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El Boomeran(g)

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¿Somos los buenos?

Las imágenes de manifestantes sirios incendiando las embajadas de Dinamarca y Noruega han puesto de relieve una vez más el abismo cultural que se extiende entre Oriente Medio y Europa. Como si hiciera falta, precisamente en la semana en que Hamás toma el poder en Palestina e Irán repite una vez más que continuará su programa nuclear. En las calles europeas, mucha gente se pregunta por qué el mundo árabe odia a Occidente, y le echa la culpa a una religión musulmana discriminadora, beligerante, anticuada y cerrada. Yo no conozco a demasiados musulmanes, y la única información que tengo es la que aparece en los periódicos. Pero según esa información, no es el Islam el que produce el odio contra Occidente. Hay otras razones. Por ejemplo: Occidente ha invadido a Irak y Afganistán, es decir, países a ambos lados de Irán. Buena parte del resto de las fronteras iraníes se reparte entre Turquía y Pakistán, grandes socios de EEUU. El argumento contra Irán es que es peligroso que una dictadura tenga armas nucleares, pero resulta que precisamente el presidente de Pakistán, Musharraf, es un dictador que posee armamento nuclear. Por alguna razón que nadie nos ha explicado, él sí es bueno. Y por cierto, el gran socio occidental en la región es Israel, que cuenta con unas doscientas cabezas nucleares y lleva décadas eliminando palestinos. Es verdad que los palestinos también matan israelíes, pero honestamente, en la medida en que unos matan con suicidas y los otros con misiles y tanques, es posible deducir que unos llevan las de perder en este lío. Sobre todo porque cuando los palestinos eligen democráticamente a un gobierno, EEUU, la UE, Rusia y la ONU, es decir, todo Occidente, amenazan con retirarle el financiamiento. Resulta que esos son los mismos que le piden democracia a Irán. Pero los iraníes tienen derecho a preguntarse ¿Es Rusia, por ejemplo, un ejemplo de democracia? ¿O cabe esperar que lo sea Irak? La religión no produce el odio: lo capitaliza, le da un contenido, un sistema de valores, incluso una causa internacional y una inserción cultural. Yo, por supuesto, estoy muy lejos de simpatizar con Ahmadineyad. Pero me pregunto ¿Es que nosotros, con nuestras corbatas, nuestras sonrisas y nuestra diplomacia, damos una imagen mucho mejor?

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6 de febrero de 2006
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El ajedrez invisible

Una tarde de 1980, cerca de la localidad guipuzcoana de Azkoitia, el concejal de UCD Ramón Baglietto fue emboscado por un comando de ETA. Los etarras sospechaban que Baglietto los estaba denunciando a las autoridades, y aunque no lo hiciese, era un enemigo político. Así que dispararon sobre su vehículo en marcha, hasta que se salió de la carretera y se empotró contra un árbol. De inmediato, dos hombres armados se acercaron a pie y abrieron la puerta del coche. Para entonces, Baglietto había perdido el conocimiento. Nunca lo volvería a recuperar. Pero Azkoitia es un lugar pequeño. Tan pequeño que el conflicto político era casi un conflicto familiar. Según la viuda de Baglietto, años antes de su muerte, el concejal había salvado la vida de un bebé mientras su madre y su hermano eran atropellados por un camión. El bebé que le debía la vida era Kándido Aspiazu, que con el tiempo se convertiría en uno de sus asesinos. La promiscuidad del destino ni siquiera acaba ahí. Tras el atentado que le costó la vida a Baglietto, un funcionario municipal bloqueó una moción de censura contra los asesinos. El funcionario también se apellidaba Baglietto: era primo del muerto. Y finalmente, tras cumplir una condena de diez años, Aspiazu se reinsertó en la vida del pueblo y puso una cristalería. Pero su negocio está ubicado justo en el piso en que vivía su víctima, y la viuda Pilar Elías se cruza con el asesino de su esposo todas las mañanas, al salir de casa. Azkoitia es un lugar demasiado pequeño. El caso de Azkoitia, que anoche fue objeto de un documental televisivo, ilustra el grado de enfrentamiento social que viven algunos sectores del país vasco. Tanto Aspiazu como la viuda de Baglietto consideran que la presencia del otro es una constante provocación. Como suele ocurrir, todas las personas, incluso las que matan –o quizá especialmente ellas-, creen que son buenas. En estos días, algo raro pasa en España: el intransigente fiscal jefe de la Audiencia Nacional ha sido destituido tras declarar contra una reunión del ilegalizado partido nacionalista Batasuna. ETA ha puesto su cuarta bomba en una semana. El lehendakari vasco Juan José Ibarretxe presiona para que el gobierno y la banda armada lleguen a un acuerdo. Todo huele a movidas de piezas en un tablero de ajedrez que no vemos. Y sin embargo, la partida tendrá que llegar al final. La dureza de Kándido Aspiazu muestra que las medidas policiales no cambian la actitud de la gente. Ahora bien, la experiencia de los acuerdos de Irlanda enseña que los partidos conservadores golpean para que luego los de izquierda negocien. Si es así, la próxima oportunidad para una paz negociada podría tomar décadas. Ese es un lapso demasiado largo y -España es un lugar demasiado pequeño- para acumular tanto odio.

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3 de febrero de 2006
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Rembrandt

Con motivo del cuarto centenario del nacimiento de Rembrandt, la Pedrera acoge una exposición de grabados del pintor holandés. Las piezas expuestas impresionan sobre todo por el grado de detalle con que Rembrandt era capaz de capturar la expresión humana: cada pelo de la enmarañada barba del padre de Rembrandt, cada arruga de su madre y cada músculo del cuello del propio autor han quedado para la posteridad, algunos de ellos en miniaturas tan finas que el ojo normal necesita una lupa para apreciar la laboriosidad del pintor en todo su esplendor. Pero el gran logro, a mi entender, no radica en su talento para plasmar las superficies, sino en que esas superficies están llenas de vida. Hay un autorretrato en que Rembrandt, con capa sombrero de gran señor, nos muestra lo feliz que está. En la época en que lo pinta, es rico, es famoso, está enamorado, tiene una familia. Su retrato es la viva imagen de la satisfacción. Hay otro, en cambio, que pintó tras la muerte de su esposa. En esa época, está en quiebra económica y moral: la niñera de su hijo le exige que cumpla su promesa de casarse con ella, pero a él lo mantiene su sirvienta. El Rembrandt de ese autorretrato es un hombre gastado. Su sombrero está raído y su traje es ordinario. Su mirada es gris. Al retratarse, Rembrandt no hace un ejercicio de estilo, sino fotografía el fracaso. Las sombras de Rembrandt dan volumen a los personajes, sus contrastes crean atmósferas, y todo parece un mundo tridimensional en color. Sólo que no lo es: es un plano monócromo. Del mismo modo, sus personajes llevan en la mirada el éxito y la ruina, el dolor y la esperanza. Sus escenarios y sus decorados resultan extensiones de sus sentimientos, los amplifican y sitúan. Pero en realidad, en el papel no hay más que trazos a lápiz. Rembrandt no es genial porque copie a la perfección lo de afuera, sino porque plasma con precisión lo que lleva adentro, lo que ninguna figura puede abarcar.

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2 de febrero de 2006
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Terroristas

La visión de Munich de Steven Spielberg me ha recordado a su gemela opuesta, Paradise now, de Hany Abu Assad, aparecida pocos meses antes. Ambas narran el mismo conflicto desde trincheras contrarias, y ambas procuran responder a la misma pregunta: ¿qué pasa por la mente de alguien que va a poner una bomba, o más de una? Pero lo más interesante es que, en ambos casos, las respuestas son las mismas: 1. La gente mata por un ideal. Los suicidas palestinos de Abu Assad están dispuestos a morir por su libertad, y los sicarios israelíes de Spielberg matan por la tierra prometida. 2. La gente mata porque tiene una religión. Para poner a alguien en disposición de matar o morir, es necesario un sistema de creencias sólido y trascendental que le permita justificar y enfrentar sin miedo la muerte, incluso la propia. Los grupos armados comunistas como las Brigadas Rojas o los Baader-Meinhof afirmaban hacerlo por la revolución o la historia, pero sólo cambiaban las palabras, no su sentido. Del mismo modo, los que nosotros llamamos terroristas suelen llamarse a sí mismos combatientes. 3. La gente mata porque confía en alguien. En ambas películas, los asesinos son designados por sus superiores y la designación constituye un honor. No son ellos quienes analizan las razones o la coyuntura de sus acciones. Como buenos soldados, creen en la buena fe de otros –que no mueren- y dejan en sus manos la capacidad de pensar y decidir sobre lo que es mejor para su pueblo. Los líderes ordenan y nuestros personajes obedecen sin dudas ni murmuraciones. A veces tratan de reflexionar al respecto, pero entonces sólo consiguen quebraderos de cabeza. Pensar es bueno para las películas, pero pésimo para la eficiencia a la hora de la verdad. Entre los asesinos de ambas películas sólo hay una diferencia de presupuesto. Los palestinos matan con bombas pegadas al cuerpo en un mercado. En cambio, cada asesinato de los israelíes cuesta más de $200.000 (por cierto, el costo de producción de cada una de las películas es proporcional al de cada grupo combatiente). Y sin embargo, las probabilidades de estar asesinando a un inocente son similares en ambos casos. No por ser más caros, los asesinatos son más justos. En suma, los detalles de producción varían, pero las motivaciones son las mismas: fe, solidaridad, Dios, Patria, todos esos nobles ideales que nos sirven para volarles la cabeza a los demás.

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1 de febrero de 2006
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Gordos

Santo Tomás de Aquino era tan grueso que pasó sus últimos años sin salir de su estudio, y tras su muerte hubo que ampliar la puerta para poder retirar su cadáver. Por eso, hoy por hoy, el teólogo medieval tendría nuevos elementos de juicio para su teología. En menos de cuatro años, tres cuartas partes de las patentes farmacéuticas expirarán. Eso significa que los países y los pequeños laboratorios serán libres de producir y distribuir medicamentos contra el SIDA, la tuberculosis y demás enfermedades sin que estorben los intereses de las transnacionales ¿será el fin de las corporaciones farmacéuticas? Quizá no. Según parece, aún les queda una tabla de salvación: los gordos. En efecto, el sector farmacéutico prepara 60 pociones diferentes para proveer a los 1.000 millones de personas que ya padecen sobrepeso y a los 500 millones de nuevos obesos que surgirán hasta 2015: un total de 1.500 millones de gorditos que se niegan rotundamente a hacer ejercicio o comer menos, y prefieren que una pastilla se ocupe del problema. Algunos de los medicamentos previstos son para adelgazar, es decir, están dirigidos a pacientes que prefieren verse bien sin esfuerzo. Pero la mayoría de ellos no adelgazan sino previenen las enfermedades derivadas del sobrepeso: problemas arteriales, metabólicos y otros. Esos son para gente a la que no le importa estar gordita mientras eso no implique estropearse la salud. Si sumamos a estas cifras el crecimiento de la medicina estética en los últimos años, la conclusión es sorprendente: cada vez más, la investigación y desarrollo de la ciencia no pretende curar nuestras enfermedades sino alimentar nuestros pecados capitales, como la vanidad o la gula. Santo Tomás, seguramente, no aprobaría esa actitud. Pero a ver luego quién lo llevaría a enterrar.

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31 de enero de 2006
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El imbécil europeo

Anoche regresé a una Barcelona lluviosa y helada tras unas semanas haciendo un reportaje en el Perú. He vuelto a abrazar a mi novia, he dormido catorce horas y ahora trato de poner en orden mis pensamientos sobre mi propio país, en el que no vivo desde el año 2000. Lo primero que me hizo sentir raro en Lima fue asistir al montaje de mi propia obra teatral, “Tus amigos nunca te harían daño”, un texto muy generacional sobre un grupo de amigos que escribí cuando tenía 23 años. Desde que dejé Lima, la obra se ha representado con sorprendente frecuencia en el Perú y América Latina. Y aún ahora, la encuentro divertida: tiene mucho ritmo y sus diálogos son muy ingeniosos. Pero no me reconozco como su autor. Me parece de una inocencia conmovedora. Por momentos, mientras veía el montaje, pensaba “¿esas eran mis preocupaciones? ¿Así éramos nosotros? ¿Tan cerrados y endogámicos?” Supongo que sí, y que entre las pocas virtudes del texto, figura, lamentablemente, la honestidad. Otra cosa extraña fue lo fácil que me resultaba hacer un reportaje. En Lima, tengo acceso a muchas fuentes importantes entre analistas, políticos y funcionarios, básicamente porque casi todos son mis tíos. Eso significa también que todos viven en el mismo barrio. Una mañana, por casualidad, encontré a cuatro de mis potenciales entrevistados desayunando al mismo tiempo en la panadería San Antonio. En cualquier otra ciudad, conseguir esas entrevistas me habría tomado tres o cuatro días. Muchos desastres de mi país se deben a un grupo muy reducido de gente del que yo formo parte. En los restaurantes de Miraflores y San Isidro, es imposible entrar sin saludar a viejos conocidos, y entre ellos siempre están los creadores de opinión, los periodistas importantes, los intelectuales, los funcionarios, los empresarios. Para los cambios sociales es necesario el debate, y yo me pregunto qué debate vamos a tener si todos esos grupos formamos casi una familia. Significativamente, mis amigos han cambiado de estatus social. Cuando me fui, todos éramos casi unos estudiantes. Ahora, muchos de ellos –incluso los que estudiaron literatura bajo amenaza de morir de hambre- viven en departamentos con vista al mar y alquilan casas de playa durante el verano. Casi todos van a votar por los candidatos conservadores. Un día, medio en broma y medio en serio, le digo a uno: -Por ti, claro, que este país siga igual. En un país más justo, tendrías que pagar más por el alquiler y por el servicio doméstico, y te costaría más superar a la competencia para conseguir un puesto en un ministerio o un banco. Medio en broma, medio en serio, él responde: -En este país, gobierne quien gobierne, a mí me va a ir bien. Simplemente porque no hay suficiente gente que sepa cómo funcionan los bancos o los ministerios. Ni siquiera hay suficientes alfabetizados. Para que las cosas funcionen, nosotros somos imprescindibles. Hace seis años, mis amigos y yo solíamos burlarnos del imbécil europeo, el típico desubicado de aire intelectual que vive en una sociedad bien organizada y es incapaz de entender el funcionamiento de otras más conflictivas y complejas. La variante subdesarrollada del imbécil europeo es el progre latinoamericano, que añade a esas características el aire sabiondo de sus críticas o, si tiene educación católica, el complejo de culpa. Creo que me estoy convirtiendo en todo eso.

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30 de enero de 2006
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Las siervas de la pasión

La venerable madre Teresa Gallifa Palmarola vivió en Barcelona durante la segunda mitad del siglo XIX. Tuvo siete hijos, de los cuales, seis murieron antes de los cinco años. A los 32, quedó viuda. A partir de entonces, las dos grandes preocupaciones de su vida fueron el bautismo de los niños muertos en el parto y la tentación del aborto en las solteras gestantes. Teresa fundó un hogar cuna para mujeres embarazadas, que después de su muerte fue reconocido por la iglesia. Sus herederas espirituales fueron aceptadas como congregación religiosa con el nombre de “siervas de la pasión”. Hasta finales del franquismo, las siervas de la pasión recibían a parturientas sin recursos o con muchos recursos, que daban a luz en sus casas y entregaban a sus bebés en adopción. La operación se realizaba con la mayor discreción, y la identidad de los padres biológicos quedaba protegida, más bien sellada de por vida. Tras la transición, la ley consagró el derecho de los hijos adoptivos a conocer la identidad de sus padres naturales. Pero las siervas de la pasión callaron. Debido al compromiso asumido por ellas, nadie les ha sonsacado ninguna información que conduzca al paradero de sus familiares. Muchos de sus huérfanos, ya adultos, las denunciaron y ganaron los juicios. Pero cuando la policía judicial fue a buscar los archivos, no los encontró. Las religiosas dijeron que no existían archivos más allá de los cinco años. O que nunca los había habido. La semana pasada visité una casa cuna de las siervas de la pasión en la costa mediterránea. De momento, alojan a 21 chicas con sus bebés, pero preparan una ampliación a diez habitaciones más. El requisito que deben cumplir las chicas es estar embarazadas y no tener recursos ni una familia en condiciones de ocuparse de ellas. La madre que me muestra las instalaciones considera que las mujeres en esas condiciones están “amenazadas de aborto” y hay que hacer lo posible para ahuyentar esa amenaza. La casa es un lugar agradable. Cuenta con comedor, habitaciones individuales, sala de juegos y TV, lavandería y capilla. Antes había una piscina en el patio, pero la retiraron por razones de salud. Muchas de las internas tienen problemas con las drogas, y la piscina es un caldo de cultivo de infecciones y un peligroso lugar para esconder las jeringas. Por lo general, la mayor parte de las internas son inmigrantes. Pero de momento, es mayor el número de españolas que, según la madre, “no están potables para trabajar”. La casa cuna las acoge durante el embarazo, las capacita en algún oficio y les busca un puesto. Tras el parto, pueden permanecer en la casa durante el primer año de la vida de su hijo, si deciden quedarse con él. Los pocos niños españoles que son abandonados tienen una larga lista de espera esperando adoptarlos. Pero la mayoría, al año de nacidos, se mudan con sus madres a un piso compartido con otras chicas de la casa cuna. Según la religiosa, lo más difícil es que las chicas abandonen la casa. Nunca quieren. Por lo general provienen de familias desestructuradas o lejanas, y tienen problemas para poner en orden su propia vida. De alguna manera, la casa cuna es un refugio para mujeres que no pueden tomar las riendas de su existencia, y menos de la de un niño. Al abandonar la casa cuna, me siento presa de una gran confusión moral. Las siervas de la pasión ocultan ilegalmente información sobre los padres, pero así son fieles a la promesa que les hicieron. Aplican una filosofía paternalista, pero ofrecen una alternativa a quien necesite ayuda para tener un hijo. No sé si felicitarlas o indignarme. Como suele ocurrir en las situaciones humanas al límite, los caminos del cielo y del infierno son difíciles de distinguir uno del otro, y carecen de señalización.

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27 de enero de 2006
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Santas

El Vaticano ha iniciado el proceso para canonizar a Melchorita Saravia del Perú. Bueno, se ha iniciado el proceso para considerarla “venerable”, que es algo así como sargento segundo de la santidad. Este proceso es más lento que la seguridad social. Para llegar a santa, la Melchorita puede formar cola durante 300 años como San Martín de Porres. Es verdad que a San José María Escrivá, fundador del Opus Dei, le tomó menos de treinta, pero es que él tenía mejores contactos. El proceso de la Melchorita no será muy rápido, además, porque ella nunca hizo grandes aspavientos. Simplemente fue buena. Era una monjita que no se peleaba con nadie y trataba bien a la gente. Eso significa que se está mejorando el nivel de las santas peruanas, porque la anterior, Santa Rosa de Lima, patrona de América y las Filipinas, era una psicópata. Es verdad: Santa Rosa se puso un cinturón de castidad con púas hacia adentro y tiró la llave en un pozo. Luego, amarró su cabellera a un clavo colgado de la pared para no quedarse dormida y poder rezar toda la noche. Cuando le dijeron que tenía las manos bonitas, se las quemó. Como una arribista del reino de los cielos, estaba dispuesta a todo con tal de ser Santa. Al final se salió con la suya. No tenía mucha competencia. A mí la que me gusta es Sarita Colonia: Sarita era una inmigrante provinciana que trabajaba en la capital como empleada doméstica y pescadera. Sus milagros eran del tipo milagro barato para gente pobre: sacaba a los ladrones de la cárcel, hacía que llegase plata para pagar el alquiler y conseguía que el esposo canalla volviese al redil. Sus seguidores, que aún se aglomeran en su mausoleo, son sobre todo prostitutas, asaltantes y malvivientes de toda calaña. La cárcel del Callao lleva su nombre, y los reclusos se la tatúan en el pecho. Sarita no tiene historia oficial. Cada quién le inventa la que le conviene. Las empleadas domésticas creen que murió por los maltratos de su patrona. Los ladrones dicen que la acusaron de un robo que no cometió. Las prostitutas aseguran que trataron de violarla, pero Dios le cerró el sexo. Con esos antecedentes y esas malas juntas, está claro que la Iglesia católica nunca ha aceptado a Sarita y jamás la admitirá a trámite. Pero tú puedes pedirle un milagrito por Internet si haces clic aquí.

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26 de enero de 2006
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La dictadora en miniatura

Hoy se inaugura en La Paz la feria de Alasitas, un mercado de miniaturas que refleja los deseos de los bolivianos para cada año que comienza. En cientos de puestos aglomerados en una quebrada, los comerciantes ofrecen pequeñas imitaciones de pasaportes, dólares, euros, títulos profesionales, casitas de artesanía. Para los chicos que necesitan novia se venden gallinas de cerámica. Para ellas, gallos. Este año se suman a la mercadería bombonas de gas -por los hidrocarburos- y ordenadores que representan el trabajo. Los bolivianos compran lo que desean recibir este año y lo llevan a otro puesto, donde lo bañan con pétalos de flores y lo colocan sobre unas estufas de carbón quemados con incienso. Así bendecidas, las miniaturas garantizan un 2006 lleno de viajes, dinero, trabajo y, sobre todo, vivienda. Tras visitar la feria, asisto a una conferencia a cargo de Domitila Chúngara, una leyenda de las luchas sociales de Bolivia. En 1967, Domitila sufrió la masacre de San Juan, en que el dictador René Barrientos mandó al ejército contra las comunidades mineras de Catavi y Llalagua. Ella misma, que estaba embarazada, fue apresada y torturada hasta que perdió su hijo. Posteriormente ayudó en la lucha contra la dictadura del general Hugo Banzer. En la Navidad de 1978, inició una huelga de hambre que terminó por derrocar al gobierno militar. A lo largo de su vida ha sufrido persecuciones, exilios y vejaciones de todo tipo, y su valor está completamente fuera de duda. Ahora que Bolivia inicia una nueva era, ella es el rostro de la dignidad indígena. Y sin embargo, conforme habla, ese rostro se ensombrece. La principal preocupación de Domitila es el voto cruzado. Dice que mucha gente ha votado a Evo para presidente, pero a otras opciones para las prefecturas regionales. Ella quiere acabar con esa actitud, que considera “peligrosa” para la revolución. Yo creo que el voto libre forma parte de la democracia, y que lo peligroso es suprimir esa posibilidad. Pero supongo que no es grave, que el de Domitila es un punto de vista polémico y nada más. Sin embargo, más adelante, Domitila expresa su preocupación porque las universidades, en vez de cumplir su función social, distraen a los jóvenes de sus obligaciones con la comunidad. Y lo mismo opina de los medios de comunicación. Según ella, la televisión dirige una campaña de alienación astutamente orquestada: las telenovelas distraen a las mujeres, los dibujos animados a los niños, el fútbol a los hombres. Tras esa argumentación, defiende la necesidad de “nacionalizar” la educación y los medios junto con los recursos naturales. Finalmente, la dirigente describe a la revolución como un reloj: según su metáfora, un reloj necesita que todos sus engranajes caminen en rigurosa organización. Si alguno de ellos avanza egoístamente hacia el otro lado, es necesario repararlo o retirarlo. Las personas y sus voluntades individuales son los engranajes. Domitila no explica quién es el relojero. Al salir de la conferencia vuelvo a pasar por la feria de miniaturas de Alasitas. Imagino a Domitila como una miniatura de dictadora, pero no tengo claro que eso sea lo que los bolivianos han comprado para este año. Al fin y al cabo, ella no forma parte de la jerarquía del MAS. Unos pasos más allá, en un quiosco, la prensa anuncia los primeros convenios energéticos de Bolivia con la Venezuela de Hugo Chávez. Con su oferta de asesoría técnica, un invitado sorpresa se suma a la mesa: Irán, que está desarrollando energía nuclear. Al lado, un par de curanderos leen la suerte en claras de huevo disueltas en cerveza o en rescoldos de plomo derretido. Para Bolivia, la suerte del año que viene ya está decidida. Depende de Evo Morales que su reloj sea más grande que los primeros y peligrosos engranajes con los que se va encajando.

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25 de enero de 2006
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El balcón de los comandantes

El domingo, cuando Evo Morales estaba en el balcón del Palacio Quemado para presenciar el desfile militar en su honor, Hugo Chávez entró en escena. No se asomó en un rincón, ni se limitó a saludar, sino que se instaló en el centro del balcón durante medio desfile, saludando a la gente, flanqueado por el vicepresidente y por el propio Evo, como si fuesen sus edecanes. Poco después, una gorrita marrón se arrimó al lado de Chávez, sobresaliendo apenas de la balaustrada. Bajo la gorrita se extendía brevemente el comandante Tomás Borge, miembro fundador del Frente Sandinista de Nicaragua. Al final, una mujer se metió en el cuadro y abrazó al presidente venezolano. Ya para entonces, entre el tumulto formado alrededor de Chávez, parecía que Evo estaba castigado en el rincón de su balcón, con la banda presidencial como la sábana del bebé regañado. Ayer en la mañana, en una reunión de partidos de izquierda latinoamericanos, logro ver de cerca a Borge, siempre con su gorrita, y a la mujer de ayer, que resulta ser su esposa. Borge llega a la reunión tarde y se sienta con los demás panelistas. A veces, conversa con ellos en voz alta sin importarle gran cosa el orador de turno. Hasta que llega su momento de hablar. Una vez más, apenas es una gorrita que se mueve en el estrado. Pero eso sí, una gorrita arrogante. Borge asegura que los sandinistas son leales a sus principios hasta la muerte, pero luego explica con picardía que se han aliado con la Iglesia nicaragüense y ahora todos los púlpitos les hacen propaganda. Como quien narra sus charlas de amiguetes, se refiere al presidente Torrijos de Panamá, cuenta chismecitos de sus conversaciones con Fidel, dice que Chávez lo ha invitado a Venezuela. Cada cierto rato, larga una arenga del tipo “patria libre o muerte” y la gente aplaude. Minutos después, veo a Borge aún más de cerca durante la conferencia de prensa. Una vez más, llega tarde. Mientras los demás hablan, exige un té y un vaso de agua. Luego suelta algunas soflamas más. De pie a su lado, su señora lo cuida, lo masajea, lo atiende. Es la izquierdista mejor vestida que he visto en toda Bolivia. Va decorada con aretes de motivos andinos y sortijas de amatistas, todo con aire de artesanía popular Gucci. Y su atuendo debe costar en conjunto la mitad del presupuesto nicaragüense. Pero lo peor es su prepotencia. Está tan encima de Borge que termina sentada en el sitio del delegado mexicano, quien acaba la conferencia de pie. Borge es una especie de aristócrata de la revolución. Habla del antiimperialismo como si fuera su hacienda privada, y siempre parece a punto de meterle mano a alguna empleada. Pero más allá de su odio por EEUU, es imposible arrancarle una sola idea, propuesta o programa. Y no es el único. Al salir de la conferencia, paso por una universidad donde la gente se aglomera para escuchar el discurso de Chávez. En el momento en que me acerco, el venezolano cuenta que de niño era monaguillo y su mamá quería que fuese cura. En la reunión de partidos de la mañana, he escuchado la palabra “izquierda” doscientas veces, y cada vez me ha parecido que se refiere a algo diferente. Algunos consideran que es el MERCOSUR y el frente energético, otros la asocian a la nacionalización de los recursos naturales, para otros es un movimiento autoritario, y no faltan los que la definen como la opción antisistema. Yo no tengo claro qué sea la izquierda, pero francamente, espero que no sea lo que creen los dos que ayer se encaramaban al balcón, como si la fiesta fuese suya.

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24 de enero de 2006
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