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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Condiciones para una literatura

No me resulta fácil imaginar lo que sucede en la cabeza de un escritor como Truman Capote. Creo comprender, es decir que “imagino”, los mecanismos, las tuercas, las poleas y polipastos que se mueven en las cabezas de Flaubert, de James, o de Joyce. En su escritura puedo seguir los movimientos de esa gran maquinaria cuya finalidad es, sencillamente, moverse sin finalidad. Sus cabezas y los escritos que producen son intercambiables. De vez en cuando, además, me percato de que hablan de una adúltera, de una heredera americana o de un masturbador irlandés. No distingo los personajes, sin embargo, de los edificios de Dublín, los paisajes de Sussex o una cena burguesa en Nantes. Todo ello es muy interesante, pero menos que la maquinaria que los trae a este mundo y que a veces produce un personaje y otras veces un paisaje o la clepsidra de Yarfoz. Que se parecen turbadoramente entre sí. Personas y cosas se dirían hechas de la misma materia verbal. Así suelo entender a Faulkner, a Benet, a Proust, pero también a Cervantes y a Valle Inclán y a Dickens. Lo que no puedo imaginar es qué se propone, qué desea, qué ambiciona alguien como Capote cuando escribe A sangre fría. Si la respuesta fuera: “Ganar dinero”, me sentiría muy aliviado, pero no lo creo. Hay en Capote una ambición llamémosla “artística”, incompatible con su propósito de escribir A sangre fría. La cual no puede, de ninguna manera, ser artística. Baste un ejemplo. Capote sufrió indeciblemente porque, habiendo concluido el libro, no podía entregarlo sin la escena de la ejecución. Sin embargo, la ejecución, gracias a los abogados que Capote pagaba, se iba retrasando una y otra vez. Había contraído una estúpida pasión por el asesino, de modo que se alegraba y desesperaba tras cada nuevo aplazamiento. Y seguía pagando a los abogados del condenado. Y pidiendo más tiempo a su editor. En esos meses comenzó a tomar estupefacientes. La escena final, la de la ejecución, es abominable. Parece escrita por una Corín Tellado disfrazada de Tarantino, pero a la que asoman las enaguas por debajo del gabán. No podía ser de otro modo. Esta dependencia del tiempo existencial, de la vida tomada en crudo tal y como se transforma día a día como en un viaje alucinatorio, esta implicación en un delirio llamado “realidad”, me parece totalmente incompatible con la novela. Los siete pilares de la sabiduría es un inmenso relato biográfico, pero no una novela. Y que no me vengan con lo del periodismo literario, por favor. ¡Menudo oxímoron! Es como si llamáramos “religión” a lo que practican los barbudos monoteístas misóginos que asaltan embajadas.

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22 de febrero de 2006
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¿Pajaritos o buitres?

Veo con satisfacción que se agotó la novela Níquel, de Francisco Ferrer Lerín y que la editorial Mira va a reimprimirla. Es una narración onírica de incestos, canibalismo y asesinatos, con una etapa al servicio de la CIA seguramente autobiográfica. Su autor, Paco el Pajarito para los amigos, aunque también Paco el Buitre, es uno de los pocos personajes literarios que quedan en España. Quiero decir que su vida es tan literaria como sus escritos y todos cuantos le conocemos contribuimos a mantenerla en su mítico lugar. Tahúr, regenerador de los buitres leonados (a los que salvó de la extinción), ornitólogo y poeta, es un artista muy poco hispánico. Podría ser californiano. En una ocasión íbamos él y yo en su Cuatro Ele por carreteras de la provincia de Huesca, camino de un comedero de buitres en donde debíamos depositar una gran cantidad de carne que habíamos cargado en el Zoo de Barcelona. Los zoológicos son centros con diarias y espantosas muertes que se ocultan al público para no atemorizar a los niños. Todos los días casca un camello, un cérvido, un búfalo, o pare la orangutana su triste cría muerta de cada temporada. Un poco de todo eso llevábamos en el maletero. No lejos de Canfranc nos internamos por un camino de segundo orden. Y en ese momento los vimos. La pareja de la Guardia Civil estaba apostada en una curva y nos hizo las señales habituales, naranjero en ristre. Paco, con la más fría de las indiferencias, me dijo: “No hagas nada raro. Ni te muevas. Este es un camino de salida hacia Francia y lo suelen usar los de la ETA”. Creo que exclamé algo así como “No me fastidies, hombre, Paco, con lo que llevamos detrás...”. Pero era aún peor. “Llevo observando, hace ya rato, que estamos dejando un reguero de sangre. Alguna de las piezas se me está vaciando”. Cuando metieron los cañones por las ventanillas, comprendí que los civiles también se habían percatado. Con las manos detrás de la nuca y el charco de sangre a nuestros pies, la identificación no fue exactamente caballerosa. Paco, sin embargo, no sólo logró convencerles de que éramos naturalistas (entonces no existía la bastarda palabra “ecologista”) camino de un muladar, sino que acabaron por montar en el coche y acompañarnos muy joviales hasta el comedero, “Para que no les pase nada irreparable”. Años más tarde, fueron dos de los más eficaces defensores del ecosistema aragonés que ha dado la Benemérita. La editorial Artemis, además, publica su poesía completa con el título de Ciudad Propia. Poesía autorizada. Lo de “autorizada” es puro Paco. Un genio del matiz lingüístico.

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21 de febrero de 2006
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Una odalisca

La reunión tiene lugar en un pueblecito empinado en la montaña, a unos tres cuartos de hora de Barcelona. Los despeñaderos son respetables; las curvas, muy cerradas. En uno de los torreones, plantado sobre un peñón de roca roja, están las ruinas de una fortaleza donde alguna vez se reunieron Alfonso X y Jaime I. La anfitriona ha comprado un cuadro de Lawrence Durrell y quiere mostrarlo. Es una bahía con veleros, pintada con buen ritmo a trazos cortos y secos. Pero lo que estamos esperando con impaciencia es la danza del vientre que se nos ha prometido. Todo llega. A media cena aparece una muchacha veinteañera, rubia y ojiclara. Tomamos posiciones mientras ella se viste o desviste en una habitación contigua. El espectáculo dura media hora. La bailarina es excelente. Ésta es una danza creada para mujeres entradas en carnes. Sin el temblor de los pliegues y dobleces del vientre, de los muslos, de los brazos, sin esa trepidación casi líquida de la piel, pierde mucho. Nuestra bailarina tiene la carne blanca y temblorosa de algunas campesinas belgas. El baile es hermoso. Una vez concluido, las mujeres opinan que es una danza extremadamente erótica, lo que negábamos todos los varones menos uno. Yo recordé aquel baile de “Gilda” en el que Rita Hayworth sólo se quita un guante, y no es preciso nada más. Lo que a mi me conmovió fue regresar a esas fiestas infantiles en las que un mago, un malabarista, un prestidigitador, mediante un par de pasos de danza crea un mundo fantástico y los conejos asoman sus orejas por las chisteras. Aquella bailarina incongruente con los montes y peñascos, con Alfonso X y Jaime I, con el saloncito burgués, gracias a unas lentejuelas, cuatro velos multicolores, sonrisas y temblores carnales magníficos, trajo de la nada a Alí Babá, a Aladino, a los sultanes y los hipogrifos, los serrallos, las cimitarras, la media luna recortada en un cielo de hielo, ante un grupo de adultos boquiabiertos como críos.

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20 de febrero de 2006
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Artesanía del Arte

Pongo dos vasitos de personalidad arcaizante un punto histérica, una cucharada de paisaje tempestuoso en el Peloponeso, un pellizco de canción folklórica balcánica y media libra de monólogo atormentado. Lo dejo hervir tres horas. Capa de barniz y a la calle. Novelón romántico. Me admira el talento de los escritores para aprovechar fondos de despensa, eso que los vascos llaman “ropa vieja”. Valle Inclán escribía cuentos, los vendía a los periódicos, y años más tarde aparecían como escenas sustantivas de alguna novela magistral. Es imposible señalar las junturas, las cicatrices, las suturas. Parece todo tan coherente... Eso sí que es cirugía estética. El uso de reservas o restos de nevera, produjo una estupenda confusión en Los Demonios de Dostoievsky. Uno de los protagonistas aparece a veces con el título de príncipe y otras con el de conde. Lo cierto es que eran dos caracteres distintos para dos narraciones distintas. Un buen día Dostoievsky decidió juntar ambas novelas porque el editor le exigía una más gorda, y se olvidó de unificar el tratamiento. ¡Pero el personaje es de una pieza, sólido, indestructible! ¡Sólo tiene un alma, un destino, un carácter! Es tan asombroso... Flaubert usó una y otra vez sus escritos juveniles inéditos para arreglar, rellenar, aderezar o embellecer las grandes novelas de madurez. Hay frases copiadas palabra a palabra en dos contextos asombrosamente distintos. Una damisela del primer esbozo de La educación sentimental (1845), Lucinde, se convierte veinte años más tarde nada menos que en Salammbô. ¡Una sacerdotisa mesopotámica! Faulkner, Scott, Hemingway, todos los americanos vendieron cuentos que luego serían fragmentos centrales de sus mejores novelas. Nadie podría distinguir dónde se produjo la fusión, dónde se insertó el fragmento, de no ser con la ayuda de los investigadores. Son como las grandes cocineras. Con un resto de pollo, medio potaje de garbanzos, cinco calabacines hervidos y un huevo duro, hacen un zarangollo de secano o un boeuf strogonoff. Puro milagro.

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17 de febrero de 2006
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¡Por el amor de Dios!

Vivir intensamente una religión da mucha seguridad, gran aplomo, total certeza y la sensación de que mamá nos está mirando. En España son ya muchos siglos los que llevamos entregados a la religión y al fanatismo como para que la tenaza teocrática se afloje en dos generaciones. Va para largo. Como ahora está feo vivir teocráticamente bajo un monopolio tradicional (judío, islámico o cristiano), los españoles vivimos teocráticamente bajo el monopolio de la así llamada “política democrática”, la cual, entre nosotros, es sólo el nuevo nombre del monoteísmo de siempre. Aquí no hay políticos sino clérigos. No hay prensa sino hojas parroquiales. No valen los razonamientos ni las argumentaciones; o estás con una autoridad eclesiástica o contra ella. Y si estás contra una, seguro que será porque obedeces a otra. Nadie es libre, nadie es soberano, por eso no te escuchan, sólo quieren saber si estás circuncidado. Les importa una higa lo que pienses (¡a quién se le ocurre pensar!), sólo quieren averiguar si comes cerdo o cordero. A lo mejor dices que no te parece sensato negociar con los terroristas y ves cómo se demuda el rostro de tu interlocutor y le oyes balbucear: “Pero, pero... ¡eso es lo que predica el PP!”. Quiere decir: “¡Eso es lo que opina el archimandrita de la iglesia ortodoxa rusa, enemigo mortal de nosotros los coptos!”. También puede ser que te parezca sensato incrementar la dotación para infraestructuras catalanas y de inmediato ves cómo palidece el otro y masculla: “Oye, oye... ¡eso es lo que dice el Tripartito!”. Quiere decir: “¡Esa es la doctrina arriana, enemiga mortal de nosotros los monofisitas!”. Vivir la vida religiosamente, como la viven tantos ciudadanos españoles con sus agravios, o los musulmanes de Pakistán con sus gritos histéricos, o los ultras de Israel con sus trencitas, o los chiitas iraníes con sus latigazos, tiene enormes ventajas. Y sólo un inconveniente: convierte la vida entera en una mentira y a tu prójimo en un insignificante amasijo de sombras. Matar sombras no es pecado. A mamá le gusta.

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16 de febrero de 2006
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Dans la sacoche

Buscando árabes felices leí Le prémier homme, la novela que Albert Camus dejó inacabada y que, en 1994, treinta y pico de años después de su muerte, Catherine Camus, hija del escritor, decidió editar. En su momento no le hice caso; supuse que se trataba una vez más de exprimir un limón seco y extraer unas gotas de oro a un cadáver lujoso. ¡Vaya error! ¡Qué petulancia! El libro es una obra maestra. Inacabada, fragmentaria, apenas esbozada, sin correcciones, esta ruina es majestuosamente superior a todo lo que se ha escrito desde la fecha de su publicación. Un dios entre gusanos. La escena inicial, con la llegada en carreta del padre de Camus a un lugarejo perdido en las profundidades de la Argelia francesa, allá por 1910, con su mujer rompiendo aguas y chillando de dolor, la oscuridad tenebrosa de la noche sin luces ni fuegos, los vecinos atrincherados en sus granjas presas del pánico y la ignorancia, es escalofriante. Todos los tópicos de la novela iniciática, el colegio, los parientes ricos, el tío pintoresco, los amigos íntimos, el verano en el mar, en fin, lo que hemos leído mil veces, tienen en Camus una respiración amplia, una sangre fresca, un pálpito de vida que son los signos del arte en su máxima intensidad. Uno regresa con la memoria a los pueblecitos catalanes de los años sesenta, no muy distintos de esa Argelia de los años veinte semisalvaje, deslumbrante de luz, poblada por energúmenos y por ángeles en igual medida, y revive cada aroma, cada color, cada movimiento corporal, cada variación de la temperatura y la humedad del aire. Quizás el destino quiso que este fragmento tan hermoso, tan inteligente con las debilidades de la pobreza, tan magnánimo, quedara por siempre incompleto y así añadirle aún mayor fuerza poética. Para lo cual tuvo que matar a Camus aquel 4 de enero de 1960 en un terrible accidente de automóvil. Los primeros que se acercaron para auxiliar a las víctimas, salvaron de las llamas una mochililla o zurrón, una sacoche, con ciento cuarenta y cuatro páginas manuscritas. Las últimas palabras de Camus se habían librado del silencio eterno.

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15 de febrero de 2006
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Sudarás la tierra

Pues lo siento, pero me ha entrado una emoción. Estaba yo mirando láminas de obras maestras de los años setenta cuando me topé con la sección Land Art. Durante años yo desprecié el Land Art, mísero de mí. Me parecía arte de señoritos. Ciertamente, muchos de quienes lo practicaron eran señoritos, si no, ¿cómo se habrían pagado los viajes, las excavadoras, los braceros para el desmonte o las cosechadoras con las que rapar figuras en maizales y trigales? Y de golpe, la fascinación. Incisiones de Michael Heizer en el desierto de Nevada, líneas de erosión que Walter de María arañó durante kilómetro y medio en el desierto de Mohave, por no hablar de la espiral más famosa del mundo, una espiral de roca, cristales de sal, tierra y algas que Robert Smithson hizo surgir del Lago Salado como Boticelli a la Afrodita de Florencia. Respeto por los desiertos, campo de rayos y relámpagos en el de México, paseo suicida por la pelada cordillera andina, círculo de Richard Long entre picachos de la India septentrional... señales de la desolación incisas en lugares insólitos, despoblados, inhóspitos. Su sentido se me revela como un chispazo. Lo más extraordinario es que no queda ni rastro de todo ello, no es posible ver casi nada de lo que aquellos muchachos llevaron a cabo con extrema gravedad y pasión. Todo ha sido barrido por huracanes, torrenteras, vientos gélidos, lluvias tenaces. Quedan fotografías y recuerdos tartamudos de los viejos lugareños. Sólo la espiral sobresale casi sumergida y los cristales del Salado centellean como si fueran espejuelos de discoteca. Parejas de novios se fotografían vestidas con atuendos salvajes. Frente a la petrificación gloriosa del arte seguro de sí mismo, aquellos Horiáceos y Curiáceos de Jacques-Louis David, aquel Dios Padre que tiende un dedo traidor a ese Adán que anuncia colonias, la Francia despechugada que conduce al pueblo hacia su violación y fusilamiento, ¡qué descanso la fugacidad, la inexistencia de estas obras colosales y sin embargo frágiles como libélulas! Aquellos muchachos eran los Rimbaud de la época, los destinados a escribir su nombre en el viento.

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14 de febrero de 2006
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Grandeza y miseria del moro

Los antiguos alababan desmesuradamente a sus enemigos. Decían de ellos que eran fieros guerreros, inteligentes y hábiles, los más guapos y ricos. De ese modo, cuando vencían tenía mucho mérito. Y si perdían, era comprensible. La estrategia moderna, según Huizinga, comienza en el siglo XV, el célebre otoño de la Edad media, con el desprecio del enemigo. Pero considerar al enemigo un enano maloliente, leproso, analfabeto, cobarde y lelo, es bastante más moderno. Seguramente viene de las guerras napoleónicas, cuando los ingleses inundaron las islas con caricaturas de los franceses (geniales, las de Rowlandson) como una especie de macacos cubiertos de harapos que comían ajos y no se cortaban las uñas de los pies. Cavilando sobre lo anterior me pregunté cuál sería la última vez que Hollywood había presentado un árabe digno, alto y admirable. Y creo que no me equivoco si digo que fue con The Wind and the Lion, de John Milius (1975). Llegué hasta el videoclub y la alquilé. En efecto, Sean Connery hace de árabe alto y guapo, el León del desierto, cabecilla berebere. Alto y guapo, pero poco inteligente, si he de ser sincero, porque la película comienza cuando secuestra a una señora americana (Candice Bergen) y a sus dos hijos, un episodio similar al que tuvo lugar realmente hacia 1904. La industria del secuestro es una de las más antiguas del mundo árabe. La orden de los mercedarios se fundó como mutua de Seguros dados los beneficios que reportaba el negocio. El sur de Italia lo ha imitado con menos éxito. El León del desierto no consigue su propósito porque una cosa es secuestrar inglesas y otra secuestrar americanas. Los marines ponen en su sitio al Sultán, un sodomita con lobotomía que no quiere que le importunen mientras huele jazmines, y obligan a que se forme una fuerza expedicionaria contra el León. Mientras tanto, como es natural, la americana y los niños están totalmente fascinados por aquel hermoso bárbaro que corta cabezas de un certero golpe de cimitarra. La fuerza expedicionaria libera a la señora, pero apresa al León, traición tramada por el general alemán que enfurece a la señora americana y al capitán de los marines. No les cuento el desenlace, pero Sean Connery salva la vida sin darle ni un beso a Candice Bergen, lo cual tiene su mérito. Lo más significativo, sin embargo, no es que hace treinta años un árabe secuestrador aún pudiera ser héroe de Hollywood, sino el final de la película. El León y un camarada de armas caracolean sus caballos en el horizonte. Es el crepúsculo. El camarada dice: “¡Lo hemos perdido todo, magnífico Al-Raisuli!”. A lo que Connery contesta: “¡Hay cosas por las que merece la pena perderlo todo!”. Típica frase que sólo puede decir el secuestrador. Los secuestrados suelen ser de muy otra opinión. Quizás por eso ya no hay películas de árabes admirables.

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13 de febrero de 2006
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¿Qué me pongo?

Si uno es un recién nacido, tiene seis años, o incluso dieciocho, puede elegir entre innumerables modelos, todos ellos difundidos cada diez segundos por la TV, el cine y la prensa en general. Puede uno ser un niño atlético que traga seis yogures por segundo sin pestañear, o un avispado joven que se le come el bocadillo a su padre mientras el muy imbécil mira la prensa deportiva, o un adolescente ingenioso que liga con doce cervezas al mismo tiempo sin equivocar el nombre de ninguna de ellas, en fin, hay donde elegir. Si uno es adulto y busca desesperadamente cómo comportarse y presentarse con el fin de agradar a la concurrencia y ser un buen ciudadano, no le faltan modelos. Puede ser ese hombre comprensivo que prepara la cena mientras su pareja va a clases de física quántica, el marido encantador que recuerda el día del aniversario y elige el vino más idiota del supermercado, el padre joven y simpático que lucha por las galletas con su hijo pequeño en plan guerrilla de Somalia, o esa ejecutiva que tiene un coche con embrague a puntillas y asientos de ibuprofeno y a la que miran con resentimiento bullente otras mujeres mucho más guapas y altas que ella. A partir de los cincuenta, sin embargo, lo tiene fatal. Rara vez aparece en la tele, en los anuncios, en la prensa, un hombre o una mujer de esa edad y con los caracteres correspondientes: facciones borrosas, músculos fláccidos, barriga prominente, pechos caídos, nalgas de estopa, calvicies diversas y estratégicas. Es como si los escondieran, como si les diera vergüenza que haya gente así. Cuando enseñan ancianos, van vestidos de payaso y bailan la rumba en cruceros de lujo para narcos. Si son ancianas, se parecen al padre de Pinocho y siempre asoma una nietecita por debajo de las sayas. Los matrimonios de jubilados sólo figuran cuando hay que repartir un queso o una fabada, lo que es un insulto para la noble gente de Asturias, y encima suelen ir vestidos como nacionalistas vascos de aldea. Un desastre. Eso por no hablar de los galanes cadavéricos, Clint Eastwood, Harrison Ford, Sean Connery, Robert Redford. Cada vez que se mueven, suena toda la caja de huesos con la arañada entrada de violín de la Danza Macabra. A las bellas ancianas tan sólo las exhiben embadurnándose con líquidos pegajosos seguramente extraídos de fetos de mandril. Me parece urgentísimo un Programa de Remodelación de la Imagen de la Tercera Edad (PRITE) que ayude a la gente mayor de cincuenta años a tener un aspecto decente. Gran parte de la ira islámica ha sido suscitada por esta humillante, grosera, blasfema imagen que damos de las personas mayores. Recuérdese que los árabes respetan, por encima de todo, a los ancianos. Lo de las caricaturas de Mahoma es una excusa. Lo que no pueden aguantar más es la caricatura de los viejos.

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10 de febrero de 2006
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Bajo la rueda

Avanzan por la nieve arrastrando los pies envueltos en trapos. Van cubiertos de harapos, vencidos por la fatiga, y la columna se alarga hasta el horizonte como un río de basura humana. De vez en cuando alguno de ellos, tocado con una gorra de la wehrmacht , mira a la cámara con ojos extraviados. Los esqueletos de algunos edificios proyectan su sombra perforada sobre la desolación de Dresde, un desierto de cemento. De vez en cuando aparece la imagen de un glaciar alpino o de los bosques donde tuvo lugar la batalla de Arminus. Suena Im Abendrot, la última de las cuatro últimas canciones que compuso Strauss como homenaje y recuerdo de su mujer muerta, de su patria muerta, de un mundo muerto. Aquel nazi sublime había sobrevivido al Juicio Final. El rapsoda grita con voz rota que no sabe cómo ha podido sobrevivir bajo tierra, que no sabe cómo llegó hasta allí, que sólo recuerda a los soldados alemanes dando culatazos a sus compañeros. Asistimos a la preparación de un fusilamiento en el gueto de Varsovia. Los ojos incrédulos de los que van a morir. Los soldados que los agrupan brutalmente. Al fondo se divisan unos ciudadanos huyendo sin prisa, no tienen fuerzas para correr. El rapsoda dice que el sargento chillaba histérico y ordenaba el recuento de los cadáveres mientras los militares golpeaban con sus fusiles a los que esperaban la muerte. En ese momento se alza la voz del coro y canta la fe de Israel, Shem’a Yisroel, escucha Israel. Estamos oyendo El superviviente de Varsovia, de Schoenberg. Como asnos atados a una noria diabólica, ahí seguimos detenidos sesenta años más tarde, dando vueltas y más vueltas alrededor de millones de cadáveres hacinados, amontonados, ya unidos los unos con los otros, incomprensibles, inaceptables, inolvidables. Esos muertos se niegan a morir.

(Ambas escenas se encuentran en un DVD de Simon Rattle titulado After the Wake (Arthaus Musik) y forma parte de la serie Orchestral Music in the 20th Century.)

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9 de febrero de 2006
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