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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Algunos ángeles

Así como los demonios que vimos el otro día son sólo una pequeña parte de los conocidos, los ángeles registrados son escasísimos, no porque sean menores en número sino por su mayor discreción. Los demonios arman bulla, hablan a gritos en los restaurantes, empujan en el metro, se saltan las colas, dan codazos, comen kilos de palomitas en el cine, en fin, su ego ocupa una enorme cantidad de espacio físico. Los ángeles, por el contrario, son ligeros, leves, intangibles, muchas veces transparentes y hablan en susurros, como los actores ingleses. Hoy veremos unos cuantos, pero, ojo, desconocemos el carácter y los trabajos de otros mil ángeles ignotos.

Armonía. Nunca se le ha visto, aunque se le oye constantemente. A su paso, las cosas suenan quedamente pues es el encargado de la música callada. Un dring en el jarrón de vidrio, por ejemplo, cuando le da el sol, o el fru-fru de las flores que contiene, son huellas de su vuelo cercano. Es muy celebrado al amanecer cuando pone en marcha los sonidos del alba. Y naturalmente se esconde a veces en un violín, a veces en un órgano de pedales, si se le persigue. No obstante, su función severa no es en absoluto ornamental: este ángel maravilloso mantiene el equilibrio entre la matemática y el mundo, de manera que nunca la una o el otro predominen y acaben con la variedad y los cambios.

Don. Es un ángel robusto, bajo de estatura y de complexión fuerte y huesuda. Es el que protege los intercambios e inclina el beneficio hacia la parte más justa. En su máximo esplendor consigue que algunas gentes se desprendan de lo que necesitan, para dárselo a alguien aún más necesitado. La última intervención de Don divulgada por la prensa fue cuando un marroquí se arrojó a la vía del metro para salvar de la muerte a una muchacha. La salvó, pero dejó allí una pierna. He aquí un caso de intercambio privado, pero este ángel regula también la economía general, aunque sólo entre los pueblos honrados. En consecuencia va perdiendo áreas de dominio frente a su oponente, Mammón. En Francia le llaman Dépense. Y en tiempos antiguos se llamaba Potlach.

Elevación. Aunque a diferencia de los demonios que tienen tres o cuatro sexos los ángeles por lo general no tienen ni uno, el ángel Elevación es femenino. Actúa muy rara vez, pero obligadamente una en cada vida humana. Algunos mortales han tenido la fortuna de que les tomara en más de una ocasión, pero por lo menos una está garantizada. Elevación acude al desamparado y si es hembra se abraza a ella, si es varón lo sujeta por las axilas. A medida que asciende, el humano va dejando caer trozos de su cuerpo, un brazo, el hígado, las manos, el cabello, el cóccix, las ubres, hasta desprenderse por completo de toda su encarnadura física. Una vez reducido a su parte esencial, el humano acompañado por Elevación danza como un mosquito ante el fuego cósmico. Allí, en esa danza extática, comprende la esencia del universo. Al cabo de unos segundos, Elevación lo vuelve a dejar en donde estaba, un banco del parque, una sucia habitación londinense, un hospital, de manera que el elevado tenga ocasión de contar lo que ha visto. Suele hacerlo, pero los resultados son decepcionantes.

Meteoro. Quizás estemos hablando del más sutil de los ángeles porque carece de mismidad, es pura relación, no tiene ser, sólo establece conexiones. Su función es tan importante para la conservación del mundo que comparte con su dueño la facultad de estar al mismo tiempo en todas partes. Es el que traslada de aquí para allá los mensajes. Podría decirse que es el responsable del lenguaje, pero se trata de algo mucho más importante: es el responsable del sentido, de todos los sentidos, de cualquier cosa que tenga sentido. Se le invoca mirando al cielo y preguntando: “¿Qué tiempo hace hoy?”. De inmediato se pone en movimiento y comienza a juntar polos emisores, a veces humanos, a veces animales o vegetales, e incluso minerales. En momentos muy singulares, cuando está contento, produce efectos luminosos como las lluvias de estrellas, las auroras boreales o los cometas. Es su manera de menear la cola.

Paciencia. Cuando en épocas siniestras las voces de los muertos son escandalosas y su indignación impide a los vivos llevar una vida más o menos normal, cuando la tierra donde reposan tiembla de cólera después de horribles matanzas e injusticias insoportables, debe intervenir Paciencia para restablecer el sosiego. Su función, a la que solemos llamar “paz” o bien “pacificación”, es un trampantojo. Nunca hay paz. No puede haber paz. Los mortales nunca conocerán la paz. Lo que hay no es, tampoco, un cese de las matanzas por fatiga de las tribus violentas, es más bien que los muertos dejan de gritar y ya sólo hablan entre sí o se lamentan con menos furor, se quejan en voz templada, se desconsuelan y dan palmaditas en la espalda persuadidos de que no hay nada que hacer con los vivos. Entonces los humanos descansan un poco, dejan los cuchillos, los cañones, las bombas de racimo, aran la tierra, adiestran perros de compañía, se reproducen, preguntan qué tiempo hace.

Sereno. Muchos especialistas le tienen por el más amable de todos los ángeles, seguramente porque solo se fijan en su mitad luminosa que es la de abrir el cielo, sea por la mañana, sea cuando cesa la tempestad. Es sin duda encantador ver cómo se corre esa cortina gris plomiza, betuminosa, y aparece la vibrante luminosidad dorada. Olvidan que es también el mismo ángel que abrirá definitivamente la esfera celeste detrás de la cual se agita nerviosa, sinuosa e impaciente la potencia infinita sin nombre ni persona, el núcleo incognoscible que produjo la primera explosión y provocará también la última. En esta segunda función, Sereno se parece mucho al antiguo guardián del Séptimo Sello, aunque despojado de sus elementos supersticiosos y eclesiásticos.

Simpatía. Su evidente parcialidad hacia los humanos le mantiene en una de las dinastías inferiores, ya que los jerarcas angélicos no se fían de él. Al parecer, no le importa. Fascinado con su tarea, carece de ambición y nunca ha deseado destinos más elevados. Para nosotros es imprescindible ya que es quien tiene la clave que resuelve todas las contradicciones y siendo así que los humanos vivimos en la pura contradicción y no conocemos la muerte si no es por la vida, el frío gracias al calor, la luz mediante las tinieblas, lo femenino por oposición a lo masculino y lo justo contra lo injusto, solo un mecanismo de constante vigilancia en ese nudo de problemas agobiantes es lo que evita el caos completo y la destrucción universal.

Muchos más son los ángeles y no todos son terribles, pero esta es la extensión que podemos concederles por hoy. Debo decir, para que no se produzcan equívocos, que entre ángeles (Luzbel) y demonios (Lucifer) sólo hay una débil y quebradiza bisagra: nosotros. Eso es lo que les mantiene tan atentos a nuestros intereses y pasiones. Ellos dependen de nosotros y nosotros de ellos. Cuando desaparezcamos, la soledad eterna los congelará en forma de estatuas errantes, girarán para siempre como piedras mudas en un universo vacío.

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6 de octubre de 2006
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Esto se pone feo

Me parece muy bien que los de la Ópera hayan salido corriendo como ratas. Finalmente, a la estupidez de haber encargado un escenario mentecato le corresponde la vergüenza de levantarse la sotana y poner pies en polvorosa en cuanto entra el fiero turco con el alfanje desnudo. Los musulmanes están en contra de la decapitación, siempre que no la ejerzan ellos, y me parece muy sensato, yo haría lo mismo. No todo el mundo puede decapitar. Hace falta un cierto respeto hacia el reo.

Cortar cabezas es posiblemente el acto institucional más antiguo del mundo. Caín le partió el cráneo a Abel con la quijada de un burro, según cuentan, pero es porque aún  no se había inventado la metalurgia. De haber existido tal cosa, le habría cortado la cabeza, eso es seguro. Cortar cabezas es una actividad noble, reconocida por Lewis Carroll en su muy exacta representación de la monarquía: “Off with their heads!”.

Durante siglos la decapitación ocupó una parte relevante del imaginario mundial. Su desaparición ha traído consigo humillaciones espantosas para los condenados como el garrote vil, la horca o la silla eléctrica, sin representación posible que no sea grotesca o moralizante. Y siendo así que el fusilamiento se ve restringido a los periodos de guerra, ya no hay modo de morir ajusticiado con un poco de dignidad.

San Dionisio es llamado “el cefalóforo” porque tomó con sus manos la cabeza que acababan de cortarle y la llevó consigo hasta el lugar donde debía ser enterrado. Al parecer, no dejó de hablar durante todo el camino palabras hermosísimas sobre la santísima trinidad, palabras con aroma de rosas. El lugar donde está enterrado es hoy la abadía de St Denis, uno de los lugares más bellos del mundo. Ya me dirás si algo así es posible con la silla eléctrica.

María Antonieta, quizás la reina más estúpida de cuantas parieron los Imperios Centrales, fue dignificada gracias a la guillotina, la cual no tenía ya la grandeza del verdugo con capucha de pico y segur, pero se las trae. Por lo menos ha servido para poner en su boca esas últimas palabras que confirman su profunda idiotez: “Por favor, cortad por encima del collar de perlas”. Totalmente falsas, claro, porque conservamos un dibujo de J.-L. David en el que se ve a la austriaca en completo desorden, muy flaca, sin ningún ornamento y con gorro de dormir. Así subió al cadalso, oyendo el redoble de los atabales destemplados y al noble pueblo de París jaleando como en el fútbol.

La decapitación, además, permitía metáforas inmensas, como las esplendorosas de Artemisia Gentilleschi, o las de Lope de Vega. Mira, vamos a reproducir una, que no es tan fácil de encontrar:

Cuelga sangriento de la cama al suelo
el hombro diestro del feroz tirano,
que opuesto al muro de Betulia en vano,
despidió contra sí rayos al cielo.
Revuelto con el ansia el rojo velo
del pabellón a la siniestra mano,
descubre el espectáculo inhumano
del tronco horrible convertido en hielo.
Vertido Baco, el fuerte arnés afea
los vasos y la mesa derribada,
duermen las guardas que tan mal emplea;
y sobre la muralla, coronada
del pueblo de Israel, la casta hebrea
con la cabeza resplandece armada.

Esta magnífica Judit que parece pintada por Rembrandt sería rechazada, prohibida, censurada y muy criticada por los columnistas si la pusiera en escena alguien que no fuera Rubianes. ¿Cómo se atreve Lope a insultar de ese modo al milenario pueblo iraní? Es cierto que Holofernes era persa, pero se advierte que Lope tira contra los analfabetos clérigos de la barba.

Y luego está ese espantoso insulto, ese agravio gratuito, fruto de su falocrática condición: ¿cómo osa hablar de “la casta hebrea”? Envidia de macho resentido y antisemita. ¡Pues buena era Judit de Betulia como para seguir casta a esas alturas…!

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5 de octubre de 2006
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Primer ejercicio de curso

Tanto ha crecido la potencia del mal en los últimos diez meses que debemos ponernos a estudiar los datos fundamentales, por si los hemos olvidado. ¡La última vez que los repasamos fue en 1930! Y para comenzar como es debido, lo primero será conocer a los jefes. Veamos los trece más importantes según Facaros & Paul.

Abraxas. Es uno de los capos, pero apenas sabemos nada de él. Hay quien cree que es tan sólo una palabra empleada por los demoníacos, pero olvidan que esa es la naturaleza íntima del mal, esconderse tras las palabras. De modo que bajo las palabras se agita el poderosísimo Abraxas como una sierpe venenosa entre los tréboles. Desenmascararlo es nuestra tarea.

Adramalech. Es el tesorero (antaño se decía “el condestable”) de Satán y además es su sastre. Cuando se aparece a los terrestres lo hace bajo la forma de un pavo real o una top model. Vence las voluntades por medio de la vanidad, la fatuidad, la arrogancia, la autosatisfacción y la petulancia. Hoy día arrasa en los parlamentos y en las directivas del fútbol, allí donde no hay salvación.

Asmodeo. Pocas veces se le ha visto en su forma terrestre porque tiene pies de pato, cola de dragón y tres cabezas, lo que le hace muy conspicuo. Ahora bien, de noche pasa inadvertido porque está hecho de una materia sutil. De ese modo, en su última aparición confirmada sedujo a las monjas de Loudun, en 1630. Las modernas investigaciones lo sitúan en África donde no llama la atención incluso con su aspecto natural.

Astarot. La bella y joven diosa Astarté trabajó durante sus años mozos para los asirios y fenicios, pero tras la decadencia física comenzó a trabajar para los israelitas y luego con los cristianos, amargada y de muy mal humor. Muchos la confunden con las brujas, las cuales, de hecho, están a su servicio. Tiene muy mala baba.

Azazel. Se ocupaba de los habitantes del desierto (Levítico, 16:26), pero antes del diluvio había enseñado diversas maldades a los humanos. Dos tienen una especial relevancia en nuestros días: la guerra y la cosmética.

Balam. Apenas se sabe nada de él, excepto que cabalga sobre un oso. Seguramente actúa en zonas muy septentrionales y es difícil distinguirlo del oso propiamente dicho. Quizás habría que interpretar desde esta perspectiva las matanzas de osos del Pirineo cada vez que los Verdes sueltan uno.

Belcebú. Es el célebre “rey de las moscas”, figura central de las misas negras. Lleva cuernos, alas de murciélago y patas de macho cabrío. Es fácil llamarlo, pero luego no se va de ninguna de las maneras. Actúa mucho en Hollywood y en Las Vegas donde ha hecho auténticos estragos y muchas películas.

Belial. Su papel ha ido en ascenso desde que aconsejó a Lucifer que no volviera a enfrentarse con Dios de un modo tan directo como ingenuo, porque tenía todas las de perder. Es astuto y se dedica a la abogacía. Habita en las capitales nacionales y es uno de los demonios más peligrosos y temibles. Aparece constantemente en la televisión.

Belfegor. Es de origen moabita y vive entre las heces y los excrementos. Es el patrón de los coprofílicos, de los profanadores de tumbas, de los sadomasos radicales (para quienes inventó la lluvia de oro), de los violadores de cadáveres, en fin, de este tipo de gente. Tuvo un buen momento en la Francia dieciochesca, pero en la actualidad es uno de los jefes del mercado del ocio norteamericano.

Incubos. Son muchos y muy pequeños. Se introducen en los sueños de las chicas y las dejan preñadas, lo cual antaño traía consecuencias desagradables. En la actualidad, menos, pero no deja de ser una molestia. En su forma femenina asalta a los eremitas y a los santos del desierto, lo que hoy día supone una cierta precariedad laboral. De ahí la cantidad de ellos que se dedican en exclusiva al género femenino.

Lilith. ¡Gran desconocida! Sabemos que formaba parte del personal laboral del Edén, pero no sabemos con qué cargo o responsabilidad. Algunos dicen, incluso, que como primera dama. El caso es que ni fue expulsada, ni cayó con la redada de los Ángeles Rebeldes, sino que se fue del Edén por voluntad propia. Todo un carácter. Su maldad más odiosa es el robo de recién nacidos, pero la más conocida es la seducción de ingenuos caballeros a los que chupa la sangre y abandona en los muladares. Baudelaire, que se topó con ella en la rue de Bellechasse, la confundió con un vampiro e intentó ahuyentarla con una ristra de ajos que llevaba en la levita. A Lilith le hizo tanta gracia que le perdonó la vida. Baudelaire le dedicó un poema sensacional que comienza diciendo: “La femme cependant de sa bouche de fraise…”. Es básico entender ese “cependant”.

Mammón. Es un demonio originario de la Gran Bretaña, en donde comenzó su carrera. Luego se expandió por todo el globo. Se globalizó. Su apariencia terrena es la de un mendigo, un sin techo, un sin domicilio fijo, e induce a los humanos a acumular riquezas hasta volverlos locos. Se le puede ver a veces subido en el hombro izquierdo de los grandes especuladores y acaparadores. Ruiz Mateos tuvo uno, muy raquítico, durante apenas una semana. No se le suele ver en las fotos porque como se disfrazaba de aquella manera… Es muy visible, en cambio, el de Lord Murdoch y tan grande que suele llevarlo a su lado, del bracete.

Mefistófeles. En el reparto territorial clásico, su área era la germanística. Aparecía, o bien como un perro de ojos rojos, o bien como un dandy, elegante, seductor y un poco marica. Trabajaba las más infames condenas en los departamentos universitarios. Yo le vi un día en la Escuela de Arquitectura de Barcelona solemnemente aburrido. Nadie le hacía el menor caso. Ni le entendían. Lo reconocí gracias al retrato que hizo de él Thomas Mann, tras haberlo visto junto a Schoenberg. Hay foto.

Se observará que en el directorio no aparece Satán, nombre diabólico de Lucifer, al que en España llamamos el Lucero del Alba. Esta ausencia se debe a que hace ya mucho que vive retirado y a la espera de su momento decisivo. Cuando reaparezca, todo habrá terminado.

Mucha gente se hizo ilusiones cuando lo de Hitler y Stalin. Parecía haber comenzado el último capítulo de la humanidad con Satán agitando el látigo sobre las cabezas de millones de esclavos enloquecidos. Falsa alarma. Olía mucho a Satán, pero acabó retirándose. Cobarde.

Lo peor está por llegar.

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4 de octubre de 2006
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Let us now praise…

¿Así que te dedicas a esas cosas? ¿Lo del arte y tal? ¿La cultura? Llevábamos ya muchas horas en aquel bar de copas con el estruendo habitual, seguramente estábamos fatigados y la fatiga produce irritación.

Sí. ¿Y no te aburre? Mortalmente. ¿Pues por qué sigues con eso? ¡Y yo qué sé! O a lo mejor lo sé. En todo caso, lo supe, pero me he olvidado. Creo que lo sabía. Ya no sé si lo sabía o me hacía ilusiones.

Entonces me parecía imposible no creer que los egipcios seguían encerrados en sus pirámides, con sus jeroglíficos, sus cocodrilos, una escudilla con cereales, el sistema solar y la momia de un gato. Si no estaban allí, ¿dónde están? ¿En qué memoria? ¿O eran sólo ficción, como los Nibelungos?

O que nuestros abuelos vivían en los capiteles decorados con hidras y con grifos, en los cirios de las ermitas, en los santuarios, hablando en latín con las esculturas y señalando al cielo con el índice. ¿Cómo quieres que acepte que toda aquella gente, tan digna, tan decorosa, tan sabia, es ahora un puñado de polvo, ellos y sus gallinas, sus lechones, limoneros, patatales, focas? Millones de romanos, de tártaros, de fenicios, de persas, de comanches, ¿todos reducidos a un soplo de viento? ¿Y no perder la razón?

Los muertos, creía yo, hablan desde las ruinas cubiertas de signos, aunque no sé quién habla en una coral de Bach, quizás aquellos que participaron en los oficios, con o sin peluca, con o sin hebillas en los zapatos, a lo mejor me interesaron estas cosas alguna vez, las hebillas, las pelucas, los retablos, los campos ensangrentados por una bula papal, las voces de los muertos. Con el tiempo he descubierto que no hablan: gritan y aúllan, están desesperados. Es el coro de los condenados. Las palabras salen muertas de sus bocas de ceniza y golpean como piedras. Nadie puede oírlas excepto nosotros, pero cada vez tenemos menos oído y las pedradas son cada vez más feroces. Cada vez hay más odio, en esos lugares, porque nos alejamos.

Pues yo no sé oír esas voces, y lo siento, de veras que lo siento, pero no tengo órgano, ya me he alejado. Lo que antes eran palabras que cruzaban la eternidad para llegar hasta aquí y echarnos una mano con nuestra insignificancia es ahora el griterío de una nube de cadáveres. Enmudecer a los muertos puede ser la tarea más importante de nuestro tiempo. Arrasar los lugares donde se reúnen los fantasmas. Cobrar entrada para visitar sus tumbas. Convertir el descanso eterno en un programa nocturno con invitados. Taparles la boca. ¡Todo el mundo en chándal!

Intento decir que eso que dices me parecen sesiones de espiritismo, una duquesa, dos coroneles, un proxeneta, varios médicos austriacos, una mujer con los ojos en blanco y la camisa empapada de sudor. Yo diría que nosotros somos irrepetibles. No tenemos nada que aprender de los muertos, fueron tan sólo un ensayo, lo siento mucho, no servían.

Nosotros somos el estreno y el estreno durará toda la eternidad y será un éxito, aunque no haya nadie para aplaudir. Yo no soy el ensayo de unas supuestas generaciones futuras, yo soy el futuro y no conozco otro. Yo no trabajo para los nonatos, yo no muero para que mañana vivan fantasmas que me escuchen como quien pone la radio, ¡ah, mira, signos del pasado, a ver qué cuentan! No dejaré ningún signo en lugar alguno. Y además, es muy tarde, no tengo tiempo.

Se suena los mocos. Aplaudo sin ganas y añado: Ya te digo, creía en esas cosas. Yo invito.

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3 de octubre de 2006
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Tal para cual

Uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos, Friedrich Gauss, era consciente de la aplastante superioridad de su inteligencia y lamentaba que los humanos no pudiéramos nacer en un tiempo elástico o perpetuo. “Es extraño e injusto, un ejemplo del lastimoso azar de la existencia, nacer en una época determinada y quedar atrapado por ella, quiéraslo o no. Te procura una ventaja indigna sobre el pasado y te convierte en un payaso del futuro”. Así pensaba el gran matemático Gauss y no le faltaba razón.

Por su parte, nuestro amado Alexander von Humboldt, no podía soportar que en el planeta hubiera tan ingente cantidad de cosas que nadie se hubiera detenido a mensurar. “Una colina de altura desconocida ofende e inquieta a la razón. El ser humano no puede avanzar sin determinar continuamente su posición. No hay que dejar al borde del camino ni un solo enigma, por pequeño que sea”. Así decía el barón Humboldt, y actuaba en consecuencia.

Gauss no se movió de dos o tres ciudades del provinciano conglomerado de ducados y principados que era entonces la futura Alemania. Cuando se movía, no podía decirse que viajara sino más bien que se iba de excursión, como cuando visitó a un Kant ya totalmente lelo. Humboldt, en cambio, recorrió el mundo entero por arriba y por abajo, y sólo a la fuerza regresó a Berlín para acabar sus días. Ambos vivieron inmersos en un universo ajeno a la rutina cotidiana, la vida corriente, la tarea mercenaria, la tortura amorosa o filial.

Asqueado por las farisaicas demoras del amor burgués, comparadas con la eficacia racional del burdel, “Gauss se preguntaba si llegaría un día en que las personas fueran capaces de relacionarse sin mentir, pero antes de que se le ocurriera algo al respecto, comprendió cómo se podía representar cada número como suma de tres números triangulares”. Así que le arrebató la tiza a un camarero y comenzó a tomar apuntes sobre el mármol de la mesa. No. Gauss no conoció nunca la estación del amor.

Por su parte, Humboldt pasó la vida rebotando de frontera en frontera como una bola de billar, provisto de “dos barómetros, un hipsómetro, un teodolito, un sextante, un declinómetro, una botella de Leyden y un cianómetro”, tanto si atravesaba la altiplanicie castellana, como si subía el Chimborazo o tomaba el té con señoras en Ekaterinenburgo. Si en algún momento hubiera accedido a meterse entre sábanas con algún ser humano habría llevado consigo aparatos de mensuración, lo que hubiera dificultado la espontaneidad. Quizás por ello no se le conocen casos.

Pero ambos iban a encontrarse en septiembre de 1828, en el Congreso de Naturalistas de Berlín, organizado por Humboldt. Demasiado tarde. La vejez había comenzado a acariciar con helados dedos sus cerebros y ambos científicos pensaban entre nieblas y sufrían aceleradas confusiones, hasta el punto de que a veces Humboldt creía ser Gauss y haber deducido el mundo desde su gabinete, y a veces Gauss creía ser Humboldt y haber comprobado experimentalmente todas las leyes de la probabilística en acantilados abismales y ensangrentadas pirámides incas.

Al final de sus vidas, en efecto, ambos científicos parecían payasos del futuro y habían agotado todas las ventajas sobre el pasado adquiridas por el trivial hecho de nacer.

Esta es la historia que cuenta Daniel Kehlmann en su notable La medición del mundo (Maeva), cuya traducción saldrá a la venta en noviembre y de la que me he permitido entresacar unas citas, convenientemente manipuladas. Esta novela tiene una peculiaridad que la hace única: es alemana y divertida. Un oxímoron.

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2 de octubre de 2006
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Real como la vida misma

Aumenta a ojos vista la necesidad de tener algo por seguro, de poder agarrarse a lo que sea, de pisar firmemente la tierra, de confirmar un fundamento indudable. Como es lógico, cuanto más fantástica o fantasmal es la sociedad oficial, cuanto más onírica y alucinada la que describen los medios, más difícil y necesario es pillar algo seguro.

Me parece a mí que cuando aparece algún “realismo” es porque suele coincidir con un delirio general. Zola y Haussman, por ejemplo. El mundo de los humanos analizado en el quirófano con instrumentos de precisión; Zola empinado en el estribo de un tren a punto de emprender sus estudios sobre personal ferroviario que le permitirán escribir “La bestia humana”; y aquel París que estaba en trance de inventar la soñada capital del siglo XIX, levantando la ciudad de arriba abajo, borrando sus viejos barrios milenarios, arrasando la ciudad verdadera con el fin de elevar una metrópolis de fantasía. La novela era real, la realidad era novelesca.

O las andanzas de don Quijote por territorios de peñasco y quebrada, trochas de cabra, desiertos de brezo y zarzamora, posadas siniestras, una desolación punteada con ahorcados a la entrada de aldeas habitadas por aparecidos. Un lugar quimérico que reconoce su irrealidad trescientos años más tarde en “El manuscrito encontrado en Zaragoza” del conde Potoki. ¡Cuánto más fantasmales son el cura y el barbero, el posadero y el bachiller, que los gigantes transformados en molinos de viento! La ficción cervantina pone de manifiesto el realismo del loco.

En la actual carrera hacia lo real, lo seguro y lo verdadero, un grupo de científicos franceses y canadienses ha aportado una contribución muy tranquilizadora: el personaje que figura en el cuadro conocido como “La Mona Lisa”, acababa de dar a luz a su segundo hijo cuando la pintó Leonardo. Menos mal. Por un momento temíamos que fuera una pintura de Leonardo. Se ha salvado: ahora es un documento de obstetricia.

Hace unos años (no tengo aquí la referencia exacta, pero puedo buscarla), otro estudio científico demostraba que la abundancia de pigmento amarillo en la pintura de Van Gogh era debida a la absenta que el holandés bebía inmoderadamente. Aunque quizás la más graciosa era aquella tesis de que las figuras de El Greco eran muy espigadas porque sufría un severo astigmatismo.

Los artistas, en cambio, siempre lo han tenido más claro. En cierta ocasión los amigos invitaron a Degas al hipódromo, pero como conocían la tremenda miopía del pintor le alcanzaron unos prismáticos para que viera la carrera con nitidez. Degas miró por un instante a través de los binoculares, dio un respingo, y los devolvió horrorizado. “¡Qué espanto! –dijo-. ¡Parece un Meissonier!”.

Es casi imposible resignarse a que las pinturas, las novelas, los dramas teatrales y demás constructos artísticos sean imaginarios incluso cuando no quieren serlo. ¡Nos parecen tan verdaderos! No hay manera de convencer a los ingleses de que el retrato de Enrique VIII por Holbein, esa maravillosa pintura en la que aparece un chulo de clase acomodada mirando desafiante a la cámara con las piernas abiertas y los brazos en jarras, es tan fantástico como el retrato de un unicornio.

Un estudio científico puede demostrar, seguramente, que Ana Karenina estaba ya muerta cuando la atropelló el tren. No había querido suicidarse, ni mucho menos: la desdichada caída la produjo un derrame cerebral. Así se deduce tras el riguroso análisis forense de la descripción del cadáver que aparece en la novela. El titular del diario sería: “¡Salvada del suicidio!”.

Naturalmente, la ciencia ha demostrado que Aureliano Buendía nunca tuvo la edad centenaria que erróneamente le atribuye García Marquez. El autor colombiano sufrió una confusión entre tres sucesivos Aurelianos, los tres registrados con el mismo nombre y equivocadamente unidos en la misma ficha de empadronamiento. Ésta sería la causa del exagerado personaje novelesco, el cual, sin embargo, fue real y existió verdaderamente. Así se desprende de un estudio minucioso de los archivos municipales de Macondo. Titular colombiano: “Tres en uno”.

Aunque la mejor de todas las fantasías realistas era aquella maravilla de libro titulado “La Biblia tenía razón”, en el que un alemán de seriedad episcopal demostraba científicamente la realidad del maná, de la zarza ardiente, del milagro de los panes y los peces, de la historicidad de David y Goliat, del caos sexual que puede producirse cuando te cortan el pelo mientras duermes, y así sucesivamente. Titular romano: “Fe y razón unidos por la revelación”.

Como si la realidad deducida a partir de un material imaginario pudiera crear una segunda realidad de la que habría surgido la imaginación. Como si lo imaginario fuera un producto de la realidad. Operación ésta que coincide exactamente con la del barón de Munchausen salvándose a sí mismo de morir ahogado mediante una técnica tan infalible como científica: tirarse de los pelos hacia arriba, hasta sacarse del agua.

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29 de septiembre de 2006
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Arte y cultura

Habrá que ir extendiendo la campaña. Como toda campaña, requiere una cierta conspiración de los iguales. Con sosiego, pero sin pausa, habrá que conspirar.

Aquellos que confiados en nuestra larga experiencia, nos pregunten sobre lo que hay que visitar aquí o alla, qué monumentos, qué museos, gente joven casi siempre, deberán recibir una respuesta honesta. Por ejemplo, desaconsejar muy seriamente cualquier visita de los museos parisinos. En realidad, de cualquier museo nacional masificado, a menos de que sea para estudiar una sola pieza, un solo autor. Dos, como mucho. Pero ni siquiera con esa condición deberá visitarse un estadio deportivo como El Louvre, o, todavía peor, el Quai D’Orsay. Han sido destruidos. Son irrecuperables.

En cambio, se impone decir la verdad sobre lo que queda de la llamada “cultura occidental”. No está agotada, ni mucho menos, pero ha cambiado de rumbo. Lo que ahora puede hacernos mejores, instruirnos, apagar el hervor de la sangre indignada, prepararnos a la meditación y el estudio, darnos paciencia para soportar la embestida de la estupidez oficial, en fin, mejorarnos por dentro y por fuera, son los lugares en donde todavía no han intervenido los funcionarios de la valoración artística, tanto políticos como mediáticos. Son tan difíciles de encontrar como lo eran, hace doscientos años, los Vermeer.

He aquí un ejemplo que acabo de recibir, un modelo de investigación artística, aplicable, naturalmente, a miles de lugares contemporáneos:

Hemos hecho un viaje por Eslovenia, este paisito de aquí al lado que, literalmente, me emociona. Fui feliz la mañana del sábado en el mercado de Maribor, con montones de puestecitos donde los hortelanos traían lo poco que tenían, unos nabos, unos tarros de miel, manzanas, zanahorias feas y verrugosas... Cada puesto era un bodegón de Sánchez Cotán, cada cara de vendedor un rostro de Rembrandt. Nos trajimos pimientos macedonios, polen, pipas de calabaza, deliciosas manzanas... En Lubliana comimos corzo con guindas y sopa de cebolla metida, como lo lees, en una hogacilla de pan. Había una dignidad extraña en muchas cosas y no acabaría nunca de mirar esas casas con sus tejados inmensos, desproporcionados a todo lo que no sea la lucha con los elementos (y por lo tanto bellos), con sus ventanucos puestos en sitios raros, sus aleros, sus zaguanes...

Naturalmente, se trata de un maestro y no hay que aspirar a tanto, él sabe dónde encontrar las piezas de caza mayor, lleva muchos años de estudio, análisis, comparación, concentración y reflexión. Sin embargo, todos, con nuestras modestas fuerzas, podemos alcanzar a ver piezas de cierta entidad.

Siempre recordaré con sumo agradecimiento la primera lección artística que recibí en mi vida. Fue en Venecia cuando todavía no soportaba más turismo que el habitual en las capitales europeas de los años sesenta. Mi cicerone, espléndido personaje que deseaba por encima de todo recibir la alternativa de manos de Ordóñez (aunque años más tarde sería catedrático de ontología), me paseó arriba y abajo por la ciudad, hasta que, llegado el momento decisivo, bajó la voz, miró con cuidado a derecha e izquierda, y me dijo que íbamos a visitar lo más importante que se conservaba en la antigua capital de la Serenísima. Su valor y belleza eran supremos, pero no resultaba fácil verlo en razón de su ocultamiento.

Me condujo al mercado de Rialto en cuyos sombrajos y bajo los arcos góticos relucían las berenjenas cardenalicias, las montañas de esa rúcola que sabe a humo de castaño, los quesos como ruedas de molino, las enormes rayas desmayadas sobre hielo y hojas de col, las siete calidades de pera otoñal con sus diferentes aromas tan bien analizados por Charlus en “La Recherche”, la incomparable riqueza, la cultura de una sociedad que sabía desde hacía siglos que el valor de una ciudad se mide en el mercado, como dicen los economistas.

Desde entonces, cada vez que llego a un lugar desconocido acudo a los mercados para tener un juicio de base, sólido, fundamental, sobre el cual todo lo demás será edificado como pura consecuencia. Ya lo decía Marx. Aunque ahora mismo no recuerdo si era partidario.

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28 de septiembre de 2006
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Arte religioso

Cuanto más se aleja en el tiempo, más interesante va apareciendo la figura de Arnold Schoenberg, hasta hacerse intemporal, o sea, clásico. En coincidencia, su música se aleja sin remedio en el espacio y saluda desde la lejanía. En algún momento Bartok, Stravinsky y no digamos Shostakovich y Britten, sufrieron la persecución de la cofradía de Discípulos y Viudas Fieles. Bartok, Stravinsky, Shostakovich, Britten no eran puros. El ascetismo, el puritanismo, el gusto de la represión, la frialdad técnica, el totalitarismo de los Fieles Cofrades rechazaban como imanes (magnéticos e islámicos) a sus enemigos los sensuales, pecadores, impuros, orgiastas, populacheros compositores antes mencionados. ¡Gente que componía para dar placer al vulgo! ¡Prostitutas de Babilonia!

No hay que acusar de ello a Schoenberg, en absoluto. Siempre son los epígonos y los comentaristas quienes se convierten en celotes. No obstante, algo había en el maestro que invitaba a quemar en la hoguera a los infieles, a los artesanos, a los vendidos a las piscinas. En una interesante entrevista de Lluis Amiguet (“La Vanguardia”, martes 26), la hija del compositor, Nuria, viuda de Nono, hablaba sobre su padre.

Desde la primera intervención, acierta en describir al personaje con toda exactitud: “La herencia de mi padre, reflejada también en su música, es ética”. Así es, en efecto. La ética ha tenido un peso aplastante en la herencia de Schoenberg, como en la herencia de Brecht. El músico y el dramaturgo tenían demasiado talento como para que la ética les aplastara, pero los discípulos fenecieron como medusas bajo una losa de cemento.

Tras lo cual, Nuria cuenta una historia escalofriante. La pobre mujer tenía que matricularse en la facultad de medicina de la Universidad de California, pero una cola interminable le impedía terminar a tiempo para acudir al homenaje a su padre por su 70º aniversario, de modo que recurrió a un jefe de negociado, dijo quién era, y la colaron. Luego ella se lo contó a su padre con alegre regocijo, pero entonces Schoenberg montó en cólera y de sus ojos salieron chispas airadas. Estuvo a punto de exigir a la pobre niña que pidiera perdón…¡ante todos los alumnos de la facultad! La frase de su padre es soberbia: “¡Has usado mi nombre para obtener una ventaja ilícita sobre los demás!”. Retumba en estas palabras la voz implacable del Dios de los Ejércitos tronando en el Sinaí contra los que usan su nombre en vano. Terrible escena de “Moses und Aaron” en un chaletito pequeño burgués de Los Angeles.

Nuria repite también esa información tan conocida, aunque increíble, según la cual Schoenberg fue un autodidacta, pero de un tipo especial: aprendió música siguiendo los capítulos de una enciclopedia y al parecer (según le dijo a su hija) no había podido componer una sonata hasta llegar a la letra “S”.

Casi con toda certeza, se trata de un mito repetido por los biógrafos, pero es un mito familiar, es decir, un mito del padre sostenido ante la hija como en un escenario cósmico y diabólico, el escenario del “Doctor Faustus”. Un mito que hacía de la figura paterna un personaje grandioso y humilde, omnipotente y modesto, un gigante benévolo ante el que era imposible no inclinarse para implorar caricias. Una verdadera aparición de los desiertos bíblicos. Un dios que goza con nuestra insignificancia.

Este carácter extremadamente ético de los últimos románticos alemanes (y Schoenberg lo era en grado sumo), la certeza de que su actividad no era “artística” sino metafísica, es lo que concedió su carácter persecutorio, paranoico y fascistoide a tantos grupos vanguardistas del siglo XX, herederos de la satánica soberbia de los Artistas Germanos. Y de su ideología mesiánica, naturalmente.

Ahora que, como los veleros de Friedrich, poco a poco se alejan por el océano del olvido camino de su aniquilación, es tiempo de pensarlos con ternura y amarlos desde su interior, desde su inconsciente lirismo, y no como máquinas de poder alucinado.

Nuria Schoenberg recomienda a los profanos comenzar por “El superviviente de Varsovia” y la “Oda a Napoleón”. La primera es una pieza demasiado particular, aunque la entrada del coro de condenados a muerte gritando “¡Shema Yisroel!”, con la convicción de que su Dios no va a abandonarles, es de una potencia salvaje. La “Oda”, en cambio, me parece muy menor. Luego Nuria añade: “Un joven director me dijo que, de todo el repertorio, el “Schoenberg Trio” era el más emocionante para el público”.

Bajo tan peculiar denominación seguramente Nuria se refería al Trío Op.45, una de las composiciones testamentales, figuración sonora de la muerte tras sufrir un ataque cardiaco y haber permanecido en coma durante horas. En efecto, es una de sus mejores piezas de cámara, pero… ¿emocionante? No sé si Schoenberg lo habría permitido. Y de haber visto a alguien emocionarse con esta pieza en un concierto, seguramente habría montado en cólera, como si hubiera visto a una chica en topless acercándose a comulgar.

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27 de septiembre de 2006
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Que paran ellos

Es cierto: hay sobradas excepciones. Mis vecinos de la puerta de al lado, por ejemplo, gente estupenda, tienen siete hijos y mis vecinos del piso de arriba, amigos y secuaces, tienen tres, pero la objetividad contable dice que cuanto más ricas e instruidas son las sociedades, menos hijos paren. De hecho, el aumento de riqueza en España ha supuesto, en el último medio siglo, una caída escalofriante de la producción filial que llega a cifras críticas en Cataluña. Allí nacen menos ciudadanos de los que mueren. Como para tantas otras cosas, los inmigrantes han venido también a cubrir esa necesidad. Paren como conejos.

Sin embargo, no se le ve la razón a este desistimiento. Hace medio siglo, cuanto más acaudalada la familia, más hijos tenía. Eran los pobres, justamente, los que se andaban con mucho cuidado de no aumentar la prole en exceso usando los medios más toscos, desde la castidad hasta el perejil y la aguja de tejer. Y no era una cuestión propiamente religiosa, sino tan práctica como en la actualidad. El campesino necesitaba mano de obra en casa pero la justa para que no se comiera la producción, el artesano menos y al comerciante le bastaba con un heredero. Funcionaba la ley de rendimientos decrecientes.

No, no se entiende el cambio de opinión de los ricos e instruidos. Quizás podría aducirse que la transformación fundamental vino de la mano de Gregory Pincus, cuando en 1951 lanzó la píldora anticonceptiva al mercado. Fue como una bomba atómica. No porque viniera a satisfacer una necesidad perentoria, sino porque trajo una libertad nueva. Hasta ese momento había sido extremadamente difícil controlar los embarazos. A los hijos los traía Dios. Ahora, por fin, después de cientos de miles de años, a los hijos los traían sus padres. La novedad decapó la grasa genitiva a velocidad de detergente.

Ahora bien, mientras fue Dios el responsable de traer los hijos al mundo, no hubo necesidad de justificar las cargas o los traumas que caían encima de los recién nacidos. En cuanto comenzaron a venir por la voluntad de sus padres, no ha habido más remedio que empezar a explicar el porqué, a dar razones, a justificar, a remediar, ayudar, completar, asistir, pedir perdón, en fin, todo el demoníaco entramado de la asistencia personal que el estado dedica a la gente con problemas. Lo cual quiere decir, en la mayoría de los casos, gente que vive de crear problemas a los demás. Gente agraviada.

A la metafísica pregunta de: “Papá, ¿por qué he nacido?”, antes se contestaba con ecuánime serenidad: “Porque Dios así lo ha querido, querido”. En la actualidad se precipitan a contestar hordas de psicólogos, pedagogos, psiquiatras, asistentes sociales, ministros socialistas, diputados conservadores, el ayuntamiento en pleno, la mitad de la prensa diaria, los programas de radio-TV, la enseñanza en su totalidad, los columnistas, los blogueros, y así sucesivamente.

Explicar por qué han nacido estos niños es extremadamente difícil. Hay muchas razones para que no nacieran y no sólo el machacado hedonismo consumista, que ya hiede. Istvan Kertész lo había explicado muy bien en Kaddish por un hijo no nacido. Lo hizo tan bien que le dieron el Premio Nobel. Su argumento no tiene réplica: después de lo que hemos visto en el siglo XX, hay que esperar un poco y detener la máquina reproductiva hasta que aparezcan razones de peso para que los humanos sigan ensangrentando el universo.

Lo que no era de prever, sin embargo, es que, una vez detenida la reproducción de los ricos, iban a llegar como por milagro los inmigrantes y se iban a poner a parir sin preguntas y sin agravios y sin angustias y sin pamplinas.

Aunque, bien pensado, era lo que cabía esperar: la casi totalidad de los inmigrantes ha nacido porque Dios lo ha querido.

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26 de septiembre de 2006
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Cuentos chinos

Cada vez son más frecuentes las novelas que utilizan material autobiográfico en lugar de construir mundos del todo ficticios. No tengo nada en contra, siempre que el círculo mágico que construye la lengua literaria tenga vida independiente. Me gusta el género menor, a veces en fragmentos desechados por los escritores, en sus cartas, en algún informe rescatado de la papelera, hay tanto arte literario como en una novela de quinientas páginas.

La incompleta Suite francesa de Irene Nemirovski, abandonada en una caja de zapatos durante cuarenta años, habría sido (¿es?) la mejor novela francesa sobre la guerra. Las cartas de Valle Inclán recientemente editadas por el profesor Hormigón son un Valle Inclán de gran calidad. Los informes de lectura que Gabriel Ferrater escribió mercenariamente para Seix Barral forman parte inexcusable de su producción poética y así fueron editados por la editorial Cuaderns Crema para placer de los aficionados.

Es posible que la trivialidad de la experiencia moderna sea lo que permite un trabajo tan refinado y artístico en las novelas. Cuando ese refinamiento falta, se nota. Así le sucedió a Martin Amis en el libro de recuerdos sobre su padre, Experiencia. A pesar de que Kingsley Amis era un tipo espléndido, las relaciones de Martin con su padre no tenían suficiente originalidad como para justificar un relato que aparecía como “novela”. Consciente de ello, le añadió dos rocambolescas historias, la primera sobre una prima secuestrada y asesinada por un célebre psicópata, y la segunda sobre la hija natural del autor. El resultado es divertido, pero deforme: un documento interesante y de escaso valor literario. Tiene la necesaria vulgaridad, pero le falta trabajo artístico.

Por el contrario, una vida original, única, asombrosa, exige dejar de lado las ambiciones literarias y narrar con la mayor simplicidad. Caso notable el de David Kidd, cuyos recuerdos se han publicado con el título de Historias de Pekín (Libros del Asteroide). En 1946 este caballero llegó a la capital china para ampliar sus estudios de sinología. En una estupenda escena cuenta cómo, al poco de llegar, conoció a su futura mujer, Aimee Yu, sin saber que pertenecía al núcleo más restringido de la aristocracia de la Ciudad Prohibida.

Tras la boda y durante cuatro años, antes de que los comunistas se afianzaran en el poder e impusieran un régimen de terror, Kidd vivió en el palacio de su suegro, cabeza visible de la Justicia en el laberinto imperial, personaje de la más alta nobleza y extremadamente acaudalado. Con mucha gracia y ese desparpajo de los anglosajones cuando cuentan sucesos inverosímiles, Kidd vivió como un personaje de Lady Murasaki: desayunaba en el pabellón de las mariposas ebrias y se fumaba un cigarro en la puerta de los sonidos sedosos, por así decirlo. De vez en cuando, como en un cameo, aparecía William Empson whisky en ristre.

Sólo con la mayor simplicidad puede narrarse la extinción de los incensarios que habían ardido durante quinientos años sin interrupción, pérdida inmensa porque al enfriarse la aleación de bronce y polvo de rubí el instrumento perdía irreparablemente su sensacional coloración y dejaba de ser una pieza única e irrepetible. Esta metáfora sobre la extinción de una sociedad con cuatro mil años de antigüedad tiene fuerza precisamente porque no es “literaria”, sino experiencial.

Si Kidd hubiera escrito sus recuerdos con un esfuerzo estilístico añadido, habría resultado insoportable. Una vida tan extraña en un mundo tan imposible no permite el ejercicio artístico. Algunos episodios, como el último baile de disfraces en el vastísimo parque del palacio, escena analógica al crepúsculo de los dioses, parecerían fruto del delirio alcohólico. Sólo la sobriedad del narrador permite creerlos.

Los muy antiguos maestros tenían sobre nosotros esa ventaja: podían hacer literatura hablando con absoluta naturalidad de vidas inverosímiles. La de Sísifo, la de Orestes, la de Jesucristo, la de Merlín, la de San Julián el hospitalario, la del profeta Elías arrebatado por un carro de fuego.

Jugaban con ventaja. Las vidas privadas carecían entonces de la menor importancia. A todo el mundo le importaban un bledo. Nosotros, los modernos, hemos hecho de la trivialidad cotidiana nuestra épica. Hay que echarle mucho arte para tenga algún sabor.

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25 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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