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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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El amigo mexicano

Me tiene muy inquieto el Premio Nacional de Literatura. Algo fundamental está fallando en este galardón, como se llama. Llevan ya dos años, antaño con Sánchez Ferlosio y hogaño con Sergio Pitol, premiando a auténticos escritores, artistas verdaderos, modelos de prosa tan vivos como un salmón del Bidasoa. Esto no puede seguir así. Los grandes premios, como el Nobel, han de equivocarse por completo si quieren mantener su prestigio. Han de premiar a mentecatos como Harold Pinter, cuyo rasgo más literario es estar casado con Antonia Frazer. El Nacional de Literatura había mantenido muy alto el pendón. Recuerdo aquel año en que un amigo propuso a Gil de Biedma y ante su espanto el grueso del jurado se inclinó, compasiva y delicadamente, por Raquel Meyer (¿o era Conchita Piquer?), que al parecer podía dejarnos en cualquier momento ya que contaba ciento ocho años de edad, o algo por el estilo. Lo juro. Los testigos viven. Algún día (si él me lo permite) me gustaría contar cómo conocí a Sergio Pitol hace treinta años. Él era entonces un personaje novelesco. Nos peleamos a muerte y nos reconciliamos con igual facilidad. Su paso por Barcelona fue tan decisivo como el de Vargas Llosa o García Márquez, pero discreto, en obediencia a su carácter. Sus amigos aprendimos muchísimo. Por ejemplo, a través de algunas colecciones como la serie “Los Heterodoxos” de Tusquets, que nos descubrieron páginas de Grotowski, de Lu Hsun, de Cristóbal Serra, de Gombrowicz, ¡el Giacomo Joyce de Joyce!, ¿y aquel Roussel, Cómo escribí algunos libros míos, traducido por Pere Gimferrer con prólogo de Foucault?, en fin, delicatessen. Entre los Heterodoxos figuraba una estupenda antología de Cioran titulada Contra la Historia, traducida y prologada por Esther Seligson. El libro, como todos los anteriores, lleva treinta años agotado. Podría reeditarlo uno de esos sellos pequeños y combativos. Para hacer boca, les transcribo un aforismo:

Escuchad a los alemanes y a los españoles justificarse: harán resonar en vuestros oídos siempre el mismo estribillo: trágico, trágico... Es su modo de hacernos comprender sus calamidades o sus estancamientos, su manera de realizarse... Mientras que en los Balcanes oiréis a propósito de todo: destino, destino... Así disfrazan sus tristezas inoperantes los pueblos demasiado cercanos a sus orígenes. Es la discreción de los trogloditas”.

¡La discreción de los trogloditas! ¡Qué título para describir la actualidad hispana!

***

Corrección: La película mencionada el 12/XII no era Mirindas asesinas sino Acción mutante. Gracias, Citando.

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14 de diciembre de 2005
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Día del demonio

En el interior de la inexpugnable fortaleza de Hegel, aquella pirámide del Saber Absoluto que roza el techo del cielo, todo el espacio es sagrado, pero hay una habitación de la risa. La describe en la Fenomenología, pero aparece una y otra vez en su Filosofía del Arte. Aprovecho la fecha infausta para largarles su descripción. La espiral del conocimiento teórico que asciende fatalmente hacia el Concepto, va superando estadios mediante saltos dialécticos. Cada nuevo salto sitúa al Espíritu en un escalón más cercano del Saber Absoluto. Sin embargo, el Espíritu da saltos discretos, pero también los da abismales. Un salto discreto es, por ejemplo, el que lleva del templo hindú cubierto de cuerpos en copulación a la abstracta pirámide, de la escultura griega al sarcófago romano, de la basílica románica a la catedral gótica. Un salto abismal, en cambio, es el que asciende de Oriente a Occidente, del politeísmo al monoteísmo, del Antiguo Régimen a la Revolución Burguesa. Pues bien, cuando se va a producir cada uno de estos saltos mortales, aparece la comedia. El chiste de la Esfinge abre la puerta del conocimiento con Edipo en Tebas. Aristófanes se burla de Sócrates que “está en las nubes”. Don Quijote anuncia el fin del mundo cristiano muriendo cuerdo. Marivaux y Beaumarchais preparan la decapitación del Rey con doncellitas descaradas y sensatas. Una carcajada saluda cada fin-de-mundo a lo largo de la historia de la especie. Dice Hegel que tal cosa sucede cuando los humanos se sienten aliviados: ¡por fin pueden abandonar las convenciones y rituales que les han esclavizado a una sociedad muerta! La sensación de libertad produce risa. Me pregunto qué pensaría de nuestro tiempo. Es cierto que, mires adonde mires, te ataca la risa boba de un cómico parlamentario, periodístico, televisivo, que todo es un chiste, que domina por doquier el escalofriante pendón que pasean los celebrantes del Entierro de la sardina de Goya, aquella carota imbécil, deformada por una risa beocia. No veo, sin embargo, alivio ninguno en la esclavitud de las viejas creencias y rituales. Todo lo contrario. Hay mucha risa, sí, pero es moralizante, dogmática y agraviada. Tiene muy poca gracia. ¡Qué diferencia con la ligereza, la agudeza, el desenfado de Las bodas de Figaro! No será comedia. Será nuestro modo de representar la tragedia.

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13 de diciembre de 2005
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Te canto un bloguero

En el blog de Pierre Assouline (Le Monde, 6 diciembre) aparece una entrevista con Alain Finkielkraut que nos señala con el dedo. Habla el filósofo francés sobre el sutil pero inexorable proceso que va tecnificando nuestra vida cotidiana y lo ve como un desarrollo de la conformación social, una potencia acéfala que va dando forma a la masa social informe. Se diría hijo del último Walter Benjamin, tras el desengaño comunista, cuando comprendió que la llamada “tecnología” no está a nuestro servicio, sino que somos nosotros quienes servimos a la tecnología. Aquella tremenda sospecha de que la tecnología, ella misma, tenga un proyecto y nos lo vaya imponiendo. Según Finkielkraut, los que escribimos en Internet, como Assouline o yo mismo, somos utensilios al servicio de ese proyecto. Sus proletarios. Cito un párrafo muy concentrado y perfecto de la entrevista:

“El futuro de la cultura no es el desierto del silencio total bajo un poder aplastante, sino, más bien, la glosolalia, la exuberante volubilidad de una blogosfera planetaria. (...) La información, internet, ahogan las obras en un flujo textual informe, sin contenido. Y eso satisface cierta forma de igualitarismo. (...) No acabo de ver cómo podemos resistirnos a este fenómeno, ya que tiene para sí una doble legitimidad: la del progreso técnico y la de la democracia triunfante”.

Estruendo de un millón de niños parloteando con otro millón de niños todos los días, a todas horas, sin compasión, a través del portátil. Coro cósmico de la glosolalia, la voz del cosmos como chirrido de un millón de termitas en pantalón corto. Cualquiera les dice que no tienen derecho a llenar el universo con sus chismes y que para eso no se inventó el teléfono. Sí, se inventó exactamente para esto. Y aquí estamos, los del blog, unos años más tarde, ejerciendo nuestro derecho como los niños. Ciertamente, lo más difícil para la vieja escuela va a ser la adaptación a una democracia masiva que desprecia los valores clásicos: esfuerzo, agonía y éxtasis, inteligencia singular, individualismo heroico, pieza única y original, selección de lo óptimo, lentitud, aislamiento. La antigua meta era la “obra maestra”, seguramente lo más odiado por la democracia de masas. Las obras maestras son hoy un destino turístico. Así decían los personajes de aquella gran primera película de un hombre acabado: “¿Qué derecho creen tener para ser más altos y más guapos que nosotros?” Y procedían a masacrar a todos los que eran más altos y más guapos que ellos. Creo que se llamaba “Mirindas asesinas”, gran título. La primera película sobre los derechos históricos de las identidades resentidas.

(L’avenir de la culture, ce n’est pas le désert du silence total sous un pouvoir écrasant, mais, en effet, la glossolalie, la volubilité exubérante d’une blogosphère planétaire. (…) L’information, internet noient les œuvres dans un flux textuel informe, sans contenu. Et cela satisfait une certaine forme d’égalitarisme. (...). Je ne vois pas bien comment résister à ce phénomène, car il a pour lui une double légitimité : celle du progrès technique et celle de la démocratie triomphante.)

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12 de diciembre de 2005
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La realeza

Recuerdo algunas discusiones sobre el realismo (o la verosimilitud), a propósito de la novela de Cercas en la que figuraba como protagonista el padre de Sánchez Ferlosio. ¿Se pueden mezclar acontecimientos ficticios e históricos con la justificación del género novelero? ¿No es deshonesto? Bueno, ficción novelesca y acontecimiento histórico no parecen dos especies distintas. Seguramente pueden hibridarse. Son como el whisky y el hielo. Si el whisky es muy bueno, no le pongas hielo. O sí. Casualmente tropiezo con un pasaje de La orgía perpetua, el muy brillante ensayo de Mario Vargas Llosa sobre Flaubert, que me viene al dedillo. En la mitad justa del ensayo, Vargas comenta una carta de Flaubert a Louise Colet en la que dice no poder escribir “lo que ve” (la realidad), sin “transfigurarlo” (la ficción). Este “elemento añadido”, este imponderable, dice Vargas, es lo que da originalidad a la obra y autonomía a la “realidad ficticia”. Pero entonces se le cruza una intuición, no tiene tiempo de desarrollarla, y la deja como nota a pie de página: “1. El elemento añadido, o manipulación de lo real, no es gratuito: expresa siempre el conflicto que es origen de la vocación y puede ser poco o nada consciente por parte del escritor. Naturalmente, el elemento añadido es detectado por el lector en función de su propia experiencia de la realidad, y, como ésta es cambiante, el elemento añadido muda también, según los lectores, los lugares y las épocas”. ¡Menudo jardín derridiano! Nos encontramos con una experiencia A (un fact) que el escritor transfigura inconscientemente en experiencia B gracias al elemento añadido. El lector transforma inconscientemente la experiencia B en experiencia C, según su propio elemento añadido. La coincidencia entre los facts A y C es absolutamente indemostrable, pero ambos, autor y lector, están persuadidos de referirse a lo mismo. De modo que si alguien considera que esa novela es “realista”, lo que está diciendo es que él, el lector, es “real” porque se reconoce en ese texto al cual otorga estatuto de realidad. Dicho en plata: el realismo de las novelas de Flaubert consiste en crear un tipo de lectores realistas. La realidad a la que se refieren autor y lector, sin embargo, no está en ningún lugar, sólo entre las páginas de un libro cuyo contenido es distinto para cada lector. Simultáneamente, quien no considera “realista” o verosímil ese texto (por ejemplo, porque conoció personalmente a Sánchez Mazas) tiene su realidad en otro lugar. Quizás en Tolkien. ¿Qué habría sucedido si el protagonista se hubiera llamado Pérez Martillo? ¿Habría arrastrado al mismo número de lectores? ¿Habrían aceptado su verosimilitud?

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9 de diciembre de 2005
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Palinuro

“Tengo una sola ambición: escribir un libro que se mantenga vigente durante diez años”. El audaz propósito de Cyril Connolly, escrito en 1938, se ha cumplido con creces. Setenta años más tarde sigue siendo reeditado. Su mérito es mayúsculo porque no es un novelista, sino un crítico literario. ¿Caso único? ¿Qué comentarista de las letras de los años treinta podemos leer en la actualidad? No ha aguantado ni siquiera Edmund Wilson. En realidad, con aquella frase Connolly señalaba hacia un agujero negro que no ha hecho sino crecer. “Digo diez años porque ése es el tiempo que llevo escribiendo sobre libros y porque puedo afirmar (...) que dentro de poco escribir libros que duren una década, especialmente los de ficción, será un arte extinto”. De Connolly a Juan Marsé ese temor no ha desaparecido sino que se ha intensificado. Hay matices. En tiempos de Connolly el problema afectaba a la rapidez con la que pasaban de moda los autores, a causa del estilo. En consecuencia dice: “Es preciso buscar una calidad que mejore con el tiempo”. Connolly creía que una radicalización del arte literario produciría libros más longevos. Sus modelos para la duración son irreprochables: Eliot, Yeats, Forster.. bueno, y Maugham, el único patinazo de época. Nosotros no podemos contar con ese remedio. Un libro aguanta en librería lo que tarda en venderse. Si no vende, desaparece. Ha de vender mucho el primer mes si quiere durar un año. Y muchísimo el primer año si quiere durar dos. Cuanto mayor sea la exigencia artística del texto, menos posibilidades tiene de durar. Para durar, en todo caso, ha de aplicar la fórmula opuesta y rebajar todo lo posible la calidad artística. Es cierto que algunos libros indudablemente artísticos han alcanzado grandes ventas y se han mantenido años en librerías, como ciertas novelas de Marías, pero hay una variante fundamental. Connolly citaba dos poetas y dos novelistas. Nosotros ya no podemos, honradamente, incluir a los poetas. Ha caído la reina. El rey es más vulnerable que nunca. También intuyó este proceso implacable de acabamiento de la poesía: “Poetas que discuten sobre poesía moderna. Chacales que gruñen en torno a un manantial seco”. Esto escribe en su más famoso libro, La tumba inquieta. Y por esas cosas raras de la vida, como dice la canción, ahora se publica en España una edición de Connolly como no la hay en ningún idioma europeo, incluido el inglés. Admirable trabajo de Miguel Aguilar, Mauricio Bach y Jordi Fibla para la editorial Lumen. Figuran dos artículos que no incluye la edición británica: “Los diplomáticos desaparecidos” (1951) y “Barcelona” (1945).

* Un tertuliano preguntaba por la historia de Piaget. Está en: Douwe Draaisma, Why life speeds up as you get older. How memory shapes our past, Cambridge UP.

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8 de diciembre de 2005
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Economía y delito

La novela más original de la edición europea (o mundial) acaba de publicarse en España. Se titula El año que tampoco hicimos la Revolución y su autor es el Colectivo Todoazen (Editorial Caballo de Troya). Este colectivo lo forman el economista J.G. (que declara unos ingresos brutos anuales de 26.000 euros), el sociólogo I.E. (14.000) y el escritor B.C. (9.500). No es difícil de adivinar quién es B.C. El libro narra en 365 páginas los acontecimientos que tuvieron lugar a lo largo de un año, de mayo a mayo de 2004/5, y su argumento es relativamente simple. Se trata de una novela de misterio: ¿por qué la población de aquel lugar no se amotinó y pasó a cuchillo a sus representantes políticos, procediendo luego a colgar de las farolas a los banqueros, financieros, plutócratas y oligarcas? Viene a ser como Las viñas de la ira, de Steinbeck, pero aquí. Los acontecimientos que se narran son espeluznantes. La novela comienza con un motín en una prisión catalana. Sigue luego con los beneficios de bancos y cajas de ahorro españoles, los de las grandes empresas, los monopolios disfrazados, los grandes consorcios. De vez en cuando ese relato se interrumpe para desarrollar una segunda línea novelesca, la de los despidos, traslados de empresas, desubicaciones, multiplicación del precio inmobiliario, estancamiento de salarios, acelerada subida del precio de subsistencia y así sucesivamente. El texto se ve hábilmente entrecortado con asesinatos, robos, asaltos, reclusiones forzosas, juicios y condenas, dramas de inmigrantes, prisiones. De vez en cuando, una entrevista o una carta añade una nota de emoción, como la muy tremenda de Lothar Baier antes de suicidarse. Todos y cada uno de los sucesos está rigurosamente copiado de la prensa diaria. El colofón del libro es un poema de Bertold Brecht (Resolución de los Comuneros) que debería ponernos en pie y salir a la calle para incendiar sucursales de banco. En lugar de eso, aquí estoy, escribiendo como un idiota. Por lo menos ya saben dónde tienen toda la información económica del año 2004/5 en España, situada en un contexto sociológico aterrador y dispuesto con el montaje artístico de Walter Benjamín en el Libro de los Pasajes. Es la novela del año. Y todo lo que cuenta es real como la vida misma. Al igual que el Colectivo Todoazen, este redactor se asombra de que vivamos en el paraíso, según dice el gobierno, y que el único problema del país sea la metafísica nacionalista. También se asombra, habiendo conocido la prensa de resistencia contra el franquismo, que la opinión pública española se parezca tanto a la de Ceacescu.

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7 de diciembre de 2005
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Decir la verdad

Cuenta Jean Piaget que cuando contaba muy pocos años un hombre trató de secuestrarlo en pleno centro de París. Iba acompañado por su niñera y la esforzada muchacha opuso una resistencia tan feroz que logró poner en fuga al criminal, no sin antes recibir heridas en el rostro. Recordaba el epistemólogo con nitidez a las gentes que acudieron en ayuda de la heroica niñera, e incluso el uniforme de los policías que levantaron acta del suceso. Muchos años más tarde, la niñera sufrió una repentina iluminación religiosa y entró como pupila en un establecimiento cristiano. Escribió entonces una carta a los padres de Piaget pidiendo perdón por sus mentiras. Todo había sido un invento. Ella misma se había autolesionado para impresionar a sus patrones y conservar el empleo. Junto con la carta, devolvía el reloj de oro que le habían regalado en agradecimiento por su valentía. El relato histórico se mostraba falso. No así el recuerdo de Piaget, el cual sería para siempre verdadero. Se pueden desmentir los hechos, pero no pueden borrarse los sentimientos hacia atrás. Este es el peligro que trae consigo la presencia de niños o jóvenes inmaduros en algunos juicios que tratan de establecer una verdad relacionada con la memoria. Acaba de suceder en Francia, tras la absolución más escandalosa de la historia judicial francesa. Y está pasando en Barcelona, como en su día denunció Arcadi Espada a raíz de los procesos por pederastia en el barrio de El Raval. No de otro modo se experimentan algunos sucesos históricos (derrotas, humillaciones, agravios) basados en hechos demostradamente falsos, pero que siguen viviéndose como emocionalmente verdaderos por los nacionalistas. El establecimiento de una verdad aceptable tropieza con dos obstáculos. El primero, por la izquierda desorientada, presenta la verdad como un puro resultado de los intereses de los poderosos. Por la derecha, en cambio, la verdad sólo puede ser establecida por la tradición y la autoridad. Encontrar una verdad posible es tarea de artistas, científicos y filósofos. Una novela como Demonios, de Dostoievsky, dice la verdad sobre los grupos terroristas actuales. Filósofos como Michael P. Lynch, en su reciente estudio divulgativo La importancia de la verdad (Paidós), ayudan a evitar relativismos y fundamentalismos. Los científicos denuncian a los falsos expertos y los fraudes disfrazados de investigación académica. Una triple alianza. El resto es publicidad.

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5 de diciembre de 2005
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Excitantes

"Ayer, con el voluminoso libro filosófico de Iris Murdoch (...) Mi aversión hacia ella ha crecido tanto, que tengo que decir algo aquí”. Este apunte de Elias Canetti en Fiesta bajo las bombas (Galaxia Gutenberg) da paso a uno de los más violentos y crueles retratos de los muchos que contiene el libro dedicado a su etapa inglesa. Canetti describe con la delicadeza propia de un cirujano de prisión turca la seducción, copulación y mutua frustración sexual que arrastró durante dos años con la suave novelista inglesa. No explica, sin embargo (eso lo sabemos por otros testimonios), que en ocasiones se acoplaban en la alcoba del piso superior, mientras la esposa de Canetti entretenía al turbado acompañante de Iris en el salón de la casa. Repugnantes escenas que según Canetti fueron provocadas por la estupidez de Iris. En el texto se despacha con una abyecta descripción del cuerpo de la pobre mujer, con especial delectación en sus pies planos y sus andares de osa. El odio es tan intenso que incluso el voyeur más impúdico siente un cierto rubor. Canetti necesitaba odiar para escribir. En un reciente artículo de Ritchie Robertson se cita a un personaje, Robert Neumann, que fue “objeto de odio perdurable” y también “ídolo de odio”, usado por Canetti como utensilio sádico para excitarse a escribir. Sólo si odiaba intensamente lograba que su pluma lubricase hasta manchar el papel, del mismo modo que otros escritores, como Yeats, concibieron sus mejores páginas movidos por un intenso deseo amoroso. Quedan aún muchas páginas de Canetti dictadas por el odio y guardadas en los archivos de la Biblioteca Municipal de Zurich. Cada año se editan unas cuantas, regularmente traducidas por la admirable Galaxia Gutenberg, pero muchas no se pueden publicar antes de 2004. Canetti era consciente de que sus notas eran cuchillas oxidadas que hurgaban en heridas abiertas y que a él le encantaba retorcer la punta. De modo que decidió ser bondadoso y ahorrar sufrimientos, una vez muerto. ¡Qué diferencia con el odio de Bernhard! También al austriaco le excitaba el odio, pero jamás se permitió un descenso a la abyecta prensa amarilla. Es la diferencia entre un gran artista y un malogrado, por más Premio Nobel que le cayera. No. Estoy exagerando. Muchos escritos de Canetti merecen el Premio Nobel. Por ejemplo, su estudio sobre las cartas de Kafka a Felice. Por ejemplo: “Hitler según Speer” (en La conciencia de las palabras). Aquí el odio está bien dirigido.

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5 de diciembre de 2005
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Los malvados

Sus vidas tienen dos partes. En la primera son bestias feroces, matan, asesinan, violan, roban, secuestran, humillan, torturan. Todo el mundo les teme. Los grandes de este mundo les adulan. En la segunda parte son piltrafas humanas, arrastran una vida inútil, deliran, se han quedado solos. Un periodista con garra, Riccardo Orizio, ha elegido esa segunda parte de sus vidas para investigar el carácter de los tiranos. Es muy instructivo. Los ocho sátrapas aparecen retratados en su momento terminal, convertidos en basuras que los poderosos se sacuden de encima. Ahora, restos de un pasado que nadie quiere recordar, viven ocultos en lugares extraños. Idi Amin, por ejemplo, aquel psicópata que entre otros caprichos ordenó cortar las piernas y brazos de una de sus mujeres, Key, y que luego la cosieran, pero con los miembros cambiados de lado, sobrevive protegido por los árabes saudíes. El monstruoso Bokassa, que guardaba en el refrigerador de su palacio decenas de cadáveres, sobre todo de dirigentes estudiantiles, para servirse de vez en cuando un bocado, sólo llora recordando la ingratitud de su protector, Giscard D’Estaign. Enver Hoxha, quien, loco de miedo, secuestró al desdichado dentista Petar Zapallo al que tanto se parecía, para que le hiciera de doble en todas las ceremonias oficiales (eran legión los que deseaban su muerte), comparece ante Orizio como un enfermo descerebrado, manejado como un pelele por su mujer, la poderosa Nexhemije, el verdadero cerebro de la tiranía. Caso muy similar al de Milosevic, muñeco estúpido en manos de su mujer, extraño e inquietante personaje monjil, bilioso, que provoca escalofríos. Y así van desfilando Mengistu, Duvalier, Jaruzelski, Noriega. El conjunto compone un magnífico fresco moral, a la manera de Séneca, sobre el poder absoluto, la destrucción social, la miseria moral. También, sobre el cinismo de quienes se benefician de los tiranos y luego los arrojan al estercolero cuando ya no los necesitan. Hay diez novelas en estas vidas dedicadas a la maldad. El libro, Hablando con el diablo, editado por Turner/Fondo de Cultura, deberían leerlo los escolares. Menos religión y más moral, queridos católicos.

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2 de diciembre de 2005
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En ciernes

Eran unos veinte. Gente joven y de ambos sexos. Estaban allí como matriculados en un máster. Quieren ser escritores. Cada año, Ana Rodríguez Fischer me invita a participar en este curso y cada año descubro que todavía hay veinte jóvenes dispuestos a hacer de la escritura su medio de vida. Pero no es un medio de vida, es una vida entera. Como medio de vida uno puede elegir la informática o conducir camiones, pero no la escritura, porque no es un medio sino un todo. No ocupa un horario laboral, sino un horario vital. No tiene horario. Ni vacaciones. Quienes escriben de verdad, escriben incluso después de muertos. Sin embargo, no quise desanimarles. Admiro la terquedad con que se aferran a ese sueño: ser escritor. Porque, además, no quieren ser escritores profesionales. Quieren ser escritores y punto. Sin calificativos. Hago lo posible por manifestar la crudeza de la situación: han desaparecido casi por completo los lenguajes particulares, los de las diferentes regiones, los de las profesiones, los de los barrios, los de jóvenes y viejos son ya iguales, los hombres y las mujeres tienen ya el mismo lenguaje. Proust podía definir un personaje simplemente haciéndole hablar. Incluso Ferlosio, en El Jarama, definía a sus personajes mediante peculiaridades lingüísticas. Nosotros ya no podemos. La variedad y riqueza de los lenguajes particulares era lo que daba color, respiración, movilidad a las novelas de Balzac, de Dickens, de Galdós. En la actualidad hay un único lenguaje unificado y romo, sin rasgos ni expresión. Unidimensional, monocromo, televisivo. Con semejante instrumento se multiplican las historias triviales que chapotean en un sentimentalismo azucarado. Es lo que acabó con la paciencia de Marsé en el último premio Planeta. Su exasperación es comprensible. ¡Tener que tragar ese jarabe! Ian McEwan, el gran artesano, trató de hacer verosímil un lenguaje particular con el cirujano de su última novela, Sábado. El resultado es un desastre. El personaje principal parece un médico de culebrón, de esos que hablan con un cientifismo de cartón piedra. ¡Hasta Dostoievsky podía diferenciar a un campesino de un funcionario o de un príncipe, sin tener que gritar: “¡Ojo, que es un campesino! ¡Cuidado, que entra un príncipe!”. No consigo desanimarles. Cuando comienza el turno de preguntas, advierto de inmediato que están irritados, que no aceptan mi derrotismo, que siguen creyendo en una literatura capaz de codearse con Balzac y Cervantes. Sus argumentos son a veces excesivamente simples (“los humanos cambian y hemos de dar cuenta del cambio”), a veces son erróneos (“ahora tenemos teléfonos móviles y eso modifica los argumentos”), a veces son colosalmente erróneos (“hemos progresado mucho desde Cervantes”), pero no importa. Estas justificaciones son puros síntomas de deseo. Quieren, exigen, que siga habiendo una gran literatura, duradera, gloriosa, capaz de dar sentido a nuestra enigmática presencia bajo el sol. Me pregunto si se han planteado, de verdad, que sólo depende de ellos. Es para echarse a temblar.

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1 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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