Félix de Azúa
Me llena de satisfacción que cada día más gente lea y estudie los libros de Hannah Arendt, reeditados y traducidos sin descanso, y cada día menos gente lea y estudie a sus famosos contemporáneos alemanes. Todos tenemos manías. La mía es esa. Una de ellas.
La independencia que siempre demostró, le valió ser odiada simultáneamente por los antisemitas y por los judíos fundamentalistas. Una proeza en aquellos tiempos maniqueos en los que todos los intelectuales corrían a protegerse bajo un paraguas u otro. No tenía pelos en la lengua.
Si siempre me ha inspirado una simpatía inmediata, ahora esa simpatía se ve multiplicada tras leer su correspondencia con Heinrich Blücher, compañero de la filósofa desde 1936 hasta su muerte en 1970. Emocionante demostración de que treinta años de matrimonio no tienen por qué ser un peñazo. Ya sé que es raro, pero también pueden ser una larguísima conspiración entre secuaces. En sus cartas se les adivina riendo constantemente con malicia de bachilleres, como esa pareja que siempre acababa siendo expulsada de la clase.
Ambos compartían una desconfianza colosal hacia la psicología y la sociología porque según ellos habían sido incapaces de decir nada inteligente sobre el totalitarismo y porque en tanto que ciencias eran inútiles para entender la libertad humana, asunto que Arendt trató con intensa bravura. En su correspondencia se burlan una y otra vez del Instituto que los frankfurterianos se habían llevado a los EEUU y al que tienen por uno de los fraudes más grandes del universo, después de Freud.
Pero hay una frase inusitada sobre Horkheimer y Adorno que paso a copiar literalmente por si alguien desea usarla en alguna tesis doctoral: Adorno y Horkheimer, “that pack of bastards”.
Una gran dama.