad de la Justicia ejerciendo labores muy inferiores a su titulación.  En su rutinaria y provisionalmente definitiva vida de funcionario subalterno irrumpe un compañero del Bosco, hoy convertido en un exitoso emprendedor, que le presenta a otro exitoso empresario (en este caso un rey de la noche) que de inmediato le invita a participar de su éxito. Todo lo que necesita es aportar una cantidad de dinero que M no posee. Desde el momento en que M decide tomarla prestada de las cantidades que los jueces decretan para dirimir pleitos judiciales, queda claro que se está buscando la ruina y que la aventura va a terminar en desastre.

            Entre medias ha irrumpido una voz dual, porque se expresa bajo  la forma de un chat muy divertido y juguetón al principio pero que se irá cargando de nubarrones con el paso del tiempo. Son intervenciones cortas y casi eléctricas y que raras veces superan la página o página y media, pero que en cambio permiten conocer casi al segundo la evolución y el inevitable desenlace de ese intercambio de mensajes que tan juguetón sonaba al principio.

            Lo que más sorprende de La edad media, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de una primera novela, es el rigor con el que Leonardo Cano cumple las reglas de juego que ha elegido para cada una de las voces narradoras. El relato coral, como queda dicho, no sólo va presentando a cada uno de los personajes sino que refleja con toda exactitud su evolución hacia la edad adulta, con el mérito añadido de que evolucionan incluso el lenguaje y la ideología, pues si al principio refleja el universo y la forma de expresarse de unos escolares maldicientes, machistas, maltratadores de los débiles y profundamente influidos por la ideología de sus mayores, al llegar a la edad adulta (o media, como la define el autor) tanto el lenguaje como la ideología se adaptan a la nueva situación y el mal decir, el machismo o el maltrato siguen presentes pero ya con tintes inequívocamente adultos.

            Y lo mismo cabe decir de la impecable narración de M, siempre objetiva y como sin pasión, aunque por debajo se adivinen unas tormentas que acaban por irrumpir en la superficie. O la técnica del chat, muy difícil porque todas las emociones y sus variaciones se expresan única y exclusivamente por medio del lenguaje obligadamente sinóptico y esquemático del chat. Las tres voces narrativas, y la mayor parte de los personajes que intervienen en la novela, confluirán en una cena de antiguos alumnos que se ha ido preparando un poco al azar de los medios sociales pero que no tarda en adquirir los tintes inequívocos de una cita urdida por el destino de todos.

            Se trata en definitiva de una agradable sorpresa porque La edad media es una excelente primera novela que permite esperar con optimismo la llegada de nuevas ocurrencias de Leonardo Cano.

 

La edad media

Leonardo Cano

Editorial Candaya

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19 de marzo de 2016
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Mansura

Todo novelista está condenado a sobrellevar con entereza una servidumbre que justo porque su naturaleza así lo exige debe pasar desapercibida para el lector normal. A no ser, eso sí, que al llamado lector normal (qué novelista no ha tenido que escuchar en una reunión social una variante de esta frase: “Ah, si yo le contara a usted mi vida podría escribir una novela alucinante”) cansado de percibir el escaso  entusiasmo del novelista de turno por escuchar esa historia alucinante le dé por ponerse a juntar letras con intención de que acaben siendo una novela. Inevitablemente, y más bien antes que después, el neonato escritor  acabará descubriendo por sí mismo la servidumbre a la que me estoy refiriendo, y que no es otra sino el gigantesco trabajo que debe llevar a cabo el novelista para que no se note, justamente, la enormidad del trabajo que está obligado a tomarse para camuflar los parches, remiendos, ocurrencias, tachones, salidas en falso y demás argucias del oficio que finalmente le permitirán presentar un texto limpio y dotado de esa cualidad que los críticos de antes definían como poseedor de “una difícil sencillez”.

Todo lo cual me venía a la cabeza  mientras releía  esta curiosa novela  reeditada ahora, más de treinta años después, por Javier Marías en su editorial Reino de Redonda. La  historia que se narra sale de una crónica medieval auténtica escrita por el sire Jean de Joinville y titulada Livre des Saintes Paroles et des Bons Fets de Notre Saint Roi. En principio, y porque tal era la costumbre entonces, la crónica de Joinville debía reflejar  los hechos  acaecidos durante  la  Cruzada a Tierra Santa promovida en 1248 por  el rey Luis IX, elevado en 1297 a  los altares como San Luis de Francia. Ese séptimo  intento de liberar  los Santos Lugares fue un nuevo  desastre y el ataque y asedio a la ciudad egipcia de Al-Mansurah, o Mansurá, se saldó con la derrota y captura del rey sus caballeros cristianos, todos los cuales permanecieron cautivos del infiel hasta ser liberados en 1254 tras el pago de un sustancioso rescate.

A lo que parece, el joven cronista salió tan escarmentado de las aventuras bélicas  que además de negarse a acompañar a su señor en la Octava Cruzada (un nuevo fracaso que le costó la vida al rey santo) fue a buscar refugio en sus posesiones tras  renunciar formalmente a su  compromiso de cronista. Y hubiese muerto feliz en el olvido de no ser porque en 1307, y cuando él había sobrepasado los ochenta años de edad, la reina Juana de Navarra, esposa de Felipe el Hermoso y madre del futuro Luis X, logró convencerle de que se valiese de los hechos guerreros de rey santo para camuflar una especie de compendio de las virtudes que deben adornar a todo buen soberano cristiano. Se comprende mejor el interés doctrinario de la reina madre si se tiene en cuenta que a su heredero algunos historiadores actuales le llaman el Obstinado y otros el Pendenciero.

Es decir que en el proceso de transformar una crónica medieval en una novela del siglo XX, nada menos, el autor partió de una crónica que además de falsa (pues parece más un breviario que un tratado militar) era un relato en  el que “lo increíble era más verdadero que lo posible”, razón por la cual, y como el propio Azúa avisa en una nota dirigida al lector, optó por “añadir episodios inventados para dar más verosimilitud al relato”. Una vez metido en la senda de inventar lo verosímil (una operación que una estudiosa italiana ha calificado de palinsesto mientras que Jacinto Antón, el autor del Prólogo, prefiere denominarla “cachonda”) el autor cuenta con la inestimable complicidad del narrador (asimismo inventado), pues al poco de iniciar el relato declara haber sido elegido por los poderosos y añade: “este ser yo quien soy, más lo debo a quien me eligió que a mí mismo, y me creo obra de otro que quiso hacerme así como soy”. Mayor libertad de acción para intervenir, cambiar, añadir o quitar, imposible.

El resultado es una narración que, más de treinta años después de acabada, conserva toda su frescura y creatividad y se deja leer de un tirón sin que al cabo importe ya qué hay de verdad e invención en el relato.

 

Mansura

Félix de Azúa

Reino de Redonda.

 

 

 

 

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11 de marzo de 2016
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El hombre que estuvo allí

  George Plimpton (1927-2003) no sólo era un tipo osado e imaginativo sino que gozaba de un peculiar sentido del humor. Su prolongada colaboración en revistas de tanta difusión como Sports Illustrated (muy conocida incluso en España porque en sus portadas salen unas saludables y vistosas muchachas en traje de baño) o The New Yorker y la Paris Review, le permitió mantener una estrecha relación con las más prominentes figuras del deporte, la cultura y la vida social.

En su opinión, además de un profundo conocimiento del tema sobre el que escribiese, el periodista tenía la obligación de transmitir los sentimientos y puntos de vista más íntimos de los personajes en el momento de ocurrir los hechos que estuviesen siendo relatados. De esa convicción salió una modalidad de Nuevo Periodismo que él mismo denominó Participativa  y que, en esencia, consistía en meterse en la piel de los personajes ejerciendo las mismas actividades que ellos practicaban. En consecuencia, y para hablar adecuadamente de boxeo se las arregló para encerrarse durante tres asaltos en un cuadrilátero con Archie Moore, entonces campeón del mundo de los semipesados (y que le vapuleó sin piedad). Con el mismo propósito jugó de portero en un equipo de hockey profesional (sobre hielo, nada menos), hizo de pitcher durante un encuentro entre dos de los mejores equipos de la Liga Nacional de Béisbol, jugó como aficionado en un torneo de golf con las primeras figuras del momento y, llevando las cosas más allá del deporte, se hizo matar a tiros por John Wayne en Río Lobo, o presionó a Leonard Bernstein para  que le dejase hacer de percusionista durante un concierto de la Filarmónica de Nueva York. Además de llevar una agitada vida sentimental y de escribir decenas de miles de páginas, muchas de ellas como periodista pero también como novelista, autor teatral o guionista de cine y televisión, aún tuvo tiempo de hacerse un experto en fuegos artificiales y si de niño manejaba con soltura las letales “bombas cereza” y las “triquitraques de plata”, de mayor concibió la idea de jubilarse en compañía de otro chiflado llamado Orville Carlisle e instalarse en China, Japón, Corea o cualquier otro país fabricante de fuegos de artificio: la idea era agenciarse unas buenas hamacas y, mientras se deleitaban con las últimas invenciones de los maestros artificieros orientales, inventar nombres que sobrepasasen a los ya existentes, descritos por los fabricantes locales como “Los monos entran en el espacio celestial y expulsan al tigre”, o “Un perro callejero que corre perturba las nubes celestiales”.

Lo peculiar de su sentido del humor consiste en que si de un lado trata con jovial benevolencia las meteduras de pata y las extravagancias de los personajes que le sirven de base para sus colaboraciones (gente perfectamente despellejable, como Hemingway y Norman Mailer) en cambio no se pasa una a sí mismo. Y si alguien piensa que aprovechará su actuación en la portería de los Boston Bruins de Chicago, o su intervención como quarterback  de los Detroit Lions, para ensalzarse y cubrirse de elogios por su actuación, puede esperar en vano porque nunca ocurre. En cambio no se olvida de un solo fallo ni se perdona su lentitud para pasar el balón según la jugada ensayada (lentitud que propiciaba que la totalidad de ambos equipos se le echase encima mientras disputaban furiosamente ese balón que debería estar muy lejos de allí). Como tampoco se olvida de resaltar la sutileza de Bernstein abroncando a toda la orquesta por haber entrado a destiempo cuando en realidad el que falló estrepitosamente fue el percusionista (o sea, el propio Plimpton).

Al ojear la presente recopilación de escritos realizada por la editorial Contra (y que incluye artículos deportivos pero también trabajos sobre gente tan variada como Muhammad Alí, Warren Beatty, el presidente Bush Sr, Hunter Thompson,  Normal Mailer y William Styron, o intervenciones tan delicadas como Campo de golf de Harding Park, California, o El restaurante Elain’es (geniales ambas), al lector puede preocuparle comprobar que el relato del encuentro de béisbol en el Yankee Stadium dura más de treinta páginas. Como seguramente les ocurrirá  a la mayoría de los presente en la librería, el preocupado lector no sabrá una palabra de béisbol, razón por la cual quizá le sonara algo excesivo dedicar más de treinta páginas a hablar de pitchers, bolas de rosca, hits, bases, home runs y demás terminología propia de ese juego. Plimpton no estaba llamado a ser un gran lanzador de bolas endiabladas, pero en cambio tenía un don especial para la narración y leerle cuando trata cosas  de béisbol, o boxeo, o tenis, es muy entretenido porque no solo habla desde dentro (haciendo partícipe al lector de los secretos mejor guardados de esos deportes altamente especializados) sino que los convierte en relatos que tienen como protagonista a un aficionado que se metió en camisa de once varas y lo paga tan caro como le pasa en las comedias de enredo al tonto que se quiere hacer pasar por listo.

 

 

El hombre que estuvo allí.

Lo mejor de George Plimpton

Traducción de Gabriel Cereceda

Contra      

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1 de marzo de 2016
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