Félix de Azúa
Es cierto: hay sobradas excepciones. Mis vecinos de la puerta de al lado, por ejemplo, gente estupenda, tienen siete hijos y mis vecinos del piso de arriba, amigos y secuaces, tienen tres, pero la objetividad contable dice que cuanto más ricas e instruidas son las sociedades, menos hijos paren. De hecho, el aumento de riqueza en España ha supuesto, en el último medio siglo, una caída escalofriante de la producción filial que llega a cifras críticas en Cataluña. Allí nacen menos ciudadanos de los que mueren. Como para tantas otras cosas, los inmigrantes han venido también a cubrir esa necesidad. Paren como conejos.
Sin embargo, no se le ve la razón a este desistimiento. Hace medio siglo, cuanto más acaudalada la familia, más hijos tenía. Eran los pobres, justamente, los que se andaban con mucho cuidado de no aumentar la prole en exceso usando los medios más toscos, desde la castidad hasta el perejil y la aguja de tejer. Y no era una cuestión propiamente religiosa, sino tan práctica como en la actualidad. El campesino necesitaba mano de obra en casa pero la justa para que no se comiera la producción, el artesano menos y al comerciante le bastaba con un heredero. Funcionaba la ley de rendimientos decrecientes.
No, no se entiende el cambio de opinión de los ricos e instruidos. Quizás podría aducirse que la transformación fundamental vino de la mano de Gregory Pincus, cuando en 1951 lanzó la píldora anticonceptiva al mercado. Fue como una bomba atómica. No porque viniera a satisfacer una necesidad perentoria, sino porque trajo una libertad nueva. Hasta ese momento había sido extremadamente difícil controlar los embarazos. A los hijos los traía Dios. Ahora, por fin, después de cientos de miles de años, a los hijos los traían sus padres. La novedad decapó la grasa genitiva a velocidad de detergente.
Ahora bien, mientras fue Dios el responsable de traer los hijos al mundo, no hubo necesidad de justificar las cargas o los traumas que caían encima de los recién nacidos. En cuanto comenzaron a venir por la voluntad de sus padres, no ha habido más remedio que empezar a explicar el porqué, a dar razones, a justificar, a remediar, ayudar, completar, asistir, pedir perdón, en fin, todo el demoníaco entramado de la asistencia personal que el estado dedica a la gente con problemas. Lo cual quiere decir, en la mayoría de los casos, gente que vive de crear problemas a los demás. Gente agraviada.
A la metafísica pregunta de: “Papá, ¿por qué he nacido?”, antes se contestaba con ecuánime serenidad: “Porque Dios así lo ha querido, querido”. En la actualidad se precipitan a contestar hordas de psicólogos, pedagogos, psiquiatras, asistentes sociales, ministros socialistas, diputados conservadores, el ayuntamiento en pleno, la mitad de la prensa diaria, los programas de radio-TV, la enseñanza en su totalidad, los columnistas, los blogueros, y así sucesivamente.
Explicar por qué han nacido estos niños es extremadamente difícil. Hay muchas razones para que no nacieran y no sólo el machacado hedonismo consumista, que ya hiede. Istvan Kertész lo había explicado muy bien en Kaddish por un hijo no nacido. Lo hizo tan bien que le dieron el Premio Nobel. Su argumento no tiene réplica: después de lo que hemos visto en el siglo XX, hay que esperar un poco y detener la máquina reproductiva hasta que aparezcan razones de peso para que los humanos sigan ensangrentando el universo.
Lo que no era de prever, sin embargo, es que, una vez detenida la reproducción de los ricos, iban a llegar como por milagro los inmigrantes y se iban a poner a parir sin preguntas y sin agravios y sin angustias y sin pamplinas.
Aunque, bien pensado, era lo que cabía esperar: la casi totalidad de los inmigrantes ha nacido porque Dios lo ha querido.