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Escrito por

El Boomeran(g)

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Humanos desechables

Una reseña de Santiago Roncagliolo sobre:

Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones. Anagrama 2005. Panorama de Narrativas 618. 351 p.

En la brillante generación de narradores ingleses nacidos durante la posguerra, cada quien ha ido delimitando su terreno. Martin Amis se ha hecho conocido por su don para la comedia delirante y por ser una ametralladora de metáforas sexuales refinadas. Ian McEwan ha desarrollado una prosa elegante y cargada de suspenso, como un bisturí para la disección de los miedos de Occidente. Julian Barnes ha convertido en un género propio las historias de amor, realidad e historia. Y Kazuo Ishiguro se ha especializado… en no especializarse. En efecto, el novelista de origen japonés es uno de los más parcos autores contemporáneos (sólo seis libros, menos de la mitad que Barnes, por ejemplo). Y, sobre todo, uno de los más inclasificables y camaleónicos. Puede asumir la voz de una japonesa de mediana edad (Pálida luz en las colinas), de un detective en Shangai (Cuando éramos huérfanos) o de un mayordomo inglés. Los restos del día, galardonada con el premio Brooker, mostraba un austero y sólido realismo, pero su siguiente novela, Los inconsolables, era un inesperado relato absurdo de estirpe kafkiana. Fiel al esquema de romper sus propios esquemas, la última entrega de Ishiguro es una historia de ciencia ficción. O algo así. El escenario de este libro no está lejos en el tiempo o el espacio, pero tampoco está situado en la Inglaterra actual. Es más bien un presente visionario, como el de las novelas de Ballard, un lugar que podría ser ahora y aquí, si y sólo si algunas cosas de nuestro pasado hubieran sido diferentes. Pero no muy diferentes. Isaac Asimov reunió una vez los mejores cuentos de ciencia ficción del siglo XIX. Al leerlos, sorprende la fascinación por las máquinas. Los autores describían los aparatos con cantidad de tétricos detalles, y sus relatos se hicieron obsoletos en cuanto aparecieron las máquinas reales y fueron, con mucho, más bonitas. En el otro extremo del siglo XX, sin embargo, es difícil que eso nos impresione. Usamos teléfonos con pantallas, trabajamos en los aviones con computadoras móviles y tenemos miles de satélites en desuso tirados por el espacio. Lo más impresionante que nos ha traído el futuro no es la creación de máquinas para extender las funciones del cuerpo humano. Lo impresionante hoy es la creación de humanos. Philip K. Dick en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? fue el primero en plantearse a los humanoides como sujetos con emociones. Pero sólo en los últimos años, a raíz de los primeros experimentos reales de clonación, el arte ha empezado a interrogarse constantemente sobre los límites de la humanidad y sus consecuencias éticas. El Houellebecq de La posibilidad de una isla prevé que nuestros replicantes serán tan infelices como nosotros. El Winterbottom que dirigió Código 46 pinta un mundo gobernado por la dictadura del genoma, en el que ni siquiera el amor es realmente libre. Las grandes historias sobre nuestro futuro tecnológico ya no rebosan detalles científicos, sino preguntas existenciales. Es ahí donde encuentra su lugar la nueva novela de Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones no es un paseo por naves espaciales y laboratorios de pruebas. Los escenarios son más bien bucólicos. Praderas inglesas, un pueblo de Norfolk que es igual al pueblo de Norfolk, y hospitales que parecen hospitales. El lugar de los hechos de esta novela no es un sofisticado entorno científico, sino un jardín de niños sin padres ni hijos, de seres humanos desechables. Y la pregunta que atraviesa la novela es “¿Qué es el amor en un mundo así?” Porque a fin de cuentas, lo que el autor nos narra es simplemente un triángulo amoroso, la historia de un amor que dura toda la vida de sus protagonistas. Lo que anima el relato es lo que está detrás de él, el horror que Ishiguro –con su proverbial austeridad- sólo nos deja ver a retazos, pero que pesa sobre la historia como una lápida, hasta asfixiar a sus personajes y a sus lectores. Quizá, conforme cambia nuestro concepto de la vida, también cambian las razones para la muerte. En un mundo en movimiento resulta absurdo morir por un país, pero hay nuevos motivos –igualmente absurdos- para morir. Nunca me abandones explora esos motivos, y al hacerlo, traza el retrato de tres personajes buscando el misterio de su propia existencia. Pero como todas las buenas historias de ciencia ficción, su seducción no reside en su capacidad predicción del futuro, sino en el retrato que esboza de nuestro atribulado presente.

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26 de diciembre de 2005
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Dos muertos para esta Navidad

Tres chicos, uno de ellos menor de edad y los otros dos casi, incendiaron esta semana a una mendiga en un cajero automático en el barrio de Sant Gervasi. Sus declaraciones a la policía aparecen en la prensa de hoy. Admiten que encontraron una garrafa de disolvente en un andamio y fueron al cajero a fastidiar a la mujer. Les pareció una idea divertida. Dedicaron un rato a burlarse de ella y luego, para asustarla, le arrojaron el disolvente. Y un cigarro. Según uno de los chicos, no le arrojaron el disolvente encima sino a un costado, hasta que formó un charquito. Pero “cayó la garrafa y explotó, y del susto nos fuimos corriendo… No avisamos a ningún servicio de emergencia por miedo, a ver si nos iban a decir algo a nosotros.” De hecho, su crimen fue tan estúpido que ni siquiera se les ocurrió en ningún momento que en los cajeros automáticos hay cámaras. Ayer, en el metro de Osaka, Japón, cuatro pasajeros mataron a otro a golpes. La víctima había estado metiéndole mano a una chica, que se quejó en voz alta. Y la gente del vagón se indignó con el acosador. En la siguiente estación, el hombre se bajó para evitar conflictos, pero lo siguieron y apalearon hasta la muerte. Estos hechos no ocurrieron en medio de una guerra africana ni en los miserables suburbios de la India. Los asesinos no eran delincuentes ni fanáticos. De hecho, ocurrieron en dos de los países más desarrollados y civilizados del mundo, en ciudades, y no precisamente entre marginales: uno de los chicos es hijo de un profesor universitario, y el acosador japonés era un hombre de negocios. Los dos muertos de esta semana, asesinados en dos extremos del mundo, nos muestran lo cerca que los seres humanos estamos de la brutalidad. Mientras caminamos por la calle orgullosamente, con nuestro traje y nuestro maletín, mientras pensamos en los regalos navideños para el niño, quizá estemos al borde –a sólo un cigarrillo, a una metida de mano- de la barbarie. Lamento que esta sea mi columna de hoy. Creo que nunca me gustó la Navidad.

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23 de diciembre de 2005
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Malas temporadas

A menudo, los medios de comunicación nos pintan a los inmigrantes como si fuésemos caricaturas. Algunos piensan que somos todos delincuentes, otros ponen énfasis en lo nobles y trabajadores que somos, aunque ambas cosas dichas así sean obviamente falsas. Hace como un año, un editor me dijo: “nadie mata como matan los sicarios colombianos. Nadie en este país sabía matar con tanta violencia. Pero yo no puedo poner eso en el periódico, porque es políticamente incorrecto”. En cambio, un redactor de otro medio me dice: “para mi editor, los asaltos cometidos por inmigrantes son noticia. Los que cometen los españoles, en cambio, no importan”. La verdad tiene muchas caras. Y los periodistas tenemos mucha cara. En la ficción también hay estereotipos. Si uno sólo conociese el mundo según las películas españolas, pensaría que todos los cubanos/as se buscan la vida con sus habilidades amatorias. Que todos los ecuatorianos son bajitos. Y que todos los argentinos son profesionales liberales, porque los actores argentinos no hacen de inmigrantes sino de gente. Por eso, me ha sorprendido la película Malas temporadas de Manuel Martín Cuenca, actualmente en cartelera en España. Entre los personajes, hay un cubano rico y un cubano piloto, que forman un triángulo amoroso con Leonor Watling. Ambos trafican con arte, y ambos están enamorados. Pero el hecho de que sean cubanos es un ingrediente de la historia que no los hace ser mejores ni peores. Es una cosa más que son, como guapos o ambiciosos o soñadores. Un adjetivo sin connotaciones de valor. También hay una trabajadora social que trabaja con inmigrantes, en particular con refugiados, y está hasta las narices. Una de sus representadas le miente para que saque de la cárcel al psicópata de su hijo. Otro no la deja en paz preguntando por el caso de su hermano, y llega a la violencia. Y todos esperan que haga milagros. Pero la película no saca conclusiones de ello. Como en la vida, en Malas temporadas las cosas ocurren casi porque no podrían ocurrir de otra manera. Porque si eres una madre o un hermano lo natural es que defiendas a los tuyos, y actuar de otra manera sería transgredir reglas mucho más profundas. Los personajes están arrastrados por sus vivencias y el “mal” es sólo la confluencia de intereses a menudo opuestos en situaciones desesperadas. Por supuesto, eso es lo obligatorio para una buena película. Y ésta es una buena película. Pero creo que además, Malas temporadas refleja el espíritu de una España que va acostumbrándose al inesperado aluvión migratorio de los últimos quince años. La integración comienza –y termina- en la cabeza de la gente, en la cultura. Y termina bien precisamente cuando los inmigrantes dejan de ser vistos como cuerpos extraños en una sociedad. Malas temporadas no es una película sobre extranjeros, aunque tenga personajes extranjeros, ni sobre españoles, aunque tenga personajes españoles. Es sólo una película sobre seres humanos.

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22 de diciembre de 2005
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Huracán Evo

Evo Morales ha ganado las elecciones bolivianas con más de la mitad de los votos en la primera vuelta, el respaldo más contundente que ha recibido un gobernante de ese país desde la transición a la democracia. La inesperada magnitud de su victoria permite prever un arranque confiado, ya que sus opositores no podrán desestabilizarlo rápidamente. A nivel regional, tal arranque significa la creación de un frente energético nacionalista en ambos extremos del Pacto Andino: Chávez tiene petróleo y Evo, hidrocarburos. La pareja tratará de convertirse en la reserva energética de una América Latina alternativa al Área de Libre Comercio propuesta por los Estados Unidos. Hasta ahora, el único país andino que ha firmado el Tratado con Norteamérica es Perú. Ahí, la victoria del MAS representa un espaldarazo para la opción nacionalista del ex militar Ollanta Humala, que ya figura segundo en las encuestas. En los países que aún no firman, Ecuador y Colombia, la entrada en escena de Evo es un balón de oxígeno para los disidentes del neoliberalismo. Ahora bien, las últimas elecciones venezolanas han mostrado que Chávez pierde fuelle. El respaldo con que va a gobernar –apenas una cuarta parte del país- no convence. Tras años de sufrir un país dividido, en el que ambas partes están dispuestas a paralizar las instituciones y las empresas con tal de demolerse mutuamente, los venezolanos han mostrado que están hartos de toda la clase política. Su silencio electoral, que no favorece a nadie, se puede interpretar como una demanda de unidad. Por abandono, Chávez ha copado todos los cargos en disputa en los últimos comicios, pero un gobierno sin interlocutores puede terminar por precipitar su desgaste. La oposición boliviana, en cambio, está mucho mejor articulada. El nuevo presidente tendrá contrapesos tanto en el Congreso como en el Senado, en los que no tiene mayoría. Sin duda, lo mejor para Bolivia sería lograr un consenso que les permita abandonar la parálisis que han ocasionado las sucesivas crisis. Las primeras palabras de vencedores y vencidos permiten vislumbrar la posibilidad de hacer las reformas que saquen de la miseria a Bolivia sin aislarla económicamente. Si un consenso así es posible, no sólo lo agradecerá el país del altiplano, sino toda la región andina y toda América Latina, que afronta un decisivo año electoral.

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21 de diciembre de 2005
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Capote

La semana pasada, en este mismo portal, Héctor Feliciano informaba sobre la caída en las ventas de ficción en beneficio de la no ficción en los EEUU, especialmente después del 11S. Pocos días después, Marcelo Figueras recogía el testigo y añadía que muchos escritores han renunciado a decir nada sobre la realidad –ni siquiera en la ficción- y, con ello, han perdido contacto con los lectores. No he dejado de pensar en eso, sobre todo después de ver la película Capote, en la que un excepcional Philip Seymour Hoffman encarna al autor de A sangre fría. La película narra precisamente el nacimiento del género que Capote llamó “novela de no ficción”. Y fue un parto con fórceps. Capote contrató abogados para que mantuviesen a sus personajes vivos mientras investigaba. Conforme avanzaba en el texto, crecía en él –y en su editor- la convicción de que cambiaría la historia de la literatura americana. Y no le faltaba razón. Pero el final que necesitaba esa novela perfecta era la ejecución de sus protagonistas. Y llegado el momento, no vaciló en mover las piezas para acelerarla o, por lo menos, asegurarla. Capote no sólo llegó a los límites del talento sino, sobre todo, a las fronteras de la moral. Manipuló a un condenado a muerte y dispuso de su vida sin considerar que también estaba consumiendo la suya. Consiguió una novela brillante. Y luego nunca fue capaz de escribir otra. Janet Malcolm dice que todo periodista es “moralmente indefendible”, porque utiliza a personas reales y lee sus historias desde el punto de vista de su provecho propio. Y todos los que hemos hecho entrevistas sabemos que a menudo el entrevistado se siente extrañado ante la edición que hacemos de sus palabras. La extrañeza es similar a la del que escucha su voz en una grabadora. Pero no tiene que ver con el sonido, sino con el contenido de lo que dice. Al menos los novelistas inventan sus mentiras. Los periodistas, en cambio, las toman de la realidad. ¿Es posible hablar de la realidad con la misma actitud que de la ficción? Por lo general, escribimos en tercera persona y afirmamos sin cautelas, como si lo que dijésemos fuese verdad independientemente de nosotros. Eso no es problema cuando informamos sobre la firma de un acuerdo comercial o el resultado de un partido de fútbol. Pero al tratar con historias humanas, las cosas se complican. En la realidad no hay narradores omniscientes. Estamos condenados a formar parte de ella, a ser personajes que miran a otros y hablan con ellos desde el laberinto de nuestras propias historias, siempre con la ilusión de narrarlos, como un triste remedo de Dios.

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20 de diciembre de 2005
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Dislexia

Estoy tratando de ser de izquierda, pero no tengo claro qué significa eso exactamente. Si uno es de izquierda ¿Está a favor de la guerra en Irak, como la izquierda inglesa? ¿O en contra, como la derecha francesa? ¿Uno es nacionalista como Evo Morales? ¿O nacionalista como Le Pen? Y, por cierto ¿Uno está a favor o en contra de los subsidios agrarios? Porque la política de subsidios agrarios europeos ha sido en las últimas semanas el mejor ejemplo de la dislexia del nuevo orden mundial. Ha terminado por ceder ante los golpes de todos los flancos en la reunión de la Comunidad Europea y en la de la OMC. En la primera, el liberalismo británico la ha acusado de ser un lastre económico costoso e ineficiente. En la segunda, los países pobres consideran que la protección de los cultivos europeos crea pobreza e injusticia, porque no permite competir libremente a los productos de América Latina o África a pesar de que tengan mejor calidad y precio. Ésta crítica, encabezada por el representante brasileño, es la piedra de toque de la izquierda latinoamericana encabezada por Lula. Y es una crítica incómoda. ¿Qué puede responderle la izquierda europea? ¿Puede aceptar que sus campesinos pierdan sus subvenciones? Y si defiende esas subvenciones ¿Con qué autoridad puede pedir un mundo más justo? Y, ya por ponernos pesados ¿Lula es de izquierda? Porque el liberal Álvaro Vargas Llosa lo considera un peligro para el libre mercado, pero los sectores disidentes de su propio partido lo acusan de no haber cambiado nada en realidad. Cuando el mundo no se acomoda a nuestros parámetros, es posible echarle la culpa al mundo. Pero parece más sensato revisar nuestros parámetros. Los referentes de izquierda y derecha que servían para describir un mundo polarizado no parecen capaces de explicar un mundo con una economía globalizada. Y sin embargo, sí hace falta un discurso que oriente los cambios. Porque hay mucho que cambiar. La propuesta de extrema izquierda es volver el sistema de revés. Ahora, eso es más una queja que un programa. Mientras se nos ocurre cómo cambiar el mundo, parece que tanto los antisistema como los más moderados están de acuerdo en la necesidad de reglas iguales y negociaciones justas, del tipo “yo quito mis subsidios pero tú abres tu mercado a mis servicios”. Los antisistema consideran que creer en una negociación justa es iluso debido a los abismos económicos que separan a unos países de otros. Los más moderados creen que es lo único que cabe hacer para reducir las desigualdades. Recientemente, el escritor Jorge Benavides me dijo: “antes queríamos cambiar el mundo. Ahora nos conformamos con que no se venga abajo”. Va a ser eso, ser de izquierda: tratar de que se pongan de acuerdo los leones antes de que se coman el circo.

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19 de diciembre de 2005
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Cadáver exquisito

El miedo a la muerte es la razón de ser de buena parte de la cultura: la religión nos ofrece la ilusión de perdurar. El arte nos permite trascender (bueno, según). Las funerarias nos buscan una casa –ataúd o mausoleo- para que nos visiten y así nos traten en cierto modo como a vivos. Nos resistimos a morir por todos los medios, e inventamos todo tipo de ficciones para crear la ilusión de perdurar. Pero ahora, gracias a la tecnología, los cadáveres se han vuelto portátiles. Podemos llevar al abuelo engastado en un anillo, o a nuestros padres incrustados en un par de bonitos pendientes. Incluso, si tenemos el temperamento, podemos hacernos un collar con todos nuestros parientes. Ahora, una empresa suiza convierte nuestros restos en diamantes. Como lo lee. Un proceso químico somete nuestras cenizas a altas temperaturas y presiones para transformarlas en cristales brillantes. Y ha sido un éxito. En menos de dos años, han llegado a recibir 60 pedidos mensuales en Europa y otros cien en Japón. Gente de todo el mundo quiere resistir al tiempo en forma de joya. Sin duda, se trata de la manera más decorativa de desafiar a la muerte. En España, el precio oscila entre tres y quince mil euros, y el negocio se expande rápidamente, porque en algunas regiones de este país, el porcentaje de incineraciones duplica la media europea. La cifra resulta extraña en un país tradicionalmente católico, ya que la Iglesia no ve con buenos ojos la incineración de los cuerpos. Y sin embargo, no lo es tanto. Quienes creen en una religión –católica o no- creen en efecto que la gente no muere, o no muere enteramente tras la muerte física. El diamante les ofrece la posibilidad de acompañar a sus muertos todo el tiempo. Y les ahorra los viajes al cementerio. Además, a diferencia de la urna de cenizas, el diamante no mancha la alfombra cuando se cae al suelo. Si hay algo de lo que podemos estar seguros, no importa lo que hagamos, es de la muerte. Pero hay formas y formas de llevarla. Pruebe una muerte de bisutería y páguela en cómodas cuotas. El único problema es que si al final no se siente satisfecho, no podrá reclamar su dinero de vuelta.

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16 de diciembre de 2005
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Que alguien mate a Francis Veber

Los griegos definían la tragedia como una obra sobre personajes elevados, superiores a nosotros, que acaban su historia peor que al comienzo, precipitando su propia destrucción. La comedia, por el contrario, nos muestra personajes inferiores a nosotros que acaban su historia un poco mejor de como la empezaron. Tal definición nos deja a nosotros, los espectadores, como una tira de canallas. Disfrutamos con la caída en desgracia de los seres más valiosos, y sólo perdonamos el éxito si le toca a sabandijas despreciables, cuya suerte nos produce risa o burla pero nunca admiración. Y sin embargo, los personajes funcionan cuando nos identificamos con ellos. En todos los géneros nos gustan los caracteres que nos dicen algo de nosotros mismos. Si alguien ha comprendido esa definición y ha hecho una carrera de ella es el guionista y director francés Francis Veber, cuyo texto Le contrat está en cartel en Barcelona con el nombre de Matar al presidente. Veber escribió la historia en los años sesenta, inspirado por el hallazgo de un complot contra el general De Gaulle. Pero no debemos pensar que se trata de una ficción política o una reflexión sobre el poder. La gran cuestión existencial que plantea es: ¿qué pasaría si el magnicida tuviese la mala suerte de cruzarse con un perfecto imbécil que da al traste con sus planes? Gag tras gag, el imbécil, que por error ha reservado la misma habitación de hotel que el francotirador, se muestra inconmovible en su imbecilidad, incapaz de comprender ninguna evidencia de su propia inadaptación al universo. Su oligofrenia llega a tal grado que le permite superar exitosa e inconscientemente la infidelidad de su mujer, los ataques del amante, las amenazas de muerte y sus propias tentativas de suicidio. En fin, que si hubiese sido mínimamente inteligente, no habría sobrevivido al minuto veinte de la obra. La idiotez es la clave de toda la obra narrativa de Francis Veber, integrada por más de medio centenar de películas y obras de teatro, la mayoría de ellas protagonizadas por el mismo idiota, François Pignon, un personaje que como Hércules Poirot o Batman, puede cambiar de rostro y de actor pero siempre mantiene sus rasgos esenciales y su capacidad de provocar catástrofes. En La cena de los idiotas, Pignon es convocado a un concurso de tarados, pero sus dotes son de tal magnitud que arrastra la desgracia sobre su anfitrión. En Salir del armario, es tan gris y torpe que está a punto de ser despedido, pero echa a correr el rumor de su homosexualidad y salva el trabajo debido a que todos los demás empleados de la fábrica son igualmente brutos. La estupidez de Pignon es una especie de foco que ilumina la estupidez de todos los demás, aunque normalmente no nos preguntamos si nosotros, ahí sentados, riéndonos de todas esas tonterías con babeantes carcajadas, realmente somos más inteligentes que esos patéticos personajes, si Veber no se ha especializado en dejarnos sacar nuestro lado tonto con la coartada infalible de estar viendo una comedia. Tras ver Matar al presidente, uno se pregunta si los treinta años de éxito de Veber se deben a que los productores de cine y teatro creen que todos somos idiotas, o a que tienen razón.

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15 de diciembre de 2005
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La moral de Woody Allen

Parte de la crítica y los fans españoles han saludado a Match point, la última película de Woody Allen, como el regreso del viejo Woody tras unos años de irreconocible mediocridad. En realidad, hay quien dice lo mismo con cada una de sus nuevas películas. Pero lo curioso en este caso es que, al ver Match point, parece que Woody no ha regresado, sino ha huido de sí mismo. Esta vez, la banda sonora no es jazz sino ópera. El sentido del humor brilla por su ausencia. Los personajes no son intelectuales ni bohemios sino entrenadores de tenis y millonarios. El escenario no es Nueva York sino Londres (y por cierto, dicen que la próxima se rueda en Barcelona). ¿A dónde ha vuelto el autor de Manhattan? Pues precisamente, a dejar de reprimir su yo intelectual. Match point empieza y termina como una fábula moral, más o menos en la línea de Crímenes y faltas. El protagonista dispuesto a todo sólo para sostener su nivel de vida nos recuerda al oftalmólogo Judah Rosenthal. Y como él, Jonathan Rhys Meyers no se enfrenta a la condena legal ni al repudio social sino sólo a la conciencia individual, en un mundo en el que no existen leyes superiores que juzguen los actos de los humanos. El éxito o el fracaso no dependen de la moralidad de los fines sino del puro azar. Las referencias a Dostoievski son otro regreso al Woody Allen que citaba filósofos sin acomplejarse. Pero a diferencia del escritor ruso, el director neoyorquino no considera que la culpa sea un tormento inextinguible que nos arroje a nuestra propia destrucción. Al contrario –y una vez más, como en el caso de Judah-, el remordimiento es una molestia pasajera que el bienestar material y el reconocimiento social asfixian rápidamente. Y sin embargo, los personajes de esta historia no resultan cínicos. Match point no es una despreocupada invitación al homicidio, sino una reflexión sobre el sentido de la moral en un universo sin Dios. Los personajes que toman decisiones sólo para proteger su comodidad material no parecen felices con su vida, sino sólo incapaces de tener otra por desidia, ignorancia o falta de imaginación. La trágica Scarlett Johansson, en cambio, ha decidido ser dueña de su propia vida, pero eso tampoco le garantiza la felicidad. En esta película, quien se atreve a ejercer su libertad debe estar emocionalmente equipado para el fracaso. Hace dos años, los distribuidores de la película Todo lo demás eliminaron del cartel el nombre de Woody Allen. Para la promoción se usó sólo a Cristina Ricci y Jason Biggs, con la esperanza de vender una historia de romance adolescente que no ahuyentase al gran público. Con Match point, Allen parece buscar en Europa el sitio que ya no encuentra en EEUU: el del cronista de las relaciones humanas en una época de desamparo moral.

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14 de diciembre de 2005
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La sociedad indolora

Dos reediciones aparecen simultáneamente en las librerías españolas: Vigilar y castigar, la historia de la cárcel según Michel Foucault (Siglo XXI) y Sobre la fotografìa de Susan Sontag (Alfaguara). Se trata de dos ensayos sobre cómo llegamos a ser lo que somos hoy en día. El primero de ellos muestra la evolución de la penitencia social. A finales de la Edad Media, la decapitación, el apaleamiento y el saqueo formaban parte de la cultura del castigo. Los hechiceros eran quemados. Los falsificadores, hervidos en aceite. A los blasfemos se les colgaba de la lengua con un gancho. A quien cortaba un árbol sin permiso se le arrancaban las tripas, se le ataba con ellas y se le obligaba a correr alrededor del árbol hasta que quedase enroscado. El centro del castigo era, pues, el cuerpo. El delincuente sabía que eso iba a doler, y que cargaría con las cicatrices de su penitencia para siempre. La modernidad arrastró consigo el concepto de la libertad como un bien preciado, de la civilización como característica del Estado y del hombre como un ser racional y, por lo tanto, reeducable. Ya no castigamos: corregimos. Ya no torturamos: enseñamos. Ya no apartamos de la sociedad: internamos en un recinto especial. A la evolución del castigo se sumó en el siglo XIX la evolución de la mirada. La aparición de la fotografía permitió seleccionar instantes de la realidad, congelarlos y guardarlos. Ahora, todo lo que se quiere documentar fielmente debe ser fotografiado. El texto escrito siempre es una interpretación. La fotografía es realidad objetiva. Su desarrollo ha creado nuevas reglas para entender el mundo, y por supuesto, una nueva ética sobre lo que podemos –y debemos- mirar. Ambos ensayos retratan el desarrollo de un mundo que ha tratado de alejarse del dolor. La prisión –con mayor o menor éxito según dónde- ha pretendido reducir el dolor físico y mitigar el sufrimiento del aislamiento convirtiéndolo en una experiencia productiva. Si el delito implica una responsabilidad social, la sociedad la repara mediante la cárcel. Si el sistema funciona, el drogadicto, el miserable, el criminal, dejan de pesar en nuestras conciencias. A su vez, la fotografía nos permite ver las guerras, mirar a los ojos de los cadáveres, penetrar en el dolor ajeno sin estar físicamente presentes. Por un lado, nos escupe a la cara la realidad aunque no la queramos ver. Por otro lado, nos permite contemplar el sufrimiento desde la comodidad de nuestro salón, sin comprometernos con él. Nos indigna ver al niño etíope sobrevolado por un buitre. Pero nos alivia saber que no es nuestro hijo. La distancia nos permite observar el entorno con mayor frialdad y, quizá por eso, enfocar sus problemas con más eficiencia. Pero también nos impide formar parte de él plenamente. De eso se trata. Asistimos al gran teatro del mundo desde escritorios y televisiones, en una sociedad que ha creado los medios para diseccionar la realidad sin mancharse las manos con ella, en un universo aséptico, en el que nos horrorizamos sin culpa, nos indignamos sin responsabilidad y luego cambiamos de canal y nos vamos a dormir tranquilos, satisfechos por todo lo que nos preocupa el mundo, donde quiera que esté.

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13 de diciembre de 2005
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