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Demasiada maldad

Por 13 de enero de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

La última película del realizador brasileño Fernando Meirelles tiene razones de peso para interesar a los espectadores: el libreto es una adaptación de John Le Carré, el protagonista es el siempre elegante Ralph Fiennes, las locaciones son espectaculares escenarios naturales africanos, el tema de los abusos de las corporaciones farmacéuticas es atrayente y el género de suspenso conspirativo siempre da de sí. Y sin embargo, siento cierta incomodidad al abandonar el cine, una vaga decepción.
Tal cosa no se debe, por supuesto, a que el equipo arriba enumerado carezca de calidad. De hecho, la cámara de Meirelles consigue ser virtuosa sin distraer de la historia, y todo tiene la armonía estética de una producción cuidada al detalle. No. Lo que ocurre, creo, es que no me creo la historia.
No me malinterpreten. Sin duda las corporaciones farmacéuticas no se caracterizan por la dulzura de sus métodos. Pero es que en esta película, el jefe de la corporación es un canalla de modales perrunos y vocabulario soez, aliado con un canciller inglés que escribe cartas llamando “ramera” a una activista y “negro” a un africano, cuyo subordinado es un corrupto traidor ansioso por acostarse con la activista. Pero como si fuera poco, esta gran conspiración, en la que capitales suizos vinculan a matones en Alemania, sicarios en Kenia y diplomáticos en Inglaterra, es descubierta por una veinteañera impulsiva con un acceso a Internet de banda ancha.
La anterior película de Meirelles, Ciudad de Dios, denunciaba la miseria material y moral de las favelas con un despliegue de talento técnico inusual en el cine social. Y resultaba estremecedora, porque todos los personajes oscilaban en el delicado equilibrio entre víctimas y victimarios. Así, la historia llegaba a donde el reportaje no alcanza. El caso contrario es el documental La pesadilla de Darwin: es tan brutal que sería inverosímil en la ficción. La fuerza de su denuncia radica en que es real, y va más allá de lo imaginable. Pero ¿Qué es lo que uno denuncia cuando dibuja una caricatura?
En vez de mostrarla, la desbocada maquinaria del mal de Meirelles encubre la verdadera naturaleza de los problemas sociales. Su retrato de un montón de burócratas blancos sobándose las manos y pensando en lo rentable que les va a resultar el exterminio de inocentes (Ñaca ñaca, juar juar) es simplista, maniqueo y manipulador.
En una de las escenas, un testigo describe el informe de la activista como “un montón de conjeturas inspiradas”. Ésa es la mejor descripción de la última entrega de Fernando Meirelles.

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