Javier Fernández de Castro
Como él dice de sí mismo en varias ocasiones, Iain Sinclair es un mitómano y como tal un obsesivo recopilador de rastros. Lo mismo le da que dichos rastros sean físicos o mentales y que la huella la haya dejado uno de sus personajes o sea inventada por él mismo. Lleva toda la vida tomando apuntes, emborronando libretas de notas y atesorando reliquias (“Las reliquias son la verdadera autobiografía”, dice en algún momento) y si no tiene más es porque “carece de posición” para pagar las sumas indecentes que se piden por las más valiosas.
Pero atención porque él mismo es un mito (lo que aquí se ha dado en llamar un escritor de culto) y no solo sabe que se debe a sus seguidores sino que sabe también que está obligado a dar lo mejor de sí y a no mostrarse inferior a nadie. Aunque su viaje a América en realidad es una especie de peregrinación algo tardía en busca de las reliquias que aún queden vivas de sus grandes ídolos de juventud (Charles Olson, Jack Kerouac, Allen Gingsberg, William Burroughs, Gregory Corso, etc) no por ello Sinclair renuncia a su sentido crítico ni a utilizarlo, como acostumbra, en plan estilete a veces insidioso. Y dice de los beat: “Lo que nunca habíamos captado cuando éramos estudiantes en Dublin era lo tribal e interconectada que estaba en realidad la escena contracultural americana: todo el mundo conocía a todo el mundo, todo el mundo follaba con todo el mundo […] Y todos tenían planes de pensiones […] Los beats de la primera generación de los años cuarenta se habían acostado todos con todos en algún momento, en una cápsula convulsa de favores e intercambios, permutaciones que ahora [se refiere al momento de su viaje a América] eran catalogadas y exhibidas como reliquias sagradas con impías etiquetas de precio”.
A esa simultánea demostración de distancia y devoción, se le une la celebrada capacidad de Sinclair para unir en un solo aliento informaciones relativas a hechos, personajes y épocas tan dispares que se necesita estar muy atento para no perderse en los vericuetos de las elipsis. Por ejemplo, cuando visita a Burroughs en su casa de California le basta ver sobre una mesita un ejemplar de Palimpsesto, de Gore Vidal, para que se le ocurra un torrente de información heterogénea y rusiente pero que él ofrece en plan de rápidos mandobles contra unos y otros: “Me había olvidado que a Burroughs le había gustado el jovencito chulesco de la foto de autor de la sobrecubierta de El juicio de Paris […] un muchachito majo y pulcro […] con el que se había ido una noche de copas […] antes del rollo de una noche que Kerouac había tenido con Vidal en el Hotel Chelsea. Norman Mailer, que lo leía todo en escabrosos términos psicosexuales post-hemingwayianos, decía que cuando Vidal “desvirgó el esfínter de Jack,” lo lanzó a un vórtice de alcoholismo y autocompasión del que no se escaparía nunca”.
También es muy vistoso su apunte sobre Gregory Corso, aunque se podría poner una docena de ejemplos similares: “Corso mangaba lo que podía de sus amigos para llevárselo a los tratantes de libros de Nueva York que cuidaban de él, le daban un sitio donde vivir y le iban a buscar la heroína”. Ni compasivo ni protector pero tampoco en busca del sensacionalismo: ese tipo de apuntes, que parecen sacados directamente de sus libretas de viaje, son como latigazos marca de la casa.
Tampoco es que sea todo el libro así, pero Kerouac es uno de sus favoritos y aunque el capítulo que le dedica es unos de los más intensos, al mismo tiempo Sinclair no cierra en ningún momento los ojos ante el grotesco espectáculo económico que terminó montándose en torno a los beatniks y al que no fueron en absoluto ajenos sus representantes más venerados, incluyendo al propio Kerouac. Ahora recuerdo el acierto de una página dedicada a los epitafios que el New York Review of Books atribuía a diferentes escritores notables y a otros personajes de la vida intelectual norteamericana de la época. En la lápida de la tumba de un escritor beatnik se leía: “Antes muerto que publicado”.
En cambio son muy notables las páginas dedicadas a Charles Olson, el alma mater del mítico Black Mountain College, probablemente el vivero de poetas y pensadores más importantes de la historia literaria norteamericana, pues como maestros o alumnos estuvieron íntimamente vinculados a aquella institución gente de la talla de Josef Albers, John Cage, Merce Cunningham, Wilhem de Kooning, Walter Gropius, Robert Rauschenberg, Buckinster Fuller, Robert Creely o Ed Dorn. Sinclair no solo conoce a fondo al Black Mountain College (hoy tristemente arruinado y reducido a residencia de estudiantes) sino que mantiene con Olson una intensa relación personal que no parece haber quedado afectada por la muerte de Olson en 1970. Es muy emocionante la imagen del poeta que va surgiendo según el buscador de rastros se mueve de aquí para allá pisando los paisajes que él pisó, entrando en las tabernas que él frecuentó o hablando con gente que todavía puede contarle cosas de él y ofrecerle algún aspecto de él que no conocía (e incluso alguna edición inencontrable hasta para un rastreador de primera). Al lector le cabe la posibilidad de hacer una aportación personal a la creación que realiza Iain Sinclair visionando en Internet la lectura que hace el propio Olson de Maximus to Gloucester, Letter 27 : más que una lectura parece que Olson le esté haciendo a su auditorio una especie de ofrenda íntima y apasionada de ese poema excepcional.
Es mucho más limitada en cambio su captura de Roberto Bolaño. Da la sensación de que conocía más al poeta chileno por su biografía o por los ecos de su leyenda post mortem que por haber establecido una relación tan profunda y fructífera como la que tuvo con Olson y algún otro de sus ídolos.
American Smoke. Viajes al final de la luz
Iain Sinclair
Traducción de Javier Calvo
Alpha Decay