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El Boomeran(g)

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Un fin de semana con Evo

El clima del Altiplano boliviano es impredecible y cruel. Llegando a La Paz, a 3.800 metros sobre el nivel del mar, tuve que pasarme todo el día en cama, aturdido por el soroche. Y hoy sábado, aunque se supone que estamos en verano, ni la bufanda ni el jersey de lana bastan para protegerme del frío de la mañana: cinco grados. Y sin embargo, mientras me acerco a las ruinas de Tiwanaco, el clima humano va compensando las inclemencias del meteorológico. Más de 20.000 personas se han reunido a presenciar el rito andino con que el nuevo presidente Evo Morales se inviste ante los indios aimaras y quechuas. Nunca un presidente boliviano había convocado tanta expectativa: 1.200 periodistas de todo el mundo han venido a cubrir sus tres apariciones públicas. Y ésta, que subraya su origen indígena, es la primera. Los asistentes son tan insólitos como la ceremonia: campesinas de polleras típicas con banderas cubanas y posters del Che; extranjeros rubios mascando hojas de coca; políticos inverosímiles, como el presidente de Eslovenia o el candidato peruano Ollanta Humala envuelto en una bandera del Tawantinsuyo. Dos agitadores en zancos cantando que Evo, Fidel y Chávez van a joder a Washington. A media mañana, cuando por fin aparece Evo Morales, el sol reina en el cielo. En segundos, el calor aumenta hasta obligarme a quitarme el jersey. Y la luz solar se vuelve tan fuerte que me produce llagas en la piel de la nariz. Las celebraciones del domingo incluyen el tradicional cambio de mando y un nuevo encuentro con las masas, esta vez en La Paz. Una vez más, el mitin es multitudinario. En su discurso preliminar, el vicepresidente anuncia el fin de los 513 años de opresión indígena y el inicio de una nueva era. Por lo menos, está claro que Evo gobernará sin trabas: el 84% de los bolivianos votó en las elecciones, y él consiguió más del 53% de los votos en primera vuelta. Tiene mayoría en el Congreso y, mediante pactos con fuerzas pequeñas, en el Senado. De las nueve regiones del país, tres están gobernadas por su partido, y ninguna agrupación supera esa cifra. Pero la legitimidad y la expectativa de Evo Morales no se limita al 64% indígena de los bolivianos. Buena parte de la clase media votó por él, e incluso algunos conservadores que nunca lo harán se sienten orgullosos de que un indígena pastor de llamas pueda alcanzar la presidencia de su país. Los progres latinoamericanos también han venido a celebrar. En los mítines se escuchan acentos de todas partes. Sin ir más lejos, la casa en que me alojo es de una familia de izquierdistas peruanos, que reciben este fin de semana a ocho visitantes, repartidos entre camas y colchones tirados en el suelo. Por el lobby del hotel Radisson, del que me echan por no tener acreditación de prensa, circulan Hugo Chávez, el español Gaspar Llamazares y el peruano Javier Diez Canseco sólo en el minuto en que me permiten asomarme a la puerta. Por la noche del domingo, después del último discurso de Morales, suben al escenario grupos como Inti Illimani y Piero. Entonces rompe a llover. A cántaros. Mientras estornudo y estoy seguro de que me he ganado una pulmonía, pienso en la euforia que se ha desatado en el país más pobre de Sudamérica. Quizá el peor enemigo de Morales sea precisamente la enorme expectativa que ha despertado. Pero en esta ciudad, que suele cambiar de presidente tanto como de clima, sus seguidores piensan que él representa el amanecer de una estable primavera democrática. Espero que tengan razón. Quiero que la tengan.

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23 de enero de 2006
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La chica del pelo rojo

Conocí a Claudia Llosa en el 2000, poco antes de venir a vivir a España y precisamente a causa de ello. Los dos queríamos viajar para estudiar guión de cine. Ella lo supo por un amigo común, y me llamó un día para conocernos y comparar nuestros programas. Al final, no hubo mucho que comparar. El programa al que yo postulaba se cerró, y yo acabé yendo a la escuela de cine de Claudia. Por entonces, ella era una publicista con pelo rojo y sonrisa iridiscente. Usaba unas botas tan altas que caerse le podría haber costado una fractura de cadera. Y frecuentemente llegaba a la clase con una bolsa de compras porque acababa de descubrir una tienda nueva que, simplemente, no podía dejar pasar. Vivía en un apartamento del barrio de Malasaña, donde organizaba fiestas en las que aparecían guitarristas de Senegal y diseñadores portugueses. Iba de vacaciones a la fiesta del orgullo gay de Berlín o al festival de Cannes. En suma, era una de esas personas con tal halo de glamour a su alrededor que sólo podía haber salido de un comercial de televisión. Y sin embargo, sus guiones eran terriblemente sórdidos. Recuerdo uno sobre un hombre que le hablaba a una mujer mientras ella se desangraba en una bañera. Una de las líneas del diálogo decía: “inyéctame tus bragas”. Cuando le pregunté a Claudia por qué decía eso, me respondió que no tenía idea, pero le parecía una frase espectacular. Debe serlo porque aún la recuerdo. Inyéctame tus bragas. Después del master de guión, Claudia se instaló en Barcelona y se dedicó a la publicidad, por supuesto. Mientras tanto, siguió trabajando en el proyecto de largometraje que había empezado en las clases, una historia ambientada en un pueblo de la sierra peruana durante la semana santa. Aparentemente, es verdad que el pueblo se entrega a la barbarie entre el viernes santo y el domingo de resurrección, bajo el supuesto de que Dios ha muerto y no puede verlos. Claudia usó ese escenario para situar una historia de incesto. Yo no la volví a ver mientras trabajaba en este proyecto. Me enteraba de ella por los mails colectivos de nuestros compañeros de clase. Un día, hace un par de años, leí en el periódico que su guión había ganado el premio del festival de La Habana, lo cual implicaba la posibilidad de rodarse si conseguía productor. Era el primer guión de nuestro curso que se rodaría en cine. Eso ya era un gran paso en la carrera de Claudia. Pero meses después supe que a ella ningún director la había convencido, y estaba decidida a dirigir ella misma. Al escucharlo, no supe si Claudia tenía sus ideas muy claras o estaba completamente loca. Sólo volví a encontrarme con ella hace un año, durante un viaje a Madrid, cuando se quedó un par de noches en mi casa. Para entonces, llevaba cuatro años corrigiendo el texto, había formado una productora en Perú y preparaba personalmente el rodaje ahí y la postproducción en Barcelona. Y parecía una persona distinta, más sólida y dueña de sí misma. Su pelo estaba menos rojo y más corto. Daba la impresión de haber crecido mucho más que los cuatro años que la separaban de mis recuerdos. Se lo comenté, y me respondió: “debo haber madurado cuando tuve que vivir sin un centavo”. Ahora, ese guión, cuyas primeras versiones yo escuché en el salón de clases, se ha convertido en Madeinusa, una película seleccionada para el festival de Sundance, que arranca hoy. Sólo 16 filmes entran en la sección oficial, y aparte de ella, sólo una es española: Princesas de Fernando León, una compañía nada desdeñable. El mundo del arte –del cine, el teatro y la literatura- es uno de los más quejumbrosos que conozco. Casi todos los artistas creen que el mundo subvalora su talento, que merecen más de lo que tienen y que el mercado sólo premia la mediocridad. Pero casi nadie hace nada al respecto. Claudia Llosa me ha sorprendido por su capacidad de sacar adelante un proyecto tan monumental como una película a lo largo de cinco años de multiplicarse a sí misma en varios países en los que no conocía a nadie. Pase lo que pase con ella, Madeinusa es ya un éxito: la prueba de que el talento de Claudia se ha abierto paso por sí mismo, pero también de que incluso un talento así necesita estar acompañado por una voluntad capaz de tumbar todos los obstáculos, como una fuerza de la naturaleza con el pelo rojo.

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20 de enero de 2006
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Las botas de Mario Vargas Llosa

El último artículo de Mario Vargas Llosa, “Raza, botas y nacionalismo”, se refiere al fenómeno del izquierdismo con filo étnico que crece como la espuma en los países andinos. Y por supuesto, es altamente crítico con sus representantes Hugo Chávez, Evo Morales y el candidato peruano a la presidencia Ollanta Humala, el nuevo miembro del club. Vargas Llosa llama a los tres políticos “racistas”, “militaristas”, “bárbaros”, “demagogos”, “irresponsables”, “incultos”, “anacronismos vivientes” y “monstruos”. Evo es “vivo como una ardilla, trepador y latero”. Humala encarna la amenaza de una “catástrofe”. Y Chávez… bueno, ya se pueden imaginar lo que dice de Chávez. Para la mayoría de mis amigos europeos y peruanos, el artículo representa un ejemplo de lucidez y agudeza. Y sin embargo, paradójicamente, el más feliz con él es el propio Humala. En efecto, en una charla informal, uno de los asesores de imagen del “comandante” me ofrece el siguiente análisis: “Este artículo quizá nos consiga un par de puntos en las encuestas, porque Vargas Llosa es blanco. Peor aún, es el prototipo de lo blanco. En un país con tanta desigualdad, él representa a la vez al sistema de los políticos tradicionales y al rico que vive en Europa. Y precisamente el odio contra ambos grupos es el pivote del voto por Humala”. Según el asesor, cuando Vargas Llosa compara a Humala con Chávez y Evo, refuerza su imagen como líder de altura internacional. “Pero lo más importante: por mucho que Vargas Llosa escriba contra el racismo, es percibido como un blanco insultando a indios (Evo), mestizos (Humala) y mulatos (Chávez). El 80% de este país se ha visto en esa situación, y no precisamente del lado blanco”. Ollanta ocupa el primer lugar en las encuestas con un 28% de intención de voto casi sin abrir la boca. De hecho, sus apariciones políticas han sido mínimas y muchos menos que las de cualquier otro candidato (la semana pasada tuvo sólo dos, y no concedió ninguna entrevista). Quienes lo han catapultado son precisamente sus enemigos, porque él ha capitalizado su terror. O al menos, eso pienso cuando el asesor se despide de mí y me dice: -Oye, tú eres escritor ¿No? ¿Conoces a Vargas Llosa? ¿Puedes convencerlo de que escriba otro artículo así? Nos vendría bien que lo publique en la semana de las elecciones.

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19 de enero de 2006
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El candidato

Viendo televisión peruana descubro en los informativos dominicales al exótico candidato presidencial Peter Koechlin. Su nombre es tan peruano como su imagen: un rubio de ojos claros. Y su metro noventa de estatura contrasta con su 0.90% en la intención de voto. Su eslogan es “tecnología y ecología”. O algo así. Koechlin lanza su campaña por todo lo alto, ya que aparece casi simultáneamente en los dos programas de televisión con más audiencia. En ambos insiste en que es un firme defensor de la democracia. Y tiene pruebas: en los años setenta, en plena dictadura militar, organizó un concierto de Santana. Como los músicos se mostraron claramente drogados desde su ingreso al país, el gobierno decidió expulsarlos. Los militares latinoamericanos, ya se sabe, nunca escucharon Black Magic Woman. En valiente respuesta, Koechlin tomó un avión y se fue del país por su propio pie. Pero antes, según dice, reunió a unos cincuenta muchachos y organizó la “única manifestación contra la dictadura que llegó a las puertas de palacio de gobierno”. Supongo que probablemente la policía no se dio cuenta siquiera de que ese grupo de marihuaneros rubios era una manifestación. El eje de la propuesta de Koechlin es combatir la corrupción con tecnología: quiere comprar computadoras que sepan dónde y cómo se está gastando el dinero del estado. Dice que así será imposible que los funcionarios públicos se roben el dinero. No dice, sin embargo, qué pasará si los que controlan esas máquinas son corruptos. No sería raro que alguien se las robe. Deben ser caras. Otra de las propuestas de Koechlin es acabar con el cultivo de coca, que además de ser el eje de la política norteamericana en la región, es un gran depredador natural. Divertida propuesta. Los campesinos cocaleros han resistido la erradicación violenta de sus cultivos y el enfrentamiento contra Estados Unidos. Han combatido y a menudo trabajado con narcotraficantes. Han estado en el ojo del huracán de la guerra entre el terrorismo y el ejército. Y en Bolivia, han llegado a la presidencia. Tienen aspiraciones políticas también en Perú. Pero Koechlin cree que dejarán de cultivar coca en cuanto se les explique que están envenenando los ríos. Según Koechlin, aún nadie les ha comentado ese punto. Lo peor es que este hombre es tomado en serio. Los periodistas le preguntan por sus vínculos con gobiernos y dictaduras, pero nadie cuestiona lo que él llama su programa de gobierno y sus antecedentes de luchador por la democracia. Simplemente, forma parte natural del paisaje. En el Perú hay 24 candidatos a la presidencia, la mayoría de ellos con partidos políticos nuevos que tienen nombres como Sí Cumple o Avanza País. El de Koechlin se llama Con Fuerza Perú. Todos saben que el hartazgo de los peruanos llega a tal punto, que es muy probable que gane las elecciones un perfecto desconocido. Y todos quieren ser el desconocido de turno. Si la candidatura funciona, los votos atraerán votos. Y tras los votos llegarán ávidos y solícitos los técnicos y asesores para formar un plan de gobierno. Ser candidato a la presidencia es una inversión con un 4% de posibilidades. Pero si ganas, te llevas la banca.

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18 de enero de 2006
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La mirada de Oriente

La exposición “Occidente visto desde Oriente” podría llamarse más exactamente “Europa vista por los árabes”. Las imágenes que reúne –fotos, pinturas, libros ilustrados- representan diez siglos de contacto entre ambas civilizaciones. Algunas de esas imágenes, que ahora están expuestas en Valencia, son sorprendentes: un antiguo libro muestra un dibujo de Jesucristo admirando el cadáver de un perro. El Mesías cristiano y sus discípulos aparecen vestidos como colonizadores portugueses. Un grabado de principios del siglo XX ilustra ya entonces la discusión entre partidarios y opositores al velo de las mujeres. Una fotógrafa iraní representa a Occidente con una serie sobre mujeres censuradas. Como manda la ley de prensa de ese país, las piernas y brazos femeninos descubiertos se tachan con rotulador negro. Pero para mí, lo más interesante son las salas de video. No los videos artísticos sino los de televisión. Uno de ellos es un reportaje emitido por una cadena emiratí. El periodista selecciona a varios americanos y les muestra un grupo de fotografías de árabes. A continuación, les pide que “descubran” quiénes son terroristas en esas imágenes. Una de las encuestadas responde al estereotipo “rubia tonta”. Ella encuentra terroristas en todas las fotos. A los niños los considera “futuros terroristas”. A los ancianos los considera “terroristas jubilados”. A los barbudos los da por terroristas sin duda. Pero también a los lampiños con cejas gruesas. Para esa chica, que perfectamente podría formar parte del Ejército americano, son sospechosos todos. Pero hay otra que tiene un aire más ilustrado y una insobornable cara de demócrata. Ella, según dice, no ve “terror, sino una profunda tristeza” en cada uno de los personajes de esas fotos. Le parecen llenos de “humanidad y sabiduría oriental”. Hay uno que posa con una espada y un cadáver, pero ni siquiera ése le parece violento. Al contrario, le parece un hombre que posee una aguda filosofía sobre la muerte. Para bien o para mal, ninguna de las dos mujeres ve seres humanos en esas fotos. Cada una ve sólo lo que ya sabía que iba a ver. Sus prejuicios se alzan ante sus ojos, pero ni siquiera como un filtro, sino como un muro. Otras salas muestran ejemplos de lo mismo pero al revés: hay un video de propaganda a favor de Al Qaeda que insulta a los occidentales en clave de rap. Y un spot libanés sobre las torturas de Abu Ghraib que toma imágenes de La Pasión de Mel Gibson. Nuestra mirada nunca es pura. En los albores del siglo XXI, vemos el mundo a través de un vitral diseñado con colores de ambas culturas, y de muchas más. Pero es curioso cómo sólo vemos lo que nos han dicho que veamos. La exposición “Occidente visto desde Oriente” es una excelente muestra no sólo de las relaciones entre dos culturas, sino de la compleja interacción entre cultura y política.

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17 de enero de 2006
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Las luces y los penes

Durante mi visita a Valencia, una señora –ya mayor ella- me recomienda el museo de San Pío V. Dice que tiene una excelente colección de pinturas antiguas. Como tengo poco tiempo, opto por el Museo de Arte Moderno. Al saberlo, ella frunce el ceño. No le gusta el Arte Moderno. Dice que no entiende las obras ahí expuestas. En cambio, le gustan las clásicas, porque las comprende. Le muestran cómo era el mundo antiguo, le muestran figuras de cosas reales. Cuando finalmente voy al Instituto Valenciano de Arte Moderno, encuentro dos exposiciones que con seguridad no le gustarán. La primera de ellas, de Miquel Navarro, muestra casi trescientas piezas de los últimos cuarenta años. Algunas son instalaciones compuestas por miles de piezas de madera que reproducen ciudades fantasmales, como grandes viñetas de ciencia ficción. Muchas otras están dedicadas a la luna, constante fuente de fascinación para este artista. El otro motivo obsesivo de su obra es el falo. En las esculturas y pinturas de Navarro, el falo se convierte en arma de combate, en eje de diseño urbano, en puente, en templo, en fuente. Sus personajes empuñan penes, los idolatran, los recorren. Algunos de ellos son sólo grandes penes con brazos. La obra de Navarro es un juego con la masculinidad como principio ordenador de la realidad, una diversión simpática, perversa y a menudo chocante. El otro artista expuesto es el diseñador Ingo Maurer. Así como un ebanista trabaja con madera y un pintor con los colores, la materia prima de Maurer es la luz. Maurer convierte la lámpara en una obra de arte. Sus sistemas de iluminación adquieren la forma de vajillas estallando, de vías lácteas, de corazones con patas de gallina. Sus lámparas colgantes tienen forma de gigantescas cúpulas monócromas invertidas, bajo las cuales uno se siente absorbido por el color. Con seguridad, mi amable señora no comprendería las luces y los penes que copan las exposiciones de Navarro y Maurer. Pero es que hay poco que comprender. No tratan de representar una realidad material o trascendente, como las pinturas del siglo XIX o el arte sacro. En realidad, el arte moderno no reproduce objetos, los crea. Maurer y Navarro generan atmósferas nuevas, cosas sorprendentes, imágenes inéditas para un mundo que ya tenemos demasiado visto. Y al hacerlo desafían los límites de la realidad, se imponen ante las estrechas posibilidades de lo existente. No es una casualidad que este concepto de arte haya nacido con las vanguardias del siglo XX, aparejado con otra cosa que a la señora no le gusta nada: las utopías políticas. Estas planteaban que el hombre podía concebir y crear un mundo mejor. Aquellas proponían que el mundo iba más allá de lo que nos mostraban nuestros sentidos. La insatisfacción ante la insuficiencia de la realidad produjo estas revoluciones en el arte y la política: las dos grandes herencias de un siglo en que el hombre jugó a ser Dios.

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16 de enero de 2006
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Demasiada maldad

La última película del realizador brasileño Fernando Meirelles tiene razones de peso para interesar a los espectadores: el libreto es una adaptación de John Le Carré, el protagonista es el siempre elegante Ralph Fiennes, las locaciones son espectaculares escenarios naturales africanos, el tema de los abusos de las corporaciones farmacéuticas es atrayente y el género de suspenso conspirativo siempre da de sí. Y sin embargo, siento cierta incomodidad al abandonar el cine, una vaga decepción. Tal cosa no se debe, por supuesto, a que el equipo arriba enumerado carezca de calidad. De hecho, la cámara de Meirelles consigue ser virtuosa sin distraer de la historia, y todo tiene la armonía estética de una producción cuidada al detalle. No. Lo que ocurre, creo, es que no me creo la historia. No me malinterpreten. Sin duda las corporaciones farmacéuticas no se caracterizan por la dulzura de sus métodos. Pero es que en esta película, el jefe de la corporación es un canalla de modales perrunos y vocabulario soez, aliado con un canciller inglés que escribe cartas llamando “ramera” a una activista y “negro” a un africano, cuyo subordinado es un corrupto traidor ansioso por acostarse con la activista. Pero como si fuera poco, esta gran conspiración, en la que capitales suizos vinculan a matones en Alemania, sicarios en Kenia y diplomáticos en Inglaterra, es descubierta por una veinteañera impulsiva con un acceso a Internet de banda ancha. La anterior película de Meirelles, Ciudad de Dios, denunciaba la miseria material y moral de las favelas con un despliegue de talento técnico inusual en el cine social. Y resultaba estremecedora, porque todos los personajes oscilaban en el delicado equilibrio entre víctimas y victimarios. Así, la historia llegaba a donde el reportaje no alcanza. El caso contrario es el documental La pesadilla de Darwin: es tan brutal que sería inverosímil en la ficción. La fuerza de su denuncia radica en que es real, y va más allá de lo imaginable. Pero ¿Qué es lo que uno denuncia cuando dibuja una caricatura? En vez de mostrarla, la desbocada maquinaria del mal de Meirelles encubre la verdadera naturaleza de los problemas sociales. Su retrato de un montón de burócratas blancos sobándose las manos y pensando en lo rentable que les va a resultar el exterminio de inocentes (Ñaca ñaca, juar juar) es simplista, maniqueo y manipulador. En una de las escenas, un testigo describe el informe de la activista como “un montón de conjeturas inspiradas”. Ésa es la mejor descripción de la última entrega de Fernando Meirelles.

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13 de enero de 2006
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Más de la misma historia

He seguido la discusión en este blog entre Fogel y Figueras sobre hasta qué punto el giro a la izquierda de América Latina es un cambio real o más de la misma historia. Y me ha recordado una anécdota: Hace un tiempo, como parte de una investigación periodística, hablé con un simpatizante de Sendero Luminoso. Después de un rato de entrevista informativa, apagué la grabadora y discutimos un poco más. Yo argumenté que las revoluciones comunistas habían fracasado en todos los sitios donde se habían intentado. Pero él respondió: “en este país, lo único que ha fracasado es lo que tú llamas democracia, porque en grandes zonas del campo no tenemos agua, ni luz, ni educación, ni salud. Porque la policía no inspira confianza sino miedo ¿Cómo vas a convencer a esa gente de que puede haber un sistema peor? ¿Qué quieres? ¿Qué voten a los conservadores? ¿Para conservar qué?” Ahora, en el Perú, crece la candidatura de Ollanta Humala. Significativamente, Humala duplicó sus votos a partir del día en que Fujimori cayó preso en Chile y su posible candidatura se extinguió. Porque muchos de sus votantes lo estaban esperando a él. Significativamente, su intención de voto más alta está en la Sierra Sur, la zona en que más creció Sendero Luminoso. Los simpatizantes de esas tres opciones son casi los mismos. No están pensando si eres de derecha o izquierda. Al contrario, quieren a alguien que no parezca un político. Creo que en la América Latina no hay más de lo mismo. Los gobernantes, incluso los autoritarios, han conseguido el poder en las urnas. Hace treinta años era otro el panorama. Pero al menos en los países andinos, los votantes no están satisfechos con lo que les ofrece la democracia tradicional. El propio caso de Toledo es sorprendente: en un país con una tasa de crecimiento sostenida y alta, mimado por el FMI, con estabilidad institucional, el gobierno tiene una desaprobación del 86%. Guste a quien le guste, hay un delicado equilibrio en juego. Los países andinos no quieren más de nada de lo mismo: ni revoluciones aventureras ni una democracia que profundiza los abismos sociales. Porque en el terreno –que no en nuestros deseos- quizá la alternativa real a Humala (o a Chávez, o a Fujimori) no sea Lula sino Sendero Luminoso.

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12 de enero de 2006
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Cómo (no) vender a los clásicos

¿Por qué los editores de libros clásicos se esmeran en hacerlos ver más aburridos de lo que son? Acabo de leer El jugador de Dostoyevski. La contraportada de la edición lo presenta así: “En medio de una galería de personajes desarraigados y trashumantes, la patética figura de Aleksei Ivanovich personifica el goce y la angustia del tipo humano que canaliza toda su capacidad de protesta en la pasión por el juego, vía de acceso a una libertad vorazmente deseada”. OK, es verdad. Y suena bonito. Pero ¿Alguien se ha enterado de qué se trata esta historia? Ya, de un tipo que juega ¿No? Pues resulta que en esta novela hay toda una familia de burgueses arruinados que fingen estar boyantes para casarse con un par de franceses ridículos mientras esperan que se muera la abuela. No son desarraigados y trashumantes, son rusos y son graciosos. Y la abuela, por cierto, no sólo está viva, sino que está como un roble y les grita a todos que no les va a dar un centavo mientras tratan de alcanzarla en su silla de ruedas. Ah, y luego se vuelve adicta a la ruleta. El sentido del humor ácido y caricaturesco de Dostoyevski forma parte esencial de su retrato de la sociedad del siglo XIX. Pero eso no se pone en las contraportadas ni en los comentarios. Los clásicos no son divertidos, son profundos, o sea, que sólo se puede hablar de ellos con palabras esdrújulas. Mi hermana adora a Tolstoi y a Dostoyevski, porque, según dice, “son como telenovelas de época pero mejores, con personajes más interesantes”. Uno de mis primos, al escucharla hablar así, se interesa por el libro. Pero lo coge, lee la contraportada y me lo devuelve. “No lo voy a entender” dice encogiendo los hombros. He ahí uno más ahuyentado de los clásicos gracias a sus propios editores.

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11 de enero de 2006
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Las guerras ya no son lo que eran

Se estrena en España Jarhead, la película del director de American Beauty sobre la Guera del Golfo (no ésta guerra sino la otra, la de los noventa, la que duró un par de semanas). Recuerdo que, desde la televisión, esa guerra parecía un juego de Playstation. Uno veía pantallas de aviones apuntando a objetivos terrestres, luego una lucecita y un cartelito que decía algo así como “Target destroyed: game over”. Era una guerra aséptica, donde tenías que tener muy mala suerte para morirte y los aviones sobrevolaban desiertos resolviendo las operaciones con fría y distante eficiencia. Nada de guerrillas urbanas ni secuestros. Nada de posguerras más largas que la guerra. Ni siquiera una dosis de ambigüedad: los buenos eran buenos y los malos, horribles. Jarhead, basada en las memorias de un verdadero marine, narra la parte que no veíamos mientras presenciábamos las lucecitas de la operación Tormenta en el desierto (por Dios, si hasta tenía nombre de Playstation). Básicamente, la película describe a un grupo de soldados hinchados de testosterona y convertidos en máquinas de matar que no tienen con quién practicar sus habilidades. Y mira que lo buscan. La crítica norteamericana acusó a Jarhead de dos cosas. 1) Ser moralmente ambigua, o sea, no definirse como Rambo ni como Nacido el 4 de julio, como si Sam Mendes no quisiera tomar partido para no enojar a nadie. Y 2) carecer del sentido del humor que el libro sí tiene. Quizá su ambigüedad política se deba más a la guerra que a la película en sí. La guerra del Golfo fue aprobada por todo el mundo y ganada con limpieza. No está cargada con el trauma de Vietnam ni con el heroísmo de la Segunda Guerra. Es una guerra que hubo, perfectamente olvidable, como la incursión rutinaria de la policía para salvar a un gato que se ha subido a un árbol. Era una guerra –lo cual es malo- pero era necesaria, lo suficientemente para no envilecerla, pero no para ennoblecerla. La falta de sentido del humor, en cambio, tiene que ver con la guerra, pero no con ésa sino con ésta, la que se libra ahora en Bagdad. Una guerra que, por primera vez, ha dividido a los americanos seriamente desde antes de su inicio, en la que los soldados torturan a los prisioneros y se toman fotos para los amigos, una guerra en la que todo sale mal y que sólo produce bochornos. Básicamente, una guerra que da de todo menos risa. No es momento para tomarse a los soldados y al medio Oriente con sentido del humor. Como toda película sobre la realidad, y sobre esa realidad política que es la guerra, Jarhead no se ve ni se produce independientemente de lo que ocurre en el mundo, y de nuestras opiniones al respecto. Pero antes era más fácil asumir nuestras opciones morales y opinar sobre esas películas incluso antes de verlas. No por casualidad, este filme habla sobre la guerra que inauguró el nuevo orden mundial tras la caída del muro de Berlín, y anunció el nacimiento de un mundo que parecía muy sencillo y ha terminado por ser mucho más complejo de lo esperado.

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10 de enero de 2006
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