Félix de Azúa
Eran unos veinte. Gente joven y de ambos sexos. Estaban allí como matriculados en un máster. Quieren ser escritores. Cada año, Ana Rodríguez Fischer me invita a participar en este curso y cada año descubro que todavía hay veinte jóvenes dispuestos a hacer de la escritura su medio de vida.
Pero no es un medio de vida, es una vida entera. Como medio de vida uno puede elegir la informática o conducir camiones, pero no la escritura, porque no es un medio sino un todo. No ocupa un horario laboral, sino un horario vital. No tiene horario. Ni vacaciones. Quienes escriben de verdad, escriben incluso después de muertos.
Sin embargo, no quise desanimarles. Admiro la terquedad con que se aferran a ese sueño: ser escritor. Porque, además, no quieren ser escritores profesionales. Quieren ser escritores y punto. Sin calificativos.
Hago lo posible por manifestar la crudeza de la situación: han desaparecido casi por completo los lenguajes particulares, los de las diferentes regiones, los de las profesiones, los de los barrios, los de jóvenes y viejos son ya iguales, los hombres y las mujeres tienen ya el mismo lenguaje. Proust podía definir un personaje simplemente haciéndole hablar. Incluso Ferlosio, en El Jarama, definía a sus personajes mediante peculiaridades lingüísticas. Nosotros ya no podemos.
La variedad y riqueza de los lenguajes particulares era lo que daba color, respiración, movilidad a las novelas de Balzac, de Dickens, de Galdós. En la actualidad hay un único lenguaje unificado y romo, sin rasgos ni expresión. Unidimensional, monocromo, televisivo. Con semejante instrumento se multiplican las historias triviales que chapotean en un sentimentalismo azucarado. Es lo que acabó con la paciencia de Marsé en el último premio Planeta. Su exasperación es comprensible. ¡Tener que tragar ese jarabe!
Ian McEwan, el gran artesano, trató de hacer verosímil un lenguaje particular con el cirujano de su última novela, Sábado. El resultado es un desastre. El personaje principal parece un médico de culebrón, de esos que hablan con un cientifismo de cartón piedra. ¡Hasta Dostoievsky podía diferenciar a un campesino de un funcionario o de un príncipe, sin tener que gritar: “¡Ojo, que es un campesino! ¡Cuidado, que entra un príncipe!”.
No consigo desanimarles. Cuando comienza el turno de preguntas, advierto de inmediato que están irritados, que no aceptan mi derrotismo, que siguen creyendo en una literatura capaz de codearse con Balzac y Cervantes.
Sus argumentos son a veces excesivamente simples (“los humanos cambian y hemos de dar cuenta del cambio”), a veces son erróneos (“ahora tenemos teléfonos móviles y eso modifica los argumentos”), a veces son colosalmente erróneos (“hemos progresado mucho desde Cervantes”), pero no importa. Estas justificaciones son puros síntomas de deseo. Quieren, exigen, que siga habiendo una gran literatura, duradera, gloriosa, capaz de dar sentido a nuestra enigmática presencia bajo el sol.
Me pregunto si se han planteado, de verdad, que sólo depende de ellos. Es para echarse a temblar.