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Botas de lluvia suecas

Por 16 de diciembre de 2016 Sin comentarios

Javier Fernández de Castro

 

 Se supone que tras escuchar el fatídico “Caballero, la ciencia ya no puede hacer nada más por usted”, el así desahuciado empieza a traspasar la difusa divisoria entre la vida y la muerte y se adentra en ella hasta terminar desapareciendo incluso de la memoria. ¿Quién dice usted? No, lo siento, nunca he oído hablar de esa persona que menciona. Es posible que haya vivido aquí, pero seguramente fue hace mucho tiempo. Adiós.

En enero de 2014, cuando ya estaba inmerso en la redacción de Botas de lluvia suecas,  a Henning Mankell le descubrieron un tumor maligno y ya incurable (metástasis) El epílogo de esta que iba a ser su última novela lo firmó casi un año más tarde en Antibes, en marzo de 2015, y murió en el mes de octubre de ese mismo año. Leyendo sus memorias, o espigando en las entrevistas concedidas por aquellas fechas, queda muy claro que no tenía ningunas ganas de morirse y que de haber tenido ocasión aún le hubiese dado unas cuantas oportunidades más a Wallander y al resto de personajes que bajo diferentes nombres pero dotados de un indisimulado parentesco entre sí le han acompañado a lo largo de su prolongada y fecunda producción artística. Ello no por no hablar de los innumerables proyectos de orden social y cultural que tenía en marcha o de los frentes políticos que se le abrían de continuo y que hubiese preferido llevar hasta el final.

Aunque resulte decididamente morboso parece inevitable que el lector, mientras se sumerge en el Mankell de siempre, se plantee  hasta qué punto la conciencia de estar desahuciado, o el progresivo e inevitable decaimiento físico provocado por su situación, llegó a afectar al escritor hasta el punto de infiltrarse en su escritura y a condicionar la calidad o el desarrollo de la misma.

Es indudable que en ocasiones parece como si Mankell, de manera consciente o no, quisiera compartir su angustia y buscase algún tipo de complicidad con el lector.  El protagonista de Botas de lluvia suecas es un cirujano que desgració de por vida a una paciente (a la que amputó el brazo sano) y que el lector fiel a Mankell ya conoce por una novela anterior titulada Zapatos italianos. Es un hombre mayor, con una trayectoria profesional arruinada debido a que aquel error fue tan injustificable que ni siquiera él ha logrado perdonarse. En su anterior aparición, el  desterrado veía perturbados sus doce últimos doce años  soledad por la llegada a su isla de Harriet Hörnfeldt, una antigua amante a la que abandonó si justificación alguna y que ahora regresa a su vida caminando sobre el hielo, cric,crack, ¡con la ayuda de un andador! Años después de aquella visita que le dejó como herencia la aparición de una hija de treinta años cuya existencia desconocía, Frederik Weslin, vuelve a ver convulsionada su apartada existencia por un incendio que arrasa hasta los cimientos la casa de sus abuelos. En sus prisas por salvarse de las llamas se echa por encima un impermeable y se calza unas botas de lluvia que por desgracia resultan ser las dos del pie izquierdo. Todas sus restantes posesiones y bienes y notas y escritos y recuerdos han quedado reducidos a una maloliente masa de cenizas.

Al plantear una situación tan ambigua (un hombre ya mayor y cansado que acaba de quedarse sin nada y debe decidir si empieza a reconstruir su vida desde cero o bien si puede tirar con lo puesto hasta el final) Mankell si situó en un terreno en el que realidad y ficción tenían que solaparse por fuerza. En una de las muchas evocaciones a las que se entrega el anciano, por ejemplo, se cita el caso de un atlético joven que acude a un hospital convencido de padecer una hernia discal y le detectan un cáncer de pulmón que ya ha hecho metástasis, por lo que el dolorcillo en el cuello es una consecuencia de las células malignas que el tumor está expandiendo. No por casualidad ése fue el caso de Mankell cuando acudió al médico para tratarse lo que él creía una molesta tortícolis. Lo mismo cabe decir de ese otro personaje que se queja de que “ya no se enseña a la gente a morir”, o las diversas alusiones a la muerte que surgen aquí y allá.

Pero ojo porque  Botas de lluvia suecas no es un largo adiós y mucho menos un lacrimógeno testimonio autocompasivo  del tipo qué he hecho yo para merecer esto. Es verdad que muchas veces parecen coincidir el discurso de Frederik Weslin y lo que Mankell debía de estar sintiendo en ese momento. Pero las que mandan son la lógica y la coherencia literarias, y en caso de discrepancia entre ficción y  realidad se resuelve en favor de la primera. No obstante, sí cabe señalar un matiz diferenciador con respecto a escritos anteriores. En la obra de Mankell la soledad es un imperativo absoluto, el principio más fuerte como si dijéramos, al que es inútil oponerse porque forma parte de la condición humana.

En esta novela, como en las anteriores, los personajes son huraños, antipáticos, distantes y sin el menor gusto por los placeres sencillos (la comida, la bebida, compartir un cigarro y una cerveza viendo atardecer). A pesar de lo cual es perceptible una apuesta por la compañía de otros. Que no te libran de la soledad ni te permiten salvar la barrera del aislamiento, pero que están ahí y ya que no afecto al menos merecen atención y hasta tomarse la molestia de  reconstruir una casa para ofrecer un refugio frente a la intemperie. Como suele decirse, sin fe pero con esperanza. Y algo es algo.

 

Botas de lluvia suecas

Henning Mankell

Traducción de Gemma Pecharromán Miguel

Tusquets

 

 

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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