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Javier Fernández de Castro

Todo novelista está condenado a sobrellevar con entereza una servidumbre que justo porque su naturaleza así lo exige debe pasar desapercibida para el lector normal. A no ser, eso sí, que al llamado lector normal (qué novelista no ha tenido que escuchar en una reunión social una variante de esta frase: “Ah, si yo le contara a usted mi vida podría escribir una novela alucinante”) cansado de percibir el escaso  entusiasmo del novelista de turno por escuchar esa historia alucinante le dé por ponerse a juntar letras con intención de que acaben siendo una novela. Inevitablemente, y más bien antes que después, el neonato escritor  acabará descubriendo por sí mismo la servidumbre a la que me estoy refiriendo, y que no es otra sino el gigantesco trabajo que debe llevar a cabo el novelista para que no se note, justamente, la enormidad del trabajo que está obligado a tomarse para camuflar los parches, remiendos, ocurrencias, tachones, salidas en falso y demás argucias del oficio que finalmente le permitirán presentar un texto limpio y dotado de esa cualidad que los críticos de antes definían como poseedor de “una difícil sencillez”.

Todo lo cual me venía a la cabeza  mientras releía  esta curiosa novela  reeditada ahora, más de treinta años después, por Javier Marías en su editorial Reino de Redonda. La  historia que se narra sale de una crónica medieval auténtica escrita por el sire Jean de Joinville y titulada Livre des Saintes Paroles et des Bons Fets de Notre Saint Roi. En principio, y porque tal era la costumbre entonces, la crónica de Joinville debía reflejar  los hechos  acaecidos durante  la  Cruzada a Tierra Santa promovida en 1248 por  el rey Luis IX, elevado en 1297 a  los altares como San Luis de Francia. Ese séptimo  intento de liberar  los Santos Lugares fue un nuevo  desastre y el ataque y asedio a la ciudad egipcia de Al-Mansurah, o Mansurá, se saldó con la derrota y captura del rey sus caballeros cristianos, todos los cuales permanecieron cautivos del infiel hasta ser liberados en 1254 tras el pago de un sustancioso rescate.

A lo que parece, el joven cronista salió tan escarmentado de las aventuras bélicas  que además de negarse a acompañar a su señor en la Octava Cruzada (un nuevo fracaso que le costó la vida al rey santo) fue a buscar refugio en sus posesiones tras  renunciar formalmente a su  compromiso de cronista. Y hubiese muerto feliz en el olvido de no ser porque en 1307, y cuando él había sobrepasado los ochenta años de edad, la reina Juana de Navarra, esposa de Felipe el Hermoso y madre del futuro Luis X, logró convencerle de que se valiese de los hechos guerreros de rey santo para camuflar una especie de compendio de las virtudes que deben adornar a todo buen soberano cristiano. Se comprende mejor el interés doctrinario de la reina madre si se tiene en cuenta que a su heredero algunos historiadores actuales le llaman el Obstinado y otros el Pendenciero.

Es decir que en el proceso de transformar una crónica medieval en una novela del siglo XX, nada menos, el autor partió de una crónica que además de falsa (pues parece más un breviario que un tratado militar) era un relato en  el que “lo increíble era más verdadero que lo posible”, razón por la cual, y como el propio Azúa avisa en una nota dirigida al lector, optó por “añadir episodios inventados para dar más verosimilitud al relato”. Una vez metido en la senda de inventar lo verosímil (una operación que una estudiosa italiana ha calificado de palinsesto mientras que Jacinto Antón, el autor del Prólogo, prefiere denominarla “cachonda”) el autor cuenta con la inestimable complicidad del narrador (asimismo inventado), pues al poco de iniciar el relato declara haber sido elegido por los poderosos y añade: “este ser yo quien soy, más lo debo a quien me eligió que a mí mismo, y me creo obra de otro que quiso hacerme así como soy”. Mayor libertad de acción para intervenir, cambiar, añadir o quitar, imposible.

El resultado es una narración que, más de treinta años después de acabada, conserva toda su frescura y creatividad y se deja leer de un tirón sin que al cabo importe ya qué hay de verdad e invención en el relato.

 

Mansura

Félix de Azúa

Reino de Redonda.

 

 

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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