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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Paraísos

La destrucción de los lugares aún silvestres o vírgenes es demasiado antigua como para que debamos sentirnos culpables los actuales arrasadores de lo que queda del mundo vivo. La melancolía es inherente al habitante de las ciudades. Y las ciudades las inventó Caín. El padre de Edmund Gosse fue uno de los más celebrados naturalistas de la era victoriana y enemigo ideológico de Darwin. Durante años estudió la fauna costera británica y pintó preciosas acuarelas de los pequeños crustáceos, caracolas, cangrejos, anémonas y otros habitantes del arrecife, con al ayuda de su hijo. Sus libros tuvieron un éxito loco hacia 1850 y gracias a ellos se extendió la moda de los acuarios domésticos. Aquello fue una catástrofe. Miles de curiosos londinenses cayeron sobre las costas como una plaga de termitas para cazar los pequeños y curiosos seres vivos que decorarían sus acuarios privados. En pocos meses la destrucción fue tan enorme que Gosse escribe en su célebre y excepcional autobiografía Father and son: “Los exquisitos productos de la selección natural fueron aplastados por la pezuña de unos individuos de bienintencionada aunque huera curiosidad (...) Nadie podrá ver nunca más las costas inglesas como yo las vi en mi infancia: aquella estampa submarina de oscuras rocas espejeando y titilando con infinitos colores, los sedosos estandartes púrpuras y carmesíes flotando como riachuelos sobre ellas” Así será también hoy, mañana y siempre, cada vez que alguien visite un lugar, lejos de la ciudad, donde alguna vez creyó haber sido feliz. 

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28 de diciembre de 2005
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Nace Jesús de Nazaret

La conversación circula suavemente por la mesa de reunidos navideños; quince personas, algún familiar y efectos colaterales. Runruneo apacible, discreción de la vida burguesa tan admirable como befada en los suplementos juveniles de la prensa altiva. De pronto alguien toca el asunto de la exposición de Caravaggio, en el Museo Nacional de Barcelona. “Maldición, pienso, llegó el momento del Arte”. Y, en efecto, de inmediato aparecen esas manías que nos definen como almas sensibles e intelectos sutiles. Disputas ingeniosas sobre el barroco del sur (los católicos) y el del norte (los protestantes). Una voz se levanta sobre las restantes. Tiene la nórdica melodía de una mujer vasca sumamente inteligente, y se queja. “No lo puedo soportar. No lo aguanto. Todos aquellos varones torturados, decapitados, castrados. Monjes esqueléticos, vírgenes tísicas. Esas mujeres humilladas, despreciadas, ese catálogo de horrores del Museo de Bellas Artes sevillano, machos masoquistas, hembras sádicas. No lo soporto”. Los varones, astutos, aducimos que mientras el sur mostraba cuerpos desnudos, parejas que simulaban la tortura pero en realidad copulaban; pasiones desatadas por la desesperación de pertenecer a naciones ignaras y salvajes, los del norte pintaban interiores burgueses, señoras haciendo calceta y las mercancías de un capitalismo a punto de comenzar a ganar la partida mundial. Pintura de vencedores. La disputa transcurre con la prestancia danzarina de un partido de tenis. Aquellos versos de Eliot: “In the room the woman come and go/ talking of Michelangelo”. Pero la armonía navideña se resquebraja cuando una voz, desde el rincón más oscuro, sin aviso ni advertencia, con un gruñido que empieza piano pero acaba fortísimo, comienza a gritar subiendo el tono en sucesivas oleadas: “¡Esbirros! ¡Todos ellos! ¡Los del norte y los del sur! ¡Sin excusa ni perdón! ¡Míseros esbirros, pintores, escultores, poetas, esbirros reptantes! ¡Puerca materia la que han ido acumulado, la que os permite hablar de ellos como si fueran otra cosa que esbirros y sanguijuelas! ¡Pretenciosos mayordomos!” Nos callamos durante apenas veinte segundos. Luego vuelve el run-run, como si nada hubiera sucedido. Personajes de Buñuel en El ángel exterminador.

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27 de diciembre de 2005
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El invicto

Una vez acabado el curso, hace ya dos interminables años, vino a verme a la salida de una clase. Estaba confuso porque había terminado la carrera, era ya arquitecto, pero no quería enterrarse en un despacho y esclavizarse como sus compañeros. Le aconsejé que viajara, que perdiera un par de años. Dudaba, pero asentía con la cabeza mirando al suelo. “En realidad, lo que sucede es que quiero escribir” “Mayor razón para viajar”, insistí. Al cabo de muchos meses y cuando ya había olvidado la conversación, recibí una postal enviada desde Lochmaddy, en las Hébridas exteriores. Rocas peladas, cortinas de espuma marina, líquenes e invertebrados. Allí había ido a parar, tras un periplo tan incomprensible como el de la hormiga hacia el hormiguero. Trabajaba en un pub, cada día llevaba arenques a las focas y los pingüinos de la escollera. Leía a Shakespeare sistemáticamente. Hoy nos hemos reunido para tomar un café. Apenas ha cambiado. Sigue teniendo la misma cara de crío, a pesar de una barba recortada en la que apuntan algunas canas. Está trabajando en un despacho de arquitectos, pero en Inverness, al pie de los montes Grampianos, no muy lejos de las focas y los pingüinos que (me temo) son su única compañía. “No, la gente es muy amable, aunque no hay nada alrededor. Ni pueblos. Cuatro casonas no son un pueblo. Edimburgo cae a tres horas de tren. Trabajo de las ocho a las cinco de la tarde. El resto del día es para mi, para escribir y leer”. “Habrás escrito mucho” Con gesto augusto saca una gruesa agenda del bolsillo. Está toda ella cubierta por una letra microscópica, de una perfección agresiva, como una inscripción cuneiforme. Calculo que daría unas ciento cincuenta hojas Din A4. “¿Es una novela?” “Un relato. Tengo cinco como éste” Al hojear he pillado palabras sueltas, “recortes”, “sacerdote”, “desistir”. Quedamos en que ahora lo pasará en limpio y me lo dejará leer. Cuando se aleja calle abajo, pequeño, concentrado, tan similar a un anarquista polaco del siglo diecinueve, pienso en que me gustaría que todo quedara aquí. No leerlo. Pensarlo sí, pero no leerlo. No leerlo jamás. La perfección. Dios le bendiga.

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26 de diciembre de 2005
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Nocturno

El taxi sube por la calle Aribau con suavidad; la sensación es aérea, con el casi imperceptible balanceo de un avión que alcanza los diez mil metros. La noche está particularmente tranquila y silenciosa, no hay nadie por las calles, parece un sueño. Las luces del alumbrado se deslizan con lentitud sobre el asfalto como haces de faro. Es una atmósfera submarina. Al llegar al cruce de Muntaner con Vía Augusta, sin embargo, se divisa un discreto grupo compacto, apiñado. Estamos detenidos ante la luz roja, los veo a lo lejos. Cuando cambia el semáforo advierto la moto tumbada junto a una ambulancia y dos coches de policía. Unas piernas de mujer, sin zapatos, salen por debajo de uno de los coches. Un grupo de hombres, en pie, inmóviles, podrían ser maniquíes. Las luces azules giran despacio, las luces amarillas destellan rápidas, nerviosas, las luces del semáforo se abren y se cierran. La ambulancia dispara su sirena pero no emprende la marcha. Nadie se mueve. Parece que algo va a suceder pero no sucede nada. Por un instante imagino que introduzco una moneda y la escena se pone en movimiento. El taxi continúa su camino. He viajado sin percatarme a los carruseles de mi infancia, a las ferias, a los farolillos azules, amarillos, verdes, rojos, a la sirena del tiovivo que anunciaba el primer giro. A los autómatas del Tibidabo. Quizás a un accidente olvidado. Se llamaban “atracciones”. En aquellos años no podía yo entender esa palabra, “atracciones”, y sigo sin entenderla.

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23 de diciembre de 2005
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La Balcells

El martes pasado fui hasta la Universidad Autónoma de Barcelona para asistir al doctorado honoris causa de Carmen Balcells. El salón del rectorado estaba lleno a rebosar. Si alguien hubiera puesto una bomba habría desaparecido un sesenta por ciento de la edición y un cuarenta por ciento de la literatura española. Los discursos oficiales fueron más distendidos y simpáticos de lo que suele ser habitual en estos sucesos. La respuesta de Carmen Balcells, antológica. A ella le gusta presentarse como una chica de pueblo que inadvertidamente ha montado un pollo tremendo en la mejor casa de putas de la ciudad. Y se excusa con una falsa timidez perfectamente imitada. No es una chica de pueblo. La conozco desde que comenzó a convencer pacientemente a los escritores de que cobrar por escribir era de izquierdas. Si uno compara la situación legal de los escritores de entonces con la de ahora, hay una distancia similar a la que media entre vivir en Mogadiscio o en Zurich. Esa distancia se ha recorrido, en buena medida, gracias a ella. Los editores dicen que la odian, pero la aman a escondidas porque saben que también ellos se han beneficiado con los cambios. Ya sé que eso nada tiene que ver con la calidad y que cuando Valle Inclán, Onetti o Benet cobraban miserias, eran artistas de un coraje superior a cualquiera de los actuales. No hablo de la decadencia de occidente, no soy Spengler, sino de la dignidad de unas personas que secularmente habían vivido de la mendicidad. Antes, en invierno, los escritores se ponían periódicos debajo de la camisa para protegerse del frío. Ahora ya pueden comprar camisetas de lana. Me parece un avance tan considerable como el de la penicilina. Y nadie vaya a creer que lo digo porque soy cliente suyo o por amistad. Lo que más admiro en Carmen Balcells no es su talento comercial sino su vida. La batalla de aquella muchacha paternalizada por Carlos Barral que comenzó defendiendo a cuatro escritores desconocidos y ha acabado recibiendo ofertas milmillonarias de un agente neoyorkino cuyo nombre no recuerdo, y me alegro. Viene a ser como la historia de Ronaldinho, pero con gente alfabetizada, en género femenino, y con más ropa encima. Una novela que nadie escribirá porque ya se encargaría ella de que no la publicara ni dios.

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22 de diciembre de 2005
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Qué risa

Curiosa, la contraposición que establece Cioran entre Beckett, poeta del Fin del Mundo, y Nietzsche, profeta de la Aurora de un Mundo Nuevo. De un retrato de 1970, uno más de los muchos que dedicó a su amigo, copio este párrafo:

“La más descabellada de todas las utopías es la del superhombre. Anunciando en la parte fastidiosamente «constructiva» de su obra un nuevo tipo de humanidad, Nietzsche cayó en el ridículo y mostró su ingenuidad; no hace falta ser en absoluto profeta para ver con claridad que el hombre ha agotado ya lo mejor de sí mismo, que está perdiendo la compostura, si es que no la ha perdido ya. «El universo entero apesta a cadáver», dice Clov en Fin de partida, esa respuesta a Zaratustra”.

¡Caramba! Nunca habría pensado que Beckett respondiera a Nietzsche. Seguramente Cioran lleva el agua a su molino y el superhombre nietzscheano no es lo que él imagina. Los ingleses de la época decían que el superhombre nietzscheano era Margaret Thatcher. Me parece cierto, sin embargo, que la obra de Beckett es una rotunda negación del valor de la vida. Los personajes de Beckett, sin duda, creen preferible no haber nacido, como los coros de Sófocles. Una posición que hoy sería abucheada. En eso, se advierte que pertenece a otro siglo. ¡Qué contraste con nuestro coro habitual! A pesar de las quejas y agravios, nuestro mundo es oficialmente interesante, ameno, bondadoso, comprometido, lúdico, solidario, en fin, el mejor de los mundos posibles. Una desesperación trágica como la de Beckett sería hoy considerada reaccionaria o resentida. Pero la seriedad de Beckett se sustenta sobre una indiscutible ironía, un humor pletórico. En tanto que la diversión oficial es de una severidad tediosa, lacrimógena, de señoritas del Sagrado Corazón. ¡Cuánto más vitales son los negativos suicidas de Beckett que los afirmativos vitalistas hodiernos! Aunque, eso sí, los humanos hemos agotado lo mejor de nosotros mismos. Un amigo dice que lo agotamos en cuanto se acabó el imperio asirio babilónico, último momento realmente serio de la humanidad.

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21 de diciembre de 2005
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La buena conciencia

Durante la pasada semana un amigo acompañó a Olivier Rolin en su paseo literario por España y vivió una escena digna de Bouvard et Pècuchet. Al llegar a Madrid fueron invitados a un almuerzo con altos cargos de la Embajada de Francia. La administración francesa cuida a sus escritores... aunque no a todos por igual. Durante el almuerzo la conversación derivó hacia Finkielkraut y la reciente entrevista que concedió a un diario de Tel Aviv. A pesar de saberse sobradamente que la transcripción había sido falseada por el diario, la campaña feroz contra Finkielkraut por apoyar al gobierno de Israel contra los palestinos le ha convertido en el chivo expiatorio de todos los islamistas. En realidad, le están pasando factura por haber dicho que los incendios de los barrios periféricos parisinos no fueron motivados por la pobreza y la marginación sino por causas mucho más profundas que atañen tanto a los inmigrantes como a los franceses de pura cepa. Un alto funcionario, creyendo que así halagaba a Rolin, viejo izquierdista del 68, comentó que Finkielkraut había aceptado una invitación de la FAES para hablar del asunto. El funcionario añadió que a partir de aquel momento ninguna institución cultural dependiente de la Embajada invitaría jamás al filósofo. Pero Rolin hace años que ha dejado atrás el totalitarismo y sus posiciones políticas están muy próximas a las de Finkielkratut, de modo que le explicó con calma y extensamente al funcionario los fundamentos del estado de derecho, los principios del republicanismo humanista y el necesario respeto a la libertad de expresión, sobre todo por parte de los responsables del Estado. Al funcionario no le sentó muy bien el almuerzo. A quienes viven del dinero público les encanta castigar. El motivo es lo de menos. ¡Da tanto gusto mostrarse poderoso! ¡E incluso perdonar! ¡Qué grandeza, la compasión! Hay algo peor que la fraternidad de los represores: la fraternidad de los cretinos.

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20 de diciembre de 2005
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Místicos

La religión, la necesidad de acudir a un Ser Supremo en busca de ayuda, se cuela por todas partes, sobre todo en aquellos que creen no necesitar a nadie. Son los que más fácilmente se ponen de rodillas. A propósito de la destrucción del litoral valenciano, acabo de oír que “se trata de una zona de alto valor ecológico”. Lo decían en la tele nacional catalana, una mina de eufemismo y corrección política desde que la controlan los de Carod. No han dicho “una zona de gran valor natural” o “paisajístico”. No. Su valor es “ecológico”, lo cual quiere decir que es un lugar considerado valioso por la ciencia de la ecología. No por sus habitantes o visitantes, sino por los expertos en ecología. El litoral valenciano es, por lo tanto, una zona de extensión universitaria. No pueden construirse más monstruos de cemento porque irían contra la ciencia. No porque sea una salvajada, un latrocinio, una inmoralidad, sino porque es poco científico. Evidentemente, la ciencia es aquí la invitada de piedra. Los políticos y periodistas (¿habrá que empezar a escribir los “polidistas”?) utilizan la palabra “ciencia” como los curas usan la palabra “revelación”, como un término mágico que garantiza la verdad y la vida eterna. No hay en ellos, sin embargo, mayor respeto por la ciencia que en los que viven de echar el Tarot. Informa el siempre excelente Florencio Domínguez que el terrorista Kándido Aspiazu, el que le pegó dos tiros a Ramón Baglietto, responde en una entrevista a un periodista alemán: “Yo no soy un asesino. Maté por necesidad histórica”. Es uno de los mejores ejemplos que he leído de religión enquistada en el cerebelo de un creyente. Este energúmeno dice estar respaldado por la Historia, como Franco decía estar respaldado por Dios. La “necesidad histórica”, viejo término estalinista, ha sobrevivido hasta nuestros días en su forma más degenerada y leprosa. Hace pocos días tuve una disputa similar a propósito de la Historia Trascendental del Arte, sección Música, departamento de Dodecafónicos. Dije que no hay tal cosa como una “necesidad histórica” que justifique el valor de un artista o de su obra. Se me lanzaron a la yugular los creyentes del Arte Revelado. Este país está enfermo de Historia Sagrada.

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19 de diciembre de 2005
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Pájaro solitario

Es cada vez más raro oír voces individualizadas y conscientes de su individuación. Abundan las inconscientes, la pura chifladura, pero suelen ser efímeras. Como los locos, aquellos que osan tener voz propia, viven aislados. Son unánimemente atacados por la voz colectiva, gregaria y niveladora, aunque siempre hay un pequeño grupo de seguidores que les da su aliento. Lo que atrae de esas voces aisladas (a veces recluidas en celdas de aislamiento) no es tanto el contenido concreto de lo que dicen como su misma afirmación individual. Al escuchar esas voces solitarias reconocemos, por contraste, la tremenda extensión homogénea de la voz colectiva, el desierto de lo convencional, de lo que paga. Comprendemos entonces que el monólogo es lo propio de la colectividad, no del solitario. Uno de estos escritores-en-su-isla es Gabriel Albiac, tan odiado por muchos (peor que odiado: despreciado, burlado, befado), como admirado por otros. Acaba de editar un Diccionario de adioses en Seix Barral, a partir de sus artículos periodísticos. Se puede disentir de lo que expone, pero la argumentación siempre tiene pericia de esgrimidor. Y música. He aquí un buen intérprete. Sviatoslav Richter tiene un disco dedicado a piezas de salón de Tchaikovsky, una música trivial, pero a la que el gran pianista dota de un dramatismo que parece ascender del infierno. Quedan ya muy pocos escritores que nos interesen por su música. Sobre todo si es fáustica. Albiac, especialista en Spinoza, es fáustico. En el libro de Albiac hay dos secciones que no tienen desperdicio. La dedicada a los nacionalistas con el subtítulo de “Idénticos” y la dedicada a los antisemitas con el subtítulo de “Judeofobia”. Albiac es uno de los escasísimos publicistas españoles que no teme hablar claro contra el terror islámico sin excusas humanitarias y piadosas. Alguien a quien es difícil imaginar en una mesa para la “Alianza de civilizaciones”. Sólo por eso ya vale la pena. La música de Albiac es, en ocasiones, la de la gran épica social ochocentista. Les copio un párrafo:

“Ser anticapitalista no es nada. Anticapitalista puede definir un proyecto de futuro: utópico o no. Anticapitalista puede definir un reaccionario proyecto de retorno al más oscuro feudalismo: el de los espadones Castro o Chávez, el de los teócratas Bin Laden, Arafat o Yasín. Nostalgia de lo peor: socialismo feudal, “agua bendita con que el clérigo consagra el despecho aristocrático”. Hoy, Marx lo llamaría “socialismo coránico”. O bien, demencia: es más sencillo, y no menos preciso”.

Quien así escribe ha leído mucho Marx, mucho Bakunin, y, creo yo, a Heine. Pero también a Balzac. La percusión es de Bakunin, la cuerda de Marx, pero la sección de metales es de Balzac.

***

Patinazo: No era el premio Nacional, sino el Cervantes. Ya decía yo...

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16 de diciembre de 2005
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Un artista

Presento el libro de un amigo en un local onírico de la Plaza Real de Barcelona, donde los socios se reúnen para fumar en pipa. Recuerda vagamente a los antiguos fumaderos de opio, o aquellos locales sarracenos en los que sonaba el burbujeo del narguile. Este amigo escribe por placer, edita sus propios libros y se gana la vida con una empresa dedicada a la música clásica. Es un gozo hablar de un libro que sólo responde al deseo de su autor. Somos una veintena de personas, todos del círculo del escritor. El suyo es un relato de amores perversos, a medio camino entre la novela galante del XVIII y el Buñuel de la etapa mejicana. En el coloquio, los asistentes abundan en las perversiones del autor y la poco conocida sexualidad de las personas gravemente tullidas. Nos falta J.G. Ballard. En el círculo del escritor encuentro a alguien a quien no veía desde la adolescencia. Alto, corpulento, desabrochado. Como yo, parece una cama sin hacer. Mantiene, sin embargo, el viejo ímpetu autodeprecativo. Esta generación es incombustible. Cuando le pregunto a qué se dedica dice: “pesco”. Desconcertado, pero con ánimo de no parecer idiota, comento: “serán grandes”. -Muy grandes –dice-. Acabo de regresar de Mozambique. Aún quedan pequeñas islas. Cinco o seis bungalows. Llegas en avioneta. Son avionetas-ricshow. Caen como mosquitos. El invierno pasado me quedé sin un riñón. A esas islas no han llegado las Compañías. Peces colosales, como submarinos. Hemingway era un fatuo. Habla de los peces como si fueran mujeres. Sólo quería dominarlos. ¿Islas en la corriente?. Sí. Le enseña a su hijo a dominar a las mujeres como si fueran peces espada. Las islas. Estás solo. No hay nada que hacer. Lees y pescas. Pescas y lees. No puedes hacer otra cosa. Un relámpago en el aire. Los coletazos de esa bestia metálica. Vuelves a leer. Así, un mes. Islas pequeñas. Cuatro o cinco bungalows. Lees. Luego pescas. Islas en la corriente. Sí. Así es. Su mirada se pierde en el vaso de whisky, un discreto mar color ámbar en el que también creo que pesca enormes peces plateados. Me gusta este hombre al borde del precipicio. La burguesía catalana aún mantiene algunos elementos dignos.

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15 de diciembre de 2005
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