No me resulta fácil imaginar lo que sucede en la cabeza de un escritor como Truman Capote. Creo comprender, es decir que “imagino”, los mecanismos, las tuercas, las poleas y polipastos que se mueven en las cabezas de Flaubert, de James, o de Joyce. En su escritura puedo seguir los movimientos de esa gran maquinaria cuya finalidad es, sencillamente, moverse sin finalidad. Sus cabezas y los escritos que producen son intercambiables. De vez en cuando, además, me percato de que hablan de una adúltera, de una heredera americana o de un masturbador irlandés. No distingo los personajes, sin embargo, de los edificios de Dublín, los paisajes de Sussex o una cena burguesa en Nantes. Todo ello es muy interesante, pero menos que la maquinaria que los trae a este mundo y que a veces produce un personaje y otras veces un paisaje o la clepsidra de Yarfoz. Que se parecen turbadoramente entre sí. Personas y cosas se dirían hechas de la misma materia verbal. Así suelo entender a Faulkner, a Benet, a Proust, pero también a Cervantes y a Valle Inclán y a Dickens. Lo que no puedo imaginar es qué se propone, qué desea, qué ambiciona alguien como Capote cuando escribe A sangre fría. Si la respuesta fuera: “Ganar dinero”, me sentiría muy aliviado, pero no lo creo. Hay en Capote una ambición llamémosla “artística”, incompatible con su propósito de escribir A sangre fría. La cual no puede, de ninguna manera, ser artística. Baste un ejemplo. Capote sufrió indeciblemente porque, habiendo concluido el libro, no podía entregarlo sin la escena de la ejecución. Sin embargo, la ejecución, gracias a los abogados que Capote pagaba, se iba retrasando una y otra vez. Había contraído una estúpida pasión por el asesino, de modo que se alegraba y desesperaba tras cada nuevo aplazamiento. Y seguía pagando a los abogados del condenado. Y pidiendo más tiempo a su editor. En esos meses comenzó a tomar estupefacientes. La escena final, la de la ejecución, es abominable. Parece escrita por una Corín Tellado disfrazada de Tarantino, pero a la que asoman las enaguas por debajo del gabán. No podía ser de otro modo. Esta dependencia del tiempo existencial, de la vida tomada en crudo tal y como se transforma día a día como en un viaje alucinatorio, esta implicación en un delirio llamado “realidad”, me parece totalmente incompatible con la novela. Los siete pilares de la sabiduría es un inmenso relato biográfico, pero no una novela. Y que no me vengan con lo del periodismo literario, por favor. ¡Menudo oxímoron! Es como si llamáramos “religión” a lo que practican los barbudos monoteístas misóginos que asaltan embajadas.
