Félix de Azúa
Pues lo siento, pero me ha entrado una emoción. Estaba yo mirando láminas de obras maestras de los años setenta cuando me topé con la sección Land Art. Durante años yo desprecié el Land Art, mísero de mí. Me parecía arte de señoritos. Ciertamente, muchos de quienes lo practicaron eran señoritos, si no, ¿cómo se habrían pagado los viajes, las excavadoras, los braceros para el desmonte o las cosechadoras con las que rapar figuras en maizales y trigales? Y de golpe, la fascinación. Incisiones de Michael Heizer en el desierto de Nevada, líneas de erosión que Walter de María arañó durante kilómetro y medio en el desierto de Mohave, por no hablar de la espiral más famosa del mundo, una espiral de roca, cristales de sal, tierra y algas que Robert Smithson hizo surgir del Lago Salado como Boticelli a la Afrodita de Florencia. Respeto por los desiertos, campo de rayos y relámpagos en el de México, paseo suicida por la pelada cordillera andina, círculo de Richard Long entre picachos de la India septentrional… señales de la desolación incisas en lugares insólitos, despoblados, inhóspitos. Su sentido se me revela como un chispazo. Lo más extraordinario es que no queda ni rastro de todo ello, no es posible ver casi nada de lo que aquellos muchachos llevaron a cabo con extrema gravedad y pasión. Todo ha sido barrido por huracanes, torrenteras, vientos gélidos, lluvias tenaces. Quedan fotografías y recuerdos tartamudos de los viejos lugareños. Sólo la espiral sobresale casi sumergida y los cristales del Salado centellean como si fueran espejuelos de discoteca. Parejas de novios se fotografían vestidas con atuendos salvajes. Frente a la petrificación gloriosa del arte seguro de sí mismo, aquellos Horiáceos y Curiáceos de Jacques-Louis David, aquel Dios Padre que tiende un dedo traidor a ese Adán que anuncia colonias, la Francia despechugada que conduce al pueblo hacia su violación y fusilamiento, ¡qué descanso la fugacidad, la inexistencia de estas obras colosales y sin embargo frágiles como libélulas! Aquellos muchachos eran los Rimbaud de la época, los destinados a escribir su nombre en el viento.